*Foto de Pablo Krantz.
*
Es una mujer, se dice
una mujer que sueña
él está sobre su casa
vela por ella
la busca hace siglos
la encuentra
está sola esta noche
hay que estarlo
para sentir
el rozar
las plumas contra las plumas
hay que saberse sola
para ver sin ver
y rogarle al cielo
por su amor.
*
Tu casa está teñida de
carbón
el violeta es
reflejo áureo de mi sigilo nocturno
nubes plateadas.
Cerrá los ojos
recordá el espanto de la tormenta
regresá al claro
bastedad de cielo nuevo
capturá los sonidos del silencio
la calma que aúlla
más allá del tizne.
Los sueños te alcanzan para descubrir
matices boreales en el violeta
mientras yo aguardo
sobre tu casa.
-Poemas inéditos-
-Lorena Suez es Licenciada en
Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social. Participa en los talleres de Siempre
de Viaje y en los eventos de Viajera Editorial desde el año 2012. Forma parte
de la Antología compilada por Virginia Janza, Tetas.
Historias de Pecho, con su
relato “Desde el Mandarino” (Textos Intrusos
2015).
-Publicó "Intemperie". Por Viajera Editorial. 2016.
-Su novela infantil juvenil “Mis Vendavales”
esta cercana a presentarse.
EN UNA ORACIÓN DE PIEDRA...
*
Hablaste de nubes amarillas
un tinte particular sobre el blanco
pero no eran nubes sino la luz
la pura luz de la tarde quebrando la distancia
entre las montañas y el cielo
por encima del horizonte.
La luz mostrándose de pronto a nuestros ojos
ciegos.
La luz
la revelación misma
el margen que no vemos
la sutileza que no entendemos
el amor
que no queremos recibir.
-Mercedes Álvarez nació en Tandil,
provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve
años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por
la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.
Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón
(Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri,
Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos
Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el
premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.
El último día de
septiembre*
(Parte 6 de 10)
El alcohol parece diluirse por la tensión. Jonás mueve la pistola.
Va y viene en el cuarto como animal enjaulado. Ahora hay una lucidez que parece
devorarnos. Ya no hay juego, sólo posibilidades que se diluyen en la noche. Ahora
Dios cierra su mano inmensa y comienza a apretar los dedos sobre nosotros. En
las ventanas quedan los últimos rastros de la lluvia. Las gotas dibujan
siluetas de dedos, rostros que me miran, que sonríen. Roberto parece a ratos
alegre, a ratos asustado. En este hombre podemos cumplir las venganzas de
nuestras vidas. Él, seguramente, tuvo las ventajas que nosotros no pudimos
soñar. En él, también, se concentra el azar. Su lugar pudo haber sido ocupado
por otro comprador, incluso una mujer más fácil de amedrentar. ¿Qué pasará si
llega la policía? Imagino el interrogatorio: “yo, Ezequiel Linares, nacido el
14 de octubre de 1977, acompañé a Roberto Juárez y Jonás García, en el
secuestro de un hombre afuera de una tienda. Llovía y dejaba de llover, como si
el cielo se estuviera burlando de nosotros, de nuestras decisiones. ¿Contarle
la historia de mi vida puede aminorar la pena? Debo declararle que no fue mi
idea el secuestro. Jonás perdió los estribos por el alcohol, por decenas de
frustraciones acumuladas. No me importa delatarlo. ¿Decirle que siento
compasión por él, que nunca lo mataría, puede salvarme de una cadena perpetua?
¿Cómo será un interrogatorio?”. Quiero preguntarle a Jonás, pero el ansia en su
gesto me lo impide. Dueño de la pistola, ahora es el jefe. La locura en sus
ojos me ayuda a no sentir ningún tipo de empatía. Roberto ahora tiene un papel
secundario. No tiene nada que perder. Su vida, desde hace tiempo, es un
precipicio. Jonás dice que con las tarjetas de crédito podemos sacar dinero, repartirlo
y separarnos. ¿A dónde ir? Este hombre amordazado, al parecer conforme con su
suerte, no tiene pinta de ser millonario. Miro sus pantalones un poco
enlodados, sus zapatos con las agujetas flojas y una playera negra que no
parece ser cara. Intento sentir pena por él. Por más que escarbemos en sus
cuentas bancarias no habrá lo suficiente para ir muy lejos. Madagascar, otra
vez, quedará como un lugar irreal, un espejismo. Tengo ganas de reclamarle a
Jonás, molerlo a puñetazos por su arrebato, pero ahora soy su cómplice y eso, a
mi pesar, nos vuelve iguales. Además, una parte de mí, una esencia secreta que
apenas descubro, me dice que no había otro camino para nosotros, tarde o
temprano íbamos a llegar a un escenario como éste. Tarde o temprano estaríamos
en una ratonera, dando vueltas, esperando un desenlace que se demora hasta el
hartazgo. El hombre mueve las cejas, como si intentara encontrar un resquicio
en la tela para mirar un fragmento de nosotros. Quizás coincidimos en algún
punto del pasado, en la misma tienda o en las calles de la ciudad. Roberto le
dice que debe tranquilizarse, que si coopera no le pasará nada. No hay
compasión en su voz, sólo un discurso que escuchó por ahí, en un programa de
televisión o en los periódicos atrasados que lee para matar el ocio de las
mañanas. El hombre, inclina la cabeza, un movimiento que parece una disimulada
resignación, como si aún no estuviera conforme con su destino. Ahí, en el
espacio oscuro que rodea sus ojos, se concentra la esperanza, el miedo, la humillación.
Alguien, cuando era niño, me dijo que tenía el nombre de un
profeta. Luego me contó una historia demasiado confusa, llena de visiones,
seres celestiales y destinos absurdos. Nunca pude preguntarle a mi padre la
razón de mi nombre. Quizás se le ocurrió en una borrachera, una sin demasiadas
consecuencias. Quisiera que, aunque fuera por un momento, pudiera profetizar lo
que ocurrirá con nosotros, qué pasará en las siguientes horas. Roberto y Jonás
parecen triunfantes. No saben que todos estamos atrapados, que estamos en una
isla lejana a todo. El hombre mueve un poco los labios, estira los hombros, se
concentra de nuevo en su ceguera temporal, como si surgieran, de esa materia
oscura, árboles, nervaduras vegetales, gestos conocidos, momentos de su pasado
entretejidos con los hechos sucedidos en los últimos momentos. Quizás, esa
combinación, ese tejido volátil y amenazante, lo acercan un poco más al futuro.
Y por eso estoy tentado a acercarme y susurrarle al oído varias preguntas.
***
Ella abre la puerta de su departamento y deja su maleta en el
pasillo. R se queda expectante. En esos instantes, para combatir el silencio,
comenta que vio al gato esa mañana. Ella cierra la puerta y se queda inmóvil al
inicio de las escaleras. No hay cansancio en su rostro, como si no hubiera
hecho el viaje, como si Mérida estuviera a la vuelta de la esquina. Muy bien,
entonces, ¿vas a cumplir tu promesa? R no sabe qué contestar. Desde la mañana
piensa en ella. Incluso ha bosquejado en su mente el momento de su regreso, sus
pasos llenando de nueva cuenta las escaleras, los muros grises y un barandal
que está constelado de óxido. Claro, por supuesto. Tiene algunas cosas en la
alacena. Hay un panqué recién comprado y unas galletas de chocolate para
acompañar. La mira mientras espera más palabras. Ella viste un pantalón de
mezclilla, una blusa color naranja y una gabardina. Se da cuenta de que, en la
ausencia, creció el deseo. A pesar de conocer su cuerpo, de haberlo recorrido
con la asiduidad de un viajero curioso, se siente inquieto. ¿Cómo sería su vida
sin ese instante? Quizás estaría en su departamento, escribiendo algunas notas
en hojas sueltas. Ella deja su maleta cerca de la mesa de la cocina y se dirige
al pasillo, junto a él. Se dirigen al otro departamento. R busca las llaves en
su bolsillo derecho. Se siente nervioso y trata, a toda costa, de disimularlo.
Al fin entran y ella vuelve a hacer el examen minucioso que siempre hace. Él,
atrás de ella, casi puede imaginar el gesto de desaprobación cuando mira un par
de platos sucios en el fregadero. Ella se sienta en uno de los sillones de la
sala y él se queda un momento ahí, a un metro de distancia, junto a un estante
en el que guarda una vaijlla con motivos navideños, una vajilla que le había
regalado su madre y que nunca utiliza porque las fiestas de fin de año las
pasaba con su familia o con amigos. Recuerda las silenciosas cenas de navidad
mientras ella abandona las manos en el regazo, como un par de aves adormecidas,
esperando un poco de luz para despertar. Se acerca un poco más para forzar la
mirada de ella y pedirle, en silencio, que confirme su deseo de estar ahí, de
participar, una vez más, en los preparativos para hacer el amor. Quiere que le
diga sin palabras que, de alguna forma, lo necesita. Pero ella no le ofrece la
reacción esperada, simplemente está detenida en el tiempo, sumergida en la
penumbra. Él desiste y va a uno de los muebles de la cocina. Saca el panqué y
las galletas. Va a la cafetera pero descubre que no hay café. Tampoco tiene
vino. ¿Cómo pudo olvidarlo? De espaldas a ella, como un cálido consuelo,
imagina que su expresión ha cambiado y que sus labios se humedecen tratando de
encontrar la palabra correcta para llamarlo.
***
Siento que estoy en una jaula. Siento que soy una llama y que una
caliente oscuridad me devora. Siento que mis ojos se estancan. Siento que mi
cuerpo es una sombra encerrada en un frasco. Siento que los músculos se
disgregan. Siento que el sudor es una lluvia lenta. Siento que me muevo en
círculos y que, sin embargo, permanezco en el mismo lugar. Siento que estoy en
un agujero negro. Siento que estoy en el mar. Siento que observo un ave cruzar
el cielo. Siento que hay un remolino agazapado bajo mi lengua. Siento que hay
aire entre mis dientes. Siento que hay un insecto de arena susurrándome cosas
en el oído. Siento que soy de color blanco. Siento que me quemo. Siento que mi
memoria se hunde en aceite hirviendo. Siento que mis brazos se liberan y
golpean figuras en el aire. Siento que alguien me observa. Siento que hay
alguien atrás de mí, haciendo el papel de Dios. Siento que hay átomos saltando
por todas partes. Siento que la esperanza es la mirada congelada de un hombre
con dolor de muelas. Siento que mi cerebro navega en una balsa. Siento que mis
venas se agrandan. Siento que la sangre es el grito de un ahogado. Siento que
hay una rama prologándose hasta el infinito. Siento que hay una palabra,
rondando por aquí. Siento que hay un hombre tartamudo y con un látigo. Siento
que alguien menciona mi nombre. Siento que alguien ofrece, con las manos
abiertas, un sacrificio. Siento que me hundo en la silla. Siento que mi
respiración es un hedor que se propaga y me protege. Siento que mi pulso es un
balido que hiende la penumbra. Siento que el tiempo no pasa. Siento que alguien
me toma de la mano y luego me deja. Siento que la luz es una daga acercándose a
mi cuello. Siento que estoy en una playa llena de caparazones vacíos. Siento
que el desierto se introduce en mi boca. Siento que alguien sumerge mi cabeza
en vino rancio. Siento que estoy en un salón construido con feroces
dentelladas. Siento cortinas impregnadas de veneno. Siento que el tiempo es una
bestia que se revuelve con furia antes de morir. Siento que el futuro es una
gota. Siento que estaré aquí hasta que estalle el silencio y mi vaho se
convierta en una oración de piedra.
***
¿Cuál es el primer recuerdo del que somos conscientes? A veces es
un olor, una imagen distorsionada por la luz, una frase irrelevante que, por
alguna razón, queda grabada en la memoria. Conforme pasaban los años R creía
regresar al punto de origen, al departamento de la ciudad de México en donde se
había originado ese primer esfuerzo por dejar constancia de algo, por asirse a un
punto fijo en el tiempo. Antes habían vivido en un par de lugares más, lugares
oscuros de los cuales él no tenía ningún atisbo. Tenía el vago recuerdo de una
casa ubicada en los límites del Distrito Federal y el Estado de México. Le
atemorizaba perder la habilidad de conservar los recuerdos más antiguos,
acercarse a un presente monótono, irreflexivo. El tiempo es un enemigo voraz
que engulle todo, lo reduce a elementos que, poco a poco, se van desvinculando
hasta conformar un paisaje ininteligible, colores inmersos en una composición
extraña. Quizás, el primer asomo de conciencia, el momento en su vida con
suficiente fuerza para perdurar en la mente, ocurrió una tarde en la sala del
departamento. Las raíces de su memoria se hundían en una tarde luminosa, en la
observación de una maceta color naranja, con bordes triangulares, muy alta para
él: un objeto extraño, de otro mundo. La maceta tenía una planta de sombra
cuyas ramas más altas llegaban hasta el techo. Después esa imagen desaparecía y
era remplazada por un silencio, una pátina opaca en la memoria, como si los
meses o años posteriores hubieran sido prescindibles, irrelevantes. De esa
época imprecisa había algunas fotografías, sin embargo, después de la muerte de
su madre, no quiso ir por ellas, recuperarlas. Ahora estaban bajo la custodia,
como todas las demás cosas de la familia, de su hermana. La casa no tenía
habitantes varios días de la semana porque ella salía de viaje con mucha
frecuencia. En algunas fotografías R aparecía en un parque; en otras estaba en
salones de fiesta, seguramente invitado por algún amigo de la escuela que
festejaba su cumpleaños. Las fotografías estaban en tres álbumes, gruesos
libros compuestos por micas transparentes que exhibían las imágenes como las
vitrinas de un museo abandonado. No había ninguna anotación en los álbumes.
Parecía que había demasiada confianza en que sus escasos espectadores sabrían
los detalles de cada escena. R había visto esos gruesos libros muy pocas veces.
Con el paso de los años se esforzó en recordar cuántas fotografías estarían
desperdigadas en páginas de cuadernos, carpetas amarillentas, certificados y
credenciales cubiertos de una delgada capa de polvo. Recordó que alguna vez su
padre sacó un proyector de diapositivas y mostró una serie de imágenes sobre su
nacimiento y el de su hermana. Le preguntó a ella sobre ese día y sobre la
máquina, pero no pudieron encontrarla. Pensó que algunos recuerdos se asimilan
a la tela invisible de los sueños. Pensó que todo, en realidad, se evapora una
vez ocurrido.
***
Recuerda una de las primeras operaciones de su madre. Todo había
empezado durante la comida cuando mencionó que sentía un leve mareo y, poco
después, se desvaneció sobre la silla. Llamaron a una ambulancia y pronto
estuvieron afuera de terapia intensiva, esperando noticias. Un doctor de
guardia salió y les dijo que la quimioterapia había dañado su corazón y era
necesario colocarle un marcapasos. Fue como estar ahogándose y, entre las
tinieblas del mar, toparse con una mano firme que te empuja a la superficie.
Pasaron los días y, después de la operación, su madre les confesó que había
escrito una carta por si no sobrevivía. Después la había roto. Él se quedó
pensando en las palabras de esa carta, si eran suficientes para contener tanta
frustración por partir, tanta nostalgia, tantas imágenes por recobrar, tantos
elementos sueltos intentado un sentido fundamental. ¿Cómo despedirse? Quizás
por eso no volvió a escribir ninguna carta. De alguna forma le apostaba al
olvido, a un presente que se superponía sobre su mundo como una marea que ahoga
las huellas de un viajero en la playa. No tendrían nada a qué aferrarse. Esa
certeza, mientras enfrenta los límites de su cuerpo en esa silla, amarrado,
como si estuviera en la mira de un pelotón de fusilamiento, lo reconforta. Es
sólo un instante, nada más. Quizás, si se concentra, puede descubrir las
motivaciones atrás de las voces. Quizás descubra que el dolor no importa. Por
eso, ha asumido que la muerte de su madre es sólo un espacio vacío, un hueco
que puede llenarse con rezos, lágrimas, remordimientos. Pero él, con el paso
del tiempo, en un intento de renuncia, ha preferido dejar que el vacío crezca y
colonice la entera extensión de sus días. La timidez, entonces, creció. Las
razones son la indecisa silueta de un pez al fondo de un río. Y los sentidos
crecieron. Mueve la cabeza, como si esa acción pudiera amplificar el débil
goteo de la lluvia. Los hombres siguen hablando. Su mente se concentra en ella,
su vecina. La imagina aún en su departamento. La recuerda, abandonada, con el
cuerpo displicente, inundado de luz, con los pechos escondidos, las piernas
largas y huidizas. Los segundos, en efecto, se detienen. Y él está ahí, en esa
silla, amarrado, extrañamente tranquilo, como un hombre solitario en una playa,
condenado a mirar un amanecer muy lento, brillante y amarillo.
(Continuará)
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
Tarde de ceniza*
Imagino un juego.
Suponer fórmulas contrarias
a las sombras.
Propongo radiosas claridades
a esta tarde de ceniza.
La intención de llover
fue decidida y breve
como un segundo en la vida de alguien.
Optó por una pena derramada
que alucinó en los cristales...
(Intento cantar en su oído sabiendo
que el canto sería un viento extranjero)
Abro sus compuertas. Palpo sus facciones.
Le presto mis recuerdos, enciendo
en sus huecos resplandores.
No transige.
Coincidimos entonces:
dar tregua a una paz mineral.
La tarde se salva
cegando el crepúsculo.
Y yo,
en la alquimia de mezclar palabras.
Paraguas rojos en Pekín*
Soñé con el único color admisible
destinado al infierno y los ocasos;
la única tintura para el acechante,
el auténtico múrice para la sangre.
Soñé con los otoños que morirían
y los ojos fatigados de un bisonte,
en la agrimensura de una planicie
envuelta en un silencio muy viejo.
Soñé con la pesadilla del herrero,
doblegando el acero de la espada
y con el corazón cruel del volcán
rasgando el centro de la montaña.
Soñé con el tinte de las manzanas,
que suscitaron el pecado original,
si una vez hubo pecado, si una vez
imité la piel de las frutas perfectas.
Soñé así…
Con los viejos teléfonos en Westminster.
Con la esotérica rosa híbrida.
Con el manto rojo del Nazareno.
Con el prodigioso As de corazones.
Con el caparazón furtivo de ciertos cangrejos.
Con el pecho tonante del petirrojo.
Con aquel niño extraño del globo rojo.
Con un cielo de paraguas rojos en Pekín.
Soñé con el único color admisible
destinado al infierno y los ocasos;
la única tintura para el acechante,
el auténtico múrice para la sangre.
*
Yo, que una vez fui invencible,
y abrí el viento en dos para tender la mano,
y veneré las palabras y los relámpagos,
y comprobé cómo es de roja la primera estrella
cuando la tarde cae entre dos cuerpos
que se besan mordiendo la luz,
me pregunto:
¿Entenderán lo que digo
con esta boca petrificada?
-Valeria Pariso nació en 1970 en la
provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero
sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013);
"Donde termina esta casa",
Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la
noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares.
Tiene inédita la trilogía: "Uva negra",
"Mascarón de proa" y "El castillo de Rouen".
Varios de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014 crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a
la lectura de poesía contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la
actualidad, incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de
César Jorge.
Coordina talleres de poesía.
Tiene los blogs:
PEDACITOS DE CIELO*
¿Viste el cielo?
¿Viste cómo el celeste y el azul y el rosa, cómo el blanco, cómo
las nubes? ¿Viste las nubes?
¿Viste el mar que corre invertido, esa liquidez de los mediodías,
esa lejanía y esas nubecitas que de pronto te bajan el techo antes tan
imposible? ¿Viste la luz de fuego, el sol naranja, las capas atravesadas por
rayos incandescentes? ¿De veras que vos también viste el cielo? ¿Los
borreguitos amontonados, los jirones desgarrados de tules evanescentes, los
colores? ¿Viste los colores?
Y las nenas en la terraza. De las nenas en la terraza me contó
Rodolfo, esas no las vimos.
Dos nenas en la terraza, magia con palitos, varitas de hadas
ingenuas. Haditas pequeñas, hadas.
Dos nenas y una terraza y el cielo perfecto.
Arriba las nubes de algodón, de lirios blancos, nubes de difuso
sueño de anémona, nubes de nubes. Nubes sobre fondo de atardecer y en contraste
las figuritas bailarinas de las nenas en la terraza.
Las dos niñas. Manos en el aire, manos que trazan círculos que
perduran apenas un momento como giro, como rueda invisible, como hechizo en el
aire. Palitos, varitas en las manos tiernas.
A las nenas les gustaría comer el mágico algodón de azúcar que
venden en ferias y circos. Ellas quieren el algodón de azúcar, y les han dicho
que están hechos con pedacitos de cielo. Y entonces ahí están, en la terraza,
probando a enredar el cielo en las varitas.
Las nenas giran sus palitos batiendo el aire, giran sus palitos,
giran ellas con esperanza, con fe, con los bracitos redondos giran sus varitas
para atrapar trocitos de cielo.
Vos sabés, claro. Sabemos que es así, que no hay otra manera. Las
nenas atrapan en la terraza recuerdos para el después, cuando lleguen los
inviernos del desamparo, los otoños de la melancolía. Las nenas atrapan
recuerdos de belleza, danza de aves, sensaciones limpias para esa vida que se
les viene. Atrapan felicidades para cuando el algodón de azúcar ya no sea un
manjar. Para cuando ya no crean en magias ni en imposibles realizados. Para
cuando sepan los cómos y los cuándos pero nunca los por qués.
Y las nenas atraparon, para siempre, al cielo rosa, al cielo
blanco, azul, celeste. Y se lo metieron dentro como si se lo comieran.
¿Viste el cielo?
*
De niña, en la terraza, miraba atónita esa
enormidad de estrellas por la noche. No sé como las veía porque era miope y no
quería usar anteojos y no los usé hasta las lentes de contacto. Me preguntaba
de dónde había salido esa conciencia que tenía y la respuesta "de entre
las piernas de mi madre", no lograba convencerme. Ese negro anterior y
posterior siempre me ha parecido tan mitológico como cualquier otro invento que
a algunos tranquiliza. Yo pongo la misma cara escéptica que se pone ante un
cielo con angelitos dormidos en una nube.
Inventren
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