jueves, enero 07, 2021

SALVAVIDAS DE LOS NÁUFRAGOS…

 


"El lugar donde se queda desmayada la furia"

*Obra de Griselda Roces.   https://griseldarocesdibujos.blogspot.com/

 

 






 

 

TRENZAS*

 

“Si la lluvia llega hasta aquí voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el ángel o quizás muera de pena.”

LUIS ALBERTO SPINETTA

 

 

Noche de martillazos lastiman mis insaciables fauces.

Mastico el silencio de cera de mi palabra huérfana de ti.

En mis manos de lata cabe un mundo de arcilla morena.

Solo un mundo posible, Solo uno, triangular

Un hombre, una niña y una anciana

Desde la alborada lo buscaban.

- De la mujer no hablamos, ella es él-

Sangre adentro vertía en el cáliz, palabras. Palabras.

Los sueños de la niña, se enredan en sus trenzas de lluvia.

En las trenzas de anciana -bendita seas- hay copos de sal y rebeldía-

Solo un mudo posible, uno de sombra, otro de ausencia.

Pedro trabaja la madera con pasión y fervor.

Una pena grandota le sabotea la astilla de la rueca, el amado huso.

Tras la puerta del alba, obsesivamente, ese animal violento.

¡Ay! Uñas, rasguñan, tocan, escarban. Ay amor quiero y no quiero.

-El sexo es el salvavidas de los náufragos-

Un macho con fervor vigoroso. Piso de cristal.

Un macho, solo, por elección. Ilegítimo. Expósito.

Pasa un hombre con su Biblia en su mano.

Una mujer con pollera cortona. Otra, sueña, este sueño no es sueño.

-No Madre!  ¡No cortes mis cabellos de agua! No.

¿Dónde se enredarán los sueños y las penas?

La madre no escucha, ni mira, solo muere por él.

Las trenzas ruedan por el suelo.

Desde ese día los ratones se esconden en la nuca.

No quiero saber porque desde mis ojos salen hiedras.

No quieras saber porque las trenzas degüellan el furor de la noche.

Es tarde, recuerdo, el galope de un caballo en mi sangre.

Ah, tu olor. Transpiración y fuego en la punta de la lanza

Melenas de almendras y una doliente niña. Adiós.

Lo amé en esa mesa. Me amó. Eso fue todo.

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 




 

 

 

SALVAVIDAS DE LOS NÁUFRAGOS…

-Poesías de Amelia Arellano.

 






ARRIBO



 

Venía con diez jazmines en la mano.

 

¿Adónde vas?

-Toda la sequía del mundo en mi mirada-

 

Al mar. Me espera el mar. El mar irremediable.

 

¿Cómo lo sabes?

 

-Páramo salobre en mis entrañas-

 

Una sombra ha cruzado los cardales.

 

Me espera una geometría de cosas y de nombres.

  

Vuelve en marejadas.

 

Patria misteriosa de los hondos secretos.

  

Una hembra latiendo en maduro fruto.

 

Un macho con corceles negros en los ojos.

 

Una alondra y un toro.

 

Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.

 

Una pradera quieta y un halcón.

 

El niño duerme, envuelto en pañales de viento.

 

Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.

 

Huésped de un arcano laberinto de agua.

 

Arribo.

 

Puerto de mar o páramo.

 

Puerto que florece en algas y cardales.

 

Puerto de un enero de amor.

 

Un hombre con los brazos extendidos.

 

Una mujer con diez jazmines en la mano.

 

 

 





 INCERTEZA

 

 

La persuasión avanza. Lentamente.

Hora a día. Día a gota. Gota a hora.

Carga una maleta pesada como el mundo.

Infecta los octubres con su dardo inmortal.

La angustia crece en hojas macilentas.

Se elevan y caen como mariposas muertas.

El patio de mi casa es una alfombra negra.

Por dentro tapian las ventanas lirios de luto.

La congoja es un vampiro ciego.

En un lago sin agua beben los peces su ceguera.

Una mujer pasa a mi lado con su vela blanca.

Un niño mira un perro.

Un hombre ojo carga el luto del monte.

Nadie parece verme.

¿Qué hacer?

¿Crucificar al hombre? ¿Matar la bestia?

¿Vaciar las ánforas?

¿Elegir el dulce tormento del amor?

¿El exilio de la lágrima?

¿El sutil beso de la rosa?

¿Acaso elegir el tormento, el exilio, lo impalpable de la rosa?

¿No es una forma absurda, ciega, cierta, segura de incerteza?

La persuasión avanza y cubre de polvo, el polvo

 

 

 





 

EL FORASTERO

 


Los pezones de la noche han devorado el fuego.

Han devorado el fuego… ay!

Y me llega un misterio que me cerca. Que me acosa.

Me persigue. Me asedia. Me convoca.

Besa la fría boca de mi rosa.

Pareciera conocer mi cuerpo. Mi melena de arena.

Y no sé si es mar. Si es cielo. Ceniza o aguardiente.

Arroja aguas vivas en mis piernas.

Alguien llora (La soledad de la bestia entre los hombres)

Y enmudezco. Ay, mi voz de golondrina y cuervo.

Ay, la lengua de sabores amargos.

Y surgen nombres que enuncian otros nombres.

Brotan de una patria de avestruces dispersos.

(No, no te escondas, no…el nido está muy lejos)

Y vuelven: El perfil de una casa de agua.

Las impiadosas huellas que se alejan.

Enero y sus páramos ardientes.

Camalotes lejanos. Espesura de caballos salvajes.

Alguien canta (El alborozo del hombre ante las bestias)

Y llega él. El forastero. El hombre de la isla de ciegos.

Tiene manos callosas. Manos de bengalas y trigo.

Lame sediento mi cintura de algas.

Corre los velos que me cubren.

Me da espejos. Mi rosa es una baguala bífida.

Todas las estrellas titilan en sus ojos.

Los pezones de la noche se alimentan de fuego.

Se alimentan de fuego, ay!

 

 

 

 

 

 

 

 

METAMORFOSIS DEL DESEO

 

 

El telón ha caído. Las falacias. Los sofismas.

-Ay amor mío quédate en mi-

Tucanes. Ciegos. Maniquíes.

Los espectros se llevan los aplausos.

Genuflexos. Títeres sin cabezas.

 

Tiresias separa las serpientes apareadas.

-Ay amor que fría está la noche-

Poco a poco se apagarán las luces.

Vendo y compro. Aúllame

Huyen las calles, No saben dónde van.

No saben dónde nacen. Rosa o celeste.

-Dicen que lloverá, vamos a los pinares-

El desamor se disuelve en un vaso con agua.

Dios no confió en nosotros. Brámame.

Déjame la boca con sabor a sal.

-Ambigüedad es mi nombre y así me amas-

Soy lo que soy. Apasionadamente.

Metamorfosis del deseo.

 

Cae el telón, otra y otra vez. Y los mitos

Las ficciones. Las fábulas.

Caracol. Tulipán. Flor de fresno.

Dos y uno. Yo y vos. Vos y yo

 

 

 




 

LETRAS, EN EL COSTADO IZQUIERDO.

 

Mis ojos sin tus ojos, no son ojos, / que son dos hormigueros solitarios, /y son mis manos sin las tuyas varios intratables espinos a manojos.

MIGUEL HERNÁNDEZ

 

 

Cuando era niña era mala para las abstracciones.

Lo soy aún.

Una manzana, más una manzana eran dos manzanas.

Un padre más una madre, eran dos padres.

Santo Tomás me decían.

Yo creía que era porque mi padre se llamaba Tomás.

No entendía las matemáticas, tan exactas, tan certeras.

Y seguía probando…

Y las cuentas no me daban…

Un padre más una madre:

El resultado era, dos mujeres, menos un hombre.

 

Tampoco entendía, no las entiendo aun, a las metáforas.

Meta: más allá, fora: pasar, llevar.

Y cuando me leyeron el poema de Hernández.

Me metí en tus ojos moros y sentí el aguijón de las hormigas.

Y tomé tu mano buscando la caricia y me atravesó la espina.

Y metí mi corazón en el tuyo, y solo encontré vacío.

 

Y me dijeron, intenta escribir, entonces.

Y no podía…

Piensa en manos, dijeron.

Y pensaba en las manos de mi padre y escribía tinta y tango.

Y pensaba en las manos de mi madre y me salía, amor ausencia.

Y pensaba en las manos de mi abuela y me salía vellón y rosario.

Y pensaba en mí, y escribía lágrima.

Y las letras se borraban… y quedaba un papel blanco.

 

El papel blanco, como ahora.

Quizás las letras deba buscarlas en la herida del costado izquierdo.


 








FIEBRES


 

 

Un pájaro de tinta es un tembladeral de fiebre

Huésped de mi barro. Cinco signos tiene la luna roja.

Espejos estridentes en los huesos. Ah, tu espejo.

El polvo es el calostro del jazmín de leche.

Los gansos tienen ojos de ceniza.

La destemplanza es patrimonio del silo.

No hay pilas bautismales inocentes.

Ventanas cruzan los rebaños muertos.

Lobos. Mansas sombras de humo. Salvajes.

Lobo. Lobo. Devórame lobo.

Virgen de misterios oscuros.

El amor es la esfera de tu espanto.

Quédate tranquilo, dolor. Ya no quedan piedras.

Hoy, atada mi boca y amarradas mis manos.

Se me hiela una mujer en mi pulso y se sacude.

Un hombre solitario la extraña hasta los huesos...

Y ya es tarde corazón y soy polvo y tengo frío.

Las últimas… y las últimas piedras?

 

 

 

 






FORMA DE BARRO

 


Es una naranja de ombligo, partida.

O un durazno.

Acaso una granada que sangra.

Es casi una crisálida.

O el Gran Diluvio ahogado en años.

Los pasos transpiran su mirada.

Corre. Se apuran. Se detienen.

Descalzan la mañana.

Le respiran la nuca. Bostezan.

Las mujeres lavan en el río.

Ella, vestida de poema oscuro, las contempla.

Las ama, y las envidia y las aspira.

Tiernas penas le cantan a la nana.

El niño lame el amarillo del ocaso.

No te duermas mi niño.

Ya habrá tiempos de dagas y de cruces.

Es la última mirada, el último regreso

Una lágrima callada, calladamente cae sobre el río.

El río toma su frágil sombra.

Cual si tomara un pájaro, un niño, un ángel.

Le da forma de barro...y la ama.







 

PALOMA NEGRA

 


“...tengo miedo de buscarte y encontrarte...”

CHABELA VARGAS

 

 

 

Traigo una paloma negra.

Sangrándome en el pecho.

Espejo. Antiguo ser. Torcaza desterrada.

Aletea. Cae. Garabatea mi inocencia con minúscula. Se levanta.

Evita los abismos de mi carne.

Sabe. No se improvisa el vuelo. Tampoco, hay cumbres imposibles.

  

Hay un afuera que golpea. Golpea, muy adentro.

Hay mujeres con zodíacos truncados.

Dioses de cenizas. Pórticos cerrados.

Manos con anillos, zurcidoras de azahares.

Vientre madre sandía, mente padre lenteja.

Cleopatra copula en los andamios.

Blanca nieve es supervivencia. No enloquecer, enloqueciendo.

Isadora aún no emprende el vuelo.

El letargo tiene sabor amargo.

La “casa del hornero” está vacía.

Barby vive en un hospicio de 10 pisos.

Tanto mides. Tanto pesas. Tanto vales.

María soledad vende su hambre.

Mitos y mordazas hacen olas.

Un solo hombre. Un solo bote.

Solo cabe una. Arriba o abajo.

Una sola: Eva o Lilith. Lilith o Eva.

 

Hay un adentro afuera.

Un adentro que se desborda en verde.

Un silencio de máscaras mayas.

Una alborada fecundada en la sed y en la lluvia.

Un hechizo de vuelos de caballos.

Un pájaro en la mano de una rama.

Un pulso de saliva y greda.

Pezones tibios. Sangre leche.

Una niña, un niño, una huella.

Que pronuncia tu nombre y el Nombre de tu nombre.

Un secreto sabor. Un coloquio entre tres.

Un as de bastos, una espada.

Un oro y una copa. Un grial que se derrama. 

Traigo amorosas palomas en mis siete mares.

Vuelos. Tenues galopes, entrañables hiedras.

Pero mi madera memoriosa, no es velamen de olvido.

Traigo una paloma negra.

Sangrándome en el pecho.

Espejo. Antiguo ser. Torcaza desterrada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RETRATOS INTERIORES


 

“Todos estamos, Oh, mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.”

ELENA PONIATOWSKA

  

 

Amor, traigo un hueco ancestral dentro del pecho.

Un paisaje niño y recuerdos dispersos. Una herida empañada.

Ambos lo sabíamos; la muerte llegaría en otoño.

Un paisaje de címbalos dorados.

Y temíamos, no, no es eterno el enero.

Castillo en ruinas. Campana amordazada. Manzana de oro.

Ay, amor. Tan callado. Tan quieto, tan desnudo.

Ardiendo, ardiendo siempre. Memorioso. Inocente.

Ay, cuantas calandrias han caído. Cuantos santorales.

Cuantos dedos quedaron en su pelo.

Su rostro de sal mordiendo mis avernos.

Su respiración. Sus hormigas carnívoras. Su albardón.

Y grito, toda yo un grito ensangrentado.

Una pupila que me corroe el aura.

Y esta realidad que me golpea el rostro.

Hoyosa. Espejada. Escindida.

O quizás, solo quizás.


“…la soñé y tal como la soñé amaneció en mi puerta…”

 

 

 




 

 


 

 

 

MIEDO

 

“El miedo es el padre de la crueldad.”

JAMES ANTHONY FOUDE

 

 

El jinete del miedo corcovea.

El abandono es más cruel que la muerte.

 

El miedo teme a la libertad.

La libertad teme al castigo.

El castigo teme a la soledad.

La soledad teme al miedo.

 

El niño mira sus pies descalzos.

Piensa que el miedo solo es una palabra.

Existe, para ocultar lo que no se tiene.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

CUADRATURA DE LA VÍA LÁCTEA

 

 

Heme aquí, en pensamiento vivo.

En iteraciones de memoria.

No se dé qué arcano mundo vengo.

De que galaxia.

De cual reencarnación.

Cuadratura de la Vía láctea.

Un hombre me ha cubierto.

Me ha legado los ropajes de Safo.

Me ha colocado el traje de George Sand

Y fui hembra de llovizna temprana.

Y he gritado en la fosa de los muertos.

 

Me han tapado la boca con renacuajos muertos.

Con palabras de abismo.

Con voces de ventrílocuos locos

Han mutilado mi carpelo, mi semilla.

Han rapado mi larga e inacabable noche.

 

Poseidón cabalga en un caballo de agua.

Otro hombre me llega desde lejos.

Me ha vestido con perfume de lluvia.

De algas secretas en escondidas rocas.

Me ha llamado rosa, piedra, culebra.

Me ha sido impuesta su vara de Esculapio.

Me ha friccionado el cuerpo con hierbas milagrosas.

Ha quitado una a una las escamas de cristal de roca.

Me ha besado las terrenales cuencas.

Ha cortado de un tajo mis intangibles miedos.

 

Me desvistió por dentro.

Me ha dado lo negado.

No sé, aun, de que galaxia vengo.

De cual reencarnación.

Pero heme aquí vestida con flores de algodón.

Del Arca de Noé queda un potro oscuro.

Y lo abrazo con mis lenguas de fuego.

Y soy acequia. Aljibe. Regadío.

Frenesí de la noria. Frenesí.

 







 

 DUNAS

 


Estás parado en un universo hecho de piedra y dunas.

Nadie ha de salvarte.

Ni la agonía del polen, ni el parto de la rosa.

Ni las huellas en las ardientes colinas.

Ni la saciedad, ni el hambre.

Ni las ramas que brotan de tus ojos.

Ni los anillos de lluvia.

Ni lo negado, ni lo dado.

Ni la pupila cerrada del Bautista.

Ni la espada, suspendida, de Damocles.

Ni el oro de Siddartha, ni la plata de la traición abrazo.

Ni Lancelot, ni Gilgamesh. ni el caballo de Troya.

Nada habrá de salvarte.

Acaso los salmos de la historia

Que no has de conocer, hoy. Tal vez, nunca.

 





 

 

*Amelia Arellano.

Lic. en Psicología – Psicóloga Social- Escritora

-Escribe desde San Luis para el universo...

amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

InvenTren

https://inventren.blogspot.com/

 




KronoX* 


Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.

 

Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.

 

Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).

 

Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.

 

Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.

 

Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.

 

Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.

 

Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.

 

Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.

 

Había funcionado.

 

Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).

 

Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había visitado.

 

Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.

 

Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.

 

Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.

 

Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.

 

Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.

 

Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.

 

Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.

 

Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.

 

La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.

 

Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.

 

Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.

 

El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.

 

El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal misterio.

 

Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.

 

El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.

 

Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.

 

Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.

 

La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.

 

Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…

 

Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?

 


 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com





-Próxima estación.

 

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:

 

 

ELÍAS ROMERO.

 

 

 

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.

 

MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.

 

JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.

 

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.

 

VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

 

 

 

 

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-Siguiente estación.

 

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:

 

 

CARLOS BEGUERIE.

 

 

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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