lunes, agosto 09, 2021

EDICIÓN AGOSTO 2021

 


*Foto de Mercedes Araujo.

https://www.instagram.com/meraraujoletrasyfotos/

 

 




11 *

 

 

De soslayo


de susurros

 

de a escondidas.

 

Esta existencia

 

a veces

 

aparece.

 

 

*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com

-Poema incluido en Hija de mala madre.

 

-Paula. Nació el 8 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua,

actualmente vive en Francisco Álvarez, partido de Moreno.

Es profesora y da clases en Moreno hace 23 años.

Tiene cuatro libros publicados por Cave Librum Editorial:

El año que fui homeless (2014), Hija de mala madre (2016),

El paso de la babosa (2018) y Flores a mis muertos (2021).

 

https://cavelibrumeditorial.blogspot.com/2021/05/salio-flores-mis-muertos-de-paula-novoa.html?spref=fb&fbclid=IwAR3H49KvUrcPp0ELLB6OTwZlZoROKesgLNYSUMr7AlRpuIvkKIVvaf260k0

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De una noche de verano*

 

 

Y aunque su nombre real sea otro, haya de ser forzosamente otro, fue Carmen para mí desde aquel primer atardecer y para siempre.

Así, la recuerdo Carmen sentada a poca distancia de mi propia atalaya de hombre solitario, acodada en la barra del bar, rodeada por el ruido e indiferente a él. El ruido del partido de fútbol en la tele, el ruido de los comentarios más o menos eruditos en materia deportiva, de las risas, el ruido de los cubitos al despeñarse en los vasos, el ruido amortiguado de la calle. Y entonces sobrevino el gol, el jolgorio, el griterío general; y ella me miró con sus ojos grandes, tristes.

Tal vez me encogí de hombros o aspiré resignadamente mi cigarrillo o me quedé mirándola. La recuerdo Carmen tomando cerveza mejicana, fumando con delatora insistencia, charlando a ratos con la camarera, a ratos mirándome, como una invitación al diálogo, a la plática, a ese otro orden ajeno a la tarde futbolística y a las sonoras voces de aquellos otros, que deslizaban furtivas miradas a sus muslos, a la sugerente abertura de su vestido rojo. Pensé en una siniestra bandada de buitres ruidosos y acechantes, en espera de una oportunidad ventajosa para lanzarse en picado sobre la presa indefensa.

Curioso que Carmen, porque al fin y al cabo, lo mismo hubiera podido ser Diana (por un algo salvaje que se intuía en sus gestos) o Dolores (a causa del pelo negro, de la cerveza, de un deje desdichado en sus pupilas) pero así y todo, Carmen, delgada, pequeña, de frágil apariencia, leve, adorable, y no obstante, un no sé qué de majestuoso emanando de sus formas suaves, cadenciosas, acariciantes.

Después, hubo otras tardes en que la vi en el Pub. A veces, sentado en la sombreada terraza, la veía llegar caminando con precisa desenvoltura. A veces, nos saludábamos con brevedad. Nunca supe o quise acercarme a ella. Acaso me impresionaba su presumible fortaleza, su inquebrantable independencia. En cualquier caso, hubo noches en las que no me fue posible evitar una sonrisa ante su desmesurada alegría. Y sin embargo, yo la observaba y presentía que algo negro y viscoso se debatía en lo más profundo de su corazón. Que sus exagerados ademanes, su verbo fácil, sus aparentes ganas de vivir, no eran más que una representación, destinada a la admiración o al reconocimiento, tal vez al aplauso. Ni un sólo minuto dudé de su desdicha.

Pero cómo suponer que aquella noche (aunque llevaba tres o cuatro días inquieto, como presagiando una tormenta eléctrica o un descarrilamiento) ella vendría de aquel modo, tan borracha y, a pesar de todo, tan radiante con su pantaloncito corto y su irrefrenable rebeldía. Cómo suponer que sus risas, semejantes a una catarata de espuma, ocultaban el tremendo deseo de llorar. Cómo haber previsto que habría que llevarla a casa (no podíamos permitir que condujese en ese estado -y con esa pena-) y que yo, no sin sorpresa, habría de ofrecerme a ello (por mero afán de ser útil, por el simple deseo inocuo de permanecer unos minutos cerca de ella, a solas con ella que me miraba).

Y, ya puestos a especular, cómo haber evitado aquel otro bar que se cruzó en nuestro camino, donde ella bailó para mí, donde su cuerpo menudo se arqueaba y se ceñía al mío, produciéndome una extraña sensación, mezcla de deseo y ternura y acaso algo de temor. Y todo así porque yo no veía en ella a la mujer fuerte, autosuficiente, a veces irascible, que tanto se esforzaba en parecer y cuyo papel interpretaba con tanto éxito. Tan sólo me era dado vislumbrar, a través de sus máscaras, a la muchacha de carne tibia y alma errante que batallaba constantemente por disimular su dolor, a la chica salvaje y adorable que edificaba día a día un muro de risas para frenar el ímpetu arrollador de la desesperación.

Cómo no acompañarla luego a su apartamento, que me pareció enorme y vacío, sobre todo vacío a pesar de los cuidados muebles y las luces y el vistoso empapelado de las paredes. Y una vez allí, cuando ya mi misión había sido cumplida y me disponía a regresar al Pub, estalló en mil pedazos el dique que contenía su amargura y rompió a llorar sin frenos ni maquillajes falsos. Cómo consentir esas terribles lágrimas que no cesaban de brotar. Cómo haber evitado besarla, intentando procurarle el efímero consuelo de unas breves caricias. Sí, fui yo quien la desnudó con ilimitado cariño, quien acariciaba su cuerpo y lamía la sal de sus lágrimas, quien sentía crecer, intolerable, el fuego del deseo en todos los rincones de la carne. Pero lo mismo quise marcharme, posponer tan anhelado encuentro alegando excusas banales, mas era ella quien rogaba que me quedase, que siguiese besándola, que secase sus mejillas con mis labios. ¿Quién se hubiese resistido a ese ruego, cuando cada fibra de mi cuerpo me exigía su contacto, cuando todo reclamaba mi presencia allí, a su lado, entre las sábanas? Aún mi mente quiso eludir esos labios entreabiertos, ese cuerpo moreno y ansioso, esos ojos suplicantes como cadenas aterciopeladas. Pero ya mis manos recorrían, irreverentes, la tan deseada geografía de sus altiplanicies, sus volcanes, sus desiertos de fuego y sal; mi boca, ávida, buscaba con frenesí su lengua, sus pezones erectos; las palabras surgían como ajenas; algo ardía en mi frente. En algún momento, sus ojos dictaron una orden inaplazable. Sentí que no hacerle el amor hubiera representado una traición, que hubiese sido como negar toda aquella noche y tal vez negarla a ella y a mí mismo, y sobre todo, causar un sufrimiento estéril. De este modo, fui caminante extraviado en el matorral intenso de su pubis, maravillado navegante por el mar tempestuoso de su sexo, impetuoso amante, labio, alga y ola, madera a la deriva, tempestad y resaca; quise ser su consuelo, su libertad, su brújula, el árbol de los frutos de la calma.

Cuando me marché, sin embargo, aun pude escuchar culpablemente el eco angustioso de su llanto sobre la almohada.

Cabizbajo, alegre, confuso, acaso también algo triste (por no haber conseguido apaciguar la sed de Carmen, por no haber sido capaz de acallar la histeria de ratas desbordadas en sus entrañas) llegué a mi casa y conseguí dormir. Al otro día, un poco desorientado aún, fatigué las calles, me dejé caer por la estación, visité comercios en los que adquirí libros e inútiles utensilios para mis inminentes vacaciones, charlé con ancianos y con bonitas vendedoras, crucé avenidas, me refugié en las zonas de sombra y en algún bar, pero todo de un modo mecánico, como un autómata programado realizando actos que no alcanza a comprender, y mientras me observaba desde afuera y todo era Carmen en ese ir y venir y detenerse frente al disco rojo del semáforo inclemente.

Ya por la noche, acudí al Pub, pero ella no estaba. Las banquetas verdes, la terraza calurosa, los ruidos cotidianos, los autos mal aparcados, la enorme luna allá arriba, todo era Carmen desgarrándome por dentro, todo Carmen esparciéndose por la atmósfera y gritando caricias en secreto, todo Carmen amoldándose a la noche y a las tímidas ráfagas de una naciente brisa triste que en esa hora silente ya delataba su insufrible ausencia.

No era enamorarse, pero cómo explicar esa extraña opresión en la boca del estómago, esa falta de apetito, esa desmesurada necesidad de oxígeno, esa sed. Porque los otros hablaban y hablaban y reían forzadamente entre sorbo y sorbo de sus menguantes copas, a través del humo y el calor, y todo eso era también Carmen deslizándose callada y menuda sobre mi vaso vacío. Las gentes pasaban con inútil rapidez frente a mí, en busca de algún lugar donde beber y bailar y enloquecer un poco en esas breves horas de, llamémosla, libertad condicional, y miraban con disimulo hacia el interior semivacío del Pub, como un ansia irrefrenable de descubrir mundos desconocidos y acaso atrayentes, y todo eso era también Carmen lloviendo desganadamente sobre mi rostro, todo Carmen sin máscaras, Carmen rodeándome y anegando, sin saberlo, mi respiración. Y entonces, con un asomo de resignación, encender un cigarrillo, con un cansado gesto pedir otra cerveza, sentir sin amargura como van llegando las brumas de la incipiente borrachera y Carmen allí, entre mis venas y en cambio tan lejos. No, no era enamorarse, pero Carmen, a pesar de todo Carmen y el insoportable vacío de su cuerpo ausente entre mis dedos.

Al otro día llovió y la eché de menos. Y seguí echándola de menos en días sucesivos. Días que se iban marchitando en medio de una asfixiante monotonía repleta de coches rojos que nunca eran su coche y conversaciones estereotipadas en las que yo apenas intercalaba brevísimos monosílabos mientras mi mirada se perdía en la abrumadora lejanía de las avenidas sin nadie y todo seguía siendo Carmen sin Carmen, con los minutos eternizándose, sólo para anunciar, inclementes, que ella nunca llegaba. Todo como un incendio de gatos en mis entrañas, un vaivén de miradas interrogantes sin respuesta, una sucesión interminable de imágenes y sonidos que evocaban su esencia, un indagar números de teléfono, horarios, costumbres.

Todo me ardía en esos días, todo era una balanza oscilante donde se hacía imposible precisar si ella me había utilizado en un momento de insaciable apetito sexual, o por el contrario, fui yo quien la había defraudado, abandonándola a su pena cuando más necesaria le hubiera resultado mi compañía, negándole el consuelo de unos minutos abrazándola en silencio y dejando que sus demonios se fuesen adormeciendo entre susurros y palabras cálidas y besos solidarios. Pero era tan dulce dejarse deslizar al sueño, y en ese duermevela, imaginar su rostro, dibujar su sonrisa y verla aparecer, de pronto, con el pelo suelto, con sus ágiles movimientos de pantera arrojándose sobre mi sueño, de forma que, por la noche, todo era también Carmen entre vuelta y vuelta de mi cuerpo abrazado a la almohada que era también Carmen besándome con ternura y guiando mi espíritu hacia esos otros territorios en los que no existe el dolor.

O todo lo contrario, porque en el oscuro fondo de sus ojos latía un pozo de serpientes, una laguna negra, un páramo volcánico, pero así y todo, juntos, cogidos de la mano, desafiando demonios y acantilados en penumbra, entrelazados, como una última esperanza de regreso a este lado, donde aún existe un valle de incomparable verdor en el que retozar libres y olvidados.

Y despertar con ese sabor, con el rostro de Carmen aun mirándome desde el espejo de la madrugada mientras nos cepillamos los dientes, y pasar luego a lo otro, a ese rodar acelerado porque las siete menos cuarto y la ciudad repleta de vehículos que hay que sortear peligrosamente para no llegar tarde al trabajo, a ese inútil stress que se nos va llevando sin que seamos capaces de detenernos en nuestra loca carrera para preguntarnos adónde, para reclamar un segundo de paz, un remanso de cordura.

Pero allí, en la soledad de la máquina, de nuevo Carmen como sentada sobre el monótono chak-chak de los pliegos de papel que van doblándose y se amontonan en la mesa tras la que los ojos de Carmen parecen perderse en otros ensueños y por eso, fumar de nuevo para sentirla cerca, para abrazarla en el humo que se eleva, para envolverla en el fuego que baja a mis pulmones.

Sé que no he de volver a verla. Pronto llegarán las vacaciones y al regreso nada será lo mismo, porque una de estas noches, lo sé, vencerán las bestias que se agitan en lo más hondo de su entraña. De nada servirá entonces mi espada de cariño, de nada tratar de despertar para traerla de vuelta a este lado. Todo se habrá perdido y, aunque volvamos a vernos, no hemos de reconocernos entre ese humo tan diferente y esas hondonadas repletas de noches solitarias y rostros ajenos.

 

 

*De © Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ACUARELAS Y LIANAS*

             

  

 I

 

Aquí el amor dejó sus huellas

en ciudadelas azules

agazapadas en el océano

donde inocultable

el corazón fue blanco

de sus acuarelas

            y lianas

        

 

 II

   

 Me ahogaron los amores.

La fuga de sus labios

por mi boca

la cartografía de sus dedos

en mi pecho

y al desenterrar

sus auroras

las inevitables gotas

de la tarde

me lloran con pesar

de soledades

 

 

   

 III

 

Observo el jade de sus ojos

melancólicos anudarse

a mis vaivenes

de apátrida nocturno

por su cuerpo

Sus manos

buscando un norte

soñado por mis deseos

beben el licor

de los oasis

y esconde su voz de Venus

en la música

del viento

 

 

  

IV

 

Su joven espíritu oriental baila

un tango de Piazzola,

funde los cimientos

de mi amorosa religión

a sus caderas.

Mis brazos excavan rosas

de la boca del olvido

con entusiasmo

de minero

para construirle una estatua

en el boulevard

de mis preguntas

 

 

V

 

Sé que se marchará al Oriente

como hicieron otras

y sólo veré fugaz

la estela de su estrella

besar la nostalgia

de mis ojos.

El vuelo de una grulla

recordará dos trazos

ebrios, fundidos

     sobre el fondo negro

de un papel

que dio principio

a ese amor itinerante.

 

*De Daniel Montoly©

 

 

 

 

 



 

 

 

EL CURA RURAL*

 

"Del polvo venimos y al polvo vamos...".

Repetía como una letanía aquel cura rural mientras caminaba por entre los campos verdes en los que, animadas por la incipiente primavera, ya apuntaban algunas amapolas.

Ya eran muchos años de caminar por los caminos de tierra de pueblo en pueblo, para atender las cinco parroquias que el obispo había tenido a bien asignarle. Él intentaba llegar a todo, pero el trabajo a veces le podía y le agotaba.

"Del polvo venimos y al polvo vamos..."

Hoy estaba un poco deprimido por el servicio último servicio celebrado. Le había costado llegar al fondo y su actuación no había pasado de discreta. Se miró los pies, que iba arrastrando por el camino, repitiendo absorto:

"Del polvo venimos..."

Sonrió, sin embargo, al acercarse a la iglesia del siguiente pueblo, y más al ver a Lucía que le esperaba sentada y sonriéndole. "...Y al polvo vamos", murmuró.

 

*De Joan Mateu.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Como quien

nace otra vez

vuelvo a la orilla.

El viento

levanta a la arena

como un dios

que quisiera resucitar

a sus muertos.

No me escucho,

de este lado

del mundo.

Mi voz

se ha perdido,

niña y sola

entre los médanos.

El ruido del agua

es una ofrenda

que mi memoria me trae

para nombrarte.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018) Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lidia*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Adivino la penumbra, los relámpagos en el rostro de Lidia. Cuando camina miro su vestido, el pesado oleaje que deja la tela. Más tarde, sentada, es un mueble vacío que sólo proyecta sombras, el remanente de las cosas que pasan. El día anterior la había encontrado en el jardín, insomne, dando vueltas, mirando cosas al azar.

Me duelen los pies. También las manos. El fulgor en su pecho por una medallita. A veces, por su posición, deslumbra; un brote de luz para toda ella. Entonces se mueve y me pregunta:

— ¿Qué soñaste?

Busco en la memoria. Deber mío soñar todas las noches, lo que sea, pero a veces no.

Lidia libera sus dedos mientras recuerdo: prueban las uñas su boca, la cercan. Después, una mueca que perturba, la sonrisa que se forma como una línea en el agua.

Tocan la puerta. Lidia cruza la habitación. La aldaba en la madera. La sombra al otro lado que florece. Los pasos de Lidia son los de alguien que camina bajo la lluvia. Desde hace tiempo percibo con claridad sus manías: la duda en sus dedos antes de encender la luz, el movimiento de sus aretes cuando inclina la cabeza, alerta ante un suceso inverosímil que, por algunos instantes, se vuelve atroz y definitivo.

Mientras Lidia abre la puerta miro la mesa dispuesta, los dados oscurecidos por el azar, una baraja, la derrota de una vela. Inclino la cabeza: un filo de nube mueve la luz sobre la madera.

—Entra.

Otra mujer en la habitación, más nueva, más pequeña. Es la primera vez que la veo. Ya no más nube en la madera, sólo en la hojarasca que transcurre, en su memoria. La lluvia de hojas, desde hace días, cubre con su sonido la superficie de las cosas. La recién llegada, en el quicio de la puerta, sigue por instinto el movimiento. Con nerviosos ojos, de pajarillo en rama, atisba.

—Me acuerdo del sueño —digo por decir algo, para ser intruso, aunque sea por un momento.

— ¿Qué es?

— Una tetera que envuelve el fuego, tus manos a cierta distancia.

— ¿Qué más?

— No sé.

Lidia suspira, decepcionada.

La otra se refugia en una esquina del cuarto, apenas la percibo. Sólo el compás de su respiración, lento, sumergido en el agua. A su piel le imagino gotas. Imagino su cara afuera, en el descampado, iluminada por brasas. Resplandecida, entonces, se acerca a la mesa y mira los dados.

—Perdón por llegar tarde —dice.

Su voz es una cesura. El cuerpo del silencio ya no pesa. Leves hojas se desmoronan en los ojos de Lidia, nos habitan aunque no lo sepamos.

Las respiraciones se sincronizan, como manada que avista una fosa de agua. También la mía. Siento el dolor de mi cuerpo, los brazos hormigueantes por la posición en la silla, las crecientes náuseas.

—Llegas tarde —reclama.

Lidia camina hacia mí, desbocado el olor a madera de su cuerpo. Un bosque entero cuando se acerca, sus frutos cuando me toca. Trato de inclinar la cabeza pero Lidia sabe que su tacto entume y lo prolonga en mi frente. La otra nos mira: desde su perspectiva la oscura mano de Lidia, la mano que baja hasta mi garganta, cuidadosa, como si fuera a tañer una cuerda.

— ¿Soñaste algo más?

El cuerpo de Lidia crece su sombra, casi un charco donde beben los pies de la otra. Cierro los ojos en busca del fuego, de las manos expectantes por la tetera. Empiezo a formar una imagen en el cuerpo de Lidia, algo que me rescate de ella, cuando la otra aviva la voz:

—Un río, cuando llegué. Por eso la tardanza.

Lidia la mira. Sus labios entrecerrados, apenas los dientes, como si buscaran en el aire una fruta.

— ¿Qué más?

—No recuerdo.

Las dos se sientan en la mesa. Sus manos extendidas, las miradas en lo bajo, en un tanteo que no llega. La mesa es un campo nevado. Las manos de ellas, oscuros pájaros que lo vadean. Sus rostros y los cuerpos serenos, al unísono en la luz, incluso los parpadeos.

Están un rato así, una frente a otra. Después, por turnos, arrojan los dados. El golpe sobre la madera. El lento movimiento que no acaba. Después murmuran números. Juegan a adivinar y ríen. La nueva me observa con insistencia. Apenas habla. ¿Dónde la he visto? ¿Por qué la imagino con las manos húmedas, la espalda contra la pared, embebida en algo?

Muevo un poco los pies, despierto sin querer un crujido de la silla. Lidia se acerca, da una vuelta alrededor de mí, recupera algo, una sustancia que no veo. Me estremezco cuando se aproxima, cuando vuelve la olorosa madera de su cuerpo.

— ¿Tienes sed?

Asiento en silencio. Ella va a un rincón del cuarto y regresa con un vaso abundante. Me da de beber. El agua se derrama en mi boca, como antes la luz entre ellas. Después, cuando estoy satisfecho, su mano desciende: un instante el vaso a la altura de mis ojos: un anzuelo. A través de él, de su reflejo, las crecientes cumbres de Lidia. La voz es sustento de la otra, apenas visible desde el fondo del vaso, como alguien perdido en un banco de niebla. Lidia deja el vaso en el fregadero y me mira como un objeto perdido, rescatado entre el polvo, a ciegas.

—Pensé que te acordarías con el agua.

No sé qué responder. Sólo espero que concluya la tarde. La inútil hojarasca en el patio, el nervio de los pájaros en las ramas, diminutos carroñeros después, en el círculo de la conjura, planeando. Ya no hay bruma en la otra, sólo penumbra ceñida alrededor, que baja por sus pechos, que deposita sombras leves en su cintura. Oscurecida se acerca y su boca promete lumbre de voz. Pero Lidia se da cuenta y la calla colocando un dedo firme entre sus labios. Sólo queda el temblor de sus ojos, desvinculado por completo del rostro. Lidia me pregunta:

— ¿Sabes cómo se llama?

— Tal vez la conocí en otro lugar —respondo casi de memoria.

— ¿En el lugar donde aparece la tetera, donde mis manos se acercan al fuego?

Trato de responder, pero el dolor se acrecienta. Mi cabeza es un vaso que rebosa. Mis pensamientos sondean el vacío. Busco afanosamente la tetera, le dibujo un asa, el febril humillo que bordea. Pero la imagen se diluye. Sólo me queda la provocación. Alzo la mano a pesar del dolor, en un movimiento absurdo que me delata. Lidia mira los dados, la desparramada vela, acaricia el cabello de la otra. Las sonámbulas muy juntas. Las dos, una solitaria mujer, en el rito de la ablución, frente a un espejo. Van y vienen las manos de Lidia. Tararea. Detiene su mano cuando percibe la mía. Sigue el viaje con la otra, la tejedora. Enmarcado por la ventana el movimiento. En una pintura las dos. Gruesas pinceladas en los ojos, más finas —por la luz— en los brazos. Mantengo la provocación. Lidia deja a la otra encandilada por los remanentes de su fuego. La cabizbaja, desde mi perspectiva, con un poco de humedad, perenne en la frente y los labios.

Lidia me toma de la mano. Percibo su respiración. El desorden de las venas, el oro desordenado del cabello. Con su presencia aumenta el dolor. Todo el embate en el cuerpo, una marejada que sube, que no cesa.

— ¿Qué pasa? —me dice.

Más cómoda en la creciente oscuridad. La tarde se apaga poco a poco y las habitaciones menguan igual que los camarotes de un barco hundido, alejado del sol y la misericordia. En poco tiempo Lidia prenderá las lámparas. El gobierno de los oscilantes focos, entonces, sobre nosotros. También su amarillo. La fría mano de Lidia me toca, no me suelta, tantea el aire, le da forma. Le digo:

—Una tarde bajé por las escaleras, estabas cerca de la hornilla, próximas tus manos a la tetera. Desde entonces siempre te veo.

Sonríe Lidia. La otra, en un rincón, desordena con su silencio las cosas. Lidia guía su respiración, impide que se desboque y acabe con todo. Como en agua revuelta los dedos de Lidia cuando van al interruptor. Después, calculados los muebles por el muerto dibujo de las lámparas, se sienta en el sofá, frente a mí. Sigue el interrogatorio, los ojos a veces en el vaivén eléctrico, en los insectos que concurren a las recientes bocanadas:

—Tienes que contarme más.

—Sueño con eso, sólo bosquejos de ti, nunca de la otra.

—Algo más concreto.

—Seguías con la tetera, mirabas el ascenso del humo hasta el techo, quizás una figura que se escapa, que no recuerdo.

Lidia endereza el cuerpo. Inspirado en el diablo el tiento de su voz, el tono que acecha, que rodea con hambre:

— ¿Y si repetimos todo?

— ¿Qué?

— Lo del sueño, la imagen, ese instante.

No puedo responderle. Abundante y amarillo su cuerpo; la madera que lo templa. La otra está expectante, mirando nuestras sombras, abiertas las palmas, temblor de peces en los dedos. A ratos parece más viva, pero la mayor parte del tiempo se mantiene constante y frágil, con el equilibrio de los sonámbulos, de los sumergidos.

— Quizá así descubras el inicio de todo.

Da una vuelta por la habitación. En fiesta sus pasos por la idea. Una vuelta más. Se dirige a la ventana, un dedo curvo al pulso de los árboles, al nervio de las ramas por el viento. Dedica varios segundos a la estratagema, pero no tomo en serio sus intenciones por su mente volátil, porque son volutas sus pensamientos en la tarde, humo.

—Ayúdame —dice a la otra.

Las dos, a un mismo tiempo, se dirigen a la cocina. En el trayecto el dolor adquiere una consistencia uniforme, cenagosa. Buscan en la alacena, a un lado del fregadero. Apenas logro inclinar la cabeza, una ligera variación que me reafirma, que me sitúa —de alguna forma— en el mundo. Pero pierdo la batalla: demasiado estropeadas las articulaciones, los huesos recorridos por innumerables penas. El hormigueo en las manos —a veces acicate— impide cualquier intento. Con el tiempo aumentará la embestida. Sólo atisbo desde mi lugar, como santo a media luz, en doloroso nicho. Sedimentos se reúnen en la orilla de mis ojos, esquivas siluetas en una playa, interrogando la desolación, después de la marejada. En el piso refulgen pocillos para el café, cucharas sin orden, inútiles cazuelas. Sin gobierno la estrategia de ambas, por la premura, por la desesperación, por resolver el asunto a costa mía, de ellas mismas. Yo prefiero lo abierto, lo maleable, lo inconcluso. La búsqueda continúa, obcecada. El piso es un cementerio de cacharros. Desperdigados ocupan la escena, protagonistas a su modo, hasta que Lidia exclama:

— ¡Aquí está!

Entre sus manos acuna la tetera. Siente su peso, examina la tapa, abarca con sus dedos el ininteligible grabado, el suspenso que deja en su boca abierta. La otra sujeta la tetera del asa. Desde lejos miro el descubrimiento, el asombro que comparto porque nunca habíamos llegado a este punto, porque siempre nos interrumpía algo: un ladrido, el ruido de la lluvia en la ventana, el oscuro vuelo de los pájaros.

Revuelven un estante. Un cerillo a media combustión pero que devora y contagia la hornilla. A pesar de la distancia percibo la corona de humo, el temblor azul en los extremos. El galope del gas en las tuberías. El agrio siseo aísla las náuseas, como una risa en un cuarto vacío. La otra va al garrafón, llena un pocillo de peltre y lo lleva cerca de la hornilla. Lidia otea en el especiero, busca esencias, hojas de limón para el agua. No encuentra nada. Indecisa, se acerca a la hornilla, a la burbujeante superficie.

El metal de la tetera pule la luz, fija la mirada de Lidia en una memoria, un tiempo. Imagino el resto: en el diminuto espejo un fragmento de su rostro, parte de la habitación, el esbozo de nosotros. Las paredes curvas por la redonda superficie, los objetos en distorsión, figuras ambiguas en una repisa, impregnadas de veneno.

—Creo que lo estamos logrando, ya sé dónde está el truco, sólo hay que tener paciencia — dice Lidia.

El fuego lame el vientre de la tetera. La otra más blanca, despabilada, también mira. Por el acercamiento menos luz en la tetera, una nube invadiendo el redondo camino del sol. Sin embargo se acentúan sus ojos, la parte superior de la nariz, las pestañas. Las dos, curiosos gatos, persisten. Lidia dice:

—Creo que veo algo.

Apenas puedo parpadear, mis ojos arden. El dolor asciende lentamente, como el agua en la tetera. Las figuras ganan nitidez. El cuadro completo se abre. Desvío, como último recurso, la mirada. Escucho la voz de Lidia, llena de maravilla:

— ¿Así era en el sueño?

Pero no busca mi respuesta, sólo se funde en un plano, en un volumen. Luego se concentra en un punto que la define, que le devuelve una imagen nítida, la entera perspectiva de sus tardes.

Mantengo abierta la mirada. En la esquina la secreta espalda de Lidia, inalterable, con el peso de la conjura. No puedo percibir a la otra, apenas su hálito, su sedimento. Siento su amenaza, como si de pronto fuera a aparecer en el encuadre, a destiempo, y nos obligara a repetirlo todo: las palabras dichas, el acto de prender la luz, el pulso de Lidia en mi garganta. Imagino a la otra para salvarme, prevenir algo: la espalda contra la pared, embebida en mí, los pechos bebiendo la luz, el aire espeso. Asciende el agua en la tetera, en el límite la ebullición, un poco de vapor en la escena. Inmóvil Lidia, sólo el avance de su mano, casi imperceptible a la distancia, como el reflejo que se esconde en una vitrina. Entonces, con la cercanía, termina el dolor. El fuego se extingue y sólo queda humo, el desequilibrio en la habitación, el remanente de la imagen hasta otra espera.

 

 

-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

 

 

 

 

 


 

 

 

*

 

Así

puede ser

todo

tan fugaz,

la vista

asciende

siguiendo

la luz.

Y

los colores

del mundo

se desvanecen

con la claridad

uniendo

lo etéreo

con lo real.

 

 

*De Miryam Colombotto Seia. colombottomiryam@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Criatura de los puentes*

 

 

Siralí se olvida, a veces, de esa capacidad nómade que la caracteriza. Y aquello de los mundos le parece más un invento que una realidad. Se olvida de todo y vuelve a las tardes de urgencia, a las noches de apatía.

La alarma que más alerta sus sentidos es el mareo angustioso del agobio. Porque sus estados de ánimo son cambiantes, inasibles. Pero hay una punzante sensación que le recuerda a Siralí que hay otro mundo, deshabitado ahora, un mundo que espera por sus flores ahora, por sus perfumes, por sus personajes de bruja, de reina y exploradora, de animal.

Será preciso que delimite, que abra surcos en la tierra con su arado. Que cobije bajo ciertos árboles las especies más raras y desprotegidas. Será preciso que construya un puente, entre un mundo y otro, de un lado y otro del sembradío. Con un vigilante ruiseñor que le avise si el agobio llega con las tormentas después

de semanas cargadas de nubes. Que le avise antes que a nadie, que pronto dolerá si no atiende al otro lado, solitario, en el que ella, es dueña hasta del sol.

 

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

-De su libro Intemperie. Viajera Editorial 2017

 

- Lorena nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social.

En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos. En 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil.

-Concluyó una novela inédita para adultos.

-Propone acompañar la creación literaria en modo individual y grupal.

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Algún día mi viejo me empezó a leer Shakespeare. Como tenía 8 años, debía explicarme todo para que entendiera, palabras, historia de la época, etc. Yo oía fascinada su voz, esos domingos, a veces, recostado, o en un sillón. En algún momento me explicó que cada cosa quería decir muchas cosas. Que, por ejemplo, las brujas de Macbeth eran esas viejas pero a la vez era símbolos y había muchas maneras de entenderlas.

¿También nosotros somos símbolos? - pregunté.

Mi abuela materna que escuchaba desde el marco de una puerta y con un mate en la mano, dijo:

-Seguramente alguien nos escribe y alguien nos está leyendo y queremos decir muchas cosas y también no queremos decir nada, somos esos que somos. Depende de quién nos lea.

Mi viejo se rió pero también se quedó pensando. A veces imagino quien seré para cada uno y sé que debo ser muchas palabras diferentes, extrañas y contradictorias.

 

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

ESTACIÓN POLVAREDAS*

 

 

El viejo pueblo de Polvaredas se alza como una mancha de tristeza en los ojos del horizonte, pueblo de innombrables en cuyas cantinas sirven las mujeres las sonrisas más seductoras combinadas con el polvo que el viento arrastra de una mina anciana y sin oro. Por una de sus laderas el amor se confunde con la brisa. Y la estación donde una vez el tren recogió a los hombres que con rumbo a la sierra se abrigaban con

pedazos de cuero de vaca, porque la soledad del frío sufre del rigor del mal de altura.

Polvaredas es el vestigio de lo que cualquier hombre ilusiona. Un clítoris en medio de ninguna parte. Una basílica que ofrece al hombre una esperanza. Esperanza que cada día se torna más escasa, como la pluma de un ave Fénix o la cola de un dinosaurio. Pero el hombre vive de sus ilusiones. Y la Polvaredas, hija del tren, conocida como el punto de la suerte que la mala fortuna olvidó recoger del suelo, le extiende sus brazos a todo aquel desarraigado que se aventure a pasar por ella para que haga de ella su mujer y no su amante.

Tal como en La Vorágine, como una jungla de ocaso abraza a cualquier cuerpo hasta hacerlo sudar. Lo exprime. Lo seduce hasta convertirlo en ciego a otros pueblos lejanos y olvidados por los cartógrafos, pero son sus secretos de mujer, los que se apegan al paso del único tren que la cruza de extremo a extremo dejando atrás un sempiterno criadero de nubes preñadas por el polvo cobrizo. Nubes que dejaran mañana arrugas como los plisados en la falda de una colegiala alzándose sobre los rostros huraños y ásperos, que durante el atardecer se aventuran a preparar sus maletas. Las que nunca llegarán a abordar el tren de la medianoche.

 

 

*De Daniel Montoly.

 

 

 

-Próxima estación.

 

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:

 

 

CARLOS BEGUERIE. 

 

 

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.  

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.  

 

 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. 

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

*

 

-Siguiente estación

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:

 

 

KM. 38.  

 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.

 

MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA. 

 

JUSTO VILLEGAS.    JOSÉ INGENIEROS.  

 

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.   ALDO BONZI.   KM 12.

 

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.

 

 VILLA CARAZA.    VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA. 

 

INTERCAMBIO MIDLAND.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

 

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