*Dibujo de Erika Kuhn. https://obraerikakuhn.blogspot.com/
*
Salgo al patio
y es de noche.
Puedo presentir
la lluvia en el aire
aunque todavía no ha caído
ninguna gota.
Su presencia es más fuerte
que el olor del romero
que acabo de cortar
para traer a la casa.
Recibimos del mundo exterior
aquello que impacta
en nuestros sentidos,
con la misma fuerza
de una tormenta
que se avecina.
Sólo de ese modo
logra conmovernos
el mundo.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
-Cecilia
nació y vive en Concordia, Entre Ríos. Es Diseñadora en Comunicación Visual. En
2017 publicó su libro de poemas: De ahora
en más.
Historia
de Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Me hallaba errando como un extranjero en la
Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía,
cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que
había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos
vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja,
un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad,
pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome
mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a
cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una
ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta
esa zona.
Después de dos jornadas de viaje, a punto
de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de
madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo
pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto
de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso.
Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso,
me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne.
Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente
para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me
ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le
agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.
Se abrió la puerta y una mano temblorosa
empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé
a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa,
desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi
compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron
mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló
todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros
lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante
con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había
salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa
por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los
contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite.
Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando
creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para
diezmarlos. No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los
últimos náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había
llegado su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias
generaciones vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando
ya no había esperanzas.
La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer
recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su
historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las
leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en
la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad
de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los
avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única
constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla
los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y
reconstruyeron algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar,
aunque fuera por un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para
entonces ya habían olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a
referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún
habitante escrupuloso grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad
repetida una y mil veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha
de muerte necesaria para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se
fortalecieran, pensaran que Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el
mundo. Era un equilibrio autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente
por todos.
La voz de la mujer se desvanecía e imaginé
a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse,
contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la
vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del
mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras
hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se
nombra.
*Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC
Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como
Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal.
Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en
diversas compilaciones de minificción.
*
Hay gente que
construyó su casa en un pueblo
una gran mansión
rodeada de decadencia
y perros.
Se trata de cerrar la
puerta e ignorar
lo que hay del otro
lado:
una casa es un refugio
un lugar donde
asentarse y prender el fuego
un muro que contiene
el hambre del
exterior.
Otros eligieron
austeridad
casas mínimas
rodeadas de lagos y
playas.
"Amo la naturaleza",
dicen sus poseedores
luego ven un barco en
lontananza
y sueñan con alfombras
y sofás.
Unos y otros
envejecen, trabajan
tienen hijos.
Los hijos de los de
las mansiones van a la playa en verano
conocen gente
se hacen amigos
de los amantes de la
naturaleza.
Cada uno
añora la vida del otro
los padres hacen
intercambio de casas.
La naturaleza es un
equivoco
-concluyen-
como el dinero
como el confort.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata
hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se
licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster
en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover
(2018, Pensamientos literarios)
En este año ha publicado La gota en la piedra (novela, Mardulce,
Buenos Aires) 2021
VISITA
A LOS DIOSES*
El río es marrón, pero si habría que usar
los colores para retratarlo en una tela, entonces viene el problema de ponerle
blanco a veces, otras un increíble tono malva, y otras ese celeste engañoso con
el que suele espejar el cielo. No se deja apresar este río, no se deja definir,
fluye, cambia, se desprende de la piel y muta para confirmar a Borges que
confirmó a Heráclito que dijo lo que todos sentimos alguna vez mirando el agua,
que el río es el mismo, que el agua pasa, que la ilusión de bañarse en las mismas
aguas es la mentira de creer que se puede detener el tiempo, que se lo puede
volver atrás; la mentira de pretender que la forma mantenga el contenido en
este colador que es el tiempo, que es la historia, que es este río que se
precipita por la llanura, sobre el continente, a través de la inasible
Historia.
Verlo desde la costa no es transitarlo en
bote de madera. No es para nada, contemplarlo desde la orilla, sentir el ruido
del motor Villa explotando en un escándalo continuo, recibir con eco los sonidos
de los chicos morenos pescando en la barranca, los pájaros que gritan sus cosas
allá arriba, las olitas que se enmudecen pero persistentemente agregan un sordo
tamborileo que trepa por las tablas despintadas.
Hay que hacer el viaje en bote de pescador,
bote hecho a mano para que las curvas tablas encajen y formen la silueta
primordial del pez. En una lancha rápida, en un barco, en un velero, se puede
llegar a creer que se entiende algo. En el bote de pescador la lentitud, la
vista a ras del agua aquieta la soberbia, uno se conforma con formular apenas
alguna pregunta cuya respuesta conocerán los dioses.
La borda fue amarilla, fue roja, ahora es
las dos cosas y tiempo y viajes. La pintura descascarada corresponde con los
remos macizos en el fondo, con las tablas un poco carcomidas, con este río que
tiene agua nueva y es viejo como los mares océanos.
El bote avanza por la orilla que se
derrumba. Barranca entrerriana a dos colores, arriba una tierra blanca que
supongo calcárea, y abajo la arcilla que cede y forma cuevas y se termina
tirando al río con la melena de pasto y algún árbol que se inclina y moja la
copa y al fin acaba en el agua que todo lo devora.
Brazo ancho que cruzan los caranchos en
planeo extático de depredador.
Brazo ancho el de este río navegado por
camalotes.
Y basta hallar una boca, y meterse en el
arroyo serpenteante. Las orillas ya con una dimensión humana, las riberas con
camalotes floridos, un sendero de agua declaradamente marrón en el medio,
estrecho, marcando los sinuosos visajes con la senda justa para el bote. Las
flores flotantes agrupadas en varas violáceas, bellas, perfectas, ofrecidas al
amor de los insectos y a la admiración de los hombres.
En los lados, el verde perfecto.
Los árboles se rizan en enredaderas que
forman tiendas, que crean la sombra y el escondite. Entre el verde compacto se
encienden unas hojas que al secarse se colorean de un naranja de fuego. Otras
son llamas rojas imposibles. Otras hojas son amarillas. Pero el verde ejerce su
dominio heterogéneo. Hay muchos verdes; cada planta contribuye con su hebra
para formar un dibujo incognoscible.
La canoa entre los camalotes en la orilla.
El asado que humea blanco y sabroso. Las libélulas, las mariposas, los hongos
de sombrero blanco, de sombrero marrón. El sapito en la grieta de la arcilla
con sus ojos desorbitados. Las pisadas del carpincho que subió del agua. Los
cardenales de rojas cabezas persiguiéndose entre las vertiginosas ramas de un
árbol. Mi presencia insignificante.
El día que gira con truenos lejanos.
Hay que empujar el bote para sacarlo del
barro, hay que bogar con el remo que se hunde en el cieno flojo para que la
hélice no se enrede en los camalotes.
El glorioso cielo de la tarde que cae
cuando es la vuelta.
En el reflejo de las nubes sobre el agua
veo las torres y cimas de la ciudad de los inmortales. Había intentado ser
puerilmente feliz. Mancillada de civilización, viciada de literatura, me
resigno a llevar mi mundo sobre los hombros. Cómo verá al mundo, cómo me verá a
mí el Martín Pescador sobre la inmóvil rama del poniente.
No me hago el propósito de regresar.
Cualquier propósito de la voluntad humana es ridículamente infantil frente a la
inmensidad de los elementos.
Los hombres azules dicen en el Sahara
"el desierto es más grande" para marcar la omnipotencia de ese vasto
ser que dispone de las míseras suertes de hombres y de camellos. Miro en
derredor y pido clemencia a este otro Dios que se recuesta sobre la América.
Yo me digo que el Paraná, el arroyo, los
pájaros y los insectos son ahora sólo imágenes en mi memoria endeble. Yo,
condenada a la desaparición, acabo diciendo, diciéndome, "el río es más
grande".
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Hay una casa
en la altura un ángel
agua
ves el agua de noche aunque no veas
estás en la casa
escuchás el sonido
agua de montaña
abriéndose paso entre las piedras
percibís
la caricia de las plumas sobre las plumas
frotándose el ángel las alas
abrís los ojos
ves ahora aunque no veas
una luz
el hilo de su presencia
resplandor
ves ahora aunque no veas
la luna
y el río
ese fulgor en lo oscuro
lo sagrado
sagrados
sagrados los ojos que ven sin miedo
la casa el ángel la luna el río la noche
sagrados
ese infinito estar
el paraíso
sagrada ves ahora aunque no veas
el viento estremecido
las alas agitadas
ves ahora aunque no veas
sagrada
sagrado aquél que viendo
no destruya su rostro
no destruya sus alas.
Hay una casa
en la altura cielo
agua
ves ahora
la casa la luna el río la noche
ves las plumas.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
-Inédito-
- Lorena
nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la
Comunicación y Psicóloga Social.
En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial.
Participó en 2015 con su relato “Desde el
Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos.
Hace varios años es convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de
poesía, programas de radio y eventos artísticos. En 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil
por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis
Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como
bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil.
-Concluyó una novela inédita para adultos.
-Propone acompañar la
creación literaria en modo individual y grupal.
Etimología*
Mucha gente opina que no es importante
conocer la etimología de las palabras. Saber porque al huevo se le llama
"huevo", a la tortilla, "tortilla" y a Don José "Don
Pepe", es imprescindible en estos tiempos. Stefen Plumkier que dedicó toda
su vida al estudio del origen de las palabras, la razón de su existencia, su
significado y su gramática, ejemplarizaba con su léxico, depurado y generoso,
al público que asistía a una de sus innumerables conferencias.
En la lección magistral que impartió en el
Colegio de Astrónomos, cautivó al público con las aclaraciones que aportaba a
un sin fin de preguntas relacionadas con la jerga científica del espacio. La
mayoría tenían origen en las leyendas basadas en deidades, por eso sorprendió
tanto que les hablara del Ogro.
Su voz resonaba en el claustro: "En
Çatalhöyük, una ciudad que data del período neolítico, fue encontrado lo que se
considera el comienzo de la historia de Anatolia. Se trataba de un fresco mural
del año 6200 ADC, que presentaba en primer plano, las casas de la localidad, y
al fondo, un volcán humeante en erupción; se cree que el volcán era el Hasanda.
Otro fresco, actualmente expuesto en Ankara, representa pictográficamente el
mismo pueblo con sus ciudadanos atemorizados por la visita de un ser tan
grande, que les tapaba la luz del sol."
"El estudio conjunto de ambos frescos
nos identifica el pueblo, nos da el censo de sus habitantes y nos descubre el
nombre del Ogro" - Siguió Plumkier
- "Este Ogro, que sumía al pueblo en
la oscuridad, se llamaba Eclipse y es quien ha dado nombre al fenómeno que se
produce al interponerse un objeto sólido entre un punto y un foco de luz"
La Comunidad de Astronomía, desde aquel
momento, incluyó un Ogro en su el escudo como principal símbolo heráldico.
El escudo se oscureció automáticamente.
*De Joan
Mateu.
el carpintero*
a mi abuelo Genaro
Al compás de algunas canzonetas
le daba ritmo a la verdulera
hasta agotar los escorpiones
quién sabe si volvió a visitar un barco
o si coleccionaba botellitas en secreto
la unión de la madera
con los clavos y el martillo
eran su música cotidiana
la dualidad entre el plato de comida
y los rezongos
a veces ejercía la melancolía
mientras acariciaba un perro
sentado en sus faldas
y hablaba en silencio con las sombras
los espejos fueron sus discípulos
sus cartas de la ausencia
el legado no escrito en los cuadernos…
yo conservo de sus pertenencias
una boina color borravino
y un antiguo reloj de bolsillo
-con una aguja sola-
que cuelga de manera cómplice
en la pared opuesta a la biblioteca.
*De Hernán
Alberto Melfi. impresentable14@yahoo.com.ar
-Hernán
Alberto Melfi: CABA 1970. Escribió los libros Juguetes Malditos (2013) y Los
Titeres Punk (2014) ambos por El Encuentro Editorial. En estos momentos se
presta a editar su tercer trabajo. Reside en EEUU
EL
BOSQUE DE LOS CEREZOS HA PARTIDO*
Me desperté asustada por el estruendo leve
del silencio.
El bosque de los cerezos ha partido.
Ha partido. Ay sin despedirse.
También se ha ido el hombre del sombrero
roto.
Se lleva, Ay se lleva la huella de la
última nevada.
Los viñedos, inútilmente extendieron sus
brazos.
Ay no pudieron, no.
Reclusos crepitan en la pasión dorada del
otoño.
El sol, indeciso muerde una manzana de oro.
Ay una manzana de oro.
La esclavitud sonríe en la pausa fresca.
El bosque de los cerezos ha partido.
Ha partido. Ay sin despedirse.
El amor y el olvido, mustios
Caminan aferrados al hombre del sombrero
roto
Y se llevan, Ay se llevan la huella de la
última nevada.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
INOCENCIA*
Él siempre ha habitado el bosque. Este
bosque. Este bosque que es, precisamente, lo que la palabra bosque nombra. Le mot juste, la palabra precisa.
Ha deambulado largamente por la foresta
frondosa de gacelas de patas temblorosas y de almendrados ojos titilantes; ha
transitado los senderos de pájaros de plumaje fantástico. Ha visto virar las
hojas desde el espléndido verde al rojo ígneo, en atardeceres que fueron ocasos
y también otoños de ardiente puesta del día.
Solo es. La dulzura del aire se ofrece a
sus pulmones limpios, la soledad no es una jaula estrecha. La soledad es este
bosque interminable que se ofrece en sonidos y en imágenes de sólida belleza,
intacta belleza. Cada día es el primer día. La lluvia limpia el universo cada
vez.
No conoce la pérdida del acostumbramiento.
Cada erguido árbol, cada arbusto retorcido le brinda nuevos deleites en
insectos que danzan el aire, en frutos de esférica alegría, en tiernas
raicillas que dibujan evanescentes formas fundidas a la perfecta simetría de
las telas de araña.
Ah la alegría de las gotas de rocío
capturando la primera luz, la última luz.
Solo es. La soledad no le aferra el pecho,
no estrecha sus costillas. La soledad no lo abraza con su estrangulamiento de
enredadera. No sabe que está solo, y ello lo mantiene salvo de su oscuro
veneno.
Siente el gozo de la tierra debajo y del
firmamento curvo que dibujan su mundo de capullo cóncavo.
Solo es. Nada lo requiere con premura.
Puede demorarse y fluir, puede transcurrir mansamente. Nada lo inquieta.
El ojo de agua en la espesura espeja el
mundo. Mira la superficie y se ve a sí mismo como si no se viera. La presencia
del otro no lo inquieta. Ve su imagen y es su imagen. No existe la obligación
de hallar compañía en el espejo, no lo aferra la bíblica promesa, la bíblica
maldición del apareamiento. Solo es.
Único y completo, solo es.
En su universo habita hasta ahora. Este
ahora que le ofrece una muchacha casi niña entredormida, entrevista,
entresoñada en su lecho de trébol húmedo.
Súbitamente una muchacha casi niña, ingenuidad
de melodía sin semitonos en la súbita muchacha entrevista, entredormida,
entresoñada.
Súbita muchacha en el lecho de trébol
húmedo.
Jóvenes brazos de luna nueva, blancas
curvas, tierna postura sedente.
El bosque expone el secreto de la niña
clara, aliento de helecho matutino, escultura blanda. De pronto el bosque
expone su secreto.
Es la doncella florida, la arcilla dócil,
la forma exacta. De pronto el bosque halla su expresión en una criatura que lo
resume.
Se acerca con pasos breves.
La recorre tocándola con la mirada, y allí
están los anocheceres oscuros, las promesas de la fronda susurrante, la
convergencia de los caminos y las aves aleteantes. Todo en ella está. Cada
gesto suave de los largos tallos ondulados, cada aroma de fruta madura. Todo en
ella se manifiesta.
El bosque es esta figura extendida, y lo
contiene como un minúsculo camafeo.
Se acerca con pasos breves. Descansa la
cabeza en el regazo de miel y nido. Siente por primera vez que ha estado solo,
siente que esta niña le falta, que la añora desde ahora, cuando su cabeza
reposa en un estrecho contacto que ya es separación y lejanía.
Ha recibido la amarga revelación de que él
es un ser entre los seres, la demorada maldición de saber su individualidad. La
condenación lo alcanza en este instante en que ya no es el bosque sino que
increíble, atrozmente está en el bosque.
Decir que los hombres mataron al unicornio
es acaso un agregado innecesario.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
A la
mujer a veces se le encabritaba la mirada. *
Era como si un río de caballos negros y
sedosos la traspasara en la
búsqueda del mar.
Un día se dejó ir desnuda, con pequeños
adornos de corales
rojos y negros.
Llegó hasta la orilla.
No sabía si seguir o volver a la blandura
del sueño.
El cazador de gestos sabe el final.
Sea como sea que termine la historia, a la
mujer nadie le quitará de los
ojos el brillo de los caballos galopando su
noche.
*De Cristina
Villanueva.
In memoriam
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LA RAZÓN CENTRÍFUGA*
Llegué a Roque Pérez. Desde aquí no me
queda otra opción que hacer dedo. Pedir aventón traducen los españoles, pero
aquí no aventamos las cosas, las tiramos, las revoleamos como quien dice que se
saca algo de encima, lo agarra de una esquina, mueve el brazo en redondo por
sobre la cabeza, suelta y la cosa sale disparada hacia una esquina del mundo, y
se queda ahí donde ya no hace daño. No aventamos ni arrojamos, en nuestro tirar
hay una desesperación de revoleo, y me pongo a discurrir sobre temas tangenciales
para evadirme de este presente, de este haber llegado casi, de estar tan cerca
aunque falte el último tramo.
No hago dedo entonces. Podría ponerme a la
vera de la ruta y con el clásico gesto de los mochileros indicar mi deseo de
que algún buen samaritano me recoja, pero en este lugar y en estos tiempos
podría pasar días esperando que alguien me levante.
En un barcito pregunto si hay forma de
viajar a la Estación Juan Tronconi. El hombre detrás de la barra lo piensa un
momento mientras pasa la rejilla borrando las gotitas que ha dejado la bandeja
de latón que se ha llevado el mozo. Dieciséis kilómetros, me informa. No me
pregunta para qué quiero ir a una estación que ha dejado de recibir trenes
desde hace más de cincuenta años, su orgullo masculino lo insta a resolverme el
problema. Se nota que es uno de esos hombres acostumbrados a solucionar
desperfectos, y lo veo dando vueltas un mapa mental de caminos rurales y
alambradas, adornado con vagas referencias de tendidos eléctricos repletos de
gigantescos nidos de loros.
La maestra. Me dice que la maestra de la
escuela número ocho va hasta ahí cerquita de la estación. Que la escuela está a
un tiro de piedra. Después si, ahora que me dijo cómo llegar, me pregunta para
qué voy. Quiere seguir demostrando eficacia, intenta adivinar, supone que hago
un relevo fotográfico de sitios históricos, pero me advierte que la estación ha
quedado en un campo privado, y sólo se ve de lejos, detrás de una alambrada.
Me dice que la maestra vive ahí a unos
trescientos metros del bar, que si camino hacia la izquierda voy a encontrar
una casa con una reja blanca y un ficus en la vereda. Me dice que no me puedo
equivocar, que el árbol es enorme y las raíces están tirando la pared que
sostiene la reja.
Tuve suerte, encontré la casa, la mujer se
mostró amable y accedió a llevarme hasta la escuela. Eso sí, me dijo, tendría
que compartir el automóvil con sus hijos y una enorme cantidad de cachivaches.
Pilas de cuadernos, rollos de láminas, cajas de diferentes tamaños, un chico de
unos nueve años y una nena de siete que fueron todo el camino disputando un
celular con el que uno intentaba escuchar una música mientas la niña lo acusaba
a la madre y viceversa.
No podíamos mantener la conversación sin
gritar, por lo que tras vanos intentos de preguntar o responder
superficialidades, pude mirar lo poco que había para ver mientras el auto
traqueteaba en el camino de tierra. Vacas, postes, alambradas, pájaros,
sembrados que para mi ignorancia podían ser cualquier cosa entre soja o
alfalfa.
La escuela consta de dos edificios
celestes, uno más grande y con una enorme puerta con arco de medio punto, de hierro,
con grandes cuadrados de vidrio repartido. No pude evitar pensar que en la
ciudad los vidrios ya estarían rotos, y por la noche habrían vandalizado la
escuela aprovechando esos grandes espacios sin rejas. Pero estamos en el medio
del campo, aquí se respetan los objetos construidos con esfuerzo humano.
Todavía no llegan los chicos ni las otras
señoritas, la maestra abre la escuela media hora antes del inicio del turno
para preparar los salones, abrir las ventanas, regar las plantas de las
macetas. Me dice que está reemplazando a la directora, que tiene muchas
ocupaciones, desaparece con los hijos ofreciéndose a llevarme de vuelta a la
ciudad cuando finalice el horario escolar.
Voy hasta la estación. Camino en un
silencio maravilloso. Las retamas rojas salpican el pasto que a esta hora tiene
un color precioso, brillante, favorecido por la lluvia de ayer. Claro que me
detiene el alambrado. Cerca, a unos cincuenta metros quizás, el edificio de la
estación con su techo rojo a dos aguas todavía parece vivo. Veo el andén, con
las cenefas de madera, las paredes de ladrillo típicamente inglesas como el
verde de las aberturas. Allá el galpón de carga, largo y tan hermoso acostado
bajo su cielo perfectamente azul. La hilera de altos plátanos retorcidos, el
molino dibujado finamente, haciendo contrapunto con el tanque de agua macizo.
Todo igual. Faltan los Sosa en la carnicería, la gente llegando con paquetes en
sus verduleras, el guarda y su silbato. Falta, claro, la gente. Pero la ilusión
de realidad es tan fuerte que creo escuchar las voces entremezcladas con el
grito de los teros y ladridos lejanos.
No pertenezco a este paisaje. Me lo
contaron. A pesar de mi edad, que ya me funde con todos los paisajes en sepia,
no conocí los acopios de cereales de los planes quinquenales cuando se
nacionalizaron los ferrocarriles, ni tampoco vi pasar la última formación en
1961. No estuve cuando levantaron las vías, cuando desapareció el puente que
unía Roque Pérez con Carlos Beguerie. No estaba yo sobre este andén borrado, cuando
esto dejó de ser una estación de trenes para ser testimonio de fracaso.
Vengo a despedirme. Por qué aquí, bueno,
porque en algún lugar se derrumbaron las ilusiones, y éste fue uno de esos
lugares. Recóndito, centrado en su telaraña de caminos polvorientos, posesión
inglesa primero, argentino luego, propiedad privada ahora, desaparecido,
inútil, lugar de fantasmas, mancha de lo que no fue.
Recostada contra uno de los postes del
alambrado, llorando sin mucha lágrima pero a corazón desollado. En soledad, pequeña,
despeinada, con las piernas cansadas, consciente del polvo en los zapatos y de
que empiezo a tener hambre. Con pena de tener hambre, porque las ocasiones
solemnes no debiesen opacarse con estas cosas. Triste, triste, muy triste.
Sintiendo el planeta esférico bajo mis pies, henchida de amor por esta
Argentina que me defrauda hasta el vértigo, a punto de ahogarme por la bronca
contra esta Argentina que me defrauda. Sabiendo que estoy haciendo un recuerdo,
que estoy plantando una bandera en mi memoria, un momento iluminado por el
relámpago, una quemadura desgarradora.
Mañana será Ezeiza, el vuelo, la partida.
Aquí, en el medio del campo, que es el
medio de la nada o sea el centro del alma y el centro de mi Patria, mirando de
lejos las ruinas de una promesa, viendo el puente que falta, las huellas de
vías que se desvanecieron, la caída de un enorme toro que desapareció en su
propia polvareda. Aquí, antes de volver a subir al automóvil de la maestra, me
despido.
Una figura aparece en el andén. No distingo
si es una mujer o un niño, la saludo con un amplio gesto de mi mano por sobre
la cabeza. Permanece inmóvil un instante y luego, despacio, me devuelve el
saludo con lentitud, dibujando un arco ampliamente con el brazo derecho.
¿Soy yo, de joven? Un escalofrío bajo el
sol. Quien se va se deja, me digo. Aquí queda mi juventud. Me marcho.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próxima estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:
CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
*
-Siguiente estación
En el recorrido del
tren literario por el Ferrocarril Midland:
KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA.
JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE
MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12.
LA SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO.
VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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