*Obra de Walkala.
-Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
Ahora,
antes de que
callen los pájaros,
reclamo para mí
lo que queda
después del fulgor,
esa fragilidad
del polvo en la
tierra arrasada,
la pequeña
certeza
de que todo lo
vivo se transforma y se crea,
esa luz en los
ojos,
ese
agradecimiento.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
ESA FRAGILIDAD DEL POLVO EN LA TIERRA ARRASADA…
Cuando la
guerra*
*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
1
Ella decía que
había guerra afuera. Un ejército en las puertas de la ciudad, agazapado. Pero
él esperaba la guerra en los muslos de ella, cuando la asediaba: el fuego que
avivaban las manos.
2
“Cuando entren
no dejarán nada vivo, ni el polvo”, dijo ella esa mañana, todavía entre
sábanas. Las sábanas medio derramadas, por el acto de despertar, por el cuerpo
que se movía, por las manos que palpaban. Y en ella la imagen de él, alumbrada.
Las sábanas, esparcidas ahora, concluyeron el movimiento en el piso.
3
Bajaron a
desayunar. Los dedos en las migajas. El ascenso del café, el frío de las manos
cerca, en contraste, rodeándolo. Ella hizo una pequeña variación: “no quedará
nada, ni el polvo”, dijo. Y él extendió las manos cerca de las migajas. Las
puso en la luz. Un instante en las nervaduras. Una cesura, las manos, en el tiempo.
Pero ella no lo advertía, sumergida como tenía la mirada. Y desayunaron en
aparente calma. Alrededor el humo del café, el reciente sudor en las ventanas.
Él pensó en una nueva variación: “devastarán todo, también el polvo”. Pero se
quedó callado, indeciso, disfrutando del instante y de la espera. Y la luz
pulía las tazas de café. Y las cosas del mundo —cucharas, sartenes, demás
enseres —brillaban.
4
Cuando llegó el
crepúsculo salieron de la casa. Escucharon murmullo de peces en las puertas de
la ciudad. Los pensaban nerviosos, a punto de saltar del agua. Pero no para
boquear, para entre coletazos encontrar la muerte. Una ira apenas contenida por
las murallas. Y un rato, los dos, en el descampado, imaginando las volutas
sobre los hombres, las sosegadas respiraciones, el último brillo en los
fusiles. Se sentaron y contemplaron algunas piedras. Arriba el cielo. Y las
nubes eran como las piedras: redondas y muy grises. Las nubes, también, sobre
los otros. Pensaron que incluso la misma sombra proyectada, merodeaba por ahí,
como una mano acercándose a un rostro. Y seguramente uno de los agazapados, del
otro lado, tenía en sus ojos el ansia por superar la muralla y en la parte alta
el destello de un cuervo. El ave se desprendió de su altura y su vuelo hacia ellos.
Rodeados de piedras miraron todo: el oleaje de las plumas por el viento,
testigos por primera vez de la maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a
prudente distancia de ellos, el nervio en el pico y la tensión en los ojos.
Estuvo un rato ahí y después emprendió el vuelo.
5
Al día
siguiente avistaron un hombre. Su silueta a lo lejos. La espiaron, curiosos,
por la ventana. Después abrieron la puerta. Leve viento en los cabellos. En el
quicio los dos, evaluando la distancia, imaginando si venía por su cuenta, si
era un remanente de los otros. Después de un rato más clara la figura, un poco
espantapájaros por la ropa. Incluso, si aguzaban la vista, percibían la
premura, la diminuta nube que dejaba.
Entraron a la
casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del último pan de la alacena. Un
plato, la silla y un mantel: casi naturaleza muerta. Y desearon que estuviera
ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa, alguna señal de lo que acontecía
tras las murallas. Transcurrieron unos minutos. La figura se acercó y pronto
estuvo a unos metros. Los miró un instante, frágil desde el otro lado, y su
saludo fue cosa lenta, dibujada apenas en el límite que imponía el silencio.
6
El hombre los
miró desde el horizonte de la mesa. El sudor se esparcía en sus sienes y el
olor era vivo en sus ropas. La acritud que desprendía su gesto. Una cuesta
cuando respiraba, cuando removía los labios como si aún tuvieran polvo. Con
boca árida, entonces, les dijo que habían pasado muchas jornadas, que la casa
—a la distancia— parecía un desvío de la memoria. Pero conforme los pasos,
conforme los días que eran piedra sobre piedra, comprendió que la casa era
real, que sus paredes existían. En las noches, después de alimentar una fogata,
miraba la casa e imaginaba una respiración, el temblor de una vela, unas manos
que acompañaban. Indecisas sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho
precipitándose en la ventana. Frágiles arañas y los muebles. La faena de los
insectos en la madera. Entonces supo que en la casa era pleno el desasosiego y
que intermitente era la impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo
una pausa para humedecer la voz. Su mano hizo penumbra en el vaso. La sombra
quedó ahí, un instante, como un despojo en el agua. Miró las puntas de sus
botas y bebió un trago. Dijo que atravesó filas y filas de hombres, que muchos
ojos, cuando pasaba, lo aguijoneaban. Le imaginaron el paso lento, caminar por
ahí como en gran calma: el cielo gris, el sol, su desolación y su nada.
Le preguntaron
cuándo entrarían, la fecha exacta del acontecimiento o, en caso contrario, si
su paciencia era mucha y la ambición superaría el tiempo. Pero el hombre dijo
que no había tiempo en ellos, aunque alzando los ojos, invocando una imagen de
ellos, recordó una leve respiración, un siseo que anunciaba la lumbre de una
palabra que no decían, quizás por su sustancia, por su filo. Recordó que,
mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los fusiles inclinados, en
las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los dientes. Y supo que no
le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus cuerpos el sopor y sus ojos
eran animales absortos en el agua.
7
El hombre
durmió en la casa. Bajaron un colchón y una cobija. Por si las dudas dejaron
una vela y cerillos. La luna era un círculo en el hombre. Y éste, iluminado,
les agradeció sus atenciones. Se quitó las botas y abandonó el sombrero en el
piso. Estuvo un instante ahí, inmóvil, mirando el sombrero. Comprendieron que
estaba inseguro de su presencia, que desvanecido por dentro tenía muerta la
boca y las palabras. Un poco de descanso serviría. Le desearon buenas noches y
subieron la escalera.
8
Los despertó un
ruido. Fueron al inicio de la escalera. El hombre miraba por la ventana. La
espalda encorvada, los ojos tanteando los objetos descubiertos. Giró el cuerpo
y fue con dedos nerviosos a los cerillos. El nerviosismo perduró en el
incendio, mientras la llama se retiraba de la vela. Absorto, no se dio cuenta
que su labor tenía testigos, que figuras varadas seguían el humo, como
maravilla su estela. Hasta el techo la nube. El olor de una brizna quemada. El
rostro del hombre tornó amarillo. Pero la luz no abundaba y sólo arañaba una
parte de la mesa.
Entonces se
acercó a la ventana y movió lentamente la vela, como si mandara un mensaje a
los convocados, como si les dijera, de alguna forma secreta, que era tiempo de
la guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra posibilidad, repetir lo de
las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso cuidaba el temblor de la vela y
su respiración cerca de su reflejo, también el vaho, como había imaginado.
9
Se despidió de
ellos en la mañana. No contó más historias. Su sombra sobre la mesa. El último
pan se había acabado y, como consuelo, antes de alzar su maleta, demoró la
vista en las migajas. Después estuvo al lado de la casa, haciendo mediciones,
calculando un imposible itinerario. Tanteó el viento con los dedos y después
los llevó al filo del sombrero, a las alas. Afirmó el peso de su cuerpo. Hizo
que su respiración pesara. Pero parecía indefenso, con la memoria desvalida por
tantos días en el descampado, por tanto vértigo de piedras. Se caló el sombrero
y emprendió el camino. Su figura en el atardecer, oscura como el pájaro que lo
seguía. Los dos se alejaron. Y recordaron sus palabras.
10
Desde entonces
tuvieron insomnio. Ella sufrió primero su agobio. Sentía que el sueño era una
barca que se alejaba. Él sentía, además de la mente revuelta, la impaciencia
del calor, el peso de las sábanas. Una noche, en la ventana, descubrió una
constelación de insectos. La noche siguiente comprobó que sus cuerpos oscuros
medraban en la luz, que su vibración espantaba, de alguna forma, su sueño. El
ámbito saturado por la visión. Intentó espantarlos. Pero fijos en la
transparencia, objetos incorruptibles, encendían su insomnio, sus pasos en la
estancia. Vueltas y más vueltas. Ella, enfrascada en conciliar el sueño, apenas
notaba el caminar.
11
Una madrugada,
incapaces de conciliar el sueño, de estar en silencio en la cama, bajaron por
las escaleras. Sin mediar palabra fueron a la ventana. Los dispersos cerillos
en la mesa. Abierto un libro y las anotaciones, la vejez expuesta de sus hojas.
Prendieron la vela. Medio derretida, el pabilo carcomido por las horas.
Pensaron que la luz podría ser un anzuelo para otro viajero, recompensa para el
nervio de un hombre, en el descampado, frente a una fogata. Y estuvieron un
rato, por turnos, moviendo la llama, improvisando mensajes en la ventana.
12
Estuvieron
impacientes en la cocina. Ella volvió a decir que había guerra, que los otros
los encontrarían ahí, sentados, uno frente a otro. Él miró la ventana. Ella,
esta vez, no mencionó el polvo. Pero estaba ahí, entre ellos, casi intangible,
donde antes había estado el fuego. Y las figuras caldeadas miraban la
superficie de madera, un pan inexistente y las vetas de luz en la mesa.
13
En la cama
volvieron a hablar de la devastación. Él acercó las manos a su cuerpo. Ella
miró el movimiento, percibió cómo perdía fuerza. Pero el impulso fue suficiente
para llegar a su cuerpo y arder en el intento. El incendio fue breve en los
dedos y, después de la cintura, acudió a los labios. Cerraron los ojos. Ella
pensó en el descampado, en el combatiente que merodeaba en sus labios. Él
mantuvo el contacto y quiso evocar una imagen, pero era precisar una forma bajo
el agua. Ella sonrió con tristeza. Y pensaron un rato en la demora, en lo
aburrida que era la guerra.
14
Menguaron los
alimentos, más breve el humo del café. Preocupados por las últimas cosas,
miraron el vacío en los platos. Las tazas sin uso, su disciplina en el estante.
Los insectos en retirada. Las manecillas del reloj, desde hacía mucho, no
avanzaban.
Llegaron otros
viajeros. Todos tenían palabras similares. Todos mencionaban las filas de
hombres, los fusiles en ristre y las miradas en lo bajo, como absortas en tinta
derramada, en el cadáver de algo. Un viajero les dijo que habían avanzado
posiciones. Otro mencionó que, en el polvo, bosquejaban distintas posibilidades
de asedio. Añadió que, con el tiempo, los planes para tomar la casa se habían
acumulado y ahora eran infinitos. Bajo las carpas los mapas de los generales,
la tinta en los márgenes, las abundantes anotaciones. Los principales, entre
los agazapados, conminaban con rabia a soportar la demora. “Su enemigo es el
tiempo”, gritaban. Y la promesa de superar la muralla, entre las filas, sin
poder apagar las ansias pues la pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no
tendían a lo bajo, sino enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la
altura.
15
Pasaron los
años. Siguieron visitando las murallas. El tiempo se acumulaba en la casa. La
vejez en sus cuerpos, como el agua muchas veces, en el transcurso a la piedra.
Dejaron de hablar de la guerra, pero seguían pensando en el asedio, en filas y
filas de hombres en el descampado, con las banderas en alto, en dirección a la
casa. Pasaron más años. El contagio de viajeros terminó. A veces, en la tarde,
un bosquejo en la distancia. En las noches la luna y su luz que a veces hacía
círculos o que temblaba como una fogata. Imaginaban a un hombre, pensativo, con
luz de lumbre en la cara. Pero en las mañanas no había silueta, ni nube de
polvo que acompañara. Comprendieron que morirían sin ver la guerra.
16
Una tarde ella
hizo una última variación: “no quedaremos nosotros”. Él, a un lado, apenas
tenía fuerzas para desear más palabras. Pero no alcanzaban para nombrar la
guerra, para decir que entrarían y devastarían el polvo. Los dos en la cama. Se
tomaron de las manos. Y tuvieron una feliz visión de murallas desmoronadas, de
ansias rompiendo, al fin, silencio. En la muerte miraron el acero hundido en la
madera, las risas en el brillo de las cucharas mientras las bocas volcaban su
hambre en los platos. Los últimos restos de comida en el suelo.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Tras la
derrota*
- Te contaré un
secreto, Sancho: Yo sé perfectamente que son molinos.
- ¿Entonces,
amo?
- Conviene que
la historia no olvide nunca que existen hombres capaces de enarbolar su locura
(aunque sea fingida) en pos de un ideal superior. Sin locura, el mundo se
extinguiría en pocas generaciones. Cristo fue crucificado para perpetuar su
sombra. Las nuestras perdurarán de otro modo: Teñidas de humillaciones y ridículos.
Pero esta cruzada irracional, amigo Sancho, ha de hacernos inmortales, si la
idea de la inmortalidad no es tan grotesca como nosotros mismos y nuestras
fatigosas andanzas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
EL PROBLEMA DE
LA VIOLENCIA SOCIAL Y CRIMINAL*
He escuchado
infinidades de veces la frase de que el norteamericano “ama las armas” y hasta
cierto punto es verdad, porque cuando se habla del norteamericano se refiere al
hombre blanco. Porque un hombre blanco armado hasta los dientes según las
firmas de relaciones públicas de la industria de armas está haciendo uso del
derecho que la Constitución le confiere. Pero si por ejemplo cambiamos de
escenario, y la persona armada es una persona de color: un afroamericano o un
inmigrante al cual la Constitución le reconoce el mismo derecho si no tiene
record criminal, entonces es un individuo armado, peligroso, terrorista o
posiblemente narcotraficante. El derecho a portar arma parece ser de
exclusividad para las personas de origen caucásico.
Yo no estoy de
acuerdo con la comercialización y porte de armas, especialmente en una sociedad
que se precia de tener un alto nivel educativo, porque en donde impera el
imperio de la ley no hay justificación alguna para la existencia una sociedad
armada como si fuera en la ciudad de Mogadiscio en donde cada quien se cuida la
espalda como puede para no caer víctima en una balacera entre los distintos
clanes que se disputan esta parte del continente africano. En Estados Unidos de
acuerdo a las estadísticas existe un promedio de armas por persona de 112 armas
de fuego, óiganlo bien, 112 armas de fuego seguido por Serbia 58 armas por
individuo. En el estado de California existen registradas 38 millones de armas
de fuego de todos los calibres convirtiéndolo en el estado más armado dentro de
la unión americana seguido por Texas, en donde el porte y uso de arma es
prácticamente parte de su identidad regional.
Siempre que
ocurre una masacre o un acto violento en contra de la población civil el
problema del comercio de arma vuelve a salir a relucir y con ello la disyuntiva
constitucional existente de una sociedad armada hasta los dientes, que defiende
las armas basándose en el principio de la autodefensa personal supuestamente
protegerse del crimen, pero las estadísticas no reflejan ningún progreso en ese
sentido. Por el contrario, los países en donde el uso de arma recae en el
ejército y las fuerzas policiales muestran índice menor en cuanto a la
violencia criminal reflejándose en un bajo nivel de muertes violentas. Un
ejemplo de ella es nuestro vecino Canadá.
Las escuelas
públicas hoy parecen centros de detenciones masivas por el nivel de seguridad
con escáner, policía patrullando así como la instalación de sofisticados
sistemas de cámara con el propósito de impedir la irrupción de individuos
armados dentro de los centros educativos. El número de masacres y tiroteos en
las escuelas como también en lugares públicos es ya interminable. Y siempre que
se discute a lo interno de establecer cierto grado de regulación para impedir
que individuos con problemas mentales tengan acceso a comprar armas de fuego
surge inexplicablemente un movimiento de convulsión sociopolítica acusando a
cualquiera que abogue por el control de querer violar la Constitución
denunciándolo como antipatriótico.
El lobbies de
la industria de armamento es una de las organizaciones más poderosas de Estados
Unidos, con un enorme poder de influencia sobre los legisladores y políticos
norteamericanos, lo que obstaculiza cualquier legislación que favorezca cierto
control regulativo sobre la comercialización de armamentos. Para cualquier
político abogar por el control de arma es cometer “harakiri” político. Por eso,
es que aunque en el barrio West Mulberry St. En Baltimore, Maryland el número
de muertes violentas se equipare con la zona de guerra de Iraq, aun así las
autoridades no pasarán jamás un proyecto de ley prohibiendo la venta y uso de
armas de fuego en este poderoso estado.
Esta mañana un
individuo armado con un potente rifle de asalto según las autoridades atacó a
un grupo de congresistas que se preparaban para un juego de pelota con fines
caritativos hiriendo algunos de ellos perdiendo de paso su vida. Y aun así, si
se presta atención a las declaraciones de los políticos presentes durante el
trágico evento ninguno de ellos critica el espinoso tema de la venta y porte de
arma, porque gran parte de ellos recibe apoyo, y contribuciones para su campaña
por parte del mayor grupo de lobbies vinculado a la industria armamentística.
La violencia es condenable especialmente cuando se pierden vidas contribuyendo
al estado de desasosiego, crispación social, incertidumbre junto a
retroalimentación de la cultura del miedo para utilizarla por parte del poder
para justificar la represión, la intimidación social y la coartación de las
libertades públicas.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
Informe de
situación*
Soy el capitán
de la expedición Kepler- 16B. Paso a describir el informe de situación, a la
fecha:
Como ya lo
hemos manifestado en anteriores envíos, el paisaje es sorprendente, las
sensaciones, vertiginosas y prácticamente hemos perdido, el uso terrestre del
tiempo. También, conseguimos adaptarnos a ver amanecer dos veces, en el plazo
acostumbrado para una y a la duplicada puesta de sol. Acorde a las nuevas
circunstancias, ya está el proyecto de un calendario apropiado y el cálculo de
la duración de los días. Se ha hecho realidad La vieja fantasía de algunas
películas de ciencia ficción. Acomodarnos al nuevo hábitat, fue larga y
complicada tarea. En un planeta que gira alrededor de dos estrellas, en un
territorio inhóspito, la misión no es fácil. La tierra se halla a doscientos
años luz de viaje. A pesar de los dos soles, hace frío. Lejos está el cálido
astro que entibia vuestras mañanas hogareñas y el verde que resplandece en la
campiña. Lejos, aquellas épocas en que no existían, entre los pioneros de esta
urbanización, diferencias de criterio.
Para no
desarraigarnos por completo de la condición humana y de los hábitos terrestres,
aunque ya no las escuchamos con la ansiedad de los primeros tiempos, esperamos
las noticias del mundo que llegan, con retraso pero llegan. En el desarrollo de
la misión empezamos a ver los primeros frutos. La vida, hasta ahora, comenzaba
a ser menos dura y la nostalgia, a ocupar el lugar previsto, en los
entrenamientos previos a la partida. No nos desmoralizaba la certeza de no
regresar jamás a nuestro planeta.
Vivíamos
tranquilos, nos aseguraron que en cien galaxias examinadas, las sondas no
habían encontrado rastro alguno, excepto nosotros, de existencia de seres
vivos.
Aún en la
distancia y en los cambios, habíamos acordado mantener ciertas rutinas de
convivencia, especialmente la de conservar la serenidad ante los obstáculos,
por difíciles que se presentaran. A pesar de ello, no alcanza el éxito, tampoco
el esfuerzo por armonizar, las medidas a tomar en el futuro cercano. La falta
de asidero adonde descargar la angustia, amenaza dividirnos.
No sabemos
exactamente a que estamos expuestos ni cuánto, tampoco en qué momento, podremos
volver a enviar mensajes a la tierra.
Cuando sucedan
los hechos que aparentemente se avecinan, ustedes, los científicos que pensaron
esta propuesta y el mundo entero, querrán saber de nuestras desavenencias y
habrán de preguntar:
-Y ustedes,
¿por qué se separaron? ¿Cómo es que no consiguieron mantenerse unidos en la
adversidad? Buena pregunta luego del estricto aleccionamiento en ese sentido.
No hay tiempo
de entrar en explicaciones pormenorizadas y mucho menos de pedir ayuda. Por el
momento nada ha sucedido pero estamos rodeados por cientos de ellas. Son naves
desconocidas que se aproximan y luego se pierden, en la contumaz infinitud del
espacio.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
Si en lo
cotidiano no vemos lo absurdo, lo intenso, si cada palabra no nos resulta
sensual, idiota, resplandeciente y trágica, todo a la vez, si no encontramos
que la nada es una de las maravillas, si la falta de certezas no nos produce
alegría y furia y a la vez deslumbramiento, si no tenemos ganas de destruir el
lenguaje en su totalidad y rearmarlo para volverlo a destruir, tal vez todavía
no entendimos demasiado para qué estamos escribiendo. Lo cual tampoco importa.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Feria*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Poco antes de
mediodía, Mariano bajó del tren.
Siguiendo una
vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en
el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la
abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como
buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun
así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar
en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca
lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de
pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién
sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó
en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre
las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de
la corbata que nunca fue capaz de ponerse.
Pero ahora ya
estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una
gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano
rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la
Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda
desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que
traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte,
Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron
encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su
legítimo dueño.
Cuando salió de
la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de
automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando
acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección
al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco
manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la
desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano
de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le
parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico
hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a
gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que
podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que
llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..."
pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba formándose
en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para
comer algo.
Luego, por la
tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar
nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a
algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros
pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores
del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las
innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas
mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió
en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados,
tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de
que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del
comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de
semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.
Al entrar en la
habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó,
perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba
las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener
que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él
era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían
los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las
partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que
aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche
tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí,
entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en
otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron
definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.
Tras la cena,
escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó
al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de
siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió
una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él
las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de
vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra
ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo,
una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven
de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a
mirarle fijamente.
—¿No vas a
invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.
—Me gustaría
mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.
—¿Es más guapa
que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.
—Las dos sois
muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.
Algo pareció
agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió
a hablar.
—¿Quién es?
¿Cuál es su nombre?
—¿Qué más da?
—Dímelo, por
favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de
su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la
barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.
—Bueno, aquí le
dicen "Visi".
Un repentino
silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la
camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para
respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las
últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el
entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a
otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar
la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un
hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:
—La
"Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y
no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...
No pudo seguir
hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.
Las otras
también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como
ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte,
apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su
pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente
le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia
sucedida.
Se recordó
veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación
Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo.
Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de
todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese
modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo,
en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la
tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones
hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi".
Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.
Mientras él se
pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin
a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos
sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y
los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de
la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó
de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar,
por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.
Los padres de
Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el
saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el
bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un
pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la
oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro
lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su
amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.
El pueblo
entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura,
hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y
un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo
antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse
de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso
ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por
causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo
contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su
vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo
que decir al extranjero.
La vida en el
pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus
más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso
fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de
vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos
y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible
paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó
inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y
otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su
rival.
El tiempo fue
pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas
cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del
alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A
partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su
padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le
convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su
afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la
necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A
pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese
viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar
los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.
Mientras
apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica
morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole,
como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se
posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente
impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese
momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba
sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores
momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de
seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no
era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las
tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo,
sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la
vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no
había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo
nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.
El
descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola
visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los
almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de
familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años
había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico,
a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado
en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que
presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído
tiempo atrás y ya casi olvidado.
Aquella primera
vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas
máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que
jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al
explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde,
en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos
para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo
durante todo el fin de semana).
Durante la
mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes
repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y
un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a
los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo
disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma,
sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas
estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las
interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió
entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición
innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que
se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que,
después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un
pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al
bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.
¿Cómo no evocar,
en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el
instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró
con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa
y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.
Un camarero le
había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y
una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo
por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el
fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al
desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un
rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los
ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que
reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca
sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas
exclamaciones y ruidosas carcajadas.
Habían pasado
siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus
ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces
eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron
deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran
podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles
con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados.
Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto,
la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a
trabajar" musitó.
El cambio de
expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar?
¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al
final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la
verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa
reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local,
donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una
cita para el día siguiente.
Pero ése fue un
ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo.
Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó
asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo
unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño.
Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a
estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y
pidió otra. Al menos el anís era bueno.
En ese momento,
al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una
escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de
una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle
allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y
se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.
—¿Qué estás
haciendo aquí?
—Sólo quiero
estar contigo —respondió él humildemente.
—Deberías irte.
Aquí no hay nada bueno para ti.
—Estás tú.
Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser
de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.
Increíblemente,
a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor,
volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo:
"Llévame a tu hotel".
Los detalles de
ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció
que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor
físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada
que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).
Mariano
regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al
velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora
tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo.
Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir,
siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces,
sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres
días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas
partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.
A causa de
algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría
desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la
vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran
comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para preservar
la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la amante de su
marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica
resignación, los viajes de Mariano.
También la
"Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una
transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además,
había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al
año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño
remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia
ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la
última Feria y la esperanza de la próxima.
Durante catorce
años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada
otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el
infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero
siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y
no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca
dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que
había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible
evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser
iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y
acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más
extrañas.
Y ahora, la
"Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él
pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz
que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para
siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años
en las calles de la Ciudad.
Se percató de
que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan
importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que
lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen
por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.
Pagó las copas
y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó.
Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron
el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.
Esa noche, en
brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante
brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a
otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior,
el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral
por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches
vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas
partidas de cartas, al lecho frío.
Al día
siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las
sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó,
hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación,
sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al
otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras
le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente,
seguía.
Pero he aquí
que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había
permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre
cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre,
extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión
diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho
del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.
Ignoramos el
texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente
y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la
ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su
equipaje y se apea en la primera estación.
Más tarde
tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente,
pertenece.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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