sábado, abril 18, 2020

SIEMPRE EXISTE UN TAJO MÁS PROFUNDO...


*Obra de Griselda Roces.









23 *



La vida apacible. La noche fuerte.
El mundo está a salvo:
el ángel y su hermosa catástrofe fueron
carcomidos mientras la luz
enfermaba.

Así son las ausencias
ocupan la materia, el oxígeno todo
y las aves carroñeras se desbocan
sobre los campos vivos.

Querido, cuando se adentre mi cuerpo
en la noche, ¿serás el ave hecha de luz y polvo
todavía?




*De Noelia Palma.
-Poema de su libro La casa. Editorial Mascarón de Proa. 2019


-Noelia nació en Morón, provincia de Buenos Aires, en octubre de 1984. Textos de su autoría fueron publicados en diversas antologías y revistas digitales como Digo.palabra.txt, Letralia, entre otras. Realizó talleres literarios con Alberto Ramponelli y Eduardo Espósito.

Su primer libro de poemas, “Que la muerte nos ampare”, fue editado por Francia Ediciones en 2017. Tradujo a Charles Bukowski desde 2011 y en 2017 publicó junto a Editorial Postales Japonesas su primera antología bilingüe: “Solo con todo el mundo”. En noviembre de 2018 editó en Ombligo Cuadrado “0034-Buitre hacia la nada”, que consta de dos libros en un solo ejemplar. En junio 2019 la editorial cordobesa Mascarón de proa publicó “La casa”.



















6 *



¿De qué ternura guarda tu memoria

la fiesta del silencio?

Todo tu cuerpo contra el muro y nada:

no se rompe, no se cae.

Otra vez, por vigésima vez:

todo tu cuerpo contra el muro y nada:

no hay derrumbe.

Se acaba el mundo, el muro sigue ahí,

tu cuerpo sigue ahí, y en tu silencio

seguís abrazado a algo pequeñito,

que sonríe.



*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com
-Poema de “Triza”, Editorial Detodoslosmares, 2017-



-Valeria  (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista. Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018).

-En 2019, con su libro "Zarmina", obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes.

Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas "Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España, 2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado, 2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de Inversiones.

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar













Helada*



Anoche lloré

mientras dormía.

Cuando desperté,

mis plantas habían muerto.

“Ahora llorá con motivo”

decía mi madre.


Siempre existe un tajo

más profundo.



*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com





















Objetos perdidos*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com






Uno


Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. "Ayer dejaron algo", dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban. Los dos presentían nubes pero, por una absurda superstición, no lo decían. Las palabras del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la estela de humedad en el vaso. "¿Qué dejaron?", preguntó el muchacho. La mano fue al vaso, pero no para beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba la respuesta. El viejo se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que apenas rompía el silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su sombra anegó una parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con solemnidad un sobre amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante y estancada. El muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una leyenda: "Vendrán más cosas". Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros en la escena. En una delgada rama los imaginaba, listos para volar una vez seca la tinta de sus alas.
La labor del muchacho era vender los boletos de la única corrida del día. También, desde hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna vez pensó que no llegaría el camión: un derrumbe en la carretera, una avería en las llantas, una jauría de asaltantes despachando a los pasajeros. Entonces, como es natural, pasarían el día aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados peces. "¿Quién dejó el sobre?", preguntó el muchacho. "Cuando llegué ya estaba aquí", respondió el otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la ociosidad: un adolescente de los alrededores, con pluma en mano, garabateando en la noche una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en la ventana. Habría caminado, leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y, seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto de lápices y sellos para dejar su anzuelo.


Al siguiente día llegaron a la estación muy temprano. El viejo estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles sustitutos el humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo lugar, ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del muchacho se acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante.
Evitaron acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre era un estorbo, pero no lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo, para ambos, era estar ahí, confusos, revoloteando. "¿Qué pasa?", dijo el muchacho. "El sobre", murmuró el viejo, molesto.
Transcurrieron varios minutos. Las calles encendieron sus piedras, los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la mañana.
Más tarde llegó el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de agujeros, haciendo agua por todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su paso: polvo flotando sobre polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos. El chofer bajó y estiró las piernas. De juguete, la estación, por la lejanía. El chofer se acercó al viejo:

–Algo raro ocurre en estos días –dijo oteando el horizonte.

–¿Qué pasa? –preguntó el viejo.

–La niebla baja más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas.

–Será la época del año.

El chofer suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre los labios.
El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por qué sintió lástima por el chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces, permanecían en silencio tras las ventanillas. Un par más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito allá adentro. El chofer abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El reloj indicó la partida. El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de polvo. Un lago en reposo era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas, las moscas.
El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en dirección a la calle. Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie. Y entonces prendió un cigarro. Las volutas, en un primer impulso, flotaron desvalidas, buscando agotar el tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del viejo, entrecortada, como agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje, pensó el muchacho, la gente entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en lo descompuesto. Las escasas personas que compraban boletos se sentaban en una banca de metal blanco y miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de bestias que esperan la muerte; un montón de peces boqueando, asfixiándose lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la voz del viejo: "Mira, encontré algo". El muchacho regresó a galope. Los dos se acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia encontraron una chamarra de color verde.






Dos



Esa noche el viejo soñó que abría la puerta del local. Con luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con tiento, midiendo los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato bajo la luz muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento definitivo. Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una vez seguro, cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto, emitió un crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes demasiado espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño profundo que la contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas rusas. Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden de la cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de la caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó entre sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su respiración, su pensamiento.






Tres


El viejo y el muchacho llegaron a la estación con la sospecha afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte de la mañana. Presagios en todas partes. "¿Qué pasará hoy?", dijo el muchacho, pero no eran interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a la deriva, pronunciado por accidente. Abrieron la cortina y, casi inmediatamente, encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una esquina destacaba la silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote de basura, una guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los cajones descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de color negro. Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada anormal. ¿Qué harían con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos acompañaba las suposiciones. "Tendremos que preguntar en el pueblo", dijo el viejo mientras consultaba el reloj. "Después de que pase el camión", completó el muchacho.
Reanudaron sus escasas labores. La guitarra era lamida por el sol. El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras morían en la escena. Mientras llegaba el camión miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó el rostro con una revista, imaginó probables lugares para preguntar: la cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio municipal. El viejo, por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las pertenencias eran abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente urgido de notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que trascendía lo superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a los dos desconcertados, azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías sus imaginaciones que vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como malabares en el aire. El viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes del pueblo. La fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún objeto. Algunos, por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal vez no hablaban entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario, incluso tedioso. La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que abandonaban: un mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes, divorcios, alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de la guitarra, de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se enfangaba en decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja más pequeña que contiene, a su vez, otra.
Pasaron los minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían el calor y al único y paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única corrida de la jornada.
El chofer bajó del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina. Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo apenas atendía la operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo:

–Casi no hay pasajeros

–Disminuyen todos los días.

–Si no mejora esto cancelarán la ruta.

Las palabras del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían en otra línea de autobuses, algo habitual la región. Ya no más aquella parada, ya no más orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos pasajeros. Una breve sonrisa alumbró su rostro.
El viejo remiró las cosas abandonadas. La mano derecha, los huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado, como si se estuviera confesando, dijo:

–Han estado dejando cosas.

–¿Quiénes?

–La gente.

–¿Objetos perdidos?

–Así parece.

El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para evitar la creciente niebla en la carretera. Se despidió.
El camión reanudó su camino.
El viejo y el muchacho observaron las huellas de las llantas. Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito desde una rama. Después volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la cerradura y el candado. Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación novedosa, para encontrar alguna señal. El viejo, cansado, le dijo:
–No vale la pena.
–Vamos a investigar –dijo el muchacho.
Se dirigieron al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante, farfullando en su mente el interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los sospechosos? El joven, por su parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir ningún entramado, ninguna conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A lo mejor los podrían vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más grande, para las cosas perdidas. No quisieron comentar la probable cancelación de la ruta. El joven podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una ciudad grande.
Apenas encontraron gente en las calles. Había más perros que humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes, estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo.
Después de varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal. La tienda de abarrotes tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas de su rosario. No tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba sentado en una de las bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises de tanto polvo. El muchacho y el viejo saludaron.
– ¿En qué los puedo ayudar? –dijo el alcalde.
– Verá...–dijo el muchacho pero no encontró palabras para seguir.
El viejo intervino:
–Han estado dejando cosas en la oficina.
–¿Quiénes?
–No sabemos, cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí. Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra.
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente el rostro. La paloma voló a un árbol.
El alcalde dijo que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios habían aumentado, también la migración, los desplazados por la violencia creciente en los pueblos cercanos. En resumen: el pueblo se estaba despoblando. El viejo y el muchacho percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como si el alcalde hubiera estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus respuestas parecían, más bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban despachar lo más pronto posible las preguntas. Se sintieron ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado actor, ensayando sus respuestas en la noche, frente a un espejo. Y a pesar de todo el esfuerzo, de la obstinada memorización, no había logrado engañar por completo a su público. Y como no había nada más que hacer, una palabra para convencer, al menos para agradar, el alcalde se sumergió en el silencio apenas roto por algún auto, por el aleteo de la paloma. El muchacho y el viejo se despidieron.
De regreso hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía que, tras sus palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué era vedada sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre. "Vendrán más cosas", pensaron y recordaron la hoja de papel y su misterio.






Cuatro



El viejo no había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía las piedras. No encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna razón, se había quedado dormida en sus camas. Quizá el cambio de horario. El muchacho, por su parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero el sueño había sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una carta, letras naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido, por el desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones.
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se acercó percibió que la montaña estaba conformada por diminutas partes de distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas se hacían más nítidas: no era una montaña, era una acumulación que ocultaba, además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus restos llegaban a la carretera.
El muchacho estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo a escasos metros de la acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos, ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo. Miraron incrédulos las casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera había una desbandada de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria. Entonces, cuando el último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar los objetos, la luz del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en anonimato. No había nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las redondas bocanadas de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese un espacio vacío, una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire, a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El espacio oscuro, después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.





**



-Alejandro. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












*



Me caigo desde las cosas,
me despeño,
desde mi cuerpo me rompo como un vidrio,
tengo el peso
de las piedras que caen sobre los ríos
vencidas por las leyes que no entienden.
Me quiebro
mansamente cada día,
me rompo contra los mismos muros tantas veces.
Me astillo, vegetal, mi sangre en savia
de algún árbol
que fue mío y no recuerdo.
Me fracturo.
Me disuelvo.
Me desgasto.

Rota de mí,
ejerzo la osadía
de levantarme siempre.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com



- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera  (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador  (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.














ODA A UNA CIUDAD VACÍA*


Hazle el amor al bicho/ porque después de todo/ es amor./
-La cerradura de Milcíades-


Tu nariz se alarga
como la mandíbula de un perro abandonado
como el agreste recuerdo
de una viuda
en épocas de calor extremo
como la fútil patada
en el trasero
de un descamisado
como la dolorosa sensación
de un “yo no olvido”
mientras una bandada
de lágrimas emprende el vuelo
como golondrinas
de azufre y sal. Yo te vi mujer
preñada con alegres rostros
conocí a tu novio
el taxista Mahmoud
me miré en tus abruptos pechos
y te deseé en los miles
de culos exóticos
que deambulaban tus noches
me descubrí blanco
en el ocre de tus caprichos
me drogué con el misceláneo
de tus esquinas procaces
celebré el hambre angosta
de tus strippers
y con el rojo asombro
de recién llegado
me comí las ventanas plateadas
de los rascacielos
más amargos pero hoy
los escucho que tiemblan
llenos de miedo
como pantomimas endebles
y me pregunto:
Qué les pasa?



*De Daniel Montoly.




















*


“Hay días en que todo duele, pero también son días de grandes revelaciones.”


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com






Inventren






Estación Tomás Jofré*


-De InvenTren II-
(2003 – 2004)




“No sólo de pan vive el hombre……también come carne”, ironizaba Julián Bustos mientras el último ternero trepaba al tercer y último vagón jaula de “FÉNIX”, la flamante locomotora del Nuevo Tren Provincial Bonaerense. El cargamento debía llegar esa misma noche a Mercedes, ya que desde allí partirían con rumbo urgente, aunque desconocido para Bustos. Más allá de donde finalizara su trayecto, probablemente a bordo de algún transporte automotor, el destino del ganado en pie sólo era determinado por los responsables del frigorífico “Santa Anita”, quienes aguardaban ansiosos aquel lote vacuno que Bustos, su encargado, les debía desde hacía ya tres eternos días.
Los terneros se agitaban inquietos a bordo de los vagones jaula. Con el correr del tiempo Bustos ya se había acostumbrado a tal cualidad. Con lo que aún no conseguía familiarizarse era con las expresiones taciturnas y distantes que presentaba en ocasiones Leandro Benítez, maquinista titular de “FÉNIX”, apagado y acaso rencoroso. Bustos había oído como al pasar que Benítez la venía piloteando bastante mal desde hacía un par de meses, cuando comenzaron a investigarlo por un delito que parecía no haber cometido -vinculado con el frustrado asalto de una caja fuerte británica del siglo pasado, que transportara a bordo de su propia formación-. La sospecha nunca se aclaró del todo. Sus compañeros habían ido apartándose de él, y Bustos sentía hasta cierta piedad por el pobre tipo. Sin embargo, ello no impedía que su talante sombrío le inspirara cierto temor, sensación que crecía a medida que compartían las horas transcurridas durante cada transporte.
Eran pasadas las siete cuando la formación, luego de una breve parada en Estación La Verde, reanudó la marcha hacia Mercedes, adentrándose en el atardecer primaveral. Bustos disfrutaba en silencio del paisaje, mientras cebaba unos regios mates, que Benítez aceptaba sin despegar los ojos de la vía, ni acotar palabra alguna.
Los hechos que ocurrieron a partir de la mitad del trayecto le evocaron a Leandro Benítez una siniestra repetición, que lo obligó un par de días más tarde a renunciar a su puesto, sin duda alguna, mientras que de Julián Bustos se apoderó un miedo y una indignación que no se le borraron durante el resto de su vida.
Al doblar una curva, lo primero que vieron fue un par de añejas y oxidadas camionetas Dodge que apenas si podían moverse, cruzadas encima de los rieles. Benítez movió la palanca con destreza, deteniendo a tiempo a “FÉNIX”, haciendo chirriar los frenos con un estallido de chispas. La locomotora se quejó en un último estertor al detenerse, rozando apenas con su enorme parachoques uno de los abollados flancos de las camionetas.
—¿Pero quién mierda…? —estalló Benítez, despertando de su letargo.
No consiguió terminar la frase. Una impensada horda de indigentes, entre quienes era muy probable que hubiera varias decenas de infiltrados, evidentes punteros políticos que comandaban toda la escena, surgió de la densa arboleda que se erigía sobre una de las cunetas y saltó hacia la formación, armada de filosos cuchillos, trepando hacia los vagones jaula aullando un colosal griterío de guerra, algunos con increíble agilidad, otros con notorias dificultades en la locomoción, producto de una vida carente de atención médica. Rostros desencajados, pieles escamadas, bocas desdentadas, miradas alucinadas… Todos parecían vampiros, aunque sin la menor cuota de palidez, ávidos de sangre. Y de carne, que deseaban llevarse famélicos, hacia la olla o la parrilla. El ganado olfateó el peligro en el ambiente y comenzó a mugir desesperado, pataleando contra los flancos de los vagones y haciendo vibrar la formación, que al momento de ser abordada por la horda amenazó con volcarse y descarrilar, arrastrando a “FÉNIX” consigo.
Bustos se asomó a la ventanilla de la locomotora sin conseguir hablar, boquiabierto, dejando caer el mate recién cebado al piso de la cabina de “FÉNIX”, intimidado ante tamaña aparición. Sabía que su misión era proteger el cargamento vacuno de cualquier contratiempo, pero jamás había imaginado algo por el estilo, menos aún había sido preparado para repeler un ataque semejante. Así como nunca se había sentido tan impotente frente a una situación de peligro como aquella. En cambio, Benítez reaccionó de manera inversa; con el pavoroso recuerdo del malogrado robo de la caja fuerte, se desbordó de furia, no tanto frente a la injusticia de aquel acto –su responsabilidad lo limitaba exclusivamente a conducir la formación hasta destino-, como ante su propia frustración, y el funesto panorama que imaginaba para sí mismo.
—¡Loco!!! ¿Qué mierda se creen que están haciendo!!! —chilló desde uno de los balcones laterales de “FÉNIX”, dando un par de pasos hacia la multitud, que ni siquiera lo oyó.
—Quedate piola, chabón, que la cosa no es con vos —le indicó a escasos cinco metros sobre la cuneta un tipo grueso, con una visera de la Municipalidad de Mercedes calzada hasta las cejas, mientras sopesaba un enorme palo entre sus manos, a manera de garrote.
—¡Pero me están cagando el laburo!!! —protestó Benítez, deseando que toda aquella gentuza desapareciese con sólo chasquear los dedos.
El tipo no le contestó, ni dejó de izar y dejar caer el garrote sobre su palma izquierda, mientras contemplaba con parsimonia el vibrante accionar de la gente que habían trasladado hacia allí desde territorios no tan vecinos. La emboscada había sido un éxito, producto de una brutal política asistencialista suscripta por el municipio; o por la provincia toda, quién sabe… Sólo que esta vez no les regalaban la carne empaquetada para el guiso o el asado, sino que se la tenían que procurar por sus propios medios, de la manera que pudiesen…
Los chillidos animales se parecían a los proferidos por los hombres y mujeres que asestaban cuchilladas a diestra y siniestra. La ferocidad de aquel ataque parecía expresar algo más que hambre; semejaba más una venganza muda, cuyo destinatario principal ni siquiera era una persona o una corporación. El tren no hacía más que vibrar; varios terneros agonizantes trastabillaban y caían sobre el suelo irregular, cruzado por las vigas de acero de todo vagón jaula, generando temblores y estruendos que le ponían al maquinista y al encargado del frigorífico los nervios de punta. Luego de unos minutos, comprobaron que varias mujeres ensangrentadas se alejaban de la escena munidas por toscos trozos de carne faenada, aún con el cuero peludo pegado sobre sus costados. La sangre se derramaba sobre los enrejados flancos de los vagones jaula, cayendo sobre los cantos rodados de la vía con un sello ciertamente horroroso.
Entonces, cuando la masacre parecía haber alcanzado su punto culminante, con el primaveral aire de la tarde impregnado por el fétido olor de la muerte, el miedo y la bosta, una abominación mayor tuvo lugar delante de los incrédulos ojos de Julián Bustos y Leandro Benítez.
Los ángeles vengadores del sistema surgieron casi de la nada, sobre la explanada opuesta a la arboleda. Cubiertos por el más cómplice de los silencios, habían llegado a bordo de sus patrulleros blancos y azules sin encender ninguna sirena o baliza, sabedores de su impunidad. Apostados en hilera, protegidos detrás de sus vehículos, todos ellos enfundados en sus uniformes oficiales, ejecutando en silencio órdenes tan precisas como los punteros que minutos antes comandaran el asalto. Como dos ejércitos enfrentados, uno de ellos probablemente financiado por el frigorífico “Santa Anita”, encargado de hacer un seguimiento muy próximo al cargamento, ante los reiterados rumores de un ataque de cuatreros, según los rumores de pasillo que Bustos consiguió milagrosamente evocar en aquel instante.
Alguien gritó, de pie sobre el techo de uno de los vagones jaula, queriendo alertar a sus compañeros en el último segundo. Aunque pocos lo supieran, en la barrabrava de Boca Juniors y en su barrio platense de Los Hornos lo conocían como el Gordo Nacho, muchacho dispuesto como pocos para el desorden y el beneficio sin esfuerzo alguno; extraña clase de gato salvaje que siempre caía de pie, cualquiera fuese la situación que le tocase enfrentar. Sólo unos pocos consiguieron escucharlo, demasiado tarde para reaccionar.
En aquel último instante, lo único que consiguieron distinguir el maquinista y el encargado del frigorífico, en medio del caos y la confusión generados por el griterío humano y animal, fue el sostenido pitido de un silbato, iniciando las maniobras para repeler a los invasores. Sólo que, evocando por su ausencia a las oscuras y anchas bocas de los lanza-gases antimotines, las decenas de cañones de pistolas y escopetas que se parapetaban detrás de los patrulleros, sumados a igual número de ojos fijos a través de sus miras sobre blancos móviles, presagiaban lo peor.
Las últimas luces de la tarde agonizaron en medio de un ensordecedor y sincopado estruendo de disparos, que vomitaron fuego a discreción sobre aquel malogrado convoy ferroviario. Cápsulas y cartuchos servidos volaron por doquier alrededor de las fuerzas del orden, impregnando el espacio de la cuneta de las vías por el acre aroma de la pólvora. Fue un fusilamiento casi a quemarropa, sin contemplaciones. Ningún uniformado se cuestionó nada; todos obedecieron disparando y recargando sin pensar. Mientras sus víctimas, humanas y –por desgracia- también animales, caían al suelo entre alaridos de sorpresa y de dolor, cubiertos de sangre de pies a cabeza, tajeados por las cuchilladas, agujerados por los balazos, con los brazos en alto en un inútil y póstumo intento de rendición, derramando vísceras sobre cada camión jaula y los cantos rodados de las vías, implorando en vano como sus congéneres entre los desolados muros del matadero.
Bustos se arrojó al suelo de la cabina ni bien sonaron los primeros disparos, que derribaron al tipo del garrote y la visera casi de espaldas, mientras Benítez se zambullía detrás del encargado del frigorífico, desde el balconcito lateral de “FÉNIX” hacia el interior de la cabina. Desesperados reptaron sobre ella, boca abajo, hasta alcanzar la puerta del otro lateral, abriéndola hacia la arboleda, donde parecían querer escapar los últimos asaltantes -entre ellos, un aterrado Gordo Nacho-, seguidos de cerca por el silbido de los proyectiles. Las balas arrancaban fragmentos de corteza de los árboles en busca de los recién fugados, mientras las fuerzas policiales avanzaban en bloque, abandonando la protección de los patrulleros sin dejar de apuntar hacia la ya abatida multitud, yendo a la caza de heridos y moribundos……y de todo aquel que pudiese oficiar como peligroso testigo del hecho.
Varios cañones los apuntaron cuando ambos se arrojaban desde “FÉNIX” hacia la cuneta de la arboleda. Sólo una milagrosa orden del oficial a cargo consiguió salvarles el pellejo, al reconocer en el último segundo a Julián Bustos como uno de los empleados del frigorífico “Santa Anita”. Algunos uniformados se adentraron entre los árboles disparando a ciegas, mientras la mayoría de los demás se encargaban de rematar a los caídos, y algunos pocos se ocupaban de levantar a empujones al maquinista y el encargado, apoyarlos de cara contra el costado de la locomotora y esposarlos con las manos a la espalda, a pesar de las vacilantes quejas de Benítez, sin apartar de sus cabezas los humeantes cañones de las armas.
Bustos se apoyó de espaldas contra la locomotora, dejándose caer al suelo hasta quedar sentado sobre el canto rodado, y vomitó hacia un costado, orinándose al mismo tiempo en los pantalones. Benítez temblaba, manteniéndose apenas en pie, con la mirada perdida a fin de evitar contemplar el rostro del horror, y el semblante desolado frente a su incierto futuro. La muerte también podía llevárselos a ellos en cualquier momento. Más allá, los últimos terneros mugían en estridente agonía, erizándoles la piel. Y decenas de cadáveres se desangraban sobre la pampa.
Los orificios de bala de distintos calibres fueron reparados en los talleres del Nuevo Tren Provincial Bonaerense, aunque algunos permanecieron sobre el lateral de “FÉNIX” durante el resto de su campaña ferroviaria, como cruel y mudo testimonio de aquella masacre. Sus eventos jamás se dieron a conocer en los medios de prensa, y sólo un par de aterrorizados testigos los recordaron por siempre, aunque incapaces de contárselos a nadie.
“No sólo de pan vive el hombre……también come carne”, recordó muchos meses después, con unas cuantas copas encima, como en un sueño, el empleado Julián Bustos. “Carne de res faenada”, musitó con inconfundible vaho etílico, sobre una mesa del restorán “Fronteras”, antiguo boliche restaurado para quienes se apeaban en la Estación Tomás Jofré, erigido dos o tres décadas antes. “Carne que nos alimenta a todos, acostumbrados a comer desde bien chicos”. Aunque rara vez esa carne con la que se alimenta una nación……termine siendo humana.



*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com




-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios. Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren durante los recorridos literarios entre 2002 y 2006.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".





-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



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En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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