*
A veces me acuerdo de todo lo que hice
mientras creía en vos.
Crucé el bosque, toqué la nieve,
vi las aguas cristalinas de la Bahía de los muertos.
Imaginé el amor.
Preparé las valijas
convencida de que estaba viviendo en el lugar errado.
No me importaron los años
ni las cicatrices que dan cuenta
de los pactos amorosos que hicimos.
Aprendí los secretos del té:
la nieve derretida es el agua más ligera.
Bebí como si fuera cierto
que no duele juntar nieve con las manos,
pasarla entre los dedos,
dejar que el calor del cuerpo
la haga correr hasta la taza.
A veces me acuerdo.
Yo, que viajé por países fabulosos,
y fui amada por seres exquisitos,
yo, que amé sin reparo bajo las noches frías,
creí en vos.
Me da risa.
Fui expulsada del bosque de las flores.
He caído demasiado lejos.
-De "Flores para no regar".
-Valeria Pariso (Muñiz, Provincia
de Buenos Aires, 1970)
Coordina talleres de poesía y el ciclo de poesía en Bella Vista.
Algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel
del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna
(2015), "Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, “Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva
negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento
Ediciones patagónicas (2018).
-En 2019, con su libro "Zarmina",
obtuvo el Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo
Nacional de las Artes.
Sus poemas fueron incluidos en distintas antologías, entre ellas
"Antología de poesía iberoamericana actual", Ed. Ex Libric, España,
2018; "Rapsodia ensamble de voces- Obertura- Editorial El mono armado,
2015; Movimientos/ Primera antología Ciclo Moserrat 2018, "Antología
Federal de poesía de la provincia de Buenos Aires", del Consejo Federal de
Inversiones.
Historia de Epidemiópolis,
la ciudad del contagio perenne*
Me hallaba errando como un extranjero en la Tierra, abrumada mi
paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía, cuando llegué a las
costas de un país desconocido. Descendí de la nave que había sido mi hogar
durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos vacilantes en la playa. El
calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja, un catalejo medio oxidado y
un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad, pero que aún servían para
anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome mientras el clima
cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a cualquier estímulo:
el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una ciudad. Atrás quedaba
la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta esa zona.
Después de dos jornadas de viaje, a punto de agotar mis
provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de madera. Escuché
una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo pasos que se
acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto de los
espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso. Entonces,
desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso, me dijo
que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Añadió que,
a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente para evitar
contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me ofrecería un
poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le agradecí extrañado y
con vivos deseos por saber más de su historia.
Se abrió la puerta y una mano temblorosa empujó un par de frascos
con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé a que la figura,
embozada por la penumbra que proyectaba la casa, desapareciera. Imaginé que la
mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi compañía, aunque lejana, la
aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron mi sed, la voz volvió: me
dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló todos los rincones de ese
mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros lejanos de ella, después de
enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante con sus vidas. La
enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había salido de control,
como una bestia que embosca después de haber estado presa por muchos años.
Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los contagios. Quizás
fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite. Los que quedaron
tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando creían que la
maldición había terminado, la enfermedad regresaba para diezmarlos. No había
medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los últimos náufragos de
la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había llegado su fin, el
contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias generaciones vivieron
para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando ya no había
esperanzas.
La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer recolectando, en
silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su historia desde el otro
lado de la puerta: sin más conocimientos que las leyendas orales dejadas por
sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en la frugal interpretación
del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad de acumular bienes pues la
muerte podía llegar en cualquier momento, los avariciosos comenzaron a repartir
los excedentes de su comercio. La única constante, para toda la población, fue
la terrible certeza de que la pesadilla los seguiría. A pesar de eso, habitaron
la ciudad sin interrupciones y reconstruyeron algunos edificios esperando que
la labor les hiciera olvidar, aunque fuera por un momento, la amenaza que
pendía sobre sus cabezas. Para entonces ya habían olvidado el primer nombre de
la urbe y comenzaron a referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del
contagio perenne. Algún habitante escrupuloso grabó, en una de las calles
centrales, que la enfermedad repetida una y mil veces era, en realidad, un
mecanismo regulador, una cosecha de muerte necesaria para evitar que los
habitantes de Epidemiópolis se fortalecieran, pensaran que Dios estaba con
ellos, y salieran a conquistar el mundo. Era un equilibrio autoritario, es
cierto, pero aceptado paulatinamente por todos.
La voz de la mujer se desvanecía e imaginé a una viajera luchando
contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse, contaminada por una
tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la vuelta matemática de
los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del mar que siempre vuelve,
que erosiona la memoria y que desbasta las piedras hasta darles formas
prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se nombra.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta)
y Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ,
Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
TRAS LA BÚSQUEDA DE BESSIE SMITH*
One day
I’m gonna leave you/
I know
you think I won’t./
Bib Mama Thornton
Yo llevaba el corazón
dentro de una bolsa plástica
y la mente cabalgando
sobre un trapecio
que colgaba del techo
de un autobús Greyhound
de recorrido
por todo el Sur.
Las siluetas portentosas
de La Gran Guerra
me recibieron
con sus elocuentes espaldas
y con el brillo de sus ojos
desafiaban al sol
amenazando con pegarle fuego
de no plegarse a oscurecer
mi recorrido.
Entré a un viejo bar
en Brownsville, Tennessee
y no me sirvieron.
Y con el corazón en seco;
los ojos dulces
de los árboles se ofrecieron
a brindarme compañía
sin importarles
que próxima a un tronco seco
un hacha vigilara
sus movimientos
con el deseo inocultable
de convertirlos al amanecer
en imborrables cruces
encendidas.
*De Daniel Montoly.
EL CABALLO DE NIETZSCHE*
Nietzche fue un hombre que armó delicadas construcciones mentales,
sistemas de alambre verbal, vastos edificios con columnas, basamentos, frentes
ornamentados, entradas de servicio ocultas por la hiedra. Su aparato filosófico
es en parte pétreo, con zonas resbalosas y jardines ocultos. Convengamos en que
la mirada de la posterioridad siempre halla rajaduras, aun en los muros con
mayor apariencia de solidez, y los intérpretes, divulgadores, comentadores,
discípulos, esa horda que se forma en torno al cadáver filosófico
desnaturaliza, suele potenciar los defectos u ocultar con andamiajes agregados
la pureza lineal de las formas originales.
Pero no recuerdo hoy a Nietzsche por su teoría del superhombre o
sus afortunadas especulaciones; tampoco por su estrecha o remota relación con
las raíces dispersas del nazismo. Hoy invoco la figura retorcida del filósofo
que, en su cuarto de alquiler, trabajado ya por la angustia, cuando sale a la
calle se topa con un hombre que castiga a su caballo. Veo la imagen que
construí la primera vez que tomé contacto con la historia, y se me aparece un
hombre quebrado que en medio de los transeúntes, despeinado y enloquecido,
interpone su cuerpo entre el látigo y el caballo, se aferra al cuello del
animal y se echa a llorar. Siento la desesperación de la impotencia, esa cosa
de ser testigos de lo injusto, de lo atroz, de lo innecesario, y carecer de
potestad para lograr que se abra el cielo y mandar legiones de ángeles con
espadas flamígeras que impartan justicia, o, en su defecto, legiones de
demonios que tomen venganza por la llama y el anatema de los malditos.
Visión apocalíptica la mía, a cuento de un minuto de video en una
aplicación para teléfonos móviles, destinada al esparcimiento.
Con las angustias acumuladas de las noticias sobre el mundo,
después de constatar que la gente empieza por el insulto y sigue con los gritos
para evitar escuchar lo que dice quien se encuentra hablando en otras
habitaciones. Con el mal sabor de boca producido por desgracias superpuestas,
con el desgarramiento de saber que afuera hay poco abrigo, la enfermedad anda
suelta, hay razones para llorar hasta que los ojos duelan. Con la adversidad y
la noche alrededor, he buscado unos segundos de inconsciencia como quien entra
a descansar en un jardín donde sólo se sienta la brisa y el olor de los
jazmines.
En la pantalla voy pasando los videos de loros que cantan, perros
que corren pelotas, mujeres que se transforman con maquillaje, paisajes,
árboles cargados de nieve, un hombre que actúa un chiste, dos muchachos que
bailan. Voy aquietando el corazón, olvido por unos minutos que mi madre sufre
dolor en el cuarto contiguo, y una sonrisa me va ganando de a poco el rostro.
Entonces, aparece la imagen de un animal asándose, crucificado en
una estaca. Al lado, un corderito muy pequeño, que apenas se sostiene sobre las
patas, alumbrado por el fuego, temblando ligeramente, mirando ese animal que es
la madre, o al menos quien filmó el video quiere que pensemos que es la madre.
La cámara toma el holocausto, el animalito tierno y desvalido, vuelve a la
madre abierta en cruz.
Entonces, el caballo de Nietzsche. No puedo bajar las escaleras y
echarme a la hoguera de la maldad humana, pero algo se me quiebra dentro y
estará roto por mucho tiempo. Pena, dolor, asco, decepción. Ni siquiera me
pregunto por qué alguien creyó que hacer eso sería cómico, si al abismo nos
habita a todos. Me pregunto, sí, si al fin y al cabo valemos la pena. Y el
corderito es el caballo de Nietzsche, un agudo dolor, la pérdida de la razón,
porque sin tener fe en la bondad humana se nos escapa el alma.
Entonces lloro, lloro por el cordero, lloro por mí, por lo que no podemos
ser, por nuestros crímenes y porque la inteligencia y la sensibilidad son carne
de cañón, y los látigos siguen golpeando los caballos, y la injusticia es tan
alta que tapa el sol. Nietzsche sufrió un colapso, no habló más por diez años.
Nadie sabe qué cosas se desencadenaron para que se sumiera en la demencia. El
caballo en Turín fue un instante catalizador. Cuando todo diálogo se prefigura
estéril o acaso imposible, luego del llanto acaece el silencio.
*
No se engañe.
Escribir no siempre es don.
Pareciera
que el poema
se despeña
desde adentro,
que cayera sin piedad
sobre la hoja,
tanta piedra tiene una que contarse.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras de colores
(Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua,
GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
EL BAR EL CAIRO Y LOS
POEMAS DE YANNIS RITSOS*
La librería en la que yo trabajaba en ese tiempo estaba en el número
950 de la Peatonal Córdoba. En un atardecer entró un señor mayor y, con gesto
resuelto, me espetó a mí, que estaba cerca de la puerta:
– ¿Tiene algún libro de Juan Ritsos?
Lo delató un acento marcadamente extranjero; era, por lo que
recuerdo, robusto, bien vestido y entrado en años, pero dueño de un señorío muy
europeo.
En una mesa cercana, estaba la pilita del poema “La ventana”, que
la gente de Lagrimal Trifurca había editado en forma de libro, traducido por
Juan Laurentino Ortiz, con un prólogo de Elvio Gandolfo y unos hermosos
collages en la tapa, obra e industria del poeta Hugo Diz.
Se lo ofrecí diciéndole que era —y en verdad lo era— la primera
traducción hecha al castellano. Transitábamos uno de los pocos años
democráticos de aquel tiempo: 1973. Hermosísimo año para todos nosotros.
El volumen era pequeño, y una joyita editorial, y con todo orgullo
le digo: “es la mejor editorial de poesía del país”.
Sin hacer caso a mi argumento de venta, me pregunta: “¿y a quién
pidieron permiso para editarlo?”
Caí en cuenta rápidamente de que mi entusiasmo me había metido sin
querer en un brete, pero a quién se le podía ocurrir una cosa así.
Puse mucho empeño en defender aquello de lo que yo estaba
convencido.
– Señor – le digo – quien tradujo del francés este poema es un gran
poeta al que todos respetamos y él vive en una ciudad cercana donde vamos a
escuchar las lecturas que nos hace de los poemas de Ritsos, a quien nos hizo
conocer.
El gran poeta griego había sido preso político de lo que se llamó
“la dictadura de los coroneles”. Después de décadas, la solidaridad
internacional lo puso de nuevo en libertad y fue candidato al premio Nobel.
– Por Ortiz, hemos conocido a uno de los más grandes poetas vivos,
y en cuanto a los editores, son un grupo de bohemios que aman la poesía.
– Haber empezado por ahí, mi amigo – me dice el señor con una
carcajada – si son bohemios, son buena gente.
Entonces, se da a conocer: era griego y su hermano era amigo de
Juan Ritsos, como lo llamaba él, y además era uno de los dueños del bar El
Cairo.
– Véngase esta noche a tomar un café. Yo vivo en Buenos Aires y
vengo los lunes.
Así fue. Al cerrar la librería, me fui hasta El Cairo y pregunté
por él. Me invitó a una mesa y conversamos. Al parecer, el hermano de este
hombre, el amigo de Ritsos, también era poeta. Pasado un rato, llamó al
encargado y me lo presentó, aunque ya nos conocíamos porque yo iba mucho por
ahí.
– Cuando venga este joven, no le cobre el café – le ordenó. – Es mi
invitado.
Así fue como tomé unos cuantos cafés gratis en El Cairo, hasta que
un día no lo vi más y me dijeron que era uno de los socios, pero el bar había
cambiado de dueño. Entonces, seguí yendo, pero tuve que pagar.
La mesa de los galanes que inventó el querido Negro Fontanarrosa
era todavía un sueño que no se le había ocurrido, porque él, como todos
nosotros, tomaba el café en el bar Odeón, que era el bar de moda en ese tiempo.
Estaba en la esquina de Mitre y Santa Fe; en esa ochava hoy hay un banco.
El gran poeta que vivía a la vera del gran río, conocía a Ritsos
desde la época en que sus poemas se publicaban en la Nueva Revista Francesa,
que es donde se hace conocer. Y Juanele estaba abonado desde la época en que
estaba dirigida por Sartre, es decir, en la época de la Resistencia.
Nos comenzamos a interesar por los poemas que él iba traduciendo.
Un día nos habló de un largo poema que se llamaba “La cárcel y las mujeres”, y
creo recordar que su tema era el de la guerra. Lo seguí muchos años para
conseguir una copia. Hasta que la oportunidad se dio. Yo iba mucho a Paraná en
ese tiempo, allí estaban mis amigos los Volpe; Adolfo, el mayor, se había
casado con una compañera de la facultad. El papá de Adolfo tenía un campito y
un día observo fascinado un grupo importante de cañas de Indias. Pronto
cortamos unas cuantas, como 50, y las metimos en el baúl de su Citroën. Al otro
día, nos aparecimos en la casa del poeta. Yo había observado que usaba unas
cañas de Indias para fabricarse unas boquillas alargadas. Cualquiera podía
verlo. Son famosas las fotos con ese tipo de adminículo. Cuando empezamos a
bajar las cañas, el viejo poeta no daba con su entusiasmo. Entonces,
arteramente, le arrancamos las carpetas con los poemas, cuya ubicación
conocíamos, y nos fuimos hasta los Tribunales donde funcionaba la única fotocopiadora
de Paraná.
No pudimos publicar ese largo poema, porque nuestra revista dejó de
salir. Y cuando los muchachos del Diario de Poesía en los ochenta me pidieron
material de Ortiz, se los alcancé y salió en un dossier del primer número.
El griego me había dado la dirección de Ritsos, que ya estaba libre
y vivía en Atenas. Le envié el libro editado por Lagrimal Trifurca y le escribí
explicándole todo. Me envió un paquete con cinco libros en su versión griega y
francesa: uno dedicado a Ortiz, otro a mí. A los tres restantes, los regalé;
uno a Elvio que tradujo y difundió por varios países. Nosotros le publicamos un
largo poema, Greciedad, que tradujo Alejandro Pidello, y publicamos también una
hermosa foto de Ritsos a toda página, que está en nuestro último número de la
revista La Cachimba.
Así fue como en un arrabal del mundo, nosotros, diez años antes que
los mexicanos y veinte antes que los españoles, nos dimos el gran gusto de
traducir a Ritsos y hacerlo conocer.
Así fue, creo, como sucedieron las cosas.
*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com
La subida*
Estuvo largo tiempo en el ajeno huerto, y sólo pensaba
en subir a escondidas a la higuera desnuda, para mirar
desde lo alto al mundo, como si fuera una hoja
o un pájaro; pero siempre pasaba alguien
y siempre lo dejaba para luego.
Una tarde,
miró en derredor suyo - todo desierto -, trepó
a la rama más alta; entonces se oyeron
voces de entre las matas: "¿Qué haces, allí arriba?"
- grandes voces -, y contestó: "Un higo,
quedaba un higo". La rama se quebró.
Lo levantaron. Tenía la mano derecha agarrotada.
Cuando abrieron sus dedos, no había nada dentro.
*De Yannis Ritsos.
Antes del fin 5.0*
Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de
Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y
necesitaba un euro para gasolina. Inútilmente registré mis bolsillos. Negué con
la cabeza, pero ella no se movió: Un cansancio infinito se insinuaba en su
mirada.
Deduje que también su camino estaba cortado. Como el mío. Que ambos
estábamos al borde.
Fue entonces cuando oí los pájaros. En ese canto anárquico creí
adivinar que la matemática es sabia, que menos por menos a veces es más, que
dos finales pueden representar un principio.
Extendí mi mano, que ella tomó con algún recelo, y bajamos hasta el
río. Nada más. Nos sentamos en la hierba y nos pusimos a contemplar la
corriente, a sentir la música del agua, sacudida de cuando en cuando por el
chapoteo de algún pez extraviado, a impregnarnos de ese perfume milenario cuyo
nombre no figura en los catálogos profanos de los hipermercados. Luego vino la
noche. Y su silencio. Pero nosotros seguíamos allí, escuchando.
CASTIGAR PARA QUE NADIE SUFRA*
Extraña época ésta. Es, quién diría, el triunfo de la sensibilidad.
Una tremenda delicadeza ha hecho que nuestra piel se afine hasta lograr tan
extrema delgadez, que cada palabra debe ser acolchada con plumas y cada arista
limada para que no lastime.
Quien arma una frase piensa de qué manera nombrar las cosas para no
dar lugar a ofensas, cómo hacer malabares para que nadie sienta una alusión
negativa o un dardo rozando el centro de su diana. Hablamos como quien camina
sobre vidrios rotos, como quien atraviesa un campo minado, y si no estalla una
bomba de tierra, seguramente nos hallará la trayectoria de un proyectil.
Porque las víctimas acechan. Las más insospechadas. Cada persona
cuenta con una regla y una balanza para calibrar el odio que advierte en las
palabras del que osa abrir la boca. Uno se descuida, habla, y aparecen mil
piedras de todas direcciones golpeando al que cometió la tontería de decir una
oración tal como le salió, sin pulir, lustrar y desinfectar cada palabra.
Para acabar con el bullying, se hace bullying a quien usa un
término erróneo. Para lograr la paz, se ataca. Para que nadie sufra, se
destroza sin misericordia al que no tiene en cuenta las infinitas connotaciones
de cada sustantivo y cada verbo.
Poco importa la intención del que se atreve a decir algo. Hay
protocolos de corrección que se le arrojarán por la cabeza violentamente, y se
priorizan los supuestos pruritos de gentes imaginarias por sobre la presencia
en cuerpo y alma del infractor.
Me horroriza la maldad, me horroriza la intención de lastimar, pero
me horroriza también el celo de los defensores de la corrección, la velocidad
con la que destrozan a quien dijo algo que les sonó desafortunado. No dudan, no
se demoran; en jaurías vociferantes se lanzan a puro colmillo y garra,
lapidando al pobre diablo que usó el término desafortunado.
Extraña época de ajusticiamientos y golpizas públicas en aras de la
ternura en el trato. Tenemos que cuidarnos, amarnos unos a otros, abrigarnos.
Por eso parece ser justo y necesario anatemizar a todos esos no humanos que
dicen inconveniencias. A golpes de puño se logrará el amor universal, con
insultos y presunciones encontraremos la fraternidad soñada.
Mientras tanto, mejor es hablar poco y repetir lo que se ha probado
inocuo en experimentos sociales. Cortar y pegar lo que reúna la suficiente
cantidad de likes es aconsejable, no descuidarse, hurtar el corazón a esa tribu
de amorosos seres tan preocupados por la pureza de un lenguaje sin amenazas,
tan ocupados en golpear y destruir a los malvados.
Dios nos libre de la tiranía de los ángeles. No tienen compasión
cuando se trata de lograr que seamos perfectamente buenos.
*
La decepción es una de las
formas duras pero imprescindibles en el conocimiento.
Inventren
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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