*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Colecciono naufragios en botellas*
Y mantas de aire
zumbidos de abejas, miel de limonero
y patios con aroma a infancia;
pan tibio,
almendros enramados;
nidos de pájaros y albores son mis preferidos.
Colecciono tu página sin miedo,
una grieta azul en el infinito
y tus manos remarcadas en mis manos.
Guardo leña abrigada del verano,
una oxidada tijera de podar al desnudo,
un escritorio con logarítmicos rincones
entre cajones gastados de guantes y silencios.
Guardo tu voz arrinconada en mi alma,
ese sonido de tu boca que no vendo ni regalo;
me lo quedo conmigo.
*De Ricardo Dante Mastrizzo.
-Ricardo nació en Andino, Santa Fe,
el 8 de agosto de 1954. Descubrió las letras, la poesía, se enamoró al punto de
escribir casi cotidianamente. Participó de talleres literarios y certámenes
locales e internacionales logrando premios y traducciones en varios
idiomas. Cabal en su vida
cotidiana publicó Utopía, trípticos, y
plaquetas que repartía en reuniones, plazas, y colegios. Partió al silencio el 29 de setiembre del 2019, dejándonos manojos
de poemas y escritos que harán su memoria viva.
(Poema enviado por su compañera Ana Lía Gattás)
UNA GRIETA AZUL EN EL INFINITO...
*
Alguien dejó de ser feliz conmigo.
Debo irme.
Mi pureza salvaje se cubrirá de nieve
igual que la esperanza de los abandonados.
*De Valeria Pariso.
-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista. Algunos
de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel
del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna
(2015), "Del otro lado de la noche" (2015)
Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018).
-En 2019, con su libro "Zarmina",
obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo
Nacional de las Artes.
Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas
"Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España,
2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado,
2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología
Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de
Inversiones.
-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar
Con sabor a pistachos*
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Aquella tarde, el destino me llevó frente a la puerta del pub El
Golem. Tenía sed y me dispuse a entrar en él. Recordaba oscuramente que alguien
me había hablado de aquel local describiéndolo como uno de esos lugares en los
que puede encontrarse un ligue fácil. Pienso ahora que tal vez me decidí a
pisar aquel antro a causa de la pelea que esa misma mañana había tenido con
Laura, mi amante.
En el interior reinaba una tenue iluminación, acorde con lo
esperado. Bajé cuatro escalones y me encaminé a la barra. Aún perduraba en mi
boca el agradable sabor salado de los pistachos con que me había obsequiado mi
amigo Enrique durante nuestra entrevista, apenas unos minutos antes. En el
momento exacto en que el camarero, con la habitual amabilidad, me preguntaba
qué iba a tomar, tuve un sobresalto. Al fondo, justo enfrente de mí, acodada en
la barra y conversando con un hombre, se hallaba mi ex mujer. Ella jamás me
perdonó que la abandonase. Suponía (acertadamente) que la había dejado por
otra. Si me veía, se iba a armar una buena. Concluí que tenía que salir de allí
lo antes posible. Con inusitada rapidez mental, inventé un nombre y una cita:
—¿El señor Luis Alberto Castillo, por favor? Me citó aquí...
Cuál no sería mi confusión al escuchar la respuesta del camarero.
—Sí, un momento, por favor —después se dirigió a un hombre
elegante, vestido con traje gris. Tenía el pelo cano, su expresión era serena y
fría. Me miró sin prisa y luego vino hacia mí. Sentí que estaba penetrando en
un mundo mágico o pavoroso, pero en cualquier caso, desconocido, y por lo
tanto, atrayente.
—¿Lo envía Mur? —preguntó a bocajarro. Yo dudé un segundo, pero ya
el tipo, con un veloz gesto, había puesto en mis manos un sobre cerrado. Siguió
hablando—. Debe llevar esto a la calle Padell. ¿La conoce? —asentí y él
continuó—. Es en el Nº 10, en el sótano. Allí le espera Andrés Gil. Sólo a él,
en persona, ha de entregarle este sobre. A cambio, recibirá un paquete que
usted habrá de llevar al lugar que él le diga. No tome apuntes. Use tan solo su
memoria. Nada de papeles comprometedores. ¿Me entiende? Nuestra causa podría
fracasar. Confío en que sabrá llevar esto con discreción. Me gusta su aspecto.
Yo, claro, ignoraba a qué causa se refería, pero he de admitir que
aquella confianza, de la que me sentía inmerecido destinatario, y sobre todo la
última frase de aquel hombre, me persuadieron de llevar a cabo sin dilación la
misión encomendada. Se me ofrecía la oportunidad, quizá única, de vivir una
aventura, tal vez peligrosa. ¿Quién hubiese dudado? Estreché su mano y conseguí
salir de allí sin que Rosa (mi ex) se apercibiera de mi presencia.
Caminé resuelto por la avenida Ortiz hasta llegar al barrio en el
que se hallaba la calle Padell. El Nº 10 no parecía más siniestro que cualquier
otro edificio de aquella calleja donde apenas llegaba la luz solar. El timbre
del sótano no funcionaba y golpeé con suavidad la raída hoja de madera. Me
abrió un hombre de unos cuarenta años, desaseado y un poco calvo.
—¿Qué quiere? —preguntó con descortesía.
—Traigo esto —respondí enseñándole el sobre. En ese instante me di
cuenta de que no sabía el nombre de quien me diera tal sobre. No obstante, dije
con aplomo—.
¿Es usted Andrés Gil?
El hombre me hizo entrar sin haber contestado. “¿Es de parte de
Mur?”, dijo. Me sorprendí diciendo que sí. Él, entonces, pasó a otra habitación
y tras un largo minuto de incertidumbre, volvió a salir con un paquete algo
menor que una caja de zapatos. “Calle Grao, 21, 4º A”, murmuró mientras me
abría la puerta.
La calle Grao estaba al otro lado de la ciudad. El hombre me había
aconsejado que cambiase un par de veces de autobús para asegurarme de que nadie
me seguía. Así lo hice. Cuando por fin llegué ante la fachada del Nº 21, ya era
noche cerrada. A pesar de ello, el portero aún estaba en su puesto, como algún
insobornable centinela de leyenda. En el cuarto piso me esperaba el hombre con
el que hablara en el pub. Me saludó con efusión y me invitó a una copa.
Sentados en un aterciopelado sofá, frente a un reloj de
brillante péndulo, charlamos de fútbol y mujeres, del sistema, del
incesante compás de los relojes y de las oportunidades perdidas. Me gustaba el
sonido de su voz, suave y cálida, pero poderosa a la vez. Noté que me iba
adormeciendo y me sentí ingrato al pensar que me habían narcotizado.
Desperté (o creí despertar) al escuchar el ruido de un disparo.
Aunque lo mismo podía ser un recuerdo, ya que tenía ese sonido clavado en mi
memoria como algo lejano, acaso de otro sueño u otra vida. Pero ahí estaba, en
mi mano, esa pistola, aparentemente recién disparada. Ahí estaba, frente a mí,
desnuda, Rosa, yacente en una cama, con el pecho destrozado por un balazo y los
ojos abiertos y mirándome sin sorpresa. Tal vez oí el sonido de una puerta que
se cerraba. Tal vez sólo lo imaginé. Con la mente vacía, ofuscado por el miedo
y la incomprensión, registré la casa, pero allí estábamos Rosa, callada para
siempre, y yo, confuso y atemorizado. Después, todo ocurrió muy deprisa. Me
vestí. Llegó la policía, alertada por un vecino. Rodearon el edificio. Me conminaron
a entregarme sin resistencia. Lo hice, sin poder evitar que me golpearan. Me
encerraron en una celda. Llamé desesperado a Enrique y le rogué que me buscase
un abogado.
El letrado, al conocer la historia, se rió. “Soy su abogado”, dijo,
“a mí debe contarme la verdad”. Repetí mi historia y finalmente se enfadó.
La investigación fue rápida y concluyente. Los hechos habrían sido
estos: Rosa y yo nos habríamos citado en su apartamento (me maldije por no
haber sabido que ese era su apartamento); luego, yo habría adquirido un
revólver, asistiendo a la cita con intención de matarla. Habría llevado a cabo
el asesinato después de hacerle el amor, dato confirmado por el forense.
Ni mis obstinadas negaciones ni la verdad, que
me cansé de repetir, sirvieron para convencerlos de mi inocencia. Todo obraba
en mi contra. Dos clientes de El Golem declararon haberme visto hablando con el
camarero unos segundos antes de que éste lo hiciese con Rosa. Él afirmó que, en
efecto, yo le había dado un mensaje para ella, cuyo contenido se había perdido
en su memoria, ya que esta situación se repetía con mucha frecuencia en aquel
lugar. Otro testigo afirmó haber visto salir a Rosa pocos minutos después de
haberme ido. Además, la pistola no tenía otras huellas que las mías y jamás antes
había sido disparada. Andrés Gil resultó ser un traficante de armas y chivato
habitual. Por sí mismo acudió a declarar y confirmó haberme vendido la pistola
sin conocer el uso que yo había de darle. El portero del Nº 21 de la calle Grao
me había visto subir unos tres cuartos de hora antes de oírse el disparo, con
un paquete mal disimulado bajo la americana. Me sentí derrotado, inseguro de mí
mismo. ¿Cómo podía demostrar mi inocencia cuando yo mismo no sabía con certeza
lo que había pasado?
Intuía una conspiración, pero no conocía a nadie que tuviese
motivos para matar a Rosa ni para inculparme a mí en su muerte.
Mi mente se aclaró un poco al conocerse un detalle significativo:
Laura fue vista por el portero y por otros dos hombres cuando salía del Nº 21
de la calle Grao, justo después de oírse el disparo. Al ser interrogada, afirmó
que yo le había enviado una nota citándola en aquel lugar. Al llegar allí, yo
mismo le había abierto la puerta, desnudo. Al descubrir a Rosa tras de mí, me
insultó y se fue. Mientras bajaba las escaleras, oyó el disparo, se asustó y
echó a correr escaleras abajo tratando de pasar desapercibida. Pero eso, para
una mujer como Laura, no resulta fácil. Evidentemente mentía. La policía así lo
determinó y la detuvieron. En cuanto a mí, examiné —a la luz de la soledad de
mi celda— todos los pormenores del caso y fui atando cabos.
En la primera línea de esta narración, hablo del destino. Para nada
influyó el destino en todo esto, eso fue lo que me obcecó antes. Ahora lo veía
todo claro. No fue una casualidad que yo entrara en El Golem aquella tarde. Fui
allí inducido. ¿Por quién? Es claro: por mi amigo Enrique. Fue él quien, en
medio de una borrachera, me habló del pub, lo recordaba ahora con claridad.
Conocía mis gustos literarios. Sabía que no me resistiría a visitar un lugar
con tan sugestivo nombre, menos aun siendo un devoto lector de Gustav Meyrink.
Aquella tarde me invitó a su casa, que está cerca del pub. Estuvimos bebiendo y
luego, cuando se hubo acabado la cerveza, me
ofreció unos suculentos pistachos para provocar mi sed. También fue él quien me
indicó el itinerario que debía seguir para encontrar una parada de autobús. El
itinerario que había de llevarme frente al pub.
Pero ¿por qué Enrique? Creo conocer la respuesta: a Enrique nunca
se le dieron bien las mujeres. En el pasado tuvo una dolorosa relación con una
mujer casada y nunca logró reponerse. Cuando le presenté a Laura, su rostro se
iluminó de admiración. (Aunque ahora, ya juzgado y condenado, sé que no fue eso
exactamente). Según esta hipótesis, ella, ofendida conmigo a causa de la última
discusión, sedujo a Enrique y le propuso un plan, en el que ella cumpliría su
venganza y tendría, por otra parte, la satisfacción de ver muerta a la primera
mujer que amé de veras.
Así que, cuando entré en El Golem, me estaban esperando. Luis
Alberto Castillo no existe (dato confirmado por la policía). Cualquier otro
nombre hubiese servido. De hecho, no es probable que hubiesen previsto mi
actitud al ver a Rosa. Con seguridad, el hombre de bigote cano se habría
acercado a mí por propia iniciativa. Sabiendo de mi instinto aventurero y
romántico, utilizaron un argumento ambiguo (la Causa) con la certeza de que me
dejaría arrastrar hacia mi fatal destino. Ya en el apartamento de Rosa, pusieron
algo en mi bebida. Durante el sueño, me desnudaron y me ocultaron. Luego llegó
Rosa (según el portero, unos veinte minutos más tarde que yo). Fue seducida o
violada por el hombre elegante. Llegó Laura, mataron a Rosa y pusieron después
el arma en mi mano. Cuando despierto, recuerdo el eco de un disparo y creo que
es eso lo que en realidad me ha despertado.
Estos razonamientos me llenaron de odio hacia Laura. Impotente, me
acusé y la acusé a ella de ser mi cómplice. Así, al menos, nos condenarían a
los dos. Su refinada venganza no iba a ser tan dulce como pensaba.
En los días sucesivos vinieron a verme algunos amigos, entre ellos,
Enrique. Me negué a hablar con él, pero no pude evitar que nuestras miradas se
cruzasen. Fue allí, en el rostro risueño de mi viejo amigo, donde descubrí mi
atolondramiento y mi estupidez. Fue allí, en aquella enigmática sonrisa
victoriosa, donde me di cuenta del infierno al que había arrastrado
injustamente a mi dulce Laura. Porque Enrique, de haber estado yo en lo cierto,
debería haber estado triste; preocupado, al menos. Pero no, él había venido
exclusivamente a escupirme en la cara mi derrota. ¿Entonces?
Finalmente lo he visto todo claro. Ahora sé la verdad. Y este es el
mayor motivo de desesperación, porque jamás podré demostrar una verdad que es
apenas la sombra de una locura, jamás podré salvar a Laura del espantoso
destino al que yo mismo la hube condenado con mis absurdas acusaciones.
Sí, fue Enrique quien sutilmente me indujo a acudir al pub, pero no
por el amor de Laura, sino por el de Rosa. Ella fue la mujer casada que se
quedó clavada en el alma de Enrique. ¡Cómo no lo vi antes! Recuerdo ahora que
él nos visitaba a menudo, y ¡cómo le gustaba que yo le hablase de Rosa! No fue,
pues, una coincidencia que ella estuviese en el pub. Era necesario que los
clientes fuesen testigos del movimiento del camarero al transmitirle un
presunto mensaje mío. Todo fue calculado con exactitud. Llegué al apartamento
veinte minutos antes que Rosa. ¿El tiempo justo para que hiciese efecto el narcótico
de mi bebida? No, eso jamás sucedió. Fui hipnotizado. El hombre de bigote cano
me invitó a tomar asiento frente a un reloj de
brillante péndulo. Él mismo aludió un par de veces a la belleza de
los péndulos.
Su voz hizo el resto. Ya hipnotizado, Rosa hizo el amor conmigo por
última vez. Luego llegó Laura, al vernos se sintió herida y se marchó dando un
portazo (al despertar de mi sueño hipnótico, creí oír una puerta. Fue tan solo
el recuerdo de aquel portazo dado por Laura). No había tiempo que perder: Rosa
puso la pistola en mi mano y me ordenó que le disparase. Lo hice momentos antes
de que el portero viese salir a Laura (el hombre de bigote cano había salido
mucho antes). El disparo me despertó. Lo demás es historia.
Rosa, convencida de que jamás podría amar a otro hombre, decidió
poner fin a su vida, pero sin renunciar a la venganza. Conociendo la adoración
que Enrique le profesaba, lo obligó a ser su cómplice. Quizá dejó que le
hiciese el amor. El hombre del traje gris acaso fuese un amigo de Enrique, que
siempre anduvo obsesionado por los rincones oscuros de la mente y por el
ocultismo. Los demás sólo fueron actores de reparto, tal vez movidos por el
soborno o simplemente desconocedores de la siniestra trama. Finalmente, me
resta felicitar a Rosa, quien supo dar su vida a cambio de mi infierno (y del
infierno de Laura), que ahora es doblemente terrible. No me sería difícil
hallar en alguna frase de Enrique el exacto motivo de mi última discusión con
Laura. También ella se hallaba molesta conmigo (sin duda) a causa de algún
comentario oído entre mi amigo y yo.
Quisiera dar mi vida a cambio de su libertad, pero ahora ya nada es
posible.
Arderemos juntos y la venganza de Rosa será así efectiva a través
de los siglos.
La mujer sin sombra*
Ella reparte cada mañana a torcazas y gorriones
–en migas– su corazón de pan.
Ellos devolvieron ese amor comiendo de su sombra.
Un día, ella desapareció.
LUNA LLENA DEL LOBO*
Contaba mi abuela que en su pueblo natal a orillas del río D'Orba
el hombre lobo era fácilmente ubicable. Llevaba atada de una de sus patas
traseras a la luna llena. Por eso su andar era torpe y siempre estaba delatado
por la luminosidad. Como quien camina seguido por la luz de un farol sobre su
cabeza. Los hombres del pueblo no querían cazarlo porque era demasiado
sencillo. Además seguramente era un buen vecino que saltaba de su cama para
cumplir un designio tan repetido como la neurosis, claro que mi abuela no decía
neurosis. Decía que llovería la misma repetida maldición sobre aquel que matara
a un vecino que tenía la desgracia de tirar de la luna vestido de lobo.
*De Eduardo Francisco Coiro.
DESCANSO*
“Nada se compara a esa leyenda de semillas
que deja tu presencia”
VICENTE HUIDOBRO
Cansa el viento zonda, amor,
Tu ausencia mucho más.
Languidece la luna desteñida,
Jazmín del aire, en aire marchitado.
Tenuemente ilumina
El relincho cansado del caballo.
Cansa la sequía, amor,
Tu ausencia mucho más.
Magullados los cardos,
Siguen las huellas vacilantes
De los perros flacos.
Cansa la vigilia del carancho,
Tu ausencia mucho más.
Las penumbras vacilantes de la noche
Huyen, tras un lagarto azul.
Mi corazón muere de sed.
Cansa la soledad, amor.
Despojados, la rosa y el espejo
De presencias errantes,
Buscan la plenitud del aire.
Las semillas.
Del agua, del fuego y de la tierra.
Cansa el olvido, amor
Tu ausencia, mucho más.
El caldén, tan callado,
Con destino de poste,
Con sus vainas preñadas de agorera savia.
Camina lentamente sumándose
A mis pasos.
Enciende la lámpara y la luna.
Trayéndome el descanso
Profundo de tus ojos.
MERLIN*
*De Antonio Dal Masetto.
Triste, muy triste destino el de Merlín, el mago de la corte del
rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. "Un hombre sabio y sutil
con extraños y secretos poderes proféticos, capaz de esos trastornos de lo
ordinario y lo evidente que reciben el nombre de magia". De este modo lo
describe John Steinbeck en "Los hechos del rey Arturo", reelaboración
de las historias originales de Malory. Y es así, Merlín puede leer en la mente
y en el corazón de los humanos y descifrar lo que está escrito en las
estrellas. Quien siga sus andanzas a través de las páginas de Steinbeck lo oirá
emitir frases y sentencias inquietantes desde las alturas de su sabiduría. Por
ejemplo, ahí anda Balin, caballero puro y sin tacha, de sangre noble tanto de
padre como de madre, y que pese a eso, sin que sea en absoluto culpable, sólo
logra provocar desgracias y muertes a su alrededor.
—Lo lamento por ti —dice Merlín—. En castigo estás destinado a
infligir el tajo más triste desde que la lanza atravesó el flanco de Nuestro
Señor Jesucristo. Herirás al mejor caballero viviente y sobre tres reinos
atraerás la miseria, la congoja y la tribulación.
—¿Cuál es mi pecado? —pregunta el consternado Balin.
—La mala suerte —le contesta el mago—. Algunos le llaman destino.
Este es Merlín. No hay frase que se le caiga de la boca que no
valga su peso en oro. Tratando de reanimar a un afligido rey Arturo, Merlín
dice:
—A todos, en alguna parte del mundo, nos aguarda la derrota.
Algunos son destruidos por la derrota, y otros se hacen pequeños y mezquinos a
través de la victoria. La grandeza vive en quién triunfa a la vez sobre la
victoria y sobre la derrota.
En fin, Merlín puede crear reyes, programar batallas exitosas,
desaparecer de un lugar y aparecer en otro. Puede casi todo, pero también él
tiene su talón de Aquiles. En otro encuentro con Arturo (quien ama y está a
punto de desposar a Ginebra, hija del rey Lodegrance de Camylarde), Merlín le
advierte que ella lo traicionará con su amigo más querido. El rey Arturo se
niega a aceptar semejante predicción. Y Merlín: —Todos los hombres se aferran a
la convicción de que para cada uno de ellos las leyes de la probabilidad son
canceladas por el amor. Hasta yo, que sé con toda certeza que una muchachita
tonta va a ser la causa de mi muerte, cuando la encuentre no vacilaré en
seguirla.
Porque Merlín, sabio y mago, no sólo puede ver el futuro de los
demás hombres, sino también, tristemente, el propio. Por encima de sus poderes
hay un poder mayor contra el cual no podrá luchar, al que se someterá a
sabiendas. Y es la pasión amorosa. En efecto, cuando el anciano Merlín ve por
primera vez a Nyneve, una de las doncellas de la Dama del Lago, siente que la
sangre le hierve en las venas y el descontrol de la pasión se impone a la edad
y a la sabiduría. Entonces, conociendo de antemano la fatídica culminación de
esta aventura, anuncia la inminencia de su desaparición. El rey Arturo se
resiste a creerlo, no le parece posible: —Eres el hombre más sabio de este
mundo y sabes lo que está por ocurrirte. ¿Por qué no elaboras un plan para
ponerte a salvo?
—Porque soy sabio —contesta Merlín—. En la lid entre la sabiduría y
los sentimientos, la sabiduría nunca triunfa. Te he predicho el futuro con
certeza, mi señor, pero no por saberlo podrás cambiarlo siquiera en el grosor
de un cabello. Cuando llegue la hora, tus sentimientos te precipitarán a tu
destino.
Merlín deja la corte siguiendo a Nyneve dondequiera que ella vaya.
Olvidado de toda prudencia la acosa sin cesar con el fervor de un muchacho,
suplicando y gimiendo para que ella repose con él y aplaque su deseo. Ella,
cansada de que la siga este anciano plañidero, se niega siempre. Hasta que
("con la innata astucia de las doncellas", señala Steinbeck), Nyneve
comienza a deslizar preguntas acerca de las artes mágicas de Merlín e insinúa
que le concederá sus favores a cambio del conocimiento. Y Merlín, aún previendo
sus intenciones, no puede evitar iniciarla en los secretos de los sortilegios,
los prodigios y los hechizos. Ella bate palmas con juvenil alegría y el anciano
crea, bajo un enorme peñasco, un aposento maravilloso para la consumación de su
amor. Entonces, aprovechando que el mago se adelanta en el recinto, Nyneve obra
el encantamiento que jamás podrá quebrarse, el pasaje se sella y Merlín queda
encerrado. Todavía sigue en ese lugar (algún punto de la costa, camino a
Cornaulles, para más datos) y ahí se quedará por siempre, suplicando a través
de la roca que alguien lo libere. Pobre Merlín.
*
La ilusión se apoya en creer que eso
que está sujeto al mástil
desde el día en que nos conocimos,
y que el viento mueve,
y golpea con el aire, con los bichos,
con las bolsas plásticas, con el frío,
no es tu corazón,
no es mi corazón.
*De Valeria Pariso.
Horóscopos*
En Rouen, en la Normandía francesa, el 18 de Mayo de 1847 nace, de
padres campesinos, Charles Perigot Damûet que después de una juventud llena de
privaciones decide trasladarse a París con la idea de buscar fortuna.
En la misma fecha, en Kuala Lumpur, capital de Malasia una joven de
la aristocrática familia Yap da a luz un varón al pone de nombre Woti que es
educado en las mejores escuelas del país y al cabo de los años se traslada a
Paris a completar su formación.
En verano 1869 Mademoiselle Fournarin, trabaja como camarera en una
fonda de la Rue Rivoli donde acaba de incorporarse un normando llamado Perigot
por el que se ha sentido atraída desde el primer instante. Fournarin, mujer de fuerte formación
religiosa, se sorprende a si misma al responder a las insinuaciones de un varón
cetrino de nombre Woti que cada tarde repasa sus libros en la mesita del
rincón.
Ambas relaciones crecen paralelamente en el corazón de la doncella,
hasta el momento en que los dos galanes descubren el doble juego de la dama lo
que les lleva a batirse en duelo en las inmediaciones del Bois de Bologne.
Únicamente Woti sale indemne del duelo y la muerte de Perigot cae
como una losa de culpabilidad sobre el corazón de la joven. En el entierro
descubre la coincidencia en las fechas de nacimiento de ambos y se pregunta
porque dos personas con el mismo horóscopo han tenido destinos tan dispares.
Uno consiguió el amor y el otro la muerte.
Decide no creer en el destino que marcan los astros, pero después
de meditarlo detenidamente admite que puede que no haya error, porque quizás el
amor y la muerte sean lo mismo.
*
Era una compañera de escuela de los últimos años de
la secundaria y se llamaba Paulina. Caminaba como distraída del mundo, con los
carteles que le colocábamos en su espalda: "no sirvo para nada",
"estoy loca", por ejemplo, los más suaves. Si supiera que la recuerdo
siempre y que regresa en todos mis cuentos, asoma la cabecita un poco extraña y
diferenciada de todas, en muchos de mis poemas y novelas. Ella era de otro
mundo, de algún paraíso único y absurdo, lejano a nuestras risas, a nuestra
grosería, a mi propio miedo de ser como ella, de otro planeta.
Inventren
Lo
imborrable*
Los golpes a lo
karateca del Hermano Miguel Amador en la nuca de mi padre. Mi padre que
trastabilla dando unos pasos adelante pero enseguida recupera el equilibrio y hasta
sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me duele el cuello tocándome en el lado
izquierdo. Entonces la mano fuerte del sanador apretando algo en mi cuello que dolió
lo suficiente como para dejarlo imborrable por toda la vida.
Mi madre y mi
hermana estaban rezagadas en la larga fila que se había formado para subir a la
tarima de madera elevada donde Miguel Amador atendía usando la fuerza de sus
manos más la fe que le otorgaban quienes ya habían experimentado sus
curaciones. Mamá debe haber pensado que ni loca se dejaba
apretar o golpear. Ella sólo creía en médicos como su primo Aldo. Tomó de la
mano a mi hermana y salió de esa gran
carpa donde el sanador atendía. El afuera era un camping donde las familias se
preparaban para almorzar con asados. Era un día esplendido de primavera con el
viento que dispersaba rápido al cielo el humo de las parrillas.
Mi madre
buscaba a quienes nos habían llevado hasta allí, su hermano Nicolás con
su pareja Aintza, la mejor compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas sin
animarse a acercarse a los bordes de la laguna "El Esparto" por miedo
a víboras o alimañas encontró a la mujer del sanador, la misma que nos había
recibido al lado de la tranquera. Ella daba números para ordenar por turno la
atención del Hermano Miguel Amador.
-Su hermano
dejó dicho que vuelvan en tren. A ellos los están remolcando hacia Pedernales.
El tío había
hecho otra de las suyas que enfurecían a mi madre: dejarnos en el medio del
campo sin un retorno asegurado a casa.
Habría que
decir que el viaje de ida fue inolvidable para los chicos que fuimos.
La llegada del
tío con su mujer en aquel Fiat 600 casi 0km. Salíamos a pasar un día de
campo 4 grandes y dos chicos. El tío 1.90 de altura y más de 100 kilos manejaba
como si estuviese al comando del Studebaker que tuvo que devolver al no poder
pagar las cuotas. Pero no, ahora el tío manejaba su flamante Fiat 600 que había
pagado hasta el último peso.
Recién cuando
ya estábamos bien lejos de casa explicó que el destino del paseo era visitar a
un sanador que curaba con sus manos.
Mis padres
aceptaron más por confianza en Aintza que al tío que ya tenía fama de loco
chiflado.
El viaje fue de
maravillas mientras fuimos por ruta asfaltada -a pesar de que 4 grandes y dos
chicos no entrábamos cómodos en el pequeño auto-. Cuando doblamos al camino de
tierra el pequeño Fiat empezó a entrar y salir a paso de hombre por pozos ó
huellas de tractores. El tío nos tranquilizaba "falta poco".
Faltaba poco
cuando el 600 comenzó a humear, quedó
clavado sin señales de volver a arrancar. Nos bajamos. Mi padre con el tío
empezaron a empujar hacía donde se suponía que estaba el campamento de Miguel
Amador. Los chicos y las mujeres los
seguíamos.
Cuando pasamos
un riacho y la ruta hizo una curva vimos las señales: chatas de gente de campo
y autos estacionados. Una arboleda tupida. Era allá.
El tío dijo:
vayan ustedes mientras trato de arreglar el auto.
El resto de la
historia la supimos días después, Aintza encontró a un matrimonio de su pueblo
que se iban en una camioneta igualita a la del abuelo de Lassie. Los remolcaron
hasta la chacra de su familia en Pedernales. El tío había dicho que busquemos
una estación de tren a pocos kilómetros por el mismo camino de tierra intransitable.
Con la furia de
mi madre en el aire, los cuatro comenzamos a caminar. A poco de andar paró un
chacarero que nos subió a la caja de su camioneta. Nos bajó justo en la
estación Juan Atucha. Nos despidió con una frase alentadora: -Hoy es su día de
suerte, estará al caer el tren a La Plata.
El abandono del
tío nos permitió a los chicos viajar por primera vez en un tren de larga
distancia. Aquella locomotora rodeada de humo como un dragón sin alas tiraba al
tren por medio del campo. Cada tanto una estación rodeada de unas pocas casas
detenía el asombro del viaje. Hasta conocimos el vagón comedor donde tomamos
una chocolatada Vascolet.
Mi Padre
-quizás para consolar a mi madre- dijo que los golpes del hermano Miguel Amador
le habían curado el dolor en la nuca. Para no ser menos asegure palpándome el
cuello que la pelotita ya no estaba más.
*De Eduardo Francisco Coiro.
-Próxima estación:
Apeadero KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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