*Foto de Mercedes Araujo.
https://www.instagram.com/meraraujoletrasyfotos/
11 *
De soslayo
de susurros
de a escondidas.
Esta existencia
a veces
aparece.
*De Paula
Novoa. novoapaula8@gmail.com
-Poema incluido en Hija de mala madre.
-Paula.
Nació el 8 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua,
actualmente vive en Francisco Álvarez,
partido de Moreno.
Es profesora y da clases en Moreno hace 23
años.
Tiene cuatro libros publicados por Cave
Librum Editorial:
El año que fui
homeless (2014), Hija de mala madre (2016),
El paso de la babosa (2018) y Flores a mis muertos (2021).
De una
noche de verano*
Y aunque su nombre real sea otro, haya de
ser forzosamente otro, fue Carmen para mí desde aquel primer atardecer y para
siempre.
Así, la recuerdo Carmen sentada a poca
distancia de mi propia atalaya de hombre solitario, acodada en la barra del
bar, rodeada por el ruido e indiferente a él. El ruido del partido de fútbol en
la tele, el ruido de los comentarios más o menos eruditos en materia deportiva,
de las risas, el ruido de los cubitos al despeñarse en los vasos, el ruido
amortiguado de la calle. Y entonces sobrevino el gol, el jolgorio, el griterío
general; y ella me miró con sus ojos grandes, tristes.
Tal vez me encogí de hombros o aspiré
resignadamente mi cigarrillo o me quedé mirándola. La recuerdo Carmen tomando
cerveza mejicana, fumando con delatora insistencia, charlando a ratos con la
camarera, a ratos mirándome, como una invitación al diálogo, a la plática, a
ese otro orden ajeno a la tarde futbolística y a las sonoras voces de aquellos
otros, que deslizaban furtivas miradas a sus muslos, a la sugerente abertura de
su vestido rojo. Pensé en una siniestra bandada de buitres ruidosos y
acechantes, en espera de una oportunidad ventajosa para lanzarse en picado
sobre la presa indefensa.
Curioso que Carmen, porque al fin y al
cabo, lo mismo hubiera podido ser Diana (por un algo salvaje que se intuía en
sus gestos) o Dolores (a causa del pelo negro, de la cerveza, de un deje
desdichado en sus pupilas) pero así y todo, Carmen, delgada, pequeña, de frágil
apariencia, leve, adorable, y no obstante, un no sé qué de majestuoso emanando
de sus formas suaves, cadenciosas, acariciantes.
Después, hubo otras tardes en que la vi en
el Pub. A veces, sentado en la sombreada terraza, la veía llegar caminando con
precisa desenvoltura. A veces, nos saludábamos con brevedad. Nunca supe o quise
acercarme a ella. Acaso me impresionaba su presumible fortaleza, su
inquebrantable independencia. En cualquier caso, hubo noches en las que no me
fue posible evitar una sonrisa ante su desmesurada alegría. Y sin embargo, yo
la observaba y presentía que algo negro y viscoso se debatía en lo más profundo
de su corazón. Que sus exagerados ademanes, su verbo fácil, sus aparentes ganas
de vivir, no eran más que una representación, destinada a la admiración o al
reconocimiento, tal vez al aplauso. Ni un sólo minuto dudé de su desdicha.
Pero cómo suponer que aquella noche (aunque
llevaba tres o cuatro días inquieto, como presagiando una tormenta eléctrica o
un descarrilamiento) ella vendría de aquel modo, tan borracha y, a pesar de
todo, tan radiante con su pantaloncito corto y su irrefrenable rebeldía. Cómo
suponer que sus risas, semejantes a una catarata de espuma, ocultaban el
tremendo deseo de llorar. Cómo haber previsto que habría que llevarla a casa
(no podíamos permitir que condujese en ese estado -y con esa pena-) y que yo,
no sin sorpresa, habría de ofrecerme a ello (por mero afán de ser útil, por el
simple deseo inocuo de permanecer unos minutos cerca de ella, a solas con ella
que me miraba).
Y, ya puestos a especular, cómo haber
evitado aquel otro bar que se cruzó en nuestro camino, donde ella bailó para
mí, donde su cuerpo menudo se arqueaba y se ceñía al mío, produciéndome una
extraña sensación, mezcla de deseo y ternura y acaso algo de temor. Y todo así
porque yo no veía en ella a la mujer fuerte, autosuficiente, a veces irascible,
que tanto se esforzaba en parecer y cuyo papel interpretaba con tanto éxito.
Tan sólo me era dado vislumbrar, a través de sus máscaras, a la muchacha de
carne tibia y alma errante que batallaba constantemente por disimular su dolor,
a la chica salvaje y adorable que edificaba día a día un muro de risas para
frenar el ímpetu arrollador de la desesperación.
Cómo no acompañarla luego a su apartamento,
que me pareció enorme y vacío, sobre todo vacío a pesar de los cuidados muebles
y las luces y el vistoso empapelado de las paredes. Y una vez allí, cuando ya
mi misión había sido cumplida y me disponía a regresar al Pub, estalló en mil
pedazos el dique que contenía su amargura y rompió a llorar sin frenos ni
maquillajes falsos. Cómo consentir esas terribles lágrimas que no cesaban de
brotar. Cómo haber evitado besarla, intentando procurarle el efímero consuelo
de unas breves caricias. Sí, fui yo quien la desnudó con ilimitado cariño,
quien acariciaba su cuerpo y lamía la sal de sus lágrimas, quien sentía crecer,
intolerable, el fuego del deseo en todos los rincones de la carne. Pero lo
mismo quise marcharme, posponer tan anhelado encuentro alegando excusas
banales, mas era ella quien rogaba que me quedase, que siguiese besándola, que
secase sus mejillas con mis labios. ¿Quién se hubiese resistido a ese ruego,
cuando cada fibra de mi cuerpo me exigía su contacto, cuando todo reclamaba mi
presencia allí, a su lado, entre las sábanas? Aún mi mente quiso eludir esos
labios entreabiertos, ese cuerpo moreno y ansioso, esos ojos suplicantes como
cadenas aterciopeladas. Pero ya mis manos recorrían, irreverentes, la tan
deseada geografía de sus altiplanicies, sus volcanes, sus desiertos de fuego y
sal; mi boca, ávida, buscaba con frenesí su lengua, sus pezones erectos; las
palabras surgían como ajenas; algo ardía en mi frente. En algún momento, sus
ojos dictaron una orden inaplazable. Sentí que no hacerle el amor hubiera
representado una traición, que hubiese sido como negar toda aquella noche y tal
vez negarla a ella y a mí mismo, y sobre todo, causar un sufrimiento estéril.
De este modo, fui caminante extraviado en el matorral intenso de su pubis,
maravillado navegante por el mar tempestuoso de su sexo, impetuoso amante,
labio, alga y ola, madera a la deriva, tempestad y resaca; quise ser su
consuelo, su libertad, su brújula, el árbol de los frutos de la calma.
Cuando me marché, sin embargo, aun pude
escuchar culpablemente el eco angustioso de su llanto sobre la almohada.
Cabizbajo, alegre, confuso, acaso también
algo triste (por no haber conseguido apaciguar la sed de Carmen, por no haber
sido capaz de acallar la histeria de ratas desbordadas en sus entrañas) llegué
a mi casa y conseguí dormir. Al otro día, un poco desorientado aún, fatigué las
calles, me dejé caer por la estación, visité comercios en los que adquirí
libros e inútiles utensilios para mis inminentes vacaciones, charlé con
ancianos y con bonitas vendedoras, crucé avenidas, me refugié en las zonas de
sombra y en algún bar, pero todo de un modo mecánico, como un autómata
programado realizando actos que no alcanza a comprender, y mientras me
observaba desde afuera y todo era Carmen en ese ir y venir y detenerse frente
al disco rojo del semáforo inclemente.
Ya por la noche, acudí al Pub, pero ella no
estaba. Las banquetas verdes, la terraza calurosa, los ruidos cotidianos, los
autos mal aparcados, la enorme luna allá arriba, todo era Carmen desgarrándome
por dentro, todo Carmen esparciéndose por la atmósfera y gritando caricias en
secreto, todo Carmen amoldándose a la noche y a las tímidas ráfagas de una
naciente brisa triste que en esa hora silente ya delataba su insufrible
ausencia.
No era enamorarse, pero cómo explicar esa
extraña opresión en la boca del estómago, esa falta de apetito, esa desmesurada
necesidad de oxígeno, esa sed. Porque los otros hablaban y hablaban y reían
forzadamente entre sorbo y sorbo de sus menguantes copas, a través del humo y
el calor, y todo eso era también Carmen deslizándose callada y menuda sobre mi
vaso vacío. Las gentes pasaban con inútil rapidez frente a mí, en busca de
algún lugar donde beber y bailar y enloquecer un poco en esas breves horas de,
llamémosla, libertad condicional, y miraban con disimulo hacia el interior
semivacío del Pub, como un ansia irrefrenable de descubrir mundos desconocidos
y acaso atrayentes, y todo eso era también Carmen lloviendo desganadamente
sobre mi rostro, todo Carmen sin máscaras, Carmen rodeándome y anegando, sin
saberlo, mi respiración. Y entonces, con un asomo de resignación, encender un
cigarrillo, con un cansado gesto pedir otra cerveza, sentir sin amargura como
van llegando las brumas de la incipiente borrachera y Carmen allí, entre mis
venas y en cambio tan lejos. No, no era enamorarse, pero Carmen, a pesar de
todo Carmen y el insoportable vacío de su cuerpo ausente entre mis dedos.
Al otro día llovió y la eché de menos. Y
seguí echándola de menos en días sucesivos. Días que se iban marchitando en
medio de una asfixiante monotonía repleta de coches rojos que nunca eran su
coche y conversaciones estereotipadas en las que yo apenas intercalaba
brevísimos monosílabos mientras mi mirada se perdía en la abrumadora lejanía de
las avenidas sin nadie y todo seguía siendo Carmen sin Carmen, con los minutos
eternizándose, sólo para anunciar, inclementes, que ella nunca llegaba. Todo
como un incendio de gatos en mis entrañas, un vaivén de miradas interrogantes
sin respuesta, una sucesión interminable de imágenes y sonidos que evocaban su
esencia, un indagar números de teléfono, horarios, costumbres.
Todo me ardía en esos días, todo era una
balanza oscilante donde se hacía imposible precisar si ella me había utilizado
en un momento de insaciable apetito sexual, o por el contrario, fui yo quien la
había defraudado, abandonándola a su pena cuando más necesaria le hubiera
resultado mi compañía, negándole el consuelo de unos minutos abrazándola en
silencio y dejando que sus demonios se fuesen adormeciendo entre susurros y palabras
cálidas y besos solidarios. Pero era tan dulce dejarse deslizar al sueño, y en
ese duermevela, imaginar su rostro, dibujar su sonrisa y verla aparecer, de
pronto, con el pelo suelto, con sus ágiles movimientos de pantera arrojándose
sobre mi sueño, de forma que, por la noche, todo era también Carmen entre
vuelta y vuelta de mi cuerpo abrazado a la almohada que era también Carmen
besándome con ternura y guiando mi espíritu hacia esos otros territorios en los
que no existe el dolor.
O todo lo contrario, porque en el oscuro
fondo de sus ojos latía un pozo de serpientes, una laguna negra, un páramo
volcánico, pero así y todo, juntos, cogidos de la mano, desafiando demonios y
acantilados en penumbra, entrelazados, como una última esperanza de regreso a este
lado, donde aún existe un valle de incomparable verdor en el que retozar libres
y olvidados.
Y despertar con ese sabor, con el rostro de
Carmen aun mirándome desde el espejo de la madrugada mientras nos cepillamos
los dientes, y pasar luego a lo otro, a ese rodar acelerado porque las siete
menos cuarto y la ciudad repleta de vehículos que hay que sortear
peligrosamente para no llegar tarde al trabajo, a ese inútil stress que se nos
va llevando sin que seamos capaces de detenernos en nuestra loca carrera para
preguntarnos adónde, para reclamar un segundo de paz, un remanso de cordura.
Pero allí, en la soledad de la máquina, de
nuevo Carmen como sentada sobre el monótono chak-chak de los pliegos de papel
que van doblándose y se amontonan en la mesa tras la que los ojos de Carmen
parecen perderse en otros ensueños y por eso, fumar de nuevo para sentirla
cerca, para abrazarla en el humo que se eleva, para envolverla en el fuego que
baja a mis pulmones.
Sé que no he de volver a verla. Pronto
llegarán las vacaciones y al regreso nada será lo mismo, porque una de estas
noches, lo sé, vencerán las bestias que se agitan en lo más hondo de su
entraña. De nada servirá entonces mi espada de cariño, de nada tratar de
despertar para traerla de vuelta a este lado. Todo se habrá perdido y, aunque
volvamos a vernos, no hemos de reconocernos entre ese humo tan diferente y esas
hondonadas repletas de noches solitarias y rostros ajenos.
*De © Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
ACUARELAS Y LIANAS*
I
Aquí el amor dejó sus huellas
en ciudadelas azules
agazapadas en el océano
donde inocultable
el corazón fue blanco
de sus acuarelas
y lianas
II
Me
ahogaron los amores.
La fuga de sus labios
por mi boca
la cartografía de sus dedos
en mi pecho
y al desenterrar
sus auroras
las inevitables gotas
de la tarde
me lloran con pesar
de soledades
III
Observo el jade de sus ojos
melancólicos anudarse
a mis vaivenes
de apátrida nocturno
por su cuerpo
Sus manos
buscando un norte
soñado por mis deseos
beben el licor
de los oasis
y esconde su voz de Venus
en la música
del viento
IV
Su joven espíritu oriental baila
un tango de Piazzola,
funde los cimientos
de mi amorosa religión
a sus caderas.
Mis brazos excavan rosas
de la boca del olvido
con entusiasmo
de minero
para construirle una estatua
en el boulevard
de mis preguntas
V
Sé que se marchará al Oriente
como hicieron otras
y sólo veré fugaz
la estela de su estrella
besar la nostalgia
de mis ojos.
El vuelo de una grulla
recordará dos trazos
ebrios, fundidos
sobre el fondo negro
de un papel
que dio principio
a ese amor itinerante.
*De Daniel
Montoly©
EL
CURA RURAL*
"Del polvo
venimos y al polvo vamos...".
Repetía como una letanía aquel cura rural
mientras caminaba por entre los campos verdes en los que, animadas por la incipiente
primavera, ya apuntaban algunas amapolas.
Ya eran muchos años de caminar por los
caminos de tierra de pueblo en pueblo, para atender las cinco parroquias que el
obispo había tenido a bien asignarle. Él intentaba llegar a todo, pero el
trabajo a veces le podía y le agotaba.
"Del polvo
venimos y al polvo vamos..."
Hoy estaba un poco deprimido por el
servicio último servicio celebrado. Le había costado llegar al fondo y su
actuación no había pasado de discreta. Se miró los pies, que iba arrastrando por
el camino, repitiendo absorto:
"Del polvo
venimos..."
Sonrió, sin embargo, al acercarse a la
iglesia del siguiente pueblo, y más al ver a Lucía que le esperaba sentada y
sonriéndole. "...Y al polvo
vamos", murmuró.
*De Joan
Mateu.
*
Como quien
nace otra vez
vuelvo a la orilla.
El viento
levanta a la arena
como un dios
que quisiera resucitar
a sus muertos.
No me escucho,
de este lado
del mundo.
Mi voz
se ha perdido,
niña y sola
entre los médanos.
El ruido del agua
es una ofrenda
que mi memoria me trae
para nombrarte.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador
(La Magdalena, 2016). Piedras de colores
(Proyecto Hybris 2018) Su último libro publicado es El orden del agua, GPU
Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
Lidia*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Adivino la penumbra, los relámpagos en el
rostro de Lidia. Cuando camina miro su vestido, el pesado oleaje que deja la
tela. Más tarde, sentada, es un mueble vacío que sólo proyecta sombras, el
remanente de las cosas que pasan. El día anterior la había encontrado en el
jardín, insomne, dando vueltas, mirando cosas al azar.
Me duelen los pies. También las manos. El
fulgor en su pecho por una medallita. A veces, por su posición, deslumbra; un
brote de luz para toda ella. Entonces se mueve y me pregunta:
— ¿Qué soñaste?
Busco en la memoria. Deber mío soñar todas
las noches, lo que sea, pero a veces no.
Lidia libera sus dedos mientras recuerdo:
prueban las uñas su boca, la cercan. Después, una mueca que perturba, la
sonrisa que se forma como una línea en el agua.
Tocan la puerta. Lidia cruza la habitación.
La aldaba en la madera. La sombra al otro lado que florece. Los pasos de Lidia
son los de alguien que camina bajo la lluvia. Desde hace tiempo percibo con
claridad sus manías: la duda en sus dedos antes de encender la luz, el
movimiento de sus aretes cuando inclina la cabeza, alerta ante un suceso inverosímil
que, por algunos instantes, se vuelve atroz y definitivo.
Mientras Lidia abre la puerta miro la mesa
dispuesta, los dados oscurecidos por el azar, una baraja, la derrota de una
vela. Inclino la cabeza: un filo de nube mueve la luz sobre la madera.
—Entra.
Otra mujer en la habitación, más nueva, más
pequeña. Es la primera vez que la veo. Ya no más nube en la madera, sólo en la
hojarasca que transcurre, en su memoria. La lluvia de hojas, desde hace días,
cubre con su sonido la superficie de las cosas. La recién llegada, en el quicio
de la puerta, sigue por instinto el movimiento. Con nerviosos ojos, de
pajarillo en rama, atisba.
—Me acuerdo del sueño —digo por decir algo,
para ser intruso, aunque sea por un momento.
— ¿Qué es?
— Una tetera que envuelve el fuego, tus
manos a cierta distancia.
— ¿Qué más?
— No sé.
Lidia suspira, decepcionada.
La otra se refugia en una esquina del
cuarto, apenas la percibo. Sólo el compás de su respiración, lento, sumergido
en el agua. A su piel le imagino gotas. Imagino su cara afuera, en el
descampado, iluminada por brasas. Resplandecida, entonces, se acerca a la mesa
y mira los dados.
—Perdón por llegar tarde —dice.
Su voz es una cesura. El cuerpo del
silencio ya no pesa. Leves hojas se desmoronan en los ojos de Lidia, nos
habitan aunque no lo sepamos.
Las respiraciones se sincronizan, como
manada que avista una fosa de agua. También la mía. Siento el dolor de mi
cuerpo, los brazos hormigueantes por la posición en la silla, las crecientes
náuseas.
—Llegas tarde —reclama.
Lidia camina hacia mí, desbocado el olor a
madera de su cuerpo. Un bosque entero cuando se acerca, sus frutos cuando me
toca. Trato de inclinar la cabeza pero Lidia sabe que su tacto entume y lo
prolonga en mi frente. La otra nos mira: desde su perspectiva la oscura mano de
Lidia, la mano que baja hasta mi garganta, cuidadosa, como si fuera a tañer una
cuerda.
— ¿Soñaste algo más?
El cuerpo de Lidia crece su sombra, casi un
charco donde beben los pies de la otra. Cierro los ojos en busca del fuego, de
las manos expectantes por la tetera. Empiezo a formar una imagen en el cuerpo
de Lidia, algo que me rescate de ella, cuando la otra aviva la voz:
—Un río, cuando llegué. Por eso la
tardanza.
Lidia la mira. Sus labios entrecerrados,
apenas los dientes, como si buscaran en el aire una fruta.
— ¿Qué más?
—No recuerdo.
Las dos se sientan en la mesa. Sus manos
extendidas, las miradas en lo bajo, en un tanteo que no llega. La mesa es un
campo nevado. Las manos de ellas, oscuros pájaros que lo vadean. Sus rostros y
los cuerpos serenos, al unísono en la luz, incluso los parpadeos.
Están un rato así, una frente a otra.
Después, por turnos, arrojan los dados. El golpe sobre la madera. El lento
movimiento que no acaba. Después murmuran números. Juegan a adivinar y ríen. La
nueva me observa con insistencia. Apenas habla. ¿Dónde la he visto? ¿Por qué la
imagino con las manos húmedas, la espalda contra la pared, embebida en algo?
Muevo un poco los pies, despierto sin
querer un crujido de la silla. Lidia se acerca, da una vuelta alrededor de mí,
recupera algo, una sustancia que no veo. Me estremezco cuando se aproxima,
cuando vuelve la olorosa madera de su cuerpo.
— ¿Tienes sed?
Asiento en silencio. Ella va a un rincón
del cuarto y regresa con un vaso abundante. Me da de beber. El agua se derrama
en mi boca, como antes la luz entre ellas. Después, cuando estoy satisfecho, su
mano desciende: un instante el vaso a la altura de mis ojos: un anzuelo. A
través de él, de su reflejo, las crecientes cumbres de Lidia. La voz es
sustento de la otra, apenas visible desde el fondo del vaso, como alguien
perdido en un banco de niebla. Lidia deja el vaso en el fregadero y me mira
como un objeto perdido, rescatado entre el polvo, a ciegas.
—Pensé que te acordarías con el agua.
No sé qué responder. Sólo espero que
concluya la tarde. La inútil hojarasca en el patio, el nervio de los pájaros en
las ramas, diminutos carroñeros después, en el círculo de la conjura,
planeando. Ya no hay bruma en la otra, sólo penumbra ceñida alrededor, que baja
por sus pechos, que deposita sombras leves en su cintura. Oscurecida se acerca
y su boca promete lumbre de voz. Pero Lidia se da cuenta y la calla colocando
un dedo firme entre sus labios. Sólo queda el temblor de sus ojos, desvinculado
por completo del rostro. Lidia me pregunta:
— ¿Sabes cómo se llama?
— Tal vez la conocí en otro lugar —respondo
casi de memoria.
— ¿En el lugar donde aparece la tetera,
donde mis manos se acercan al fuego?
Trato de responder, pero el dolor se
acrecienta. Mi cabeza es un vaso que rebosa. Mis pensamientos sondean el vacío.
Busco afanosamente la tetera, le dibujo un asa, el febril humillo que bordea.
Pero la imagen se diluye. Sólo me queda la provocación. Alzo la mano a pesar
del dolor, en un movimiento absurdo que me delata. Lidia mira los dados, la
desparramada vela, acaricia el cabello de la otra. Las sonámbulas muy juntas.
Las dos, una solitaria mujer, en el rito de la ablución, frente a un espejo.
Van y vienen las manos de Lidia. Tararea. Detiene su mano cuando percibe la
mía. Sigue el viaje con la otra, la tejedora. Enmarcado por la ventana el
movimiento. En una pintura las dos. Gruesas pinceladas en los ojos, más finas
—por la luz— en los brazos. Mantengo la provocación. Lidia deja a la otra
encandilada por los remanentes de su fuego. La cabizbaja, desde mi perspectiva,
con un poco de humedad, perenne en la frente y los labios.
Lidia me toma de la mano. Percibo su
respiración. El desorden de las venas, el oro desordenado del cabello. Con su
presencia aumenta el dolor. Todo el embate en el cuerpo, una marejada que sube,
que no cesa.
— ¿Qué pasa? —me dice.
Más cómoda en la creciente oscuridad. La
tarde se apaga poco a poco y las habitaciones menguan igual que los camarotes
de un barco hundido, alejado del sol y la misericordia. En poco tiempo Lidia
prenderá las lámparas. El gobierno de los oscilantes focos, entonces, sobre
nosotros. También su amarillo. La fría mano de Lidia me toca, no me suelta,
tantea el aire, le da forma. Le digo:
—Una tarde bajé por las escaleras, estabas
cerca de la hornilla, próximas tus manos a la tetera. Desde entonces siempre te
veo.
Sonríe Lidia. La otra, en un rincón,
desordena con su silencio las cosas. Lidia guía su respiración, impide que se
desboque y acabe con todo. Como en agua revuelta los dedos de Lidia cuando van
al interruptor. Después, calculados los muebles por el muerto dibujo de las
lámparas, se sienta en el sofá, frente a mí. Sigue el interrogatorio, los ojos
a veces en el vaivén eléctrico, en los insectos que concurren a las recientes
bocanadas:
—Tienes que contarme más.
—Sueño con eso, sólo bosquejos de ti, nunca
de la otra.
—Algo más concreto.
—Seguías con la tetera, mirabas el ascenso
del humo hasta el techo, quizás una figura que se escapa, que no recuerdo.
Lidia endereza el cuerpo. Inspirado en el
diablo el tiento de su voz, el tono que acecha, que rodea con hambre:
— ¿Y si repetimos todo?
— ¿Qué?
— Lo del sueño, la imagen, ese instante.
No puedo responderle. Abundante y amarillo
su cuerpo; la madera que lo templa. La otra está expectante, mirando nuestras
sombras, abiertas las palmas, temblor de peces en los dedos. A ratos parece más
viva, pero la mayor parte del tiempo se mantiene constante y frágil, con el
equilibrio de los sonámbulos, de los sumergidos.
— Quizá así descubras el inicio de todo.
Da una vuelta por la habitación. En fiesta
sus pasos por la idea. Una vuelta más. Se dirige a la ventana, un dedo curvo al
pulso de los árboles, al nervio de las ramas por el viento. Dedica varios
segundos a la estratagema, pero no tomo en serio sus intenciones por su mente
volátil, porque son volutas sus pensamientos en la tarde, humo.
—Ayúdame —dice a la otra.
Las dos, a un mismo tiempo, se dirigen a la
cocina. En el trayecto el dolor adquiere una consistencia uniforme, cenagosa. Buscan
en la alacena, a un lado del fregadero. Apenas logro inclinar la cabeza, una
ligera variación que me reafirma, que me sitúa —de alguna forma— en el mundo.
Pero pierdo la batalla: demasiado estropeadas las articulaciones, los huesos
recorridos por innumerables penas. El hormigueo en las manos —a veces acicate—
impide cualquier intento. Con el tiempo aumentará la embestida. Sólo atisbo
desde mi lugar, como santo a media luz, en doloroso nicho. Sedimentos se reúnen
en la orilla de mis ojos, esquivas siluetas en una playa, interrogando la
desolación, después de la marejada. En el piso refulgen pocillos para el café,
cucharas sin orden, inútiles cazuelas. Sin gobierno la estrategia de ambas, por
la premura, por la desesperación, por resolver el asunto a costa mía, de ellas
mismas. Yo prefiero lo abierto, lo maleable, lo inconcluso. La búsqueda
continúa, obcecada. El piso es un cementerio de cacharros. Desperdigados ocupan
la escena, protagonistas a su modo, hasta que Lidia exclama:
— ¡Aquí está!
Entre sus manos acuna la tetera. Siente su
peso, examina la tapa, abarca con sus dedos el ininteligible grabado, el
suspenso que deja en su boca abierta. La otra sujeta la tetera del asa. Desde
lejos miro el descubrimiento, el asombro que comparto porque nunca habíamos
llegado a este punto, porque siempre nos interrumpía algo: un ladrido, el ruido
de la lluvia en la ventana, el oscuro vuelo de los pájaros.
Revuelven un estante. Un cerillo a media
combustión pero que devora y contagia la hornilla. A pesar de la distancia
percibo la corona de humo, el temblor azul en los extremos. El galope del gas
en las tuberías. El agrio siseo aísla las náuseas, como una risa en un cuarto
vacío. La otra va al garrafón, llena un pocillo de peltre y lo lleva cerca de
la hornilla. Lidia otea en el especiero, busca esencias, hojas de limón para el
agua. No encuentra nada. Indecisa, se acerca a la hornilla, a la burbujeante
superficie.
El metal de la tetera pule la luz, fija la
mirada de Lidia en una memoria, un tiempo. Imagino el resto: en el diminuto
espejo un fragmento de su rostro, parte de la habitación, el esbozo de
nosotros. Las paredes curvas por la redonda superficie, los objetos en
distorsión, figuras ambiguas en una repisa, impregnadas de veneno.
—Creo que lo estamos logrando, ya sé dónde
está el truco, sólo hay que tener paciencia — dice Lidia.
El fuego lame el vientre de la tetera. La
otra más blanca, despabilada, también mira. Por el acercamiento menos luz en la
tetera, una nube invadiendo el redondo camino del sol. Sin embargo se acentúan
sus ojos, la parte superior de la nariz, las pestañas. Las dos, curiosos gatos,
persisten. Lidia dice:
—Creo que veo algo.
Apenas puedo parpadear, mis ojos arden. El
dolor asciende lentamente, como el agua en la tetera. Las figuras ganan
nitidez. El cuadro completo se abre. Desvío, como último recurso, la mirada.
Escucho la voz de Lidia, llena de maravilla:
— ¿Así era en el sueño?
Pero no busca mi respuesta, sólo se funde
en un plano, en un volumen. Luego se concentra en un punto que la define, que
le devuelve una imagen nítida, la entera perspectiva de sus tardes.
Mantengo abierta la mirada. En la esquina
la secreta espalda de Lidia, inalterable, con el peso de la conjura. No puedo
percibir a la otra, apenas su hálito, su sedimento. Siento su amenaza, como si
de pronto fuera a aparecer en el encuadre, a destiempo, y nos obligara a
repetirlo todo: las palabras dichas, el acto de prender la luz, el pulso de
Lidia en mi garganta. Imagino a la otra para salvarme, prevenir algo: la
espalda contra la pared, embebida en mí, los pechos bebiendo la luz, el aire
espeso. Asciende el agua en la tetera, en el límite la ebullición, un poco de
vapor en la escena. Inmóvil Lidia, sólo el avance de su mano, casi
imperceptible a la distancia, como el reflejo que se esconde en una vitrina.
Entonces, con la cercanía, termina el dolor. El fuego se extingue y sólo queda
humo, el desequilibrio en la habitación, el remanente de la imagen hasta otra
espera.
-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
*
Así
puede ser
todo
tan fugaz,
la vista
asciende
siguiendo
la luz.
Y
los colores
del mundo
se desvanecen
con la claridad
uniendo
lo etéreo
con lo real.
*De Miryam
Colombotto Seia. colombottomiryam@gmail.com
La
Criatura de los puentes*
Siralí se olvida, a veces, de esa capacidad
nómade que la caracteriza. Y aquello de los mundos le parece más un invento que
una realidad. Se olvida de todo y vuelve a las tardes de urgencia, a las noches
de apatía.
La alarma que más alerta sus sentidos es el
mareo angustioso del agobio. Porque sus estados de ánimo son cambiantes,
inasibles. Pero hay una punzante sensación que le recuerda a Siralí que hay
otro mundo, deshabitado ahora, un mundo que espera por sus flores ahora, por
sus perfumes, por sus personajes de bruja, de reina y exploradora, de animal.
Será preciso que delimite, que abra surcos
en la tierra con su arado. Que cobije bajo ciertos árboles las especies más
raras y desprotegidas. Será preciso que construya un puente, entre un mundo y
otro, de un lado y otro del sembradío. Con un vigilante ruiseñor que le avise
si el agobio llega con las tormentas después
de semanas cargadas de nubes. Que le avise
antes que a nadie, que pronto dolerá si no atiende al otro lado, solitario, en
el que ella, es dueña hasta del sol.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
-De su libro Intemperie. Viajera Editorial 2017
- Lorena
nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación
y Psicóloga Social.
En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó
en 2015 con su relato “Desde el
Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos. En
2018 publicó Mis Vendavales, su
primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó
el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando
a un gran público infantil.
-Concluyó una novela inédita para adultos.
-Propone acompañar la
creación literaria en modo individual y grupal.
*
Algún día mi viejo me empezó a leer
Shakespeare. Como tenía 8 años, debía explicarme todo para que entendiera,
palabras, historia de la época, etc. Yo oía fascinada su voz, esos domingos, a
veces, recostado, o en un sillón. En algún momento me explicó que cada cosa
quería decir muchas cosas. Que, por ejemplo, las brujas de Macbeth eran esas
viejas pero a la vez era símbolos y había muchas maneras de entenderlas.
¿También nosotros somos símbolos? -
pregunté.
Mi abuela materna que escuchaba desde el
marco de una puerta y con un mate en la mano, dijo:
-Seguramente alguien nos escribe y alguien
nos está leyendo y queremos decir muchas cosas y también no queremos decir
nada, somos esos que somos. Depende de quién nos lea.
Mi viejo se rió pero también se quedó
pensando. A veces imagino quien seré para cada uno y sé que debo ser muchas
palabras diferentes, extrañas y contradictorias.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
ESTACIÓN
POLVAREDAS*
El viejo pueblo de Polvaredas se alza como
una mancha de tristeza en los ojos del horizonte, pueblo de innombrables en
cuyas cantinas sirven las mujeres las sonrisas más seductoras combinadas con el
polvo que el viento arrastra de una mina anciana y sin oro. Por una de sus
laderas el amor se confunde con la brisa. Y la estación donde una vez el tren
recogió a los hombres que con rumbo a la sierra se abrigaban con
pedazos de cuero de vaca, porque la soledad
del frío sufre del rigor del mal de altura.
Polvaredas es el vestigio de lo que
cualquier hombre ilusiona. Un clítoris en medio de ninguna parte. Una basílica
que ofrece al hombre una esperanza. Esperanza que cada día se torna más escasa,
como la pluma de un ave Fénix o la cola de un dinosaurio. Pero el hombre vive
de sus ilusiones. Y la Polvaredas, hija del tren, conocida como el punto de la
suerte que la mala fortuna olvidó recoger del suelo, le extiende sus brazos a
todo aquel desarraigado que se aventure a pasar por ella para que haga de ella
su mujer y no su amante.
Tal como en La Vorágine, como una jungla de ocaso abraza a cualquier cuerpo
hasta hacerlo sudar. Lo exprime. Lo seduce hasta convertirlo en ciego a otros
pueblos lejanos y olvidados por los cartógrafos, pero son sus secretos de
mujer, los que se apegan al paso del único tren que la cruza de extremo a
extremo dejando atrás un sempiterno criadero de nubes preñadas por el polvo
cobrizo. Nubes que dejaran mañana arrugas como los plisados en la falda de una
colegiala alzándose sobre los rostros huraños y ásperos, que durante el
atardecer se aventuran a preparar sus maletas. Las que nunca llegarán a abordar
el tren de la medianoche.
*De Daniel
Montoly.
-Próxima estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril
Provincial:
CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
*
-Siguiente estación
En el recorrido del
tren literario por el Ferrocarril Midland:
KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA.
JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE
MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12.
LA SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO.
VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
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escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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