domingo, diciembre 19, 2021

A OTRAS VIDAS REMOTAS NO VIVIDAS…

 


*Foto de Belén Dezzi.

 

 

 



 

 

 

 

 

Las cosas*

 

 

Amanezco a tientas antes de la luz del día

con la cautelosa necesidad de un perro

de recuperar todo lo que borró la noche

y la vida de ayer que extravié en el sueño.

Ni la porcelana de las tazas es blanca,

ni el acero de los cubiertos es duro y frío,

ni el color de las naranjas es naranja,

ni la transparencia del vaso transparente,

ni la austeridad de esta casa me deprime,

y todo es de la medida exacta y conocida

que mi necesidad de un hoy igual que ayer

necesita. Sé bien que lo que ahora me sirve

y consuela como una cueva en la tormenta,

será insoportable con el correr de las horas,

que partiré a otras vidas remotas no vividas,

que no tendrá tazas ni aceros ni frutas

ni vidrios como estos mismos que, a la vez,

me alivian y me angustian, y creo que,

en esa vida intentaré ser perro y olisquear

el hastío con una felicidad absurda.

 

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 




 

 

 

LA CARRERITA*

 

 

          Había llovido. Cuando la arena se moja, el suelo de las calles pasa del desierto del Sahara, dificultoso y propicio a los camellos, a una superficie compacta y caminable, traidora con sus charcos y ladrillos emergentes, pero más amable en general para quien va, por ejemplo, cargada con una bolsa llena de papas y cebollas, habiendo aprovechado la oferta del verdulero, empeñado en ofrecer rebaja en el precio para quien compra tres kilos.

          Molesta por el peso de las verduras, apurándose para poder llegar y dejarlas sobre la mesada de la cocina, vio ese jardín con juveniles gigantes, qué placer, los años que tendrán esas plantas, y en cambio las mías pobrecitas, que no terminan de despegar. Ah qué maravilla la enredadera que trepa ese alambrado, ojo de poeta, erizada de flores amarillas con centro oscuro, tan llamativas, siempre digo que voy a poner una planta y al final termino dejándolo para el año próximo.

          La señora parloteaba por dentro, y algunas ideas más difusas apenas asomaban sobre sensaciones, recuerdos, apuntes hechos sobre el agua. Mirándolo todo pero viendo poco, más con la atención puesta en el conjunto que en algo tangible, la señora se encontró caminando por detrás de un chico de nueve o diez años, que llevaba guardapolvos y mochila de escolar.

          En la marcha, uno tiende a retrasar o apurar el paso para no quedar apareado a un peatón desconocido. El chico caminaba lentamente, la señora no tuvo que apresurarse demasiado para sobrepasarlo y dejarlo atrás. En el momento de pasar a su lado vio el corte de pelo reciente, los cabellos cortos erizados como un cepillo perfecto, y se imaginó el tacto de la mano pasando por ese pelo, abatiéndolo como cuando el oleaje mueve los juncos, o cuando el viento forma ondas en el trigo. Su mano recordó el lomo de un gato de su casa infantil, y de inmediato se materializó la foto de ese amigo que allá lejos en el tiempo se había rapado para trabajar en el primer restaurante vegetariano de Santa Fe. Revive esa vez que Aldo llegó a su casa con la flacura de un monje oriental, el pelito apenas creciendo de vuelta, y cómo Aldo le dejó pasar la mano por el cepillo de su cabeza, y fijar en la palma esa sensación inolvidable.

          Abstraída en recuerdos, de pronto reparó en que el paso moroso del chico a sus espaldas se había reavivado, y que, en vez de quedar atrás, se iba acercando.

          Cargó el bolso en el hombro derecho, y ella también aceleró. El chico se acercaba, indudablemente decidido a darle alcance.

          Quién, de niño, no ha medido sus fuerzas con la gente que inadvertidamente se desplaza por las veredas. Mientras el chico acortaba la distancia, la señora se negó a rendirse. Iniciaron una carrerita disimulada, y ella mantuvo la primera posición acelerando hasta casi trotar. Los dos se apuraban, ella escuchaba la mochila golpeando la espalda del nene, aferrada a su bolsa llena de papas.

          Debía aplicar alguna táctica para vencer a la juventud. Acercándose a un poste de luz, se mantuvo justo en el medio del espacio libre, y de ese modo fue utilizando los obstáculos para impedir ser sobrepasada. El poste, un perro dormido, la pila de ramas de una poda. Se desplazaba en zigzag, obturándole el paso a su competidor. Se le fueron acabando los recursos, y, finalmente, con un trote vigoroso, el chico pasó por al lado de la señora, quien, en el momento de ser derrotada, le dijo “me ganaste”. El triunfador volvió la cara hacia ella, la miró brevemente con ojos color miel, y le sonrió sin decir nada.

          Hermosa sonrisa; sonrisa amplia de camarada, de amigo, de ser humano extendiendo una mano imaginaria.

          Habían coincidido, habían jugado un juego, se vieron por un momento y ahora se alejaban, cada uno retornando a su edad y a sus quehaceres. Quién sabe por qué la alegría se desata cuando ocurren esta clase de cosas.

 

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 








*

 

 

Soñé con mi padre, 

anoche,

cuando la muerte le dejó un resquicio

para entrar a mi sueño.

Lo encontraba en la calle

y huíamos

hacia un país más libre,

él, con el paso lento de alpargatas azules,

yo, con los brazos cargados de hijos.

Había tanta gente huyendo con nosotros

por la ruta que a veces era mar

y el brazo remo.

Mi padre me abrazaba,

como cuando

era pequeña en las noches de lluvia.

Mana,

me dijo, y me soltó la mano.

Yo lo perdía.  Llegaba

a la orilla y no podía encontrarlo.

Y caminaba por el mundo nuevo

llamándolo

'papi'

pero él ya no estaba,

no,

él había vuelto a la región del muerto,

lejos de países libres,

lejos,

tan lejos de mi vida.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido recién editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RECONSTRUCCION*


*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

-PRIMERA PARTE-


Desde hacía tiempo había visto la muralla. A lo lejos se puede ver su figura asomándose entre un par de cerros. En las noches, en medio del silencio, se perciben bocanadas de luz y un leve murmullo eléctrico. La muralla está compuesta por ladrillos y piedras de diversos tamaños. No hay un orden discernible en la construcción. Es como si una mano gigante hubiera lanzado al azar restos encontrados en la espesura del bosque. El alto muro, de un metro de ancho, parece frágil y, al mismo tiempo, con la fortaleza necesaria para mantenerse en pie durante muchos siglos. Cuando alguien se acerca y mira su composición parece que está frente a las formas escondidas de una nube. Tal vez, en esas formas, se puede leer el futuro o, simplemente, son eslabones que conducen a la nada. No hay viajeros que se acerquen a este lado del mundo. Apenas hay caminos, medio cubiertos por la vegetación, que trazan una ruta hasta esta parte. Quizás alguien visitó el país que protege la muralla, pero no hay ningún rastro, ningún documento.

Es invierno. El cielo emite un latido denso y gris. A la distancia, un pájaro negro.

El país que protege la muralla es amplio. Quizás fue próspero en un tiempo remoto. Desde la altura se distingue un ancho camino de tierra aplanada, se pueden ver algunas casas que se agrupan en círculos irregulares. El camino, después de avanzar un par de kilómetros, deja ver algunos asomos de asfalto. Cuando se llega a las primeras casas los trozos de asfalto son más visibles y se tiene la sensación de asistir a un descubrimiento. Las casas, en este punto, son más numerosas y se pueden ver antenas herrumbradas: esqueletos desvencijados apuntando al cielo. Más allá se vislumbra una larga extensión habitada: algunos edificios cuyos perfiles emergen de entre la niebla de la madrugada y calles que serpentean alimentadas por postes que derraman una luz amarilla e intermitente. Casi no hay autos.

Me hospedé en un pequeño hotel de dos pisos y un puñado de cuartos. El dueño ofrecía siempre, antes de las siete de la mañana, un magro desayuno compuesto por frijoles, un par de tortillas y un jarro de café humeante. En las noches subía a su habitación y prendía el radio hasta sintonizar una estación de música clásica. Suponía que estaba acostado, mirando el techo, tarareando con voz muy baja algunas notas. Tal vez intentaba captar mis ruidos, cualquier señal que viniera de los cuartos inferiores. Cuando avanzaba la madrugada la música desaparecía y se podía escuchar el correr del agua en las tuberías. Era un sonido metálico que repiqueteaba y distraía los pensamientos. A veces imaginaba un montón de canicas en caída libre tras los muros y desapareciendo en un espacio imposible de ubicar. Desde mi ventana se podía ver la parte más alta de la muralla, el borde irregular y pedazos de tabique medio destruidos, como arrancados con furia. Imaginaba que el país había sufrido algún intento de invasión y que los enemigos habían sido derrotados. Nadie sabía quién había construido la muralla, tampoco se sabía cuál era su extensión aunque se especulaba que era de cientos y cientos de kilómetros. Por estas razones llegué al país. Quería investigar su historia, escribir un libro en mi computadora sobre sus costumbres y anécdotas más importantes. Cargaba mi aparato en una maleta de cuero negro. Me invadía el temor de que, en cualquier momento, se averiara y tuviera que hacer notas en libretas o papeles sueltos. El cargador lo tenía siempre a la mano porque había que aprovechar el suministro de electricidad ya, según el posadero, había constantes apagones. Algunas zonas del país se sumergían en la oscuridad por varios días. En las calles se veían puntos luminosos que resplandecían con irregularidad: tal vez antorchas o fogatas improvisadas. Nadie se quejaba. No había advertencias sobre los cortes de luz; las escasas televisiones que aún funcionaban, transmitían programas antiguos que, alguna lejana estación, repetía constantemente.

No me gusta escribir a mano. Prefiero la rapidez de las teclas, la posibilidad de modificar frases, hacer interpolaciones, trabajar obsesivamente un párrafo hasta sentir que cada parte tiene vida propia. Cada trecho de escritura, con el paso del tiempo, tiene que alejarse de mí lo suficiente hasta que parezca la obra de un extraño. Por eso evito la escritura manual: tengo que evitar cualquier rastro en el que me reconozca, cualquier señal dejada de manera inconsciente y que pueda revelarse en el futuro. Las veces en que tengo que garrapatear algunas palabras lo hago tratando de disfrazar mi caligrafía. Sin embargo, es imposible, pronto emerge del papel mi letra de niño, demasiado simétrica, como si aún estuviera en el aula y me esforzara por complacer a la maestra. Hay algo en la redondez impostada de una vocal que somete mis pensamientos a un lento escrutinio que no puedo soportar. Por esta razón, cuando regresaba al hotel, prendía rápidamente la computadora y transcribía, impaciente, línea tras línea. Después, volvía a leer con detenimiento y hacía cambios hasta que estaba más satisfecho. Sé que algún día fallará un componente esencial del aparato y mi escritura quedará oculta, obsoleta para quien la encuentre a menos que pueda extraer toda la información. Lo más probable es que los pulsos eléctricos que laten en la pantalla, almacenados en minúsculos chips, brillen cada vez menos hasta desvanecerse. Por eso pienso que mi labor es un ejercicio para la nada, para mí mismo, para mantener a raya el paso de las horas y el asombro.

El hotel, más allá del desayuno, casi no tenía servicios. En una alacena había legumbres y papas para acompañar los frijoles. Una pequeña estufa de leña servía para calentar y cocer las cosas. Casi no se podía encontrar carne. El dueño apenas cambiaba las sábanas una vez a la semana. Yo tenía que lavar mi ropa. En el patio trasero había una gruesa barra de jabón y un lavadero de cemento. La llave siempre goteaba. El agua helada entumía y entorpecía el movimiento de las manos. Sin embargo, mientras estaba en esa labor, tenía una vaga sensación de tranquilidad generada, quizás por el cielo inmóvil o por el escaso barullo en las banquetas y la gente que salía a trabajar. Iban con gabardinas oscuras y guantes para soportar el frío de las mañanas aunque, más tarde, el sol calentaba un poco el ambiente. El dueño me miraba desde la ventana de su cuarto. Yo podía ver, de reojo, su silueta y presentía el momento en que corría la cortina para regresar a la recepción o alguna otra parte del hotel que, a la sazón, estaba desierto. Cuando llegué al país, después de caminar por casi un par de horas hasta llegar a las primeras calles y construcciones, me fijé en la puerta de madera del hotel y en una aldaba en forma de león dorado que recordaba un pasado señorial. Toqué la puerta. Un hombre de cabello entrecano me preguntó con voz extrañada:

–¿Es usted periodista? ¿De dónde viene?

–No –le contesté mientras dejaba mi maleta en el piso –sólo quiero recorrer el país. Ignoré la segunda pregunta.

Un pájaro oscuro pasó encima de nosotros.

El hombre se rascó la cabeza y me dejó entrar. Después apuntó mi nombre en un libro de registro vacío y, sin hacer más preguntas, me dio una llave plateada que tenía grabado el número de la habitación. También me dio la llave principal para que pudiera entrar y salir sin necesidad de tocar la puerta. Me dijo que después acordaríamos el pago.

Una de las primeras tareas que me propuse fue recobrar la historia de los lugares que recorriera. Ese objetivo, en apariencia fácil, se antojaba casi imposible por la ausencia en el país de librerías, bibliotecas y escuelas. En cada casa el conocimiento –basado en gran parte en habilidades prácticas– se reduce a una precaria alfabetización inculcada por los padres, rudimentos que no van más allá de construir algunas frases compuestas por un reducido vocabulario. En algunas zonas, sobre todo en las escasas zonas industriales, se refuerza un conocimiento técnico indispensable para las labores a las que se dedicarán toda la vida. Al transcurrir mis indagaciones me di cuenta de que cada una de las ocupaciones es de naturaleza práctica. En las zonas de cultivo no hay más interés que el aseguramiento de la cosecha y, en las zonas urbanas, la actividad se concentra en la fabricación de enseres de primera necesidad. La cultura escrita del país es casi inexistente. Lo que se puede encontrar, de manera fragmentaria, perdidas en los salones vacíos de antiguas escuelas o en los desolados archivos, son noticias, crónicas incompletas de un tiempo perdido. Uno de los primeros textos que encontré, un poco corroído por la humedad, en una pequeña tienda de legumbres, fue la reconstrucción detallada de algunas especies de aves. La portada de la revista había desaparecido hacía mucho y las páginas interiores se habían conservado relativamente legibles. Le pedí permiso a la mujer que me atendía para llevarme la revista. Ella apenas reparó en mi petición y asintió en silencio mientras escuchaba la consulta de un cliente. Regresé a mi cuarto con la convicción de haber hallado algo importante. El autor, cuyo nombre en la parte superior de la página apenas podía descifrar, hablaba de la importancia de tres especies endémicas de la zona: el pinzón, la golondrina común y el colibrí Lucifer. Con paciencia detallaba cada una de sus características, su área de distribución y sus hábitos más reconocibles. En el caso de la golondrina común daba algunos datos de sus elaboradas rutas migratorias. Leí con pereza los primeros párrafos, pensando que había encontrado un estudio que no tenía más que detalles asépticos y pormenorizados. Sin embargo, conforme avanzaba en la lectura, pude darme cuenta de una intención escondida en cada una de las palabras. El autor trataba, a toda costa, de continuar bosquejando cada una de las peculiaridades de las aves. Las enumeraciones parecían no tener fin. Su mirada iba a las vetas de color en el vientre del pinzón macho y al aleteo instantáneo del colibrí Lucifer. Esa necesidad de desentrañar cada peculiaridad del ave era un disfraz de una realidad que se quería evadir a toda costa: las especies, probablemente, ya no existían en el momento de la escritura del texto o estaban en un avanzado proceso de extinción. El autor, como en un monólogo febril, enlazaba datos, zonas geográficas, hábitos de apareamiento, alimentación, entre otras características, con la intención de aparentar una normalidad que se desbarataba segundo a segundo. El texto era un ejercicio, desesperado, por dejar una huella y, al mismo tiempo, no perder la cordura. Esos “ejercicios de evasión”, como los nombré en los primeros archivos en mi computadora, los encontré –dispersos y casi ignorados– en casas, tiendas y oficinas. Todos describían de forma minuciosa, como si fueran una prioridad ineludible, aspectos zoológicos y botánicos: las alas de las mariposas, el ciclo de vida de un hormiguero o el calendario de floración de los girasoles. Miraba los dibujos que acompañaban los textos y completaba mis transcripciones con comentarios sobre las sutiles formas de ignorar la realidad, comunes, al parecer, en los primeros escritos con los que tuve contacto. Pronto descubrí más artículos y textos de otros temas que la gente del país daba por abandonados o utilizaba, de forma somera, para practicar la lectura y las primeras letras.

Desde mi llegada descubrí que las computadoras, desde hacía mucho, son casi inexistentes. La producción del país se sustenta en máquinas simples y aparatos que prescinden de la informática para funcionar. La sociedad, podía adivinar por algunas señales (urbanización, construcción de algunos edificios, anuncios electrónicos apagados), había alcanzado un alto desarrollo tecnológico, similar al de cualquier país moderno, pero, por alguna razón, en algún punto de su historia este avance se había detenido. En ese tiempo sin memoria lo único que quedaba eran recuerdos, rastros, objetos ya inservibles que algunos guardaban por una nostalgia desconocida, inconsciente se podría decir, y que perduraba de generación en generación. Sin embargo, en el tiempo que pasé en esa parte del país, no percibí que los habitantes asumieran esa interrupción como una desgracia. Al contrario: había una tranquilidad escondida en cada uno de los rostros que encontraba en las calles. Los más jóvenes, apenas conscientes de ese pasado, se limitaban a vivir sus vidas con lo que el país les ofrecía y ninguno se interesaba por los eventos que habían moldeado el presente. El dueño del hotel, por ejemplo, de unos sesenta años de edad, tenía arrumbado un pesado monitor en una esquina de la recepción. La unidad de procesamiento, un rectángulo negro con entradas para diversos dispositivos, tenía su armadura despostillada; en las orillas se podían ver marcas causadas por el reiterado uso de desarmadores y otras herramientas. El aparato había sido abierto una y otra vez. En toda su superficie se descubrían los intentos obsesivos y prolongados por desentrañar sus misterios y echar a andar los engranajes electrónicos. Ahora, el aparato lucía abandonado y sus recovecos interiores, los circuitos que alguna vez lanzaron pulsos veloces, criaban larvas de diminutos insectos. Esa carencia tecnológica asilaba esa parte del país, era una muralla invisible que los mantenía ignorantes y a la vez protegidos de cualquier contaminación exterior. Esta seguridad, que a mí se me antojaba falsa, era la principal razón para que muy pocos tuvieran la iniciativa de resucitar los viejos aparatos, restaurar la herrumbrada tecnología, y restablecer lazos de comunicación con las demás zonas habitadas, si es que había.

Una mañana, durante la primera semana de mi estancia y antes de salir para iniciar mis recorridos, escuché al posadero sintonizar un radio portátil. El hotel casi siempre estaba en silencio. Las paredes blancas y los muebles de madera actuaban como una eficaz caja de resonancia. Pude distinguir sus esfuerzos por sintonizar un cuadrante que no estuviera lleno de interferencia o de estática. Al fin, después de unos minutos, se escuchó la Mazurka número 17 de Chopin. El piano, de repente, llenó los espacios vacíos que, por momentos, me rodeaban y hacían más grandes los objetos: una jarra con agua, el vaivén de una lámpara, una mosca que orbitaba una solitaria maceta de barro. Mientras la pieza seguía pensé en cada una de las cosas que podía ver. Pensé en su historia y en la cadena de sucesos que las habían llevado hasta ahí. La música emergía, tímidamente, de la puerta del posadero. Supe, con seguridad, que el hombre no tenía conocimiento del compositor, ni del contexto de creación de la obra. Se dejaba guiar, simplemente, como un niño ante el lenguaje abstracto de las notas. Casi lo podía ver cerrando los ojos, imaginando las turbias sombras de un bosque o la neblina de las mañanas invernales que se estrellaba, como las olas de un mar inasible, en la frontera de la muralla. Desde entonces y durante mi estancia en esa ciudad fue una costumbre escucharlo apagar el aparato de radio después de una sesión de música. Si la acción ocurría durante el desayuno podía adivinar sus pasos sobre el piso de madera. Los pasos parecían ir en círculos, como si estuviera inquieto o como si pensara demasiado sus actividades de la jornada. Después se escuchaba el rechinido de su puerta y sus pasos secos, solemnes, al bajar las escaleras. Sabía que sus labores eran muy sencillas y casi idénticas día a día: barrer cada uno de los cuartos vacíos y sacudir las cobijas para eliminar insectos y el polvo que se podría haber acumulado. Después, limpiaba los baños con vinagre diluido en agua. El resto del tiempo lo pasaba en la recepción ordenando papeles viejos y haciendo trucos con una baraja vieja. Una mañana, después de su rito con el radio y su descenso por las escaleras, se acercó al pequeño comedor en donde desayunaba. Llevaba guantes en las manos para combatir el frío. Arrastró un banco de madera, se sentó y me contempló por unos instantes. Llevé la cuchara a los frijoles y correspondí a la observación con un gesto que trató de ser amable para que él diera el primer paso y se soltara a hablar. No era timidez, sin duda. Era un cálculo demorado que buscaba precisión y, también, controlar la información que podía darme si entraba en confianza demasiado pronto. Mientras se decidía me percaté de los acabados en la cocina, los azulejos de grecas azules que estaban a un lado de la estufa, el refrigerador que zumbaba en una esquina. Adiviné que, cada uno de ellos, había sido reparado o dado algún tipo de mantenimiento para prolongar su vida útil. El desgaste se combatía en cada uno de los cuartos y rincones del hotel. Algunas partes, que en el pasado habían sido de otro material, quizás derivados de plástico o alguna especie de resina, ahora eran una reconstrucción de madera. Sin embargo, asumí que la necesidad de combatir el tiempo no era para atraer clientes sino para dar una sensación de estabilidad, de normalidad y, seguramente, para mantener ocupado al posadero, que no sucumbiera a la molicie de los días. La transición a la madera le daba al interior del hotel una composición ámbar oscuro, orgánica y, podría decir, palpitante. Las vetas que delineaban laberintos en mesas y bancos; las partes donde coincidía alguna rama y que habían sido pulidas con ahínco hasta semejar ojos grandes y oscuros, invitaban a la contemplación y a la demora. Iba a interpelarlo, cansado de su mutismo, cuando vi que observaba la maleta en la que guardaba mi computadora. Por un momento tuve miedo de que me fuera a robar o que me exigiera el aparato como pago por la estancia.

–No se preocupe, no corre peligro –me dijo adivinando mi expresión y esbozando una leve sonrisa. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas. Sus ojos, por alguna razón, me parecieron cansados, opacos por un persistente insomnio.

–¿Para qué la necesita? –me preguntó mientras se acomodaba en la silla. La pregunta no era una amenaza velada ni una intromisión. Era, simplemente, la curiosidad natural de un hombre que nunca había visto una computadora portátil funcionando. Pasó un trago de saliva y continuó:

–Antes, unos años atrás, lograron echar a andar una computadora como la de usted. Fue una proeza sin sentido porque esos aparatos no tienen utilidad aquí. No hay cables que lleguen lejos ni tampoco antenas transmisoras que superen las últimas colonias de la ciudad. La única estación que funciona sólo pone discos viejos y, en la televisión, retransmiten programas que muchos ya no ven.

–Cuénteme más –le dije saliendo de mi mutismo y abriendo el cierre de la maleta.

 

 

(CONTINUARA)

 

**

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.


-Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Ven a casa

veamos una película bizarra,

"La mancha voraz" y la escena

de la cabina telefónica.

Trae palomitas de maíz

yo compraré bebidas.

Llega temprano y siéntate a mi lado

seamos felices

al menos por un rato

Que tu temor de hule

y mi ansiedad de gabardina

sean dos extraños más

 en el sofá del living.

 

 

*De Marcela Lokdos.

 

 

 

 


 

 

 

 

El cuarto angosto*

 

 

     Lucas estaba parado en medio de la habitación mirando a su alrededor con ojos atónitos. Al comienzo sólo lo intuyó, pero en ese momento estaba seguro de lo que ocurría. La puerta había desaparecido totalmente: un listón de madera ocupaba su lugar. Sus labios se secaron y su garganta ahogó el alarido.

     El cuarto angosto de paredes claras se achicaba y lo comprimía. Las paredes se oscurecían aprisa, se acercaban amenazantes. El techo bajaba y se había tornado tan negro como la noche que observara por la ventana unos minutos antes; sin embargo ya no había ventana, sólo un pequeño rectángulo algo más claro se hallaba en su lugar. Se sentía devorado y asfixiado por ese cuarto que se estrechaba cada vez más y más. Se empeñó en pedir auxilio, abrió su boca muy grande y procuró que el grito brotara desde lo más profundo de su pecho, mas no pudo proferir sonido alguno, las paredes ya rozaban su piel.

 

 

Analía Pascaner.

-Publicado en revista con voz propia Nº 112 – noviembre 2021

 

 

 

 


 

 

 

*

 

 

Conozco personas que son capaces de crear un frasco de dulce de un fracaso, de una enfermedad, de una catástrofe. Al principio sufren como cualquiera, pero luego van a la cocina o al cuarto de alquimia y el milagro está realizado. Otras con lo mismo hacen libros, partituras, ciudades. Son personas simples y calladas, no parecen superiores a los otros, los que multiplicamos fracasos, enfermedades, catástrofes. Caminan sobre abismos como por una calle cualquiera con casas y árboles conocidos, con los perros de siempre y los automóviles dormidos en las esquinas.

 

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 


 

 

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En las fiestas, regale con amor

una edición de Inventiva Social.


https://inventiva-social.blogspot.com/

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Final del recorrido por el Midland.

 

Como en otras circunstancias asombra y da vértigo ver el paso del tiempo. El inventren como proyecto de escritura con la reapertura simbólica de algunos ramales ferroviarios de trocha angosta es “casi casi” tan antiguo como Inventiva Social.

 

En el recorrido del antiguo Midland se llevan escritas desde julio de 2009 35 estaciones.

¡Julio de 2009!

 

CARHUÉ.

J. V. CILLEY.

ROLITO.

SATURNO.

SAN FERMÍN.

CASBAS.

EDUARDO CASEY.

ANDANT.

CORONEL M. FREYRE.

ENRIQUE LAVALLE.

CORACEROS.

HENDERSON.

MARÍA LUCILA.

HERRERA VEGA.

HORTENSIA.

ORDOQUI.

CORBETT.

SANTOS UNZUÉ.

MOREA.

 

Al partir de Morea se incorporó al Empalme Ingeniero de Madrid como estación del Midland. Desde allí se abrió otro recorrido por el ferrocarril Provincial que “quizá” algún día concluya en la terminal de La Plata.

 

El recorrido siguió por:

 

ORTIZ DE ROSAS.

ARAUJO.

BAUDRIX.

EMITA.

INDACOCHEA.

LA RICA.

SAN SEBASTIÁN.

J.J. ALMEYRA.

INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.

PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN.

PLOMER.

Apeadero KM. 55.

ELÍAS ROMERO.

 

¡Y si se continuara con el recorrido original faltarían 18 estaciones!!!

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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