*Foto de Miguel Ángel Savino.
LA DESPEDIDA*
*Dedicado a mi hermano Esteban, quien cumpliría 57 años.
Llegué a la estación Elías Romero un miércoles con el tren de las 4 de la
tarde. Me agradó verla entre altos árboles. Había sido una estación pequeña
pero lujosa y elegante, y a pesar del tiempo, todavía se notaba su esplendor de
antaño.
Llegaba al pueblo, o más bien al caserío que se dispersaba por el paisaje
rural, para acompañar a mi madre.
Mi madre se moría. Eran los últimos días de esa enfermedad cruel, larga,
que la había estado consumiendo desde hacía meses.
Mi madre había decidido morir. Yo estaba segura de eso. Ella comentaba que
tenía más afectos y conocidos “del otro lado” que en este mundo. Y los
extrañaba.
Cuando enviudó se había mudado a ésta, la casa de sus padres y allí siguió
sola los últimos diez años. Había creado un mundo de recuerdos, poblado de
personas que mucho tiempo atrás habían partido. En su ausencia encontraba las
respuestas a preguntas del pasado, les pedía perdón o consejo, y se animaba a
decirles lo que nunca hubiera expresado delante de ellos.
La encontré acostada y a pesar de su debilidad, una intensa luz iluminó sus
ojos cuando me vio. Ya no tenía fuerzas ni para hablar pero, sonriendo, me
tendió su mano. Me impresionó su delgadez, la piel mustia, el cabello débil.
Por supuesto, no se lo dije. Las dos sabíamos que yo me quedaría junto a ella
hasta el final, que estaba próximo.
Pero no hablamos de eso. Recordamos, en cambio, buenos momentos. Anécdotas
que nos divirtieron, personajes de nuestra ciudad, alguna travesura mía. Cada
tanto se dormía y yo me retiraba en silencio.
Los lunes, miércoles y viernes pasaba el tren por la estación Elías Romero.
Llegaban o partían algunos habitantes del pueblo, o gente del campo que había
ido hasta allí para tomarlo. No me perdía ese acontecimiento: el paso del tren.
Era lo único interesante en ese pequeño lugar, y tal vez podría traer algo
diferente, novedoso, o extraño.
Como a esa hora mi madre dormía, salía de la casa con sigilo y caminaba por
el sendero de baldosas grises hasta la vieja puerta de chapa y alambre del
jardín. Tan pronto como aseguraba el pestillo y daba mis primeros pasos por la
calle de tierra, empezaba a llorar.
No eran lágrimas que se deslizaran suavemente, Eran sollozos intensos,
desesperados. No podía evitarlo, era involuntario. Sentía que todo el cuerpo se
me sacudía, atravesado por el dolor y la angustia. Nunca lloré frente a mi
madre, ni cuando era chica. No quería causarle esa tristeza. Ahora sentía
asombro ante esa extraña que era yo misma, que no podía contenerse, que se
descomponía de dolor ante lo inevitable. Me avergonzaba que alguien pudiese
verme llorar así, A veces me paraba unos minutos junto a un antiguo fresno para
tratar de tranquilizarme, antes de tomar la calle principal que iba a la
estación. Y cuando escuchaba a lo lejos el silbato del tren acercándose, me
limpiaba la cara y caminaba rápido hasta el andén.
En la estación había dos bancos de hierro y madera, que raramente estaban
ocupados cuando llegaba el tren. Me sentaba en uno y contemplaba toda la
rutina: el arribo de la locomotora, los pasajeros que bajaban, los bultos y las
personas que subían, las indicaciones. Todo duraba unos 20 minutos y luego
partía. Cuando ya no quedaba nadie, volvía a casa.
La segunda semana de mi estadía en aquel lugar llegó hasta el andén una
niña, de unos 7 años. Me sorprendió que estuviese sola, pero parecía ser algo
habitual en el lugar, y nadie se asombraba por ello. Luego me contó que vivía a
unas cuadras de la estación. Traía en una de sus manos, colgada de una argolla,
una jaula chica, de color plateado, con un pajarito amarillo dentro de ella.
No me gustan los pájaros enjaulados, y se lo dije, pero me respondió que
era la única manera de tenerlo cerca. Lo llevaba a ver el tren, porque sentía
que el pájaro no conocía más que el lugar donde estaba colgada la jaula. Me pareció
insólito sacar a pasear a un pájaro, pero reconozco que tenía razón. El mundo
para esa pobre ave se limitaba a unos metros debajo de una galería, entre
plantas y tapiales.
Nos acostumbramos a encontrarnos, la niña, el pájaro y yo, cada vez que el
tren se acercaba a la estación. Ella siempre se maravillaba ante la enorme
locomotora, y aplaudía y saludaba a los pocos pasajeros, mientras yo cuidaba de
la jaula. Éramos un extraño trío: una mujer madura, una delicada niña de largo
pelo castaño y un pequeño pájaro inquieto.
Esos dos seres, tan inocentes, tan frágiles, me conectaban con la vida.
Cuando el tren ya no se veía en el horizonte nos volvíamos juntos y yo los
seguía con la mirada hasta que doblaban la esquina. Me apuraba, imaginando que
mi madre habría despertado y tal vez se hubiese levantado, pero cuando llegaba
la realidad me aliviaba y entristecía: continuaba dormida, en la misma posición
en la que la había dejado.
Una fría tarde de agosto, ochenta y tres días después de que pisé la
estación Elías Romero por primera vez, mi madre murió.
Unas pocas vecinas, el cura y yo la acompañamos hasta el cementerio y la
dejamos con un ramo de esos lirios violeta que tanto le gustaban.
Después volví a la casa, vacié la heladera, regalé algunas cosas a los
vecinos y luego de dar mi teléfono a la secretaria de la Comuna, me fui al
andén, a las cuatro de la tarde.
Esperé a mi pequeña amiga, pero no vino. El tren se acercó con la furia de
siempre y aguardé hasta el último llamado, pero ella no apareció.
Más triste aún subí y me senté junto a la ventanilla, mientras la máquina,
despacio, empezaba a marchar. Estaba buscando mi boleto cuando escuché un ruido
del otro lado del vidrio y levanté los ojos.
El pequeño pájaro amarillo estaba frente a mi cara. Revoloteó varias veces
y luego de vacilar unos segundos se alzó rápido, decidido, para perderse en el
inmenso cielo gris.
*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-Santo Tome.
Santa Fe.
-Próxima
estación.
En
el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE
MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
**
-Siguiente
estación.
En el
recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:
CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO
GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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