*Foto de Miguel Ángel Savino.
En el vagón del cineclub*
Otra vez aquí, con el olor a cerrado, a fierro, a butacas de
relleno de gomaespuma; los pocos espectadores en lo obscuro, la pantalla que
arroja luces caprichosas alumbrando nucas, rostros en blanco y negro, y el film
transcurriendo allá adelante.
La película es bastante nueva, el Joker, por lo que supuse que
estaría Batman y sería infantil.
No aparece Batman, en todo el tiempo que dura la proyección no
recuerdo al hombre murciélago, sólo me encuentro con el Joker, ese fantoche
atormentado que se ríe por la violencia, por la falta de simpatía, porque no
puede evitarlo, por esa terrible deshumanización de gente que transcurre sin
notar las vidas que fluyen alrededor, sumidas en abismos inexplicables.
No me importa que la actuación sea hermosa o dificultosa o meditada.
No me interesa cuántos kilos bajó el actor o cómo se entrenó para el papel. Ha
surtido efecto, ha logrado conectar conmigo. Joaquín Phoenix habrá pensado en
el Oscar, o no, realmente no me importa ahora que leo esa frase espantosa que
no escribo en el momento pero recuerdo en esencia, dolorosamente. Lo peor de
una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la
tuvieses. Es terrible, es cierta, está escrita en los retorcidos jirones de
alma de quienes deben aparentar normalidad, o sea todos, aunque más esos seres
cuyos lastimados cerebros pugnan por ajustarse a lo canónigo, a lo usual, lo
aceptable. Y se quiebran, y sangran, y no pueden separar lo real para otros de
su propia percepción del universo frío, cruel, distante, inalcanzable. Están
solos, más solos que un hombre en el polo, más solos que el criminal en el
cadalso, espantosamente solos en la celda de su mente blanca y deslumbrante,
desmantelada.
Como no soy seguidora de Marvel o de Batman o de ningún superhéroe
en general, como soy una pobre mujer de mediana edad con las emociones rojas y
tibias, dulces y amargas, veo una persona desvalida y rota, decepcionada,
arrojada a lo incognoscible, lo inasible, lo incomprensible, arrojada a un
mundo que pide una corrección, un ajuste imposible, y lloro a lágrima viva, a
moqueo despiadado, a sollozo y a hipo. No me importa, puedo hacer el ridículo
de gemir desde mi asiento.
Me enamoro del personaje sabiendo que es insostenible, una pura
negación de lo que puede hacerme bien. Me enamoro como quinceañera, como mi
amiga Myriam cuando éramos tan jóvenes y me dijo que quería amar a un muchacho
triste, complicado, difícil. Amo a esa figura rota que baila con orgullo porque
sabe que se está muriendo y ya nada más importa, ese hombre que baila su propia
disolución. El baile es importante; los hombros alzados, la cabeza erguida, la
mirada vuelta hacia sí mismo. Baila consigo mismo, nadie baila con él, se
complace en su compañía por ese momento de magia y peligro. Acepta su insania,
en ese momento está orgulloso de respirar, de estar vivo, toma un baño de yo,
como quien deja la barandilla del balcón, vuela, aún no se estrella en el
pavimento.
No advierto nada salvo la dulzura del derrumbamiento, la malsana
alegría de los finales y las despedidas, me miro allí, me saludo, me encuentro.
Pero diferencio muy bien este sentimiento de la locura verdadera, de lo atroz
de estar derrumbado de veras, desleído en el frágil ser que pierde el control
del propio entendimiento. Basta de estupidez y de falta de respeto, que la
locura ni es romántica ni es literaria, duele y es imposible mirarla a los ojos
porque aterra. Pero aquí veo y me conduelo y lloro por lo injusto, lo
irremediable, esa tristeza abisal de la soledad perfecta en lo más hondo de las
simas oceánicas.
Puedo amarlo y puedo saber que nada está en mi poder para
rescatarlo de su infierno. Sé que tender la mano a quien está en caída libre es
como ahogarse cuando se trata de sacar del mar a quien ya está en plena tarea
de morir de asfixia.
Ah Joker, ah personaje siniestro, dulce, roto, deconstruido. Ah los
locos, ah nosotros que hacemos como que no estuviesen allí, aquí, cociéndose en
sus propios jugos, riendo incontrolable, dolorosamente, como aquel poeta que
decía que había que llorar por todo, por todos, por todo. Y una llora, y ríe, y
nada… el mundo sigue doliendo.
Me llevo la película, me ha transformado, me hizo una muesca más.
Confirma lo que ya sabía, veo lo que estoy preparada para ver, interpreto lo que
puedo, lo sé, es mi película, me la llevo intransferiblemente tatuada en un
rincón de mi tristeza.
KM 55 *
Y pensar que antes aquí paraba el tren. Aunque de eso hace ya
muchos años. El tiempo pasa, arrasando con todo. A la vista del aparente abandono,
me parece un milagro que algo de todo esto se mantenga en pie. Me pregunto
cuánto hace que un ser humano no espera al tren en este andén. Y me pregunto
también qué me impulsó a mí a aceptar el encuentro en este lugar perdido.
Claro que yo no sabía que esto era un desierto. Solo ahora me
percato de la inmensa soledad de este sitio. Si el asunto no fuera tan serio,
pensaría que me gastaron una broma pesada. Ahora no me queda más que esperar.
Pronto llegarán. El hecho de que yo ya esté aquí sentado, a la sombra de esta
vieja pared semiderruida, solo significa que me adelanté, como siempre hago.
Debo dejar ya esa vieja costumbre. Luego la espera se me hace eterna y empieza
a afectar a mis nervios.
Era diferente en mi juventud. Entonces esperar no era más que una
de las coordenadas de la cita. Me ubicaba en el sitio convenido y prestaba
atención a todo el mundo. Bueno, en verdad, tan solo a aquellos que encajaban
en el perfil de la persona con la que yo hubiese quedado. Inventariaba rostros,
gestos, peculiaridades. Uno nunca sabe cuándo pueden servirle esas cosas. Eso
me ofrecía un entretenimiento y amenizaba la espera. Naturalmente, hablo de
encuentros con gente desconocida.
Como este.
Mentiría si dijese que estoy tranquilo. La naturaleza del asunto
que me ha traído hasta este lugar no es como para estarlo. Pero ya no me
quedaba otra opción. Todos los caminos han sido ya recorridos; todos los
puentes, quemados. Frente a mí solo hay un precipicio y el consecuente salto.
Despeñarse o volar. En eso consiste todo. En uno u otro caso, la opinión de mis
allegados –si he de suponer que aún queda alguien que pueda ser considerado
como tal- caerá sobre mí. Se me considerará un pusilánime o un malvado. Nada puedo
hacer ante eso, salvo encogerme de hombros y mirar el reloj. Ya casi es la
hora.
Todo esto no hubiese sucedido en otras circunstancias.
Si yo hubiese tenido un empleo, por ejemplo. O ingresos de
cualquier tipo. Pero no. Lo determinante fue que me despidieran de la empresa
en la que llevaba más de veinte años trabajando. La crisis, alegaron. Que no
había trabajo para todos. Que yo ya no era joven y no podía rendir como antes.
Que los tiempos habían cambiado y nada podía hacerse por remediar eso. Y así, de
la noche a la mañana me vi en la calle. Demasiado viejo para optar a un trabajo
y demasiado joven para acogerme a los beneficios de la jubilación. No obstante,
no quise rendirme todavía. Aunque de nada sirvieron las incontables horas
pasadas en busca de un empleo, de nada las fatigosas caminatas, de empresa en
empresa, ofreciendo mis servicios a cambio de un mísero salario; de nada los
centenares de currículos entregados en mano o enviados por correo electrónico;
de nada las escasas entrevistas en las que ya todo estaba decidido de antemano
en cuanto el empleador vislumbraba mis ya numerosas canas.
Así pues, no me quedó otra que tratar de obtener algún dinero por
el medio que fuese. Debo admitir que fui engañado en tres o cuatro ocasiones
por alguno de esos anuncios de los diarios en los que se aseguran grandes
ganancias a cambio de unas pocas horas de trabajo en tu propio domicilio. A la
hora de la verdad, todo es humo. Consideré la opción de fabricar manualidades y
poner un puestecito en el mercado, pero todo eso exigía un gasto (en materiales
e impuestos) que ya no podía permitirme. Estaba en las últimas. También hice
imprimir un librito con algunos de mis mejores poemas y traté de venderlo de
puerta en puerta. Pero descubrí que la gente no lee poesía. Entonces, tras una
de esas puertas a las que llamé durante mi obstinado y casi inútil periplo, fue
cuando los conocí. A ellos.
Miro mi reloj. Parece que se retrasan. Según he oído, retrasarse es
uno de sus métodos favoritos para poner nerviosa a la gente. Y verdaderamente
lo están consiguiendo.
Como sin duda lo consiguieron aquel día, cuando yo me presenté en
su casa tratando de venderles mi poesía. El que me abrió la puerta me miró
fijamente durante un segundo. Luego echó un rápido vistazo por encima de mi hombro,
a uno y otro lado del estrecho pasillo. Al ver que no había nadie más, me
agarró bruscamente por el brazo y me introdujo a la fuerza en su vivienda.
Sin soltarme, y haciendo caso omiso de mis protestas, me arrastró
hasta un salón escasamente iluminado donde había otro tipo, me lanzó sobre un
sofá no demasiado limpio y fijó su vista en el otro. Intercambiaron unas pocas
palabras en un idioma que no entendí. Luego se acercaron uno por cada lado,
amenazantes, y el más bajo sacó una navaja del bolsillo de su pantalón.
- ¿Qué haces aquí? – preguntó. Yo tardé unos segundos en responder,
lo que provocó un peligroso acercamiento de la punta de la navaja a mi cuello.
- Yo… Yo… Solo vendo libros… No he hecho nada.
Entonces vieron el librito en mi mano derecha. Uno de ellos agarró
la pequeña mochila en la que llevaba varios ejemplares más y la vació sobre el
sofá. La volteó y la registró con esmero. A saber qué estará buscando ahí, me
pregunté. Luego me hicieron incorporarme y me manosearon todo el cuerpo. Como en
un registro de los que hace la policía en las películas norteamericanas. Al
terminar, parecían más satisfechos. Volvieron a hablar entre ellos. Después,
todos nos sentamos en el sofá y empezaron a hacerme preguntas. Montones de
ellas. Yo, encogido por la estrechez del mueble y por el miedo, di todas las
explicaciones que se me solicitaron. Temía equivocarme, dar una respuesta que
no fuese de su agrado y terminar así mis días en aquel antro oscuro. Finalizado
el interrogatorio, el calvo se levantó y paseó como ensimismado por la
habitación, mientras el otro guardaba la navaja nuevamente. Respiré,
presumiendo o más bien deseando que lo peor hubiera pasado.
Se produjo un nuevo intercambio verbal entre ellos, con abundante
movimiento de manos, y luego se quedaron mirándome, como sopesando algo.
- Dices que estás sin blanca, ¿no? – preguntó uno.
- Así es. – respondí con franqueza.
- ¿Te gustaría ganar un dinero trabajando para nosotros?
- Haré lo que sea. No tengo elección.
- Bien. Esto es lo que queremos que hagas…
Cruzar a Bolivia no fue difícil. Dicen que nada lo es si uno sabe
medir bien sus opciones y los riesgos. Una vez allí, me presenté en la
dirección indicada y recogí el paquete. Pesaba. Lo introduje en el maletero del
auto, bajo la rueda de repuesto, tal y como se me había indicado. Los tipos del
otro lado me miraban con mal disimulada suspicacia. Al parecer, yo no daba el
perfil para llevar a cabo ese encargo. No fueron simpáticos. Yo lo único que
quería era salir de allí, regresar y cobrar el dinero que se me había
prometido. El retorno fue más complicado, siquiera por mi sentimiento de culpa.
En todas partes me parecía ver patrullas de carretera. Los faros de los coches
que circulaban en dirección contraria me angustiaban. Cualquier construcción al
borde de la ruta se me figuraba un cuartel policial. En un momento todo podía
derrumbarse.
Pero no fue así. Tras un trayecto que se me antojó eterno, conseguí
atravesar la frontera, sudoroso y agotado. Luego emprendí el camino hasta aquí.
Y aquí estoy ahora, esperando. La espera me ha hecho tener
pensamientos negativos. Y si… Pero ahí se ven los faros de un auto. Ya vienen.
Solo espero que recojan su mercancía y me den lo acordado. Ojalá que no me
maten. Que no me maten y dejen mi cuerpo aquí tirado, en este kilómetro 55, en
este lugar abandonado por los hombres donde no queda ni la memoria de lo que un
día fue.
AL FINAL DE LA CALLE*
Cuando cumplí los diez años mis tíos me hicieron un regalo maravilloso:
me invitaban a pasar las vacaciones en su casa, en un pequeño pueblo de la
provincia.
El lugar no tenía ningún atractivo turístico; creo que no llegaba a
los cinco mil habitantes. Pero mis primos y yo nos llevábamos tan bien que era
grandioso pensar en un verano juntos.
En el pueblo no existía el pavimento; tampoco era muy necesario:
pocos autos transitaban por esos desolados caminos de tierra, todos iguales.
Cada calle no tenía más de diez cuadras de largo y al fondo, el
campo.
Los chicos disfrutábamos jugando en ellas, generalmente descalzos,
sintiendo deshacerse los terrones secos bajo la planta de nuestros pies. Nos
subíamos a las veredas de ladrillos cuando se aproximaba algún auto solitario,
avisados por la nube de polvo que se acercaba desde lo lejos.
Una vez a la semana pasaba un tren, que paraba sólo unos minutos y
partía rápido, escapando de aquel aburrido lugar. Nos apurábamos a llegar hasta
la pequeña estación y lo despedíamos con gritos, aplausos y saludos a
inexistentes pasajeros. Después el andén quedaba silencioso y vacío, salvo por
la visita de algunos muchachos que buscaban cuises en las interminables siestas
de verano.
En la cuadra en que vivían mis tíos había una familia de la cual no
conocíamos a nadie, salvo a un viejo
paralítico que todas las tardes sacaban a la vereda en una silla de
ruedas. Lo dejaban una o dos horas solo,
sentado sobre un gran almohadón verde y allí se quedaba, inmóvil, todo
el tiempo mirando hacia el final de la calle.
Pensábamos que tal vez no quería vernos saltar, correr o hacer
equilibrio sobre alguna rama. Tal vez no le gustaran los niños, o no quisiera
recordar cuando podía hacer lo mismo que nosotros.
La verdad es que no nos importaba demasiado y al poco tiempo ya era
como parte del paisaje. A veces lo tomábamos como un límite –“Corremos hasta el
viejo y volvemos”– y nunca tuvimos un intercambio con él, ni un gesto, ni una palabra. Lo
ignorábamos y pienso que también él a nosotros, pero me intrigaba saber que
buscaba ver al final de la calle.
En esas horas se adueñaban de la tarde los grillos, las chicharras
y las ranas. Imposible encontrar alguno de esos bichos para atraparlo. Se
callaban cuando nos acercábamos.
Era su momento en el día. Era su lugar en la Tierra, y gritaban.
Tal vez nos gritaban a nosotros, intrusos en su mundo. Quizás se comunicaban
entre ellos con algún lenguaje natural y desconocido para los hombres.
En las cunetas, entre las flores de sapo, en los baldíos con aroma
a alfalfa y manzanilla, un universo de insectos esperaba la noche.
Pero mientras reíamos y corríamos por la tierra el viejo miraba,
insistentemente, al final de la calle.
Yo no me había animado a aventurarme más lejos de dos o tres
cuadras. Me daba miedo el campo oscuro. Pero una tarde les propuse a mis primos
que vayamos un poco más allá, tratando de descubrir lo que el viejo veía y
nosotros no.
Sabíamos que después vendría el reto, pero éramos varios para
soportarlo. Y la curiosidad ya no se aguantaba.
Comenzó a bajar el sol y escuchamos a mi tía lejos, ocupada en la
cocina.
Cuando empezó el canto del primer grillo, nos dimos la mano y
emprendimos la caminata hacia el final
de la calle. Las luces de las esquinas comenzaban a prenderse, pero donde íbamos nosotros la
oscuridad llenaba todo.
Llegamos adonde terminaba la calle y nos topamos con un alambrado.
Más allá, el campo. Los minutos pasaban, la noche se ponía más negra.
De pronto, primero una, luego tres, luego cinco. Luciérnagas.
Lucecitas que no podíamos decidir si eran verdes o amarillas. Por todos lados.
Apareciendo y desapareciendo. Cientos, tal vez miles, encima del campo. Algunas
venían hacia la calle y tratamos de agarrarlas.
Parecían jugar con nosotros. Cada vez que estábamos a punto de atrapar
alguna, desaparecía como el sonido de las ranas y los grillos.
Mi primo logró la hazaña. Cazó una y la encerró en el hueco de su
mano. Todos nos asomamos para verla: ¡Imposible perderse ese pequeño tesoro que
irradiaba una luz que podía verse desde lejos!.
Empezamos a correr volviendo a casa: nos acordamos de la cena.
Pero un presentimiento, o intuición, no sé, hizo que Víctor se
parara junto al viejo con el bichito dentro de su mano.
Por primera vez en todo el verano el viejo giró la cabeza y miró las
manos de mi primo. La luz de la luciérnaga se escapaba entre los dedos y llegó
hasta la cara arrugada, iluminándola.
En eso escuchamos la voz de mi tía, llamándonos a los gritos.
Corrimos hacia la casa y mi primo abrió la mano. La luciérnaga
salió volando. Pensábamos que estaría averiada, pero no. Prendió su luz dos o
tres veces y se volvió hacia el final de la calle, perdiéndose en la oscuridad.
El viejo la siguió con la mirada y trató de mover su mano.
Solamente pudo abrir los dedos.
Mi prima creyó que quería agarrarla.
Yo estoy segura que le dijo adiós.
El origen*
La memoria de los ausentes es como un tren de carga que pasa por
las afueras. Se funde en noche profunda con sueños o pesadillas.
La imagen más antigua que recuerdo de Esteban a veces se confunde
con la última e irreversible.
Estábamos en el patio de la escuela industrial sentados sobre el
banco de madera que se armaba en el taller de carpintería. Esteban sobre su
banco que tenía el número 42 le daba cuerda al reloj Tressa que su abuelo le
había regalado en vida. Por alguna cuestión que nunca quedo del todo
esclarecida Esteban tenía desdibujados a sus padres. Especialmente a su padre
que no existía en su hablar cotidiano. Él hablaba de sus abuelos que vivían en
el campo, en un lugar que imaginábamos lejano al que nombraba así "viven en su
chacra allá en Km.". Mucho después supimos que se refería a Km 55 que para
el ferrocarril era un modesto apeadero que utilizaban unos pocos vecinos del
lugar.
Fue Kalman, siempre curioso, el que preguntó a Esteban por el
origen de su nombre.
-Por mi abuelo materno "Stephen Randall Burkett" dijo con
el gesto corporal de orgullo como si hablará de un prócer.
Y era tal cual, para Esteban su abuelo era un héroe de los tantos
que vinieron al país a trabajar. "y sudar la camiseta" Trabajaba en
los talleres Libertad del antiguo Midland. Se jubiló unos meses antes que la
dictadura de Onganía cerrara los talleres y fuese esto el principio del fin del
tren.
La historia que le fluía a Esteban contarnos era más remota. Su
abuelo había nacido en una zona rural de Inglaterra cercana a Escocia. El
abuelo se consideraba Escosés aunque los mapas que Esteban dibujaba en el aire
y nosotros no entendíamos confirmaban que el pueblo más cercano Kirkby Stephen
quedaba en Inglaterra.
-Seguro que lo llamaron a tu abuelo "Stephen" por el nombre
del pueblo dijimos en coro.
Aquel pueblo tenía tren. Él lo usaba para ir a estudiar a una
escuela técnica especializada en máquinas ferroviarias. Su abuelo Stephen llegó
al país en 1938 para la adaptación de
los trenes Birmingham que eran una maravilla tecnológica para aquella época.
El abuelo era un técnico especializado de los talleres de Libertad
pero iba y venia con un impecable traje negro. Así como en uno de esos azares
mágicos e increíbles Esteban nos regaló como se conocieron sus abuelos. Su
abuela Ligia nacida en un pueblo de Alessandria era corta de vista y tan
despistada que se sentó sobre el abuelo Stephen con su traje negro como si
fuese un asiento libre. Imaginar esa situación y un después inmediato entre el
escoses y la italiana que hablaban solamente sus propios idiomas era digno de
película romántica en blanco y negro.
Esteban fue testigo de un ritual que tenían. Cuando levantaban la
voz en alguna discusión. Al rato -para acercar la intransigencia- la abuela
Ligia se levantaba de la mesa, la bordeaba y se iba a sentar sobre las piernas
de Stephen. "Para que no olvides como empezamos" decía ella con un
tono dulce de voz.
-Al menos ahora no te levantas como un resorte a los gritos. -decía
él.
Y se reían como dos niños.
*De Eduardo Francisco Coiro.
*
Nací en un pueblo
con río
y una estación
de trenes,
por donde
viajan los vientos
Pueblo atrapado
entre vías,
sin salidas,
sin regresos.
Tristeza
de andén cansado
que se te instala
en los huesos
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores
(Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos,
talleres de exploración literaria.
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
**
ELÍAS ROMERO.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@hotmail.com
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