*Ilustración: Ray
Respall Rojas
http://kodamaartstudio.cubava.cu/
LOS TRES GATOS*
Para mi gato
Blue Morrison Sibelius Von Menzel
Por su no
cumpleaños.
El poeta trata
de imitar a la mosca,
Pero el gato
Quiere ser solo
gato.
Oda al gato
Pablo Neruda
El ama de
llaves recibió al médico. Mientras caminaba, entre sus pies se enroscaba
elegante un gato blanco y negro de ojos verdes, máscara simétrica y mitones,
como si llevara un esmoquin.
La asistenta lo
condujo a un saloncito, donde le sirvió un té en lo que su paciente se
arreglaba para recibirlo.
Atraído por la
seda de los cojines, un gato azul saltó a acomodarse a su lado y fijó en él sus
enormes ojos cobrizos… Siempre le habían gustado los felinos, quedó atrapado
por su encanto.
Pero cuando
pasó al cuarto, junto a la anciana enferma se hallaba un gato amarillo con ojos
dorados, haciendo derroche de languidez. Tuvo que reconocer que este era
el más lindo, su pelaje relucía al golpe de luz que se colaba por la ventana
entreabierta.
“Son bellos sus
gatos, aunque creo que prefiero este, es como de oro puro”, le dijo mientras
calentaba el estetoscopio entre sus manos.
“¿Mis gatos?
¡Tengo solo una, mi querida Missy! Se llama así por la zona de donde vino mi
familia. ¿Cuántos gaticos ha visto?”, preguntó ella, acariciando la barbilla de
la gata, que ronroneaba suavemente.
El médico
sintió pena de haber delatado a la doméstica, la postración de la señora podía
haberle ayudado a ocultar los frutos de algún pecadillo de la gata, o algún
minino de su propiedad. Pero no le quedaba más remedio que responderle:
“Además de esta
belleza rubia, he visto uno blanco y negro, muy elegante y uno azul con los ojos
como monedas de cobre”, le dijo.
Ella lo miró
mientras él comprobaba sus débiles constantes vitales. Pese a su estado, la
anciana sonrió.
“¡Ay, esta
Missy… lo que es capaz de hacer por llamar la atención! ¿No se ha dado cuenta
de que es ella misma, cambiando de color?”.
“Así es,
señora, Missy es muy coqueta, pero si se lo explicaba al doctor, no me iba a
creer”, dijo la casera entrando para escoltarlo hasta la puerta.
El médico no
volvió a visitar la casa, la anciana falleció a los pocos días y la casa fue
cerrada, en espera de unos herederos que jamás llegaron. La asistenta regresó a
su provincia antes de que pudiera interrogarla. Cuando el azar lo hace cruzar
por delante de la verja, no puede evitar una mirada a su interior, por si entre
la maraña de enredaderas que se va apropiando de las ventanas, las columnas y
el jardín, logra entrever un par de ojos verdes, cobrizos o dorados.
El enigma de
los tres gatos lo acompañará el resto de su vida. Nunca supo si fue víctima de
una broma de ambas mujeres, si el ama de llaves había hecho creer tal cosa a su
patrona para poder alimentar tres gatos sin tener que dar explicaciones o si
realmente Missy, en un arrebato de presunción, hizo ostentación de la magia que
–como todos sabemos- poseen los gatos.
*De Marié
Rojas Tamayo.
La
Habana. Cuba
Un animal muy
grande para un texto muy pequeño*
Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Mientras ella
se pintaba, él le dijo, estás linda, a vos no te pasa el tiempo, a vos tampoco,
le contestó ella, los dos sonrieron.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
Sentir para creer*
*Por Miriam
Cairo. cairo367@yahoo.com.ar
No es un
estanque.
Ni la palabra
estanque.
Ni la palabra
bar.
Es el bebedero
de pájaros.
En él, la
palabra hombre y la palabra mujer hablan con un zumbido de peras nacaradas al
mejor estilo maorí.
Rituales de
bilingüismo inmoderado. "A" que suena como ángulo, "e" que
suena como eco, "i" que suena como sí, "o" que suena como
nosotros, "u" que suena como unir.
Vida de gente
común que se alimenta de cosas raras.
La palabra
hombre suelta un aroma de membrillos que se puede ver y oír desde Nueva Zelanda
hasta las laderas del Etna, desde la palabra allá hasta la palabra aquí.
Haka o muerte:
"Kia korero te katoa o te tinana". "El cuerpo entero debe
hablar". Cuando la palabra cuerpo no habla se entumece la palabra amor. Es
así de fácil y así de triste. Entonces, la palabra amor pierde motricidad y se
deja llevar en el changuito de compras. Se hunde Venecia y surge el
supermercado. Se instala una lógica que alterna las corrientes heladas del
sector de lácteos, con las pócimas amoníacas de la limpieza. Allí, la palabra
amor se siente morir, pero la palabra azúcar, venida de alguna memoria, hace
virar la carroza mortuoria hacia la góndola de los endulzantes. A cuatro manos
se llena el armatoste de alambres cromados con desodorantes de ambiente, sopas
enlatadas, carnes prensadas en medallones claustrofóbicos, carnes rojas, carnes
blancas, carnes molidas, demolidas, maltratadas, pucheros costosísimos, lomos
de chicas trans que no se dejan seducir. Hasta que llega el momento en que no
hay nada más para comprar y la palabra amor, sin código de barra, no dice ni
mu.
A todo esto,
las puertas de la palabra bar se mantienen abiertas.
La palabra
mujer entra y sale del idioma sin saber en qué pensamientos de por mayor y
menor se ha extraviado la palabra hombre. Nadie más que las palabras están
vivas a la hora de siesta.
Una serie de
ideas infinitesimales estallan como salvas de honor y los sobres de azúcar se
abren. Caen los granos blanquísimos dentro del pocillo de café como estrellas
siderales dentro de una noche revuelta con cuchara.
Qué otras
palabras se podrían decir que no fueran palabras prohibidas.
Que no se
gasten las palabras dichas ni se mueran las que no se pueden decir.
La palabra
mujer escucha desde el principio hasta el final todo el silencio de la palabra
hombre.
La mesera que
se enamora más de la palabra mujer que de la palabra hombre sonríe. Se
deslumbra. Mira las manos de la palabra mujer que sostiene el corazón de la
palabra hombre. Le habla tan bajito y tan de cerca que el nuevo pedido de café
parece una confidencia amorosa.
La palabra
hombre suelta los demonios de la palabra celos.
La palabra
mujer saca uno por uno a sus propios demonios para que la palabra hombre se
muera de sed.
Vida de gente
común que se alimenta de cosas raras.
Un desierto de
Sahara corrompe la palabra bar, destripa el bebedero de pájaros y la única
mosca que se cree mariposa comienza la danza maorí. Haka o muerte: "Kia
korero te katoa o te tinana". "El cuerpo entero debe hablar".
La parte grande
es el sol que llega de atrás para adelante.
La parte más
pequeña es inspirada por un relato que es o será pero nunca fue.
La mesera es
semejante a la palabra mesera, exacta en su voz y en la sombra que proyecta.
La palabra
celeste es inútil. No se deja beber como la palabra café, no se cae al piso
como la palabra desmayo, no tiembla como la palabra yo, no suda como la palabra
sexo, no mira como la palabra vos, no vuela como la palabra pájaro.
Leer para
creer.
La palabra
hombre está escrita al bies.
La palabra
hombre huele a la palabra mujer a cien metros a la redonda.
A la palabra
mujer le encanta soltar su aroma.
Sentir para
creer.
Nadie más que
ellos en la palabra bar.
Dios, barre la
palabra calle de esquina a esquina.
Y todo si no
claro bastante completo, con poco cambio probable a no ser quizás para llenar
la palabra silencio.
La palabra
mujer se ahoga en apólogos que tendidos sobre la mesa de la palabra bar,
resultan versos.
La palabra hombre
lee en su lengua las oes redondas como a compás, reemplaza las serpentinas eses
por delgadísimas íes a la hora de construir plurales, se sube al pedestal de
las mayúsculas y ensarta a la palabra mujer con su latido escandaloso.
Allá va Dios,
lleno de polvo, recogiendo la basura de la gran ciudad con sus manos blancas.
Manos simples de Dios simple que uno puede sacudir, besar, tomar, como en uno
de esos momentos en que la palabra hombre y la palabra mujer se confiesan sin
decir palabra.
Leer para creer.
La palabra bar
es un bebedero de pájaros rotos.
Lidia*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Adivino la
penumbra, los relámpagos en el rostro de Lidia. Cuando camina miro su vestido,
el pesado oleaje que deja la tela. Más tarde, sentada, es un mueble vacío que
sólo proyecta sombras, el remanente de las cosas que pasan. El día anterior la
había encontrado en el jardín, insomne, dando vueltas, mirando cosas al azar.
Me duelen los
pies. También las manos. El fulgor en su pecho por una medallita. A veces, por
su posición, deslumbra; un brote de luz para toda ella. Entonces se mueve y me
pregunta:
— ¿Qué soñaste?
Busco en la
memoria. Deber mío soñar todas las noches, lo que sea, pero a veces no.
Lidia libera
sus dedos mientras recuerdo: prueban las uñas su boca, la cercan. Después, una
mueca que perturba, la sonrisa que se forma como una línea en el agua.
Tocan la
puerta. Lidia cruza la habitación. La aldaba en la madera. La sombra al otro
lado que florece. Los pasos de Lidia son los de alguien que camina bajo la
lluvia. Desde hace tiempo percibo con claridad sus manías: la duda en sus dedos
antes de encender la luz, el movimiento de sus aretes cuando inclina la cabeza,
alerta ante un suceso inverosímil que, por algunos instantes, se vuelve atroz y
definitivo.
Mientras Lidia
abre la puerta miro la mesa dispuesta, los dados oscurecidos por el azar, una
baraja, la derrota de una vela. Inclino la cabeza: un filo de nube mueve la luz
sobre la madera.
—Entra.
Otra mujer en
la habitación, más nueva, más pequeña. Es la primera vez que la veo. Ya no más
nube en la madera, sólo en la hojarasca que transcurre, en su memoria. La
lluvia de hojas, desde hace días, cubre con su sonido la superficie de las
cosas. La recién llegada, en el quicio de la puerta, sigue por instinto el
movimiento. Con nerviosos ojos, de pajarillo en rama, atisba.
—Me acuerdo del
sueño —digo por decir algo, para ser intruso, aunque sea por un momento.
— ¿Qué es?
— Una tetera
que envuelve el fuego, tus manos a cierta distancia.
— ¿Qué más?
— No sé.
Lidia suspira,
decepcionada.
La otra se
refugia en una esquina del cuarto, apenas la percibo. Sólo el compás de su
respiración, lento, sumergido en el agua. A su piel le imagino gotas. Imagino
su cara afuera, en el descampado, iluminada por brasas. Resplandecida,
entonces, se acerca a la mesa y mira los dados.
—Perdón por
llegar tarde —dice.
Su voz es una
cesura. El cuerpo del silencio ya no pesa. Leves hojas se desmoronan en los
ojos de Lidia, nos habitan aunque no lo sepamos.
Las
respiraciones se sincronizan, como manada que avista una fosa de agua. También
la mía. Siento el dolor de mi cuerpo, los brazos hormigueantes por la posición
en la silla, las crecientes náuseas.
—Llegas tarde
—reclama.
Lidia camina
hacia mí, desbocado el olor a madera de su cuerpo. Un bosque entero cuando se
acerca, sus frutos cuando me toca. Trato de inclinar la cabeza pero Lidia sabe
que su tacto entume y lo prolonga en mi frente. La otra nos mira: desde su
perspectiva la oscura mano de Lidia, la mano que baja hasta mi garganta,
cuidadosa, como si fuera a tañer una cuerda.
— ¿Soñaste algo
más?
El cuerpo de
Lidia crece su sombra, casi un charco donde beben los pies de la otra. Cierro
los ojos en busca del fuego, de las manos expectantes por la tetera. Empiezo a
formar una imagen en el cuerpo de Lidia, algo que me rescate de ella, cuando la
otra aviva la voz:
—Un río, cuando
llegué. Por eso la tardanza.
Lidia la mira.
Sus labios entrecerrados, apenas los dientes, como si buscaran en el aire una
fruta.
— ¿Qué más?
—No recuerdo.
Las dos se
sientan en la mesa. Sus manos extendidas, las miradas en lo bajo, en un tanteo
que no llega. La mesa es un campo nevado. Las manos de ellas, oscuros pájaros
que lo vadean. Sus rostros y los cuerpos serenos, al unísono en la luz, incluso
los parpadeos.
Están un rato
así, una frente a otra. Después, por turnos, arrojan los dados. El golpe sobre
la madera. El lento movimiento que no acaba. Después murmuran números. Juegan a
adivinar y ríen. La nueva me observa con insistencia. Apenas habla. ¿Dónde la
he visto? ¿Por qué la imagino con las manos húmedas, la espalda contra la
pared, embebida en algo?
Muevo un poco
los pies, despierto sin querer un crujido de la silla. Lidia se acerca, da una
vuelta alrededor de mí, recupera algo, una sustancia que no veo. Me estremezco
cuando se aproxima, cuando vuelve la olorosa madera de su cuerpo.
— ¿Tienes sed?
Asiento en
silencio. Ella va a un rincón del cuarto y regresa con un vaso abundante. Me da
de beber. El agua se derrama en mi boca, como antes la luz entre ellas.
Después, cuando estoy satisfecho, su mano desciende: un instante el vaso a la
altura de mis ojos: un anzuelo. A través de él, de su reflejo, las crecientes
cumbres de Lidia. La voz es sustento de la otra, apenas visible desde el fondo
del vaso, como alguien perdido en un banco de niebla. Lidia deja el vaso en el
fregadero y me mira como un objeto perdido, rescatado entre el polvo, a ciegas.
—Pensé que te
acordarías con el agua.
No sé qué
responder. Sólo espero que concluya la tarde. La inútil hojarasca en el patio,
el nervio de los pájaros en las ramas, diminutos carroñeros después, en el círculo
de la conjura, planeando. Ya no hay bruma en la otra, sólo penumbra ceñida
alrededor, que baja por sus pechos, que deposita sombras leves en su cintura.
Oscurecida se acerca y su boca promete lumbre de voz. Pero Lidia se da cuenta y
la calla colocando un dedo firme entre sus labios. Sólo queda el temblor de sus
ojos, desvinculado por completo del rostro. Lidia me pregunta:
— ¿Sabes cómo
se llama?
— Tal vez la
conocí en otro lugar —respondo casi de memoria.
— ¿En el lugar
donde aparece la tetera, donde mis manos se acercan al fuego?
Trato de
responder, pero el dolor se acrecienta. Mi cabeza es un vaso que rebosa. Mis
pensamientos sondean el vacío. Busco afanosamente la tetera, le dibujo un asa,
el febril humillo que bordea. Pero la imagen se diluye. Sólo me queda la
provocación. Alzo la mano a pesar del dolor, en un movimiento absurdo que me
delata. Lidia mira los dados, la desparramada vela, acaricia el cabello de la
otra. Las sonámbulas muy juntas. Las dos, una solitaria mujer, en el rito de la
ablución, frente a un espejo. Van y vienen las manos de Lidia. Tararea. Detiene
su mano cuando percibe la mía. Sigue el viaje con la otra, la tejedora.
Enmarcado por la ventana el movimiento. En una pintura las dos. Gruesas
pinceladas en los ojos, más finas —por la luz— en los brazos. Mantengo la
provocación. Lidia deja a la otra encandilada por los remanentes de su fuego.
La cabizbaja, desde mi perspectiva, con un poco de humedad, perenne en la
frente y los labios.
Lidia me toma
de la mano. Percibo su respiración. El desorden de las venas, el oro
desordenado del cabello. Con su presencia aumenta el dolor. Todo el embate en
el cuerpo, una marejada que sube, que no cesa.
— ¿Qué pasa?
—me dice.
Más cómoda en
la creciente oscuridad. La tarde se apaga poco a poco y las habitaciones
menguan igual que los camarotes de un barco hundido, alejado del sol y la
misericordia. En poco tiempo Lidia prenderá las lámparas. El gobierno de los
oscilantes focos, entonces, sobre nosotros. También su amarillo. La fría mano
de Lidia me toca, no me suelta, tantea el aire, le da forma. Le digo:
—Una tarde bajé
por las escaleras, estabas cerca de la hornilla, próximas tus manos a la
tetera. Desde entonces siempre te veo.
Sonríe Lidia.
La otra, en un rincón, desordena con su silencio las cosas. Lidia guía su
respiración, impide que se desboque y acabe con todo. Como en agua revuelta los
dedos de Lidia cuando van al interruptor. Después, calculados los muebles por
el muerto dibujo de las lámparas, se sienta en el sofá, frente a mí. Sigue el interrogatorio,
los ojos a veces en el vaivén eléctrico, en los insectos que concurren a las
recientes bocanadas:
—Tienes que
contarme más.
—Sueño con eso,
sólo bosquejos de ti, nunca de la otra.
—Algo más
concreto.
—Seguías con la
tetera, mirabas el ascenso del humo hasta el techo, quizás una figura que se
escapa, que no recuerdo.
Lidia endereza
el cuerpo. Inspirado en el diablo el tiento de su voz, el tono que acecha, que
rodea con hambre:
— ¿Y si
repetimos todo?
— ¿Qué?
— Lo del sueño,
la imagen, ese instante.
No puedo
responderle. Abundante y amarillo su cuerpo; la madera que lo templa. La otra
está expectante, mirando nuestras sombras, abiertas las palmas, temblor de
peces en los dedos. A ratos parece más viva, pero la mayor parte del tiempo se
mantiene constante y frágil, con el equilibrio de los sonámbulos, de los
sumergidos.
— Quizá así
descubras el inicio de todo.
Da una vuelta
por la habitación. En fiesta sus pasos por la idea. Una vuelta más. Se dirige a
la ventana, un dedo curvo al pulso de los árboles, al nervio de las ramas por
el viento. Dedica varios segundos a la estratagema, pero no tomo en serio sus
intenciones por su mente volátil, porque son volutas sus pensamientos en la
tarde, humo.
—Ayúdame —dice
a la otra.
Las dos, a un
mismo tiempo, se dirigen a la cocina. En el trayecto el dolor adquiere una
consistencia uniforme, cenagosa. Buscan en la alacena, a un lado del fregadero.
Apenas logro inclinar la cabeza, una ligera variación que me reafirma, que me
sitúa —de alguna forma— en el mundo. Pero pierdo la batalla: demasiado
estropeadas las articulaciones, los huesos recorridos por innumerables penas.
El hormigueo en las manos —a veces acicate— impide cualquier intento. Con el
tiempo aumentará la embestida. Sólo atisbo desde mi lugar, como santo a media
luz, en doloroso nicho. Sedimentos se reúnen en la orilla de mis ojos, esquivas
siluetas en una playa, interrogando la desolación, después de la marejada. En
el piso refulgen pocillos para el café, cucharas sin orden, inútiles cazuelas.
Sin gobierno la estrategia de ambas, por la premura, por la desesperación, por
resolver el asunto a costa mía, de ellas mismas. Yo prefiero lo abierto, lo
maleable, lo inconcluso. La búsqueda continúa, obcecada. El piso es un cementerio
de cacharros. Desperdigados ocupan la escena, protagonistas a su modo, hasta
que Lidia exclama:
— ¡Aquí está!
Entre sus manos
acuna la tetera. Siente su peso, examina la tapa, abarca con sus dedos el
ininteligible grabado, el suspenso que deja en su boca abierta. La otra sujeta
la tetera del asa. Desde lejos miro el descubrimiento, el asombro que comparto
porque nunca habíamos llegado a este punto, porque siempre nos interrumpía
algo: un ladrido, el ruido de la lluvia en la ventana, el oscuro vuelo de los
pájaros.
Revuelven un
estante. Un cerillo a media combustión pero que devora y contagia la hornilla.
A pesar de la distancia percibo la corona de humo, el temblor azul en los
extremos. El galope del gas en las tuberías. El agrio siseo aísla las náuseas,
como una risa en un cuarto vacío. La otra va al garrafón, llena un pocillo de
peltre y lo lleva cerca de la hornilla. Lidia otea en el especiero, busca
esencias, hojas de limón para el agua. No encuentra nada. Indecisa, se acerca a
la hornilla, a la burbujeante superficie.
El metal de la
tetera pule la luz, fija la mirada de Lidia en una memoria, un tiempo. Imagino
el resto: en el diminuto espejo un fragmento de su rostro, parte de la
habitación, el esbozo de nosotros. Las paredes curvas por la redonda superficie,
los objetos en distorsión, figuras ambiguas en una repisa, impregnadas de
veneno.
—Creo que lo
estamos logrando, ya sé dónde está el truco, sólo hay que tener paciencia —
dice Lidia.
El fuego lame
el vientre de la tetera. La otra más blanca, despabilada, también mira. Por el
acercamiento menos luz en la tetera, una nube invadiendo el redondo camino del
sol. Sin embargo se acentúan sus ojos, la parte superior de la nariz, las
pestañas. Las dos, curiosos gatos, persisten. Lidia dice:
—Creo que veo
algo.
Apenas puedo
parpadear, mis ojos arden. El dolor asciende lentamente, como el agua en la
tetera. Las figuras ganan nitidez. El cuadro completo se abre. Desvío, como
último recurso, la mirada. Escucho la voz de Lidia, llena de maravilla:
— ¿Así era en el
sueño?
Pero no busca
mi respuesta, sólo se funde en un plano, en un volumen. Luego se concentra en
un punto que la define, que le devuelve una imagen nítida, la entera
perspectiva de sus tardes.
Mantengo
abierta la mirada. En la esquina la secreta espalda de Lidia, inalterable, con
el peso de la conjura. No puedo percibir a la otra, apenas su hálito, su
sedimento. Siento su amenaza, como si de pronto fuera a aparecer en el
encuadre, a destiempo, y nos obligara a repetirlo todo: las palabras dichas, el
acto de prender la luz, el pulso de Lidia en mi garganta. Imagino a la otra
para salvarme, prevenir algo: la espalda contra la pared, embebida en mí, los
pechos bebiendo la luz, el aire espeso. Asciende el agua en la tetera, en el
límite la ebullición, un poco de vapor en la escena. Inmóvil Lidia, sólo el
avance de su mano, casi imperceptible a la distancia, como el reflejo que se
esconde en una vitrina. Entonces, con la cercanía, termina el dolor. El fuego
se extingue y sólo queda humo, el desequilibrio en la habitación, el remanente
de la imagen hasta otra espera.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
De una noche de
verano*
Y aunque su
nombre real sea otro, haya de ser forzosamente otro, fue Carmen para mí desde
aquel primer atardecer y para siempre.
Así, la
recuerdo Carmen sentada a poca distancia de mi propia atalaya de hombre
solitario, acodada en la barra del bar, rodeada por el ruido e indiferente a
él. El ruido del partido de fútbol en la tele, el ruido de los comentarios más
o menos eruditos en materia deportiva, de las risas, el ruido de los cubitos al
despeñarse en los vasos, el ruido amortiguado de la calle. Y entonces sobrevino
el gol, el jolgorio, el griterío general; y ella me miró con sus ojos grandes,
tristes.
Tal vez me
encogí de hombros o aspiré resignadamente mi cigarrillo o me quedé mirándola.
La recuerdo Carmen tomando cerveza mejicana, fumando con delatora insistencia,
charlando a ratos con la camarera, a ratos mirándome, como una invitación al
diálogo, a la plática, a ese otro orden ajeno a la tarde futbolística y a las
sonoras voces de aquellos otros, que deslizaban furtivas miradas a sus muslos,
a la sugerente abertura de su vestido rojo. Pensé en una siniestra bandada de
buitres ruidosos y acechantes, en espera de una oportunidad ventajosa para
lanzarse en picado sobre la presa indefensa.
Curioso que
Carmen, porque al fin y al cabo, lo mismo hubiera podido ser Diana (por un algo
salvaje que se intuía en sus gestos) o Dolores (a causa del pelo negro, de la
cerveza, de un deje desdichado en sus pupilas) pero así y todo, Carmen,
delgada, pequeña, de frágil apariencia, leve, adorable, y no obstante, un no sé
qué de majestuoso emanando de sus formas suaves, cadenciosas, acariciantes.
Después, hubo
otras tardes en que la vi en el Pub. A veces, sentado en la sombreada terraza,
la veía llegar caminando con precisa desenvoltura. A veces, nos saludábamos con
brevedad. Nunca supe o quise acercarme a ella. Acaso me impresionaba su
presumible fortaleza, su inquebrantable independencia. En cualquier caso, hubo
noches en las que no me fue posible evitar una sonrisa ante su desmesurada
alegría. Y sin embargo, yo la observaba y presentía que algo negro y viscoso se
debatía en lo más profundo de su corazón. Que sus exagerados ademanes, su verbo
fácil, sus aparentes ganas de vivir, no eran más que una representación,
destinada a la admiración o al reconocimiento, tal vez al aplauso. Ni un sólo
minuto dudé de su desdicha.
Pero cómo
suponer que aquella noche (aunque llevaba tres o cuatro días inquieto, como
presagiando una tormenta eléctrica o un descarrilamiento) ella vendría de aquel
modo, tan borracha y, a pesar de todo, tan radiante con su pantaloncito corto y
su irrefrenable rebeldía. Cómo suponer que sus risas, semejantes a una catarata
de espuma, ocultaban el tremendo deseo de llorar. Cómo haber previsto que
habría que llevarla a casa (no podíamos permitir que condujese en ese estado -y
con esa pena-) y que yo, no sin sorpresa, habría de ofrecerme a ello (por mero
afán de ser útil, por el simple deseo inocuo de permanecer unos minutos cerca
de ella, a solas con ella que me miraba).
Y, ya puestos a
especular, cómo haber evitado aquel otro bar que se cruzó en nuestro camino,
donde ella bailó para mí, donde su cuerpo menudo se arqueaba y se ceñía al mío,
produciéndome una extraña sensación, mezcla de deseo y ternura y acaso algo de
temor. Y todo así porque yo no veía en ella a la mujer fuerte, autosuficiente,
a veces irascible, que tanto se esforzaba en parecer y cuyo papel interpretaba
con tanto éxito. Tan sólo me era dado vislumbrar, a través de sus máscaras, a
la muchacha de carne tibia y alma errante que batallaba constantemente por
disimular su dolor, a la chica salvaje y adorable que edificaba día a día un
muro de risas para frenar el ímpetu arrollador de la desesperación.
Cómo no
acompañarla luego a su apartamento, que me pareció enorme y vacío, sobre todo
vacío a pesar de los cuidados muebles y las luces y el vistoso empapelado de
las paredes. Y una vez allí, cuando ya mi misión había sido cumplida y me
disponía a regresar al Pub, estalló en mil pedazos el dique que contenía su
amargura y rompió a llorar sin frenos ni maquillajes falsos. Cómo consentir
esas terribles lágrimas que no cesaban de brotar. Cómo haber evitado besarla,
intentando procurarle el efímero consuelo de unas breves caricias. Sí, fui yo
quien la desnudó con ilimitado cariño, quien acariciaba su cuerpo y lamía la
sal de sus lágrimas, quien sentía crecer, intolerable, el fuego del deseo en
todos los rincones de la carne. Pero lo mismo quise marcharme, posponer tan
anhelado encuentro alegando excusas banales, mas era ella quien rogaba que me
quedase, que siguiese besándola, que secase sus mejillas con mis labios. ¿Quién
se hubiese resistido a ese ruego, cuando cada fibra de mi cuerpo me exigía su
contacto, cuando todo reclamaba mi presencia allí, a su lado, entre las
sábanas? Aún mi mente quiso eludir esos labios entreabiertos, ese cuerpo moreno
y ansioso, esos ojos suplicantes como cadenas aterciopeladas. Pero ya mis manos
recorrían, irreverentes, la tan deseada geografía de sus altiplanicies, sus
volcanes, sus desiertos de fuego y sal; mi boca, ávida, buscaba con frenesí su
lengua, sus pezones erectos; las palabras surgían como ajenas; algo ardía en mi
frente. En algún momento, sus ojos dictaron una orden inaplazable. Sentí que no
hacerle el amor hubiera representado una traición, que hubiese sido como negar
toda aquella noche y tal vez negarla a ella y a mí mismo, y sobre todo, causar
un sufrimiento estéril. De este modo, fui caminante extraviado en el matorral
intenso de su pubis, maravillado navegante por el mar tempestuoso de su sexo,
impetuoso amante, labio, alga y ola, madera a la deriva, tempestad y resaca;
quise ser su consuelo, su libertad, su brújula, el árbol de los frutos de la
calma.
Cuando me
marché, sin embargo, aun pude escuchar culpablemente el eco angustioso de su llanto
sobre la almohada.
Cabizbajo,
alegre, confuso, acaso también algo triste (por no haber conseguido apaciguar
la sed de Carmen, por no haber sido capaz de acallar la histeria de ratas
desbordadas en sus entrañas) llegué a mi casa y conseguí dormir. Al otro día,
un poco desorientado aún, fatigué las calles, me dejé caer por la estación,
visité comercios en los que adquirí libros e inútiles utensilios para mis
inminentes vacaciones, charlé con ancianos y con bonitas vendedoras, crucé
avenidas, me refugié en las zonas de sombra y en algún bar, pero todo de un
modo mecánico, como un autómata programado realizando actos que no alcanza a
comprender, y mientras me observaba desde afuera y todo era Carmen en ese ir y
venir y detenerse frente al disco rojo del semáforo inclemente.
Ya por la
noche, acudí al Pub, pero ella no estaba. Las banquetas verdes, la terraza
calurosa, los ruidos cotidianos, los autos mal aparcados, la enorme luna allá
arriba, todo era Carmen desgarrándome por dentro, todo Carmen esparciéndose por
la atmósfera y gritando caricias en secreto, todo Carmen amoldándose a la noche
y a las tímidas ráfagas de una naciente brisa triste que en esa hora silente ya
delataba su insufrible ausencia.
No era
enamorarse, pero cómo explicar esa extraña opresión en la boca del estómago,
esa falta de apetito, esa desmesurada necesidad de oxígeno, esa sed. Porque los
otros hablaban y hablaban y reían forzadamente entre sorbo y sorbo de sus
menguantes copas, a través del humo y el calor, y todo eso era también Carmen
deslizándose callada y menuda sobre mi vaso vacío. Las gentes pasaban con
inútil rapidez frente a mí, en busca de algún lugar donde beber y bailar y
enloquecer un poco en esas breves horas de, llamémosla, libertad condicional, y
miraban con disimulo hacia el interior semivacío del Pub, como un ansia
irrefrenable de descubrir mundos desconocidos y acaso atrayentes, y todo eso
era también Carmen lloviendo desganadamente sobre mi rostro, todo Carmen sin
máscaras, Carmen rodeándome y anegando, sin saberlo, mi respiración. Y
entonces, con un asomo de resignación, encender un cigarrillo, con un cansado
gesto pedir otra cerveza, sentir sin amargura como van llegando las brumas de
la incipiente borrachera y Carmen allí, entre mis venas y en cambio tan lejos.
No, no era enamorarse, pero Carmen, a pesar de todo Carmen y el insoportable
vacío de su cuerpo ausente entre mis dedos.
Al otro día
llovió y la eché de menos. Y seguí echándola de menos en días sucesivos. Días
que se iban marchitando en medio de una asfixiante monotonía repleta de coches
rojos que nunca eran su coche y conversaciones estereotipadas en las que yo
apenas intercalaba brevísimos monosílabos mientras mi mirada se perdía en la abrumadora
lejanía de las avenidas sin nadie y todo seguía siendo Carmen sin Carmen, con
los minutos eternizándose, sólo para anunciar, inclementes, que ella nunca
llegaba. Todo como un incendio de gatos en mis entrañas, un vaivén de miradas
interrogantes sin respuesta, una sucesión interminable de imágenes y sonidos
que evocaban su esencia, un indagar números de teléfono, horarios, costumbres.
Todo me ardía
en esos días, todo era una balanza oscilante donde se hacía imposible precisar
si ella me había utilizado en un momento de insaciable apetito sexual, o por el
contrario, fui yo quien la había defraudado, abandonándola a su pena cuando más
necesaria le hubiera resultado mi compañía, negándole el consuelo de unos
minutos abrazándola en silencio y dejando que sus demonios se fuesen
adormeciendo entre susurros y palabras cálidas y besos solidarios. Pero era tan
dulce dejarse deslizar al sueño, y en ese duermevela, imaginar su rostro,
dibujar su sonrisa y verla aparecer, de pronto, con el pelo suelto, con sus ágiles
movimientos de pantera arrojándose sobre mi sueño, de forma que, por la noche,
todo era también Carmen entre vuelta y vuelta de mi cuerpo abrazado a la
almohada que era también Carmen besándome con ternura y guiando mi espíritu
hacia esos otros territorios en los que no existe el dolor.
O todo lo
contrario, porque en el oscuro fondo de sus ojos latía un pozo de serpientes,
una laguna negra, un páramo volcánico, pero así y todo, juntos, cogidos de la
mano, desafiando demonios y acantilados en penumbra, entrelazados, como una
última esperanza de regreso a este lado, donde aún existe un valle de
incomparable verdor en el que retozar libres y olvidados.
Y despertar con
ese sabor, con el rostro de Carmen aún mirándome desde el espejo de la
madrugada mientras nos cepillamos los dientes, y pasar luego a lo otro, a ese
rodar acelerado porque las siete menos cuarto y la ciudad repleta de vehículos
que hay que sortear peligrosamente para no llegar tarde al trabajo, a ese
inútil stress que se nos va llevando sin que seamos capaces de detenernos en
nuestra loca carrera para preguntarnos adónde, para reclamar un segundo de paz,
un remanso de cordura.
Pero allí, en
la soledad de la máquina, de nuevo Carmen como sentada sobre el monótono
chak-chak de los pliegos de papel que van doblándose y se amontonan en la mesa
tras la que los ojos de Carmen parecen perderse en otros ensueños y por eso,
fumar de nuevo para sentirla cerca, para abrazarla en el humo que se eleva,
para envolverla en el fuego que baja a mis pulmones.
Sé que no he de
volver a verla. Pronto llegarán las vacaciones y al regreso nada será lo mismo,
porque una de estas noches, lo sé, vencerán las bestias que se agitan en lo más
hondo de su entraña. De nada servirá entonces mi espada de cariño, de nada tratar
de despertar para traerla de vuelta a este lado. Todo se habrá perdido y,
aunque volvamos a vernos, no hemos de reconocernos entre ese humo tan diferente
y esas hondonadas repletas de noches solitarias y rostros ajenos.
*De © Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
El habla de las
mujeres*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
"Si la
escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa
del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la
escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado y costura del
texto".
Ahora, en un
rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas
palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo
para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al
Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla
del trigo en ese tiempo.
Eran tiempos
laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre
muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía
recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro
años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían
o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido
de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba
descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas
voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como
produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino
y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de
una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.
Al otro día
despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo
pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que
ya no existe, sueño todavía.
Del
clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar
tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de
Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres de aquella
familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se
interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una técnica
perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura
insuperable..."
Y vuelvo
entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol,
donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino
azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en
aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y
señero seguramente tienen.
También
recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en
los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los
restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis
abuelas compartían.
Muchas veces lo
pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain:
en ese lugar de bordado y de costura nacerán los futuros escritores. De esos
fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que
implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no podía
oír cosas que eran inconvenientes para un niño. ¿Un amor perdido de alguien tal
vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con su amor? ¡Quién sabe! Pero en
ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa "costura" de
sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me
traería la poesía.
Creo haber
leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las
que arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus
desaguisados y sus guerras.
También
aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran,
eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre
llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos,
esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna
timidez.
Esas voces, ese
parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo
sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para
siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido
porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron
duramente sucesivos.
Nadie sabe
cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que
acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para
siempre mi vida y mi escritura.
Y hoy, cuando
despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella
ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la
puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya tenía el desayuno
preparado.
El Mago del
Tiempo*
El hombre que
vivía en la alcantarilla, demoledoramente viejo y desprotegido, revolvía la
basura. Algo lo sorprendió entre los deshechos. Con el mugriento puño de su
abrigo frotó el cuadrante.
Emocionado
recordó sus años de piloto. Todavía no existían los relojes de pulsera y los
aviones no contaban con el instrumental adecuado. Mediante una correa se ataba
el reloj de bolsillo a la pierna o al brazo y gracias a su ayuda podían
efectuar los cálculos de rumbo, distancia y horas de combustible que restaban.
Lágrimas de
nostalgia le brotaron. Amorosamente siguió el trabajo. La esfera de cristal
recuperaba su brillo. De pronto se encontró en un ascensor. Subió hasta la
azotea de un enorme edificio. Lo esperaba el Mago del Tiempo, fue un encuentro
inaudito.
El Mago hizo
que le brotaron alas y voló, voló a través de los años. Volvió a ser aquel
muchacho deslumbrado atravesando nubes.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
(5 palabras: encuentro –
reloj - ascensor – alcantarilla – viejo)
El club de los
rígidos*
Con el lema de “Toda
rigidez va en contra tuyo” me invitaron a ser socio fundador del club.
No creí tener
merito para el honor innegable de figurar entre los fundadores de una
institución.
Puse
condiciones: que sean reuniones sin temática previa. Que no sea un club
“monotemático” ni de fans ni de encuentros de poesía, ni taller literario ni
de...
Que la sede de
los encuentros sean bares o plazas en el gran buenos aires. Y por último, que
para llegar a los encuentros haya que viajar en tren.
Tuve cierta
percepción de la rigidez de mis demandas. Muy a pesar mío, los miembros del
futuro club fueron flexibles…
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
Al principio de
día o en el fin de la noche, nunca se piensa de la misma manera. Todo simula
ser como lo dejamos pero una atención repentina (si logramos salir del sueño)
descubre que estamos en otro mundo. Luego nuestra pasividad vuelve a la
repetición.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Desde el vagón
cineclub*
Pensé que en la
estación anterior quizás habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y
me limité a recorrer el tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese
a algún lugar preciso y no estuviese buscando algo ignoto.
Cuando encontré
la carga de bicicletas, todas colgando en la penumbra de ganchos del techo,
casi doy media vuelta y me resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a
cruzar ese espacio oscuro para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad
mayor: el vagón de cineclub donde, como la vez anterior, ya estaba la película
en plena proyección.
En esta
oportunidad de inmediato reconocí el film. Era "El tercer hombre".
Llegué antes,
pero no pasó mucho tiempo para que Orson Welles llevase al protagonista hasta
el parque de diversiones. Era de noche allí, y tal circunstancia casaba
perfectamente con la negrura espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas
se adivinaban cinco o seis figuras silentes.
El parque de
diversiones de la pantalla tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury;
como si algo maligno se asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la
niñez. Esa cosa de la inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad
que la desnuda. Y Welles, ominoso y encantador, hizo entrar a su
acompañante a la cabina de una gigantesca vuelta al mundo.
Mientras la
enorme rueda giraba en la pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí
también, transformándose el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la
cima.
Desde allí
Welles le mostró -nos mostró- la gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo
con terrible certeza que si uno de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no
sería significativa. Expuso con simpleza la visión desde la cima del poder, las
gentes comunes meras hormigas, acaso números ínfimos, partículas elementales.
Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme
abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una
misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?
De la primera
fila me llegaba el olor del whisky, y el hombre corpulento que había estado
bebiendo comenzó a roncar con fuerza.
Cuando me
retiré en la oscuridad pensé que le habrá gustado ver una película de su tío,
Sir Carol Reed.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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