*Foto de Verónica Merli.
*
No hay significados ocultos
en la manera en que el mar se hunde en las rocas
tampoco
en el grito del pájaro
o en la piedra que se incrustó en tu dedo
justo en el momento
en que decidiste meterte al mar.
La naturaleza no habla:
sos vos el que se queda ronco
de gritar en las noches
sos vos el que ve
en los visitantes
cada vez a un asaltante nuevo.
Cuando llegaste
quisiste saber el nombre de cada cerro
cada ascenso una conquista
cada mujer la cuenta perdida de un rosario
que nunca consiguió hacer decena.
Pero pensas "dios" y pasa una hilera de gaviotas
recordas "sexo" y vuela súbito un viento que levanta el
pelo.
Los significados se erizan
una roca te cae sobre el corazón
si pasas por el cementerio
y casualmente pensabas en tu padre.
Entonces cerra los ojos
contempla el paisaje interno
sin luces
lo que se ofrece es solo esto
la alternancia de luz y sombra
la deslumbrante capa
que dibuja el sol sobre el mar
la roca erosionada por siglos de viento
el caracol que se retuerce
en la mano
el huevo en la orilla.
La interpretación no es más que un anhelo
una invención una posibilidad
lo que rompe la materia del lenguaje
para que reluzca la palabra.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes Álvarez nació en Tandil,
provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve
años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por
la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.
Publicó los libros Vecinos (Baile
del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón
(Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas
(comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Recientemente presentó su libro de cuentos Grow a lover
editado por Pensamientos Literarios (www.pensamientosliterarios.com)
El cuento como biografía*
Historia. Cuentos
reunidos
Héctor Manjarrez
Era/ Universidad Autónoma de Sinaloa, 828 pp
Ignoro si, en la academia, Héctor Manjarrez (Ciudad de México 1945)
es incluido en la llamada Generación de la Onda. Nacido en 1945 en la Ciudad de
México, lo separan pocos años de Gustavo Sainz (1940) y de José Agustín (1944),
dos de los escritores más vinculados con aquel movimiento bautizado por Margo
Glantz en un ensayo publicado en 1971. La Generación de la Onda, más allá del
mote y de su uso, sirvió para representar a un grupo de autores que trataron de
romper con la idea prevaleciente de lo literario, apoyados en los movimientos
contraculturales de los años 60, el apropiamiento de la estética pop, el registro
de los cambios sociales a inicios de la segunda mitad del siglo XX, entre otros
elementos.
Los cinco libros de cuentos de Héctor Manjarrez, reunidos por
Ediciones Era y publicados en coedición con la Universidad Autónoma de Sinaloa,
representan muy bien las búsquedas de La Onda. Desde Acto
propiciatorio (1970) hasta Los niños están locos
(2016) tenemos, además de la construcción de un estilo en el cuento, la
reafirmación de temas y obsesiones. Es interesante comparar la carrera de
Manjarrez con la de José Agustín y Gustavo Sainz. Los tres autores se
mantuvieron activos durante las décadas que siguieron a los 60. Sin embargo, a
pesar de los libros publicados después de los años de esplendor de La Onda,
cuando acaparaban todos los reflectores –pensemos en La tumba, De
Perfil o Gazapo– queda la impresión de que la mayor parte del grupo
trató de responder más a temáticas sociales que a una búsqueda individual. Si
las generaciones anteriores tenían como ancla la historia de México algunas
obras de los autores nacidos en la década de los 40 evidencian la necesidad de
ir al parejo con los cambios cada vez más veloces que ocurrieron en el país en
las últimas tres o cuatro décadas del siglo XX. La fórmula era estar
actualizados siempre y no dejar que el tiempo convirtiera a los años sesenta
–sobre todo su literatura– en una pieza de museo. Se mantuvo, por supuesto, el
registro coloquial del lenguaje y cierta experimentación en la estructura de
las obras, pero siempre al servicio de la discusión del momento. Esto se
ejemplifica en los últimos proyectos de Gustavo Sainz en los que construía la
trama a través de correos electrónicos o trataba de reflejar el cambiante mundo
de las finanzas en los que cada segundo involucra un cambio y sus repercusiones
son a gran escala.
La obra de Héctor Manjarrez, a contracorriente de esta intención,
al menos en sus cinco libros de cuentos publicados hasta el momento, no sigue
el correr del mundo, sino que se refugia en los años dorados de la niñez y la
juventud. Cada uno de los cuentos funcionan como el fragmento de una biografía
que se revisita con nostalgia. Por esta razón, además de las historias o los
engranajes que las mueven, hay una particular atención a los escenarios:
ciudades de Europa del Este, Inglaterra, la Ciudad de México, la provincia
mexicana, entre otros. Sin caer en la trampa de leer una obra a través de la
biografía del autor, hay una relación evidente entre las vivencias de Manjarrez
y sus cuentos. La salida del país –una suerte de autoexilio compartido con
otros miembros de su generación–, el desencanto posterior al movimiento
estudiantil del 68, la experimentación con las drogas, la búsqueda de una
revelación íntima a través del sueño y el encuentro en la naturaleza; al final
del camino, el regreso al paisaje de la infancia, son las etapas, el viaje
circular, que se pueden entrever en los cuentos reunidos por Ediciones Era. Por
esta razón, más allá de una interlocución con el mundo, tenemos una indagación
personal que se usa como materia prima para crear personajes e historias.
Quizás si exceptuamos Acto propiciatorio
de 1970, los demás libros de cuentos de Manjarrez son escritos con una visión
de remembranza, una memoria construida a partir de fragmentos. Si consideramos
que el autor estuvo fuera de México entre 1962 y 1971, podemos pensar que salió
de un país aún con férreas anclas en un pasado estático, casi monolítico, a uno
en plena renovación, bullente, con crisis constantes y herido, a la postre, por
los hechos de 1968. Quizás, si entendemos esto, podemos imaginar la labor de la
escritura no sólo como el arte de contar una historia sino como el intento de
recobrar una biografía y explicar algo que no se vivió a través de lo que se
dejó atrás. Tratando de englobar un primer elemento que acerque al lector a los
cuentos de Manjarrez, se debe resaltar que las historias no están determinadas
por un solo foco. A veces más cerca de la novela corta que del cuento, las
situaciones que sortean los personajes no son ejes definitivos sino pretextos
para extender la narración y explorar cada uno de sus detalles. Acto propiciatorio, primer libro de cuentos, se puede
entender como una búsqueda por romper el cuento tradicional y apostar por
elementos anárquicos. “Johnny”, el primer texto, es buen ejemplo de ello.
Partiendo de la figura de un cowboy convencional, Johnny Miles que, sin mayor
explicación, aparece en la casa de una familia mexicana. Lo particular del
cuento no es el acto de magia que tenemos que asumir sino la trama que se
desarrolla a partir de ese evento. En lugar de resolver un misterio se muestran
las relaciones que se construyen entre los personajes. La prosa, en este primer
libro, rehúye la retórica deslumbrante, aunque no explota –como lo hará
después– el registro coloquial de sus personajes. Lo relevante, en esta primera
etapa, es la voluntad por abarcar grandes espacios temporales en lugar de
ceñirse al breve espacio en el que se mueve el cuento tradicional, sujeto a un
elemento que detona todo y que provoca un final casi inmediato. “The Queen”,
otro de los relatos del volumen, sigue la misma idea: se desarrolla el
personaje y sus exploraciones, son en realidad, las que dan forma a la
anécdota. También, como a sus compañeros de generación, a Manjarrez le interesa
cambiar el punto de vista, intercalar digresiones o narrar escenas que
funcionan sólo para establecer un contexto y no porque aporten información
significativa al cuento.
En su segundo libro de cuentos, No todos los hombres son
románticos, Manjarrez se vuelca a algunos temas y obsesiones que
recorrerán sus libros de cuentos y que se asoman en Acto
propiciatorio. En primer lugar, está el sexo, pero no como un acto
de iluminación espiritual sino como una forma lúdica, en la que se concentra la
rebeldía. Si antes de los movimientos contraculturales el sexo era un tabú,
ahora es un territorio para explotar. El cuerpo, para los personajes de estos
cuentos, es una forma de conocimiento y de transgresión. “Historia” es, en
muchas maneras, una especie de biografía sentimental del personaje y, además,
un guiño. Manjarrez parte de los Beatles, el París que recorrió y escribió
Cortázar, y se mete, de nuevo, en la biografía de un personaje. Como en los
cuentos de Julio Ramón Ribeyro, los protagonistas de No todos los
hombres son románticos experimentan el cosmopolitismo desde la
carencia y apenas entrevén el glamur del turista que viaja a Europa con todos
los gastos pagados. Como en su primer libro de cuentos, al autor le interesa
más la construcción de un personaje que una anécdota que lo determine.
“Política”, uno de los textos más interesantes, es un ajuste de cuentas –visto
y sentido a través de Andrés, el protagonista– con los movimientos sociales que
empezaron en los años cincuenta y que fueron objeto de la represión
gubernamental. Por supuesto, aparece en el recuento octubre del 68, pero la
intención del autor no es la denuncia social sino abordar, desde la biografía
de una persona, los saldos que arroja la pérdida de una época. Más allá de una
crónica puntual, Manjarrez busca –como lo han dicho algunos críticos- las
preguntas. Andrés observa la disolución de los ideales y los paradigmas. Los
años pasan y el escepticismo gana la batalla. Una de las últimas imágenes del
relato, la de un hombre que no se reconoce en el espejo, es una metáfora
generacional. Este cuento conmueve, precisamente, porque funciona como una
especie de biografía colectiva en la que caben no sólo escritores, sino líderes
estudiantiles, jóvenes que acumularon derrotas y que, en algunos casos, se
convirtieron en extraños de sí mismos.
Si la biografía entrevista en esta recopilación de cuentos empezó
en la Ciudad de México, en un punto anterior a la revolución de los sesenta,
para después aterrizar en el exilio europeo, la siguiente parada implica un
retorno al país. Anoche dormí en la montaña,
publicado en 2013, es un viaje al pasado que se regodea en las experiencias
psicodélicas de los años 70 y el movimiento hippie. Atrás quedó la rebelión del
cuerpo y del sexo. Es cierto, los personajes aún son determinados por sus
pulsiones, pero a diferencia de los anteriores, que apenas piensan en asuntos
trascendentales, ahora leemos a hombres y mujeres ensimismados, reflexionando
mientras caminan por escenarios que intentan entender. En este libro hay una
voluntad por recrear los estados de ánimo que aparecen por el contacto con la
naturaleza, el mundo indígena, la línea que divide el sueño de la realidad.
Manjarrez usa, de una manera más explícita, los cuentos como los capítulos de
una novela. A pesar de los chispazos de humor y la habilidad para la construcción
de diálogos, se percibe cierta condescendencia en las narraciones. Llegados a
esta etapa, el autor reproduce el formato de relato largo, casi nouvelle, y se
abandona a la descripción de ambientes y personajes. En absoluto son cuentos
fallidos porque son congruentes con su propuesta. Sin embargo, la fidelidad al
mundo que se construye cuento a cuento impide que el autor busque en la
atmósfera, entre otros elementos, herramientas para deslumbrar al lector.
Finalmente, en Los niños están locos,
libro de cuentos publicado en 2016, Manjarrez parece, finalmente, regresar al
punto de origen para decirnos que el mundo de la infancia es su territorio
idílico, una zona en la que se mueve con mayor libertad. La solemnidad de Anoche dormí en la montaña se rompe con las aventuras de
personajes adolescentes o niños. En este libro, Manjarrez explota la gran
capacidad que tiene para recrear a la Ciudad de México. El mejor cuento de esta
serie es “Atlante-Necaxa”. La virtud es, por supuesto, la escritura de personajes
que, casi de inmediato, se vuelven entrañables. La historia, en apariencia
simple, de una bronca en un partido de futbol, deja en evidencia los mecanismos
y abusos del gobierno. Al contrario de otros cuentos del autor, la tensión se
perfila a través de un sentimiento de amenaza que crece mientras avanza la
lectura. Otro cuento futbolístico, “El arquero y lo que le sucedió”, es un
estudio detallado de la ciudad y sus costumbres. Partiendo de un prólogo que se
antoja demasiado extenso, Manjarrez pone manos a la obra y pinta con detalle
autos, avenidas, camiones atestados de gente, edificios y la atmósfera de una
ciudad que sólo existe a través de fotografías. El crecimiento de un niño y su
iniciación romántica, que recuerda al Carlitos de Las batallas
en el desierto de José Emilio Pacheco, son un colofón de esa
revisita al pasado.
Una de las virtudes en los cuentos de Manjarrez es su oído para
captar las tonalidades del habla. Es cierto, se regodea en lo coloquial pero
nunca deja de ser exacto, no hay descuidos en la prosa. Al igual que autores
como Ricardo Garibay, dueños de una buena técnica para captar el lenguaje de la
calle, lejos de florituras o artificios vacíos, Manjarrez sabe explotar los
diálogos para construir a sus protagonistas. La vocación del autor, en muchas
ocasiones, es la de un escenógrafo que hace de sus recreaciones un personaje
más de sus cuentos. A veces, la necesidad por contar demasiado, por traer toda
la memoria de vuelta, hace que algunas historias pasen por baches o que el
leitmotiv aparezca demasiado tarde. Sin embargo, cada uno de los relatos se
mantienen vivos en la mente del lector y eso los hace perdurables.
**
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
*
La extrañeza de vivir siempre reconcilia. Y cuando
una persona y otra se extrañan juntos, se asombran de vivir, aparece una unión
que difícilmente se disuelva. El pensamiento se vuelve tensión perpetua. Y
hasta los pozos del lenguaje y las incertezas se vuelven vínculos.
PALOMA NEGRA*
“...tengo miedo de buscarte y encontrarte...”
CHABELA VARGAS
Traigo una paloma negra.
Sangrándome en el pecho.
Espejo. Antiguo ser. Torcaza desterrada.
Aletea. Cae. Garabatea mi inocencia con minúscula. Se levanta.
Evita los abismos de mi carne.
Sabe. No se improvisa el vuelo. Tampoco, hay cumbres imposibles.
Hay un afuera que golpea. Golpea, muy adentro.
Hay mujeres con zodíacos truncados.
Dioses de cenizas. Pórticos cerrados.
Manos con anillos, zurcidoras de azahares.
Vientre madre sandía, mente padre lenteja.
Cleopatra copula en los andamios.
Blanca nieve es supervivencia. No enloquecer, enloqueciendo.
Isadora aun no emprende el vuelo.
El letargo tiene sabor amargo.
La “casa del hornero” está vacía.
Barby vive en un hospicio de 10 pisos.
Tanto mides. Tanto pesas. Tanto vales.
María soledad vende su hambre.
Mitos y mordazas hacen olas.
Un solo hombre. Un solo bote.
Solo cabe una. Arriba o abajo.
Una sola: Eva o Lilith. Lilith o Eva.
Hay un adentro afuera.
Un adentro que se desborda en verde.
Un silencio de máscaras mayas.
Una alborada fecundada en la sed y en la lluvia.
Un hechizo de vuelos de caballos.
Un pájaro en la mano de una rama.
Un pulso de saliva y greda.
Pezones tibios. Sangre leche.
Una niña, un niño, una huella.
Que pronuncia tu nombre y el Nombre de tu nombre.
Un secreto sabor. Un coloquio entre tres.
Un as de bastos, una espada.
Un oro y una copa. Un grial que se derrama.
Traigo amorosas palomas en mis siete mares.
Vuelos. Tenues galopes, entrañables hiedras.
Pero mi madera memoriosa, no es velamen de olvido.
Traigo una paloma negra.
Sangrándome en el pecho.
Espejo. Antiguo ser. Torcaza desterrada.
*
El océano piensa soy infinito
mis olas son abanicos de gotas golpeadas por la luz
hay una nena en la playa jugando con arena
que quiere venir a cabalgarme
le da miedo
y decide montar a las palabras
sé que a veces llaman a eso poemas
la nena esconde la belleza en el baldecito húmedo
de arena
y espera
...como una gota de agua*
Así de diminuta mi esperanza
así de frágil
vulnerable
líquida
transparente
reflejo de este momento
en la noche que se extiende
por ausencia de sueño.
Todo lo que elijo pensar
se pierde en un saco sin fondo.
El viento me sugiere
escardar los recuerdos
asirme a una imagen
que se parezca a lo que siento.
Elijo esta gota
pequeña
temblorosa
y Vital.
COMIDA PARA LOS ASTRONAUTAS*
Mi padre se enfermó como se enferman los canarios. De golpe y
porrazo sus piernas se doblaron y ya no pudo ponerse en pie. Hubo que llevarlo
y traerlo, aunque mejor sería decir que tuvimos que arrastrarlo mientras él
apretaba las mandíbulas arrugando toda la cara. La contraía en tal forma que
daba la impresión de que le hacía una mueca de disgusto al mundo. Le
desaparecían los ojos y los dientes postizos se le resbalaban hasta hundirle
los pómulos. Sin decir una palabra, nosotros lo agarrábamos de las axilas y lo
empujábamos.
Dicen que a su edad cuando alguien se cae ya nunca vuelve a ser el
mismo. Y yo creo que él se empeñaba en tratar de ser el mismo para desmentir
eso que todos sabíamos y por un motivo fundamental: mi padre confiaba por
encima de cualquier cosa en que su persona jamás se traicionaría. Parecerse a
lo que siempre fue, más que un acto de lealtad hacia sí mismo, era para él un
rasgo de cordura. Lo que cambia, según el turbio criterio de papá, era un
descalabro de la vida. Si para mí la vida es como el agua, algo que corre y no
tiene forma, algo que no se puede tocar: un sueño, para mi padre era una barra
de metal, algo fijo, inmutable, con lo que perfectamente es posible armarse
contra cierta clase de adversidad que bien podría ser la muerte. De modo que mi
padre había empuñado su vida contra cualquier futuro cambio.
Pero allí estaba, tendido sobre el mundo con las piernas inútiles,
siendo llevado y traído de las axilas para que su cara se transformara
desfavorablemente ante nuestros ojos asombrados y nuestros brazos cansados de
sostener y empujar. Mal que nos pesara, debíamos rendirnos ante la evidencia:
la tierra había comenzado a llamarlo y su cuerpo no se resistía. A nosotros nos
correspondía luchar contra la fuerza de la tierra para ponerlo en pie o al
menos para trasladarlo de un sitio a otro.
Era una tarea demoledora y triste que nos cansaba y entristecía
mucho más si contemplábamos la cara de papá hecha un acordeón.
Ya sabemos que una enfermedad comienza por algún sitio y termina en
algún otro y que, mientras tanto, hace estragos y que el cuerpo de la gente se
deja estragar porque esa es su ley primera. El cuerpo de papá, en este caso, no
fue una excepción. A sus piernas muertas, les sobrevino la falta de apetito. Al
principio su boca pareció empequeñecerse, pero luego sucedió al revés, se
volvió más grande.
- Si alguien no come, se muere- opinó el médico.
Yo pensé que para decir semejante pavada no se necesitaba ser
médico. En fin.
Por lo visto era cuestión de sobornar el apetito de papá o
seducirle el estómago, como bien dio a entender un pariente lejano. ¿Qué otra
cosa quedaba por hacer?
Entonces, de un día para el otro, los cajones de la cocina se
abarrotaron de libros con hojas laminadas llenas de ilustraciones
gastronómicas, de recetarios hedonistas que recomendaban masticar con fruición
y realzar las comidas con espesuras, salsas exóticas y condimentos perfumados.
Desgraciadamente papá no comía con los ojos y la sensualidad que mayormente lo
había atraído hasta aquel momento había sido muy distinta. A lo mejor, su falta
de apetito era más recalcitrante que cualquiera de nuestros operativos de
seducción. De manera que hubo que volver al médico luego de la derrota y,
encima, con el papá más flaco.
El médico no dijo nada. Le golpeó las piernas con un martillo de
juguete y lo miró a los ojos como desafiándolo o desafiando su inapetencia.
Después nos miró a nosotros uno por uno y empuñó la lapicera. Sin decir ni
media palabra llenó una receta. Debajo de “R/P” trazó unos signos francamente
indescifrables y nos extendió el papel con cierto aire de triunfo. No quisimos
preguntar nada más, porque claramente pudimos leer: Un tarro por día. Por lo
visto la medicina se suministraba en tarros y, a juzgar por la cara de
satisfacción con que el médico nos había entregado la receta, debía de ser
efectiva.
Arrastramos a papá por el pasillo del consultorio y, al final, la
gran bocanada de luz que llegaba desde la calle nos recordó que el mundo era ancho
y ajeno y que la fuerza de gravedad no se toma descanso. La cuestión es que el
largo tramo que nos separaba del coche se nos hizo larguísimo; aunque papá
estuviera más flaco los tramos largos siempre nos extenuaban. Supongo que los
días de arrastrarlo y arrastrarlo, al irse sumando, socavaron nuestras
fortalezas y buenas predisposiciones. No hay nada que hacerle, a veces el
tiempo se pone en contra de nosotros, lamentablemente este era uno de esos
casos. Fui a comprar la medicina a la farmacia. Volví con una sensación de
dicha gritando que no era un remedio sino una especie de alimento. Así me lo
había explicado la farmacéutica. Tenía un nombre pretencioso que sonaba a metal
con alguna que otra resonancia futurista.
- Ah, también me dijo la farmacéutica que esta fue la comida de los
astronautas cuando viajaron a la luna – agregué.
De repente a papá se le iluminaron los ojos.
Depositamos grandes esperanzas en esos tarritos con inscripciones
en inglés.
Venían en varios sabores con etiquetas alegóricas: marrón para
chocolate, rosado para frutilla y blanco para vainilla. Papá eligió el blanco y
a nosotros nos pareció muy bien, ya que la luna es de ese color y, a aquella
altura de los hechos, no podíamos menos que relacionar a los tarritos con el
evento más destacado de nuestro siglo: la conquista del satélite terrestre.
Papá bebía el líquido lechoso y espeso con cierta repugnancia.
Nosotros lo mirábamos ilusionados y confiados en que ese líquido iba a
resbalársele por las piernas hasta llenarlas de vigor. Estábamos prácticamente
convencidos de que esos tarritos lo salvarían porque, después de todo, si los
astronautas habían logrado poner su pie en la luna realizando la epopeya de
vencer la falta de gravedad en ese terreno menos fortachón que la tierra, para
sacarnos de la rutina con semejante episodio, eso se debía, sin la menor duda,
al contenido de los tarritos. Por el mismo motivo considerábamos que el líquido
lechoso iba a apartar a papá de la muerte para atraerlo hacia nosotros y
devolverle a sus piernas su propia vida y, de paso, aliviar a la familia de la
faena de arrastrarlo de aquí para allá.
Los naturistas no se equivocan cuando dicen que uno es lo que come.
Eso creíamos nosotros ferviente y ardorosamente al verlo a mi padre inclinando
hacia atrás su cabeza para vaciar los tarritos que sustentaron el prodigio de
que el hombre hubiese llegado a la luna. Claro que también, al contemplarlo
bebiéndose tarro tras tarro, no podíamos olvidar la información que circuló por
el barrio un tiempo después del gran evento: el segundo astronauta que puso su
pie sobre la luna se había hecho alcohólico. Nada más ni nada menos, pero no
por haber bebido esos tarritos alimenticios sino por un desacuerdo con las
leyes inflexibles de este mundo que habitamos. El astronauta había sufrido,
allá en la luna, un shock emocional.
Mirábamos a papá bebiéndose su líquido salvador en aquel tiempo
blanco que escapaba a la rutina y que todos en casa convinimos en llamar
“convalecencia”, sabiendo que no era así, ya que a su edad cualquier convalecencia
es por demás dudosa. La vida es frágil, demasiado frágil, acaso laxa, se
desparrama tan fácilmente por los costados y se va por la canaleta. La vida es
nutritiva, aunque siempre se va.
Llegamos a pensar en hacerle beber muchos tarritos a papá, más de
uno por día, para que la fuerza de gravedad se volviera más fortachona bajo sus
pies o para que la tierra no lo llamara o para que, al menos, él no escuchara
ese llamado. Nosotros pensábamos tantas cosas. Por otra parte que los tarritos
vinieran de varios colores era también un motivo de nuestro pensamiento. ¿No
eran entonces iguales entre sí o igualmente efectivos? ¿Dependía su posible
recuperación de la hora del día en que los bebiera o en la forma de hacerlo? Lo
cierto es que nuestras esperanzas, todas nuestras esperanzas, estaban puestas
en esos tarritos. Cada vez que abríamos una latita, a mi padre le temblaban las
piernas porque él sabía que, para bien o para mal, aquellas latitas propiciaban
grandes cambios.
Una sobrina mía tuvo la poco feliz idea de hacer artesanías con los
tarros vacíos.
Quiso agujerearlos en la base y ponerles un hilo. Lo consideramos
un reverendo sacrilegio. Si bien aquellos tarritos vaciados de vida se habían
vuelto inútiles,
representaban lo que eran: el recipiente mismo de la salvación. Nos
opusimos a que se desvirtuara su sentido y los guardamos tal cual estaban en un
aparador.
Daba pena tirarlos a la basura una vez que papá los bebía. Se me
antojaba que eran como naves espaciales vagando por el espacio sin astronauta y
sin destino.
Por fin llegó un momento en la vida de papá en que un hecho
concordó con los tarritos del líquido lechoso. Fui yo quien lo llevó, hicimos
juntos el viaje. Tomamos un taxi en la esquina. Con gran pachorra arrastré a mi
padre hacia aquel inmenso hospital. Entramos en una habitación blanca en cuyo
centro una cama se introducía en cierto tubo metálico donde angostos discos
plateados echaban luces que encandilaban. Como mi padre estaba más sordo que no
sé qué y ya no había remedio para eso y como, además, debían darle órdenes por
un altoparlante, yo me quedé junto a él. Me pusieron un delantal azul de hule
relleno de plomo. Un enfermero me indicó que cuando la voz del parlante dijera:
“No respire”, le tapara la nariz a papá, eso era más seguro. Y que cuando
escuchara: “Respire con normalidad” se la destapara. Así lo hice mientras los
discos de plata giraban alrededor del torso de mi padre que permaneció estático
y obediente, ya sea respirando con normalidad o permitiendo que mi mano
interrumpiera el camino del aire sin decir ni mu. Enseguida me dolió la espalda
por el peso del delantal de hule y por estar agachada con mi cabeza metida
también dentro de ese tubo. Le tapaba la nariz y se la destapaba siguiendo las
indicaciones de la voz pastosa y rulemánica que surgía cada tanto del parlante.
Tapar y destapar la nariz de mi padre. Sí, así lo hice. Él mantuvo los ojos
bien abiertos. Como si se muriera atentamente y renaciera adentro de ese tubo
que iba a captar el secreto funcionamiento de sus órganos, con la misma
fidelidad con que las cámaras de los astronautas habían captado las imágenes de
la tierra y del sol, pleno de redondeces indiscutibles y colores tornasolados y
distantes.
Cuando salió de aquel tubo, papá se sintió mareado y, a pesar de
que lo tomé por las axilas, trastabilló. Daba la impresión de que, de verdad,
había regresado de la luna. Por alguna razón un poco ingenua pensé que ahora sí
podíamos esperar todo de él. De él y del futuro.
Llevamos a papá al médico con los resultados de aquella exquisitez
de estudio medicinal. El médico casi no dijo palabra. Movió constantemente su
cabeza dando a entender un “no”, o algo parecido a un “no”.
Dormí mal aquella noche y soñé con el gran tubo en el que había
metido a mi padre y con mi voz diciendo que respirara y que no respirara como
si yo hubiese sido Dios dando vida y dando muerte. Hasta que, de esa forma
inesperada en que suceden las cosas en los sueños, me vi flotando en el aire.
También lo vi a mi padre, pero debajo de él estaba la luna, tierna y polvorosa,
la gran luna lunar, llena de majestades, a pocos centímetros por debajo de sus
pies. Era una luna completamente plateada. Una luna de ésas que usan en el
cine, una luna fellinesca y sabía que si hubiese acercado mis manos al piso se
hubiera deshecho entre mis dedos. Los pies de papá flotaban sin apoyarse, no
porque él no hubiese sido capaz de hacerlo, ya que por algo había bebido y
bebido las latitas merecedoras de tanta gloria sino porque estaba enterado de
las consecuencias que acarrean tamañas hazañas. De modo que siguió flotando en
la blandura de un Universo chato, que amagaba disolverse al menor pestañeo,
mientras el espacio infinito y la tierra allá lejos lo convertían en un
auténtico astronauta. Claro que no llevaba traje ni casco ni nada. Su cara
relajada y sus piernas sueltas en el aire opaco. Y millones de latas vacías sin
el alimento con líquido lechoso flotaban graciosamente a su alrededor.
“Es sólo un sueño”, me repetía y traté de despertarme y no pude. Me
quedé pensando en lo oscuro que era el cielo abierto, en lo oscuro y lo grande
que se veía en realidad, por eso el interior de las latitas vacías
relampagueaba y los ojos verdosos de mi padre se parecían a los de pez fuera de
su escenario natural. Todo eso pensaba mientras seguía tratando de despertar.
Pero no pude. No pude. Vaya a saber cuánto tiempo estuvimos sin que nada
pasara. De repente se me cruzó un pensamiento revelador: “¡Este no es mi sueño!
Estoy metida en el sueño de papá”.
Al principio no me gustó nada el pensamiento y me puse muy tensa.
Menos mal que después recapacité y decidí aflojarme. Hice bien, porque
cualquiera en mi lugar hubiera sospechado que aquel iba a ser un sueño muy pero
muy largo.
*Del libro “Una luz que encandila”
Formosa- Abril de 2009
Villancikón*
¡Qué buenos somos todos al llegar la navidad!
Parece entonces que ni marzo ni octubre,
ni abril (con su crueldad denunciada por Eliot)
hubieran sucedido. Pareciera
que los asesinatos fueron malentendidos,
las traiciones, descuidos; las mentiras,
un lapsus pasajero, un hecho intrascendente.
Ya no importan entonces los feroces balazos,
ni la sangre vertida por puñales impíos,
ni tantas violaciones vilmente ejecutadas
ni el tiempo cancelado en las agendas rotas
de tantos peregrinos que transitan la vida
ajenos a las bífidas conciencias de los hombres.
¡Qué fácil es entonces meter bajo la alfombra
de las hipocresías las heces cotidianas!
¡Qué fácil olvidar los crímenes que apestan
de norte a sur los mapas desangrados!
¡Bebamos y olvidemos!
¡Que los belenes y árboles de plástico
nos devuelvan (solo por un instante)
ese espíritu puro, esa alegre inocencia!
¡Bebamos y olvidemos!
No dejemos que enturbie nuestra fiesta
el recuerdo de aquellos que padecen
los terribles hachazos del olvido.
Pero al doblar el año nuevo los espejos,
esos insobornables confidentes,
otra vez acusarán con sus reflejos
como afilados dedos delatores,
volverán a brillar las navajas de la envidia
volverán a ser las cosas como siempre
fueron en esta tierra invertebrada:
hijos abandonados, amigos postergados,
ancianos desahuciados, rostros indiferentes...
¡Aparta de mí este cáliz! Padre, no permitas
que mi perdón alcance a los verdugos,
ni a aquellos otros que la mano esconden
después del lanzamiento de las piedras
que lapidan esperanzas de muchachos.
¡Aparta de mí este cáliz! Padre, no permitas
que se olviden los nombres de los muertos.
No me dejes callar aunque los labios
se nieguen al esfuerzo de moverse.
No beberé la sangre de sus venas,
no cobraré monedas irredentas.
No permitas que la memoria me traicione,
que nada borre las iniquidades,
las lágrimas, el miedo, las infamias...
*De Sergio Borao Llop.
sbllop@gmail.com
*
Las personas que amamos son un lenguaje que no nos
pertenece. La utopía es imaginar que es el nuestro.
InvenTREN
LO QUE HACEMOS EN LA
OBSCURIDAD*
Cuánto Tiempo me digo, mientras espero en el andén. Es la primera
vez que subo al tren desde aquello, y todavía es todo inseguridad y temor a no
poder, a encontrar obstáculos infranqueables, a caerme.
Cuando se acerca el tren me afirmo en las muletas y no miro a mi
alrededor, porque se que todas las disimuladas miradas están en el tutor de
metal y plástico negro que llevo atornillado a los huesos de la pierna
izquierda. Me dejan pasar primero, un muchacho me ofrece ayuda pero le digo que
puedo sola con una sonrisa forzada, con esa terquedad de los débiles.
Me siento primero al lado del pasillo y me arrastro para quedar
junto a la ventanilla, golpeándome la cara con una de las muletas. Hago como si
no lo hubiese notado, y la gente se acomoda en el vagón. Nadie se sienta a mi
lado, hay cierto horror por desfiguraciones, cegueras o muletas.
Espero que estemos en movimiento, me levanto y con extremo cuidado
avanzo por los vagones buscando la seguridad del coche cine club, la cálida
obscuridad que me permita sustraerme a la curiosidad de las personas que
simulan no verme.
Me voy apoyando en los asientos con los codos, camino afirmando la
pierna sana, llego por fortuna al vagón cine club. Al ingresar recibo la
primera felicidad con el olor conocido a humedad, a polvo y al whisky de Oliver
Reed que está fumando aunque supongo que está prohibido. Me siento como antes,
ya en mi butaca y en penumbras es como si todo estuviese bien y en su sitio,
como si hubiese llegado a algún lado en donde me estuviesen esperando.
En la pantalla hay un documental sobre la vida de cuatro vampiros.
Veo cómo se despiertan en la última brizna de la tarde, cómo se reúnen a
discutir la asignación de las tareas hogareñas, las salidas nocturnas, cómo los
hombres lobo son un grupo opuesto con cual intercambian burlas y amenazas.
Los vampiros son perfectamente reales y posibles mientras la luz
del proyector los hace aparecer en la pantalla. Les creo, me encariño con uno,
me río de los gestos con los cuales me familiarizo de inmediato y me introducen
en una complicidad gozosa. Sonrío todo el tiempo. Qué bueno estar aquí y qué
ganas de que vieses la película para después reírnos de nuevo recordando una
frase, una situación feliz, esas escenas que son graciosas por ser tan comunes
y cotidianas transformadas en mágicas porque los protagonistas son vampiros.
La ilusión de ser un documental real es perfecta. Ya quisiera
volver a verlo antes de que termine. No quiero que termine. No quiero
despedirme de ellos. Viago, Deacon, Vladislav y
Peter ya son personas en mi imaginación y mi memoria. Vivimos juntos
en la obscuridad, donde todo puede ocurrir y todo es confuso. Donde no tenemos
edad, el cuerpo se disuelve a negro y las voces ocupan los espacios.
Me quedo sentada, por qué si es un film cómico tengo esta extendida
tristeza. Por qué.
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