*Foto de Mercedes Araujo.
https://www.instagram.com/meraraujoletrasyfotos/
En el desierto*
Un hombre mira al
cielo,
agita sus brazos
en busca de alivio.
Dios lo observa
compasivo.
No sabe –y se lo
pregunta-
si él mismo es un
espejo del hombre
o un capricho del
destino.
Al fin, los
ojos de ambos
se encuentran
y se ven pequeños,
ilusorios.
Tan agudo es el dolor
que sospechan haber
sido soñados
por una misma alma
solitaria.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
-De “La
incomodidad” Editorial Huesos de jibia. 2015.
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
TERCERA PARTE.
Mi habitación en el hotel era espaciosa. Al
lado derecho había un buró. Enfrente, un espejo rectangular cuyo marco de metal
estaba un poco oxidado. Las paredes desnudas creaban la ilusión de un espacio
más amplio. La cama tenía una base de madera cuyas cajoneras habían sido
retiradas. Me pregunté si habían sido utilizadas para guardar documentos, si el
posadero suponía que ningún huésped tendría cosas para guardar. Después de la
plática sobre el suicidio decidí quedarme en la habitación. No quería bajar y
encontrármelo de nuevo. Aún latía en mi memoria sus ojos y sus palabras
demoradas por el insomnio. Al lado derecho había un armario medio apolillado
con algunos ganchos de metal. Me senté en la cama y recargué la espalda en la
pared. Pasé el tiempo vagabundeando en los archivos de mi computadora. Saltaba
de texto en texto, displicente, evitando desarrollar una idea extensa. A veces
escribía un par de frases y las borraba inmediatamente. Lo que noté en seguida
es que, cada una de las palabras, sonaba artificiosa, como el silencio de las
calles, el suicidio de la mujer y las paredes blancas de la habitación que
parecían multiplicar, confundir mis pensamientos.
El siguiente texto que encontré fue en una
revista. Estaba a punto de salir del hotel cuando, en la recepción, miré debajo
de un archivero de cartón. Ahí descubrí un manojo de papeles. Me sorprendió el
hallazgo. Desde mi llegada había intentado recopilar cualquier material que
estuviera a la mano. Las revistas y otros impresos eran muy escasos, casi
inexistentes. Supuse que, además del poco interés por la escritura, la falta de
insumos para imprentas había hecho que se detuviera la producción de cualquier
tipo de textos. Lo que había, en todo caso, eran hojas de papel sueltas, a
veces cosidas en libretas rústicas, de bordes gruesos, que vendían en algunas
tiendas. El posadero tenía varias de ellas aunque estaban vacías. Por esta
razón, sin importar que me descubriera, levanté el archivero y saqué la
revista. Arriba, se escuchaba la Mazurka de Chopin y, confiado, la guardé en mi
maleta para leerla con detenimiento. Una vez en la calle miré la portada que
estaba comida por el moho. Se veía el fragmento de un rostro femenino y, más
abajo, unos tacones color negro. Lo demás no se podía distinguir. En los
interiores había anuncios de ropa, electrodomésticos, recetas de cocina y
consejos sobre las tendencias más recientes en zapatos. Vagabundeé por las
páginas. Algunas estaban pegadas y tenía que tener mucho cuidado para no
romperlas. Antes de llegar a la última página que, al estar más expuesta a la
intemperie, era ilegible, encontré un pequeño artículo. Estaba firmado por una
mujer y su título era: “Consejos para no aburrirte en invierno”. Deduje que la
edición había salido al mercado en los últimos meses de un año ya lejano. El
texto comenzaba diciendo que el invierno era una buena oportunidad para ordenar
la casa y, tal vez, pensar en hacer algunas reparaciones. Si el clima era muy
frío recomendaba pasar el tiempo en casa, llamar a los amigos o cocinar recetas
nuevas. La autora enfatizaba la necesidad de la compañía y, sobre todo, de
pensar en nuevos proyectos para el nuevo año. Otro consejo era escribir largas
cartas, hacer proyectos conjuntos con los hijos o con la pareja. Atrás de esas
recomendaciones latía la urgencia por combatir algo que, aparentemente, era
inocuo. El lenguaje usado, afable, dejaba entrever una creciente preocupación.
El aburrimiento, el no pensar en nada, parecía un problema de salud pública.
Quizás toda la revista tenía como objetivo combatir los primeros síntomas de
desidia y había otras publicaciones repletas de textos de autoayuda, consejos,
recomendaciones, actividades, para que la gente saliera de un marasmo que, con
el paso del tiempo, se tornaba maligno. Imaginé las calles que recorría
cotidianamente con anuncios en los postes de luz, carteles con teléfonos de
psicólogos o psicoterapeutas, programas de televisión, festivales escolares,
celebraciones religiosas, ceremonias cívicas, lecturas públicas. Todo ello como
un esfuerzo desesperado para que la gente no se abandonara, para que se
siguiera interesando en la ciudad, en sus vecinos y, sobre todo, en su vida.
Esa noche transcribí el artículo. Mientras
lo hacía tenía miedo de un nuevo apagón, que el posadero se diera cuenta de la
ausencia de la revista y subiera a preguntarme. Sin embargo, confiaba en que el
hombre considerara ese amasijo de papel como un objeto intrascendente, algo
para llenar un espacio vacío. Miré la pantalla blanca. Quise copiar, en ese
momento, más artículos. Intenté reconstruir algunos párrafos ilegibles de otras
secciones de la revista. Sin embargo, me sentí defraudado. Quería transcribir
textos completos, como quien coloca en la misma posición una pila de ladrillos
después de haberlos sacado de un lugar lejano. Sentía que, cada una de las
palabras, incluso los espacios en blanco, los márgenes derruidos de las
páginas, eran oportunidades para internarme en la memoria posible del país, en
las secretas vidas de sus habitantes.
Después de guardar la revista debajo de la
cama, subí a la azotea del hotel. La construcción no era muy alta, pero desde
ahí se podía contemplar gran parte de la ciudad. Hacía frío. De mi boca salía
un vaho que perduraba algunos segundos. Como podía suponer casi no había gente
en las calles. Apenas un par de tiendas estaban abiertas y los escasos
transeúntes iban a paso veloz, como si temieran llegar tarde a una cita importante.
Miraban a los lados. Uno no despegaba la vista del suelo y apenas ponía
atención en el camino. Podía ser que, a pesar de ir bien abrigados, estuvieran
huyendo del frío o de alguna amenaza imposible de ver. Iba a seguir observando
cuando las luces de algunas casas comenzaron a apagarse. A mi lado derecho la
ciudad lucía oscura, como un oasis negro que pronto devoraba sus límites e
invadía territorios cercanos. Los postes fueron sólo un recuerdo luminoso y,
como oculta por un grueso telón, la ciudad quedó anónima, ciega, como si nunca
hubiera existido. El hotel también quedó sin luz. Alcé la vista y miré el
resplandor de la luna que era opacado por una nube ligera. Aproveché para
regresar a las escaleras que daban a la azotea y entré a mi cuarto. Supuse que
el posadero estaba solitario, en su cama, intentando dormir, mirando en
dirección a la ventana. Los apagones eran, también, un elemento que endurecía
el aburrimiento pues impedían hacer casi cualquier cosa. Tal vez a alguien se
le hubiera ocurrido hacer algo con la oscuridad: juegos en los que los
participantes recorrieran la casa usando como guía las sombras menguantes de
los muebles; retos en los que una pareja de amantes se encontrara por el sonido
de su voz. Pasaron varios minutos y perdí la esperanza de que regresara la luz.
Me metí en la cama abrigándome con una manta de lana. No pude dormir de
inmediato. El silencio del hotel se expandía a toda la ciudad. En ese momento,
pensé, todos se habían quedado callados: los esposos habían interrumpido alguna
conversación y, acaso, alguna pregunta se había quedado en el aire. Reflexioné
en mis preguntas. Era como escarbar en tierra árida, dura, aplanada por el paso
de mucha gente. Mi mente comenzó a pesar y, al fin, me quedé dormido.
Al día siguiente, antes de desayunar, y
contrario a mi costumbre de escribir en las tardes, después de mis paseos,
prendí la computadora y desarrollé brevemente algunas ideas sobre los últimos
acontecimientos que había presenciado. Una de las teorías que apunté fue que
los habitantes, en efecto, padecían una indolencia que podía percibirse cuando
se intercambiaba un saludo o en la falta de interés en las vidas de los otros,
incluso de los vecinos más cercanos. En mi archivo escribí que los habitantes
de esa región parecían seguir rutas determinadas todos los días. Calles
aledañas a sus hogares, rara vez eran visitadas porque no formaban parte de ese
itinerario inconsciente y calculado. Una vez resueltas las necesidades más
básicas, regresaban a sus casas y las calles permanecían desiertas. Quizás, el
único factor que variaba era la hora en que ocurría algún apagón. Entonces iban
a cajones y armarios para prender velas. En las noches, sobre todo cuando la
oscuridad se prolongaba por varias horas, un hipotético paseante podría recorrer
las calles y era rodeado por ventanas iluminadas con diminutas luces, como
estrellas perdidas en un cielo inmenso y, al mismo tiempo, vulnerable. En
algunas ocasiones, cuando recorría las calles, quedaba de manifiesto mi
condición extranjera por mi caminar indeciso, mi falta de rutina, la sensación
de quedar inerme en una esquina, como el viajero perdido en un denso bosque.
Intenté crear una rutina partiendo siempre
de la plaza principal. Al centro había un quiosco redondo cuya estructura y
delgadas columnas tenían una vaga apariencia árabe. Algunos paseantes caminaban
silenciosos. La iglesia estaba cerrada y, el campanario vacío estaba
ligeramente inclinado. No había cafés sino tiendas donde vendían frutas y
algunos productos de manufactura artesanal. Me comencé a mezclar con la gente.
Algunos de ellos, reticentes, apenas me respondían el saludo. Recibía un “sí”
después de un “buenos días”. El “sí”, por supuesto, era un refunfuño
disfrazado. Una mañana, mientras decidía si convenía alejarme de las calles
centrales, advertí que un hombre, que trabajaba en una carpintería, cerca de
una esquina, me hizo señas para que me acercara.
–¿Cómo está?
El hombre dejó la garlopa y recargó en la
pared una gran regla de madera.
–¿Es extranjero?
Asentí.
–Creo que esto le podría interesar.
El hombre me extendió una libreta roja con
una liga azul que servía para asegurar las tapas. Cuando le pregunté al hombre
el origen de la libreta se limitó a encogerse de hombros y volvió a pasar la
garlopa sobre una tabla de madera. Las virutas comenzaron a caer cerca de mis
pies. Le di las gracias y traté de recordar la ubicación del negocio para
regresar y, tal vez, obtener información adicional. Pensé en las motivaciones
del hombre para darme la libreta. Era como una sutil llamada de auxilio. Era la
necesidad de compartir esos fragmentos casi ininteligibles con la primera
persona que pareciera estar genuinamente interesada.
Llegué a mi habitación. Tenía la idea de
que el posadero me estaba esperando. Desde el inicio era evidente su desagrado
cuando indagaba el país. Por momentos mostraba curiosidad, pero después
evitaba, desconfiado, cualquier contacto prolongado conmigo. Era probable que
desconociera gran parte de los hechos pasados del país, pero estaba seguro de
que conservaba información adicional, acaso una sospecha, una experiencia
íntima que cuidaba a toda costa. El foco comenzó a parpadear. Esperé,
desesperanzado, a que la lenta oscuridad llegara y sumergiera todo. Los
apagones eran una marea que te dejaba indefenso, enfrentado al anonimato de las
cosas. Sin embargo, la luz volvió a estabilizarse y el filamento del foco lanzó
una bocanada amarilla que me permitió abrir la libreta y comenzar a leer las
primeras líneas. Al parecer, por la sucinta introducción que se hacía –un viaje
desde una zona llamada “las estepas”– el autor era un viajero como yo. La
libreta no contenía un artículo o ensayo, sino era un diario. El autor,
anónimo, contaba sus primeros días en la ciudad y su intención de recorrer todo
el país.
Pasé la noche internado en las páginas de
la libreta. La escritura, apretada y redonda, describía la muralla. El viajero
decía que no había registros de la construcción. Era como si siempre hubiera
estado ahí, desde el inicio de los tiempos, como las montañas y los relieves
del paisaje. El viajero –que se identificaba con la letra “R”– trataba de
calcular la extensión de la muralla. Al inicio daba una cifra pero pronto
reflexionaba y la contradecía o la daba por imposible. Después, olvidando
cualquier comentario sobre la extensión, especulaba sobre los territorios que
rodeaba. Por las informaciones recolectadas entre la gente suponía que la
muralla abarcaba el país entero. También esa información era parcial ya que se
desconocía lo que ocurría en las partes más lejanas. Si esto era cierto el país
sería una especie de reino separado por completo, una isla autónoma. Por un
momento pensé que, en realidad, el escritor era una mujer y jugué con nombres
femeninos que empezaran con esa letra. Después esos intentos perdieron interés
cuando mi atención se volcó a las páginas arrancadas al final de la libreta.
Traté de calcular la furia contenida en los pedazos de papel sobrevivientes a
la violencia, como banderas rasgadas después de una sangrienta batalla. No pude
adivinar las razones para eliminar esas partes del diario. ¿Arrepentimiento?
¿El autor se había internado en aguas demasiado profundas y sentía que la
escritura, en ese punto, lo estaba condenando?
A partir de entonces llevé la libreta roja
como una especie de amuleto. Me di cuenta de que el país, al menos en la
primera región que exploré, era autosuficiente; no había ningún interés por
explorar más allá de la muralla y, también, por ir tierra adentro a visitar el
resto de las zonas que permanecían casi a oscuras por la falta de energía
eléctrica. Lo asombroso es que nadie imaginaba lo que ocurría fuera de los
límites conocidos. No había, quizás por la falta de un pensamiento reflexivo,
un interés genuino, la idea de un exterior posible, realizable. Las mentes de
las personas se reducían a lo simple, a lo fragmentario, a lo inmediato. No
había razón para ir al exterior, para construir una escalera de muchos metros e
intentar superar la muralla. No había ningún reglamento sino un tabú
silencioso, que aceptaban todos. El viajero del diario, en una de las páginas
centrales de su texto, se refería a la molicie de los habitantes, un
sentimiento que encontraba difícil de analizar. Decía que cuando la persona de
esa región –hombre o mujer de forma indistinta y casi simétrica en cuanto a casos–
llegaba la barrera de los cuarenta años, comenzaba a sufrir los embates de
abulia. Algunos, lo que sobrevivían, ante esas señales, se refugiaban en
labores cotidianas: preparar la comida, ir a los sembradíos a trabajar. Pronto
supe que el posadero utilizaba mi compañía como una forma de evadir ese
destino. Por eso sus nerviosas manos sobre las cartas y sus rutinas que tenían
leves variaciones. Sin embargo, aquellos que cedían a aquella marea de
desencanto, comenzaban a investigar las formas para acabar con ellos. Algunos,
como la señora cuya muerte había presenciado, usaban las armas que tenían mucho
tiempo sin usarse y confiaban en que el mecanismo aún funcionara para que el
balazo fuera definitivo. No habría una segunda oportunidad. De otra forma, les
esperaba una lenta agonía en sus casas, inconscientes, asistidos por familiares
que los miraban con pena porque habían fallado en su intento y aún no se
atrevían a acabar el trabajo con sus propias manos. Una de las primeras cosas
que me pregunté del país fue las costumbres religiosas de sus habitantes.
Pronto me di cuenta de que la religión había desaparecido gradualmente: la
iglesia que estaba en el centro de la ciudad, una construcción con tímidos
rasgos barrocos en la fachada y un interior austero, no era visitada. Las
bancas del interior habían desaparecido, al igual que las imágenes y los
cuadros. Era una gruta que sólo amplificaba el sonido de los pasos o replicaba,
con un eco burlón, las voces de los improbables visitantes. El presente se
superponía a casi todo el pensamiento futuro, a la especulación trascendental o
filosófica. Quizás eran escépticos a casi todo y se refugiaban en la inmediatez
de los sentidos, acaso en los sueños en los que vivían vidas diferentes y que
no contaban a nadie, ni siquiera a las personas más cercanas a ellos.
La computadora estaba en mi habitación. Al
inicio había tenido dudas de dejarla. Pensé que el posadero habría vencido su
indiferencia y que podría aprovechar mis largas salidas para investigar en mis
archivos. Sin embargo, decidí confiar en él ya que me daba miedo que el aparato
sufriera un golpe o que llamara la atención de la gente durante mis paseos. De
vez en cuando, en alguna calle desierta, buscaba algún lugar para sentarme y
anotar algunas frases u observaciones en una libreta. No quería usar la libreta
roja porque, continuar la escritura ahí, sería suplantar la identidad del
viajero, asumir su destino. Lo que sí hacía, quizás buscando una especie de
equilibrio en mis observaciones, era leer a intervalos fragmentos de la libreta
roja. Apenas eran unas quince hojas escritas, pero confiaba que podría
desentrañar más información, completar con lo no dicho las claves que aún
faltaban, sobre todo el origen de la muralla y la extraña relación de los
habitantes con ella. Después de cada jornada, al llegar al hotel subía con
rapidez las escaleras y transcribía mis anotaciones en la computadora.
Previendo una falla fatal en mi equipo o que, finalmente, no hubiera suficiente
electricidad para cargar la pila, guardaba los papeles en los que escribía.
Después copiaba partes de la libreta roja y trataba de encontrar posibles
combinaciones. A veces pensaba que estaba ante las piezas de un rompecabezas.
Hacía enroques entre frases lejanas, como si buscara sorprender el juego de un
enemigo imaginario. Más tarde, con la mente un poco agotada, me sumía en
momentos de confusión, de aislamiento sensorial que me alejaba por completo de
los sonidos de la calle y de las huellas del posadero en el hotel, huellas que,
en otras circunstancias, me hubieran distraído con facilidad. Entonces, me
concentraba en la libreta y miraba las orillas irregulares de las páginas
arrancadas. ¿Cuál había sido la suerte del viajero? Me dio miedo suponer que se
habría contagiado de la enfermedad suicida que sufría gran parte de la
población. Tal vez la primera página arrancada era un síntoma de la
inestabilidad mental que, acaso de forma incipiente, lo empezaba a atacar. En
realidad tuve muchas suposiciones que me servían para disfrazar el ocio con
alguna actividad productiva, mover las ideas en cualquier dirección, tratar de
vincularlas con algo. Una de las fantasías más recurrentes era que el viajero
estaba mezclado entre la gente de la ciudad. Desde ese permanente anonimato
vigilaba mis paseos y deducía por mis gestos lo que pasaba por mi cabeza. ¿Cómo
reconocerlo? ¿Cómo descubrir a un extraño asimilado a un mosaico desconocido de
personas?
El viajero de la libreta roja también
escribía sobre las armas. Decía, sin abundar mucho en el tema, que las armas
habían disminuido en esa parte del país porque las fábricas que las producían
estaban cerradas. La energía, el ingenio y las máquinas debían concentrarse en
la alimentación de la gente. Todos los esfuerzos estaban encaminados a no
sufrir hambre. Incluso, algunos aparatos de las fábricas se habían adaptado
para el uso en la siembra o recolección de cosecha. Quedaban fragmentos de
pistolas en los desolados cuarteles de policía. El viajero decía que algunos
habitantes coleccionaban esas partes y las intercambiaban con otros para, al
fin, tener un arma funcional.
Las pláticas con el posadero, aunque
intermitentes, continuaron. Sabía que el dinero que llevaba y que él había
aceptado con un poco de inexplicable vergüenza, se acabaría y tendríamos que
llegar a un acuerdo para que yo siguiera ahí. De todas formas, las monedas y
billetes que le di la primera vez, eran más objetos para acicatear su
curiosidad que medios para comprar productos. Además, pronto descubrí que, en
realidad, no quería cobrarme. Mi presencia en el hotel justificaba su
existencia, lo redimía de una amarga y desconocida culpa. Era sólo una teoría
que esperaba comprobar con alguna plática más cercana o, simplemente, con la
observación de las actividades del posadero, sobre todo cuando lo veía salir en
las mañanas, muy temprano, y regresaba poco después con bastimentos para unos
tres días. Mi teoría que incluí en el archivo principal de mi viaje y que
tecleé con nervio febril, era que en aquel lugar había una saturación de
alimentos –cereales y verduras la mayor parte– daba cierta autosuficiencia. Las
herramientas de cultivo, quizás aún impulsadas por un tipo de energía fósil o
alguna fuente desconocida, aún funcionaban y permitían cosechas relativamente
abundantes. De esa forma, una gran parte de los habitantes tenía la
alimentación asegurada sin necesidad de ir a los campos. Esa teoría la tendría
que comprobar cuando me aventurara a las zonas lejanas, algunas de las cuales
podían verse si uno estaba en un lugar suficientemente alto como la azotea de un
edificio o en una casa de más de dos pisos. No me urgía comprobar mis
suposiciones; quería ingresar en la vida de la ciudad poco a poco, como el buzo
que se sumerge por etapas en un mar profundo hasta llegar a las oscuras zonas
abisales.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario”
de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha
sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Para vivir
de pie
es necesario
haber tenido miedo,
mucho miedo,
un terror profundísimo y oscuro,
un espanto animal sobre los hombros
que pese tanto como morir,
y que no sea
más que vivir con miedo y tanto miedo.
No se puede vivir de pie
si no se supo
de ese terrible miedo atroz,
si no se ha dado
un paso en la oscuridad.
Un pequeño acto de coraje;
el asombro
de ser valiente,
de haber andado hasta el final del campo y
las ortigas.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell. Publicó: Cuadernos de la breve
ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido recién editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
MAMÁ AMASA LA
MASA*
El universo se
expande. La lucha entre la energía y la materia oscura. Mientras la materia
oscura alienta la vida, el orden, la energía oscura, impaciente, se estira.
Somos la masa de un pastel
que no está listo. Una doña Petrona fuera de órbita apronta el horno. Varios
millones de años le viene costando esta mezcla. ¿Le resultará esta vez?
Somos obstinados
grumos de una masa imperfecta. Sólo una buena batida nos pondrá en forma, si es
que aún tenemos arreglo.
*De Esther
Andradi. esther@andradi.de
-De: Microcósmicas.
Macedonia Ediciones, Buenos Aires 2015, 2017
CLARIVIDENCIA*
1
Tengo secretos. Concentrada en la penúltima
hechicería del año, veo a la cosmonauta parada, inmóvil, en mitad de la calle,
con la minifalda negra y un lucero encendido entre los dedos. Está de pie en su
centro anti gravitacional. Para algunos está viva. Para otros está loca. Para
muchos no está, o se niega a estar, pero está en su negación.
2
El portal abierto en mitad de la calle. El
portal no existe. Observo que sólo la cosmonauta ve el portal que no existe.
Oigo sus estados psíquicos, las corrientes telepáticas que le llegan de todo
cuanto la rodea, los vaivenes de pensamientos que piensan otros pensamientos.
Espero el impulso para detener la lluvia de meteoritos que se mezclarán con sus
estremecimientos hasta no poder distinguirlos.
3
Hace vibrar la luz. Va a terminar diciembre
y la realidad de la cosmonauta atraviesa el planeta de derecha a izquierda y
luego, de izquierda a derecha. Necesita la bienaventuranza de mi adivinación.
La gente se va a dar cuenta de que te adivino, le dije.
Primero me vas a adivinar en el lugar en
que se acaba, se acabó, quizás acabe el color abismal que no tiene fondo, me
dijo.
Después me vas a adivinar donde vos
quieras.
La realidad no te pertenece, le dije, o no
le pertenecés, y te despertás inmediatamente de esta pesadilla, le ordené, sin
pensar que inmediatamente es un adverbio de tiempo que a la cosmonauta no le
hace ni fu ni fa.
4
Los astros se unen a los astros, uno a uno,
y una noche, de pronto, forman una constelación, un montoncito imposible de
constelaciones. Me ahondo en el sinfín
de polvo estelar que me sale por los ojos y por la boca. Tan pronto como quiero
dejar de captar algo, aparece la puerta falsa en un muro del cosmos, un portal
de tres metros de diámetro. Lo abro, lo abrí, lo abriré, 777 mil veces. Es un
talismán fosforescente. Un arcoiris redondo y tremolante. A este biombo extra dimensional en otros
tiempos he soñado, estoy soñando, soñaré. No es mi cuerpo el que sale de mi
cuerpo. No estoy sola. No estaba sola. Casi vaticinaría que otro día, lo
importante será abrir por primera vez la mirada para que se nos acerque más la
metáfora, o la víspera, o la cosmonauta.
5
Cuánto hay que presentir para llegar a lo
presentido. Es extraño el coraje de leer las manos, la borra de café, la flor
de jacarandá, los granos de arena, los poemas de Nostradamus. Se presiente
porque hay que presentirlo. ¿Quién no sabe tirar las cartas, y las hojas de
sauce, y los residuos patológicos? No se puede juzgar a la ligera. Shine alone,
shine nakedly, shine like bronze, y preparar filtros de amor y coser muñecas
para alejar malos espíritus. Y curar a distancia los que enferman a distancia.
De tanto querer ver un oasis, el oasis y la
cosmonauta aparecen.
6
Un sorbo de tiempo dulce saldrá por la
garganta de quien diga una lámina fina de lenguaje, un punto de partida desde
el que se ve que, de tanto ver, se alarga el día. En fila india marcha la
flotilla de palabras, las naves transportadoras del gran zumbido de las letras,
para irse lejos del mundo a remendar el desierto del Sahara lleno de pasos
anunnakis, huellas largas de pasos extraterrestres y naves de alburas en viajes
de rumor que despiertan mundos guturales.
7
La cosmonauta anda sola por París, unida a
todos por el nacimiento. Sería preferible vaticinarla en el valle silencioso,
en el cerro Uritorco, en la página 196, en el bar de la esquina, inmutable por
el paso de los días y las noches, acortando el tiempo del espejismo. Parece una
recién llegada invisible, por el simple gusto de frecuentar otros seres
invisibles, convivir y colaborar con ellos. Hay muy pocas cosmonautas que saben
por qué un vaticinio hace esto y no aquello, en general, acusan de Creador del
Mundo al que adivina.
8
Parte del todo. Punto de origen no. Punto
de partida tampoco. Tengo la certeza de que no es mi imaginación. Cuando la veo
y me acerco, una crepitación de glóbulos me sube de los pies al cerebro a la
velocidad de la luz. El punto de inflexión es, fue, será el gesto de hablar
cuando calla, callaba, callará. Todo esto lo digo para presentar un milagro que
se repite como la duración del aire.
9
Le pregunto si esta noche no debería ser
llamada con la palabra noche, "noche, noche, venga, noche" porque
esta palabra impone muchos verbos cuánticos de conjugación levitante que
humedecen el lenguaje hasta hacerlo gemir. Calculo si es previsible la
frecuencia imprevisible, mientras admiro el resplandor del atardecer. ¿Ves cómo
en cada una de las letras de la palabra noche se refleja la luz?, pregunto. Y
la cosmonauta de ojos invisibles dice que soy clarividente desde antes del
principio de mi vida. Yo le digo que simplemente reordeno los hechos para que
sean más interesantes y, a veces, más significativos. Una palabra es dos
palabras y tres y cuatro y todas. Por aquí y por allá la cosmonauta me pide
palabras peregrinas para confirmar su paso por esta vida.
*De Miriam
Cairo. cairo367@yahoo.com.ar
DESDE LA NOCHE*
Es la madrugada, afuera crece el silencio,
se escucha la brisa en las hojas brillantes de luna y estrellas.
Quién pudiera ver a los amigos en sus camas
de soledad, almohadas cabezas brazos gentiles, los párpados dados al reposo al
hambre de lo que durante el día no fue, a los recuerdos que llegan desde las
lejanías del tiempo. Quién pudiera abrazar con el cariño su descanso, su
revolverse en las sábanas. Quién pudiera.
Si deseo ahora, en el silencio de la alta
noche, de la baja madrugada, en esta hora de insomnios de promesas, en esta
hora en que el espejo es cruel con la ilusiones; si deseo ahora que la
felicidad toque las frentes de los amados, si deseo para cada uno un pequeño
toque de felicidad, un gran toque, si deseo en este momento de nada, de fin de
día sin comienzo, en esta hora de partidas y adioses y de lechuzas, si deseo
que las manos abriguen, que los cabellos se destejan, que un soplo cortes,
cálido, amable, si deseo un poco de amor o de lo que sea, quizás de amor que
otra cosa no se me ocurre para los amigos. Si deseo una caricia de amor para
cada uno entre las sábanas.
Y mientras tanto afuera navegan nubes
prófugas, vagos destrozos, jirones evanescentes navegan el negro. Y no tienen
miedo, creo. Las efímeras nubes surcan mi pequeño cielo y no temen la
inmensidad, no crujen los dientes, no tiemblan, se desatan y se estiran y se
dejan ser. Quién pudiera tener la inconsciencia de una nube.
Sobre las casas de mis amigos de párpados
cerrados las nubes dibujan figuras, se adelgazan en signos. Y ellos duermen,
tan ellos mismos, tan tiernos en la noche, tan solitos pobres ellos.
Hoy yo velo y los acuno, y les canto bajito
un noni noni, y no les puedo revolear
el pelito pero les digo noni noni. Noni
noni mientras el cielo gira hacia el amanecer.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Digamos que cada cual
porta su horizonte de sucesos, su opacidad para sí y para otros. A cada paso se
disuelve lo ya vivido, quedan relatos de mitología o justificación. El fin de
la vida disuelve definitivamente el resplandor del horizonte de sucesos personal. Se
ingresa definitivamente en la opacidad, como el universo mismo se precipita en
la materia oscura.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Final del
recorrido por el Midland.
Como en otras circunstancias asombra el
paso del tiempo. El inventren como proyecto de escritura con la reapertura
simbólica de algunos ramales ferroviarios de trocha angosta es “casi casi” tan
antiguo como Inventiva Social.
En el recorrido del antiguo Midland se
llevan escritas desde julio de 2009 35 estaciones.
¡Julio de 2009!
CARHUÉ.
J. V. CILLEY.
ROLITO.
SATURNO.
SAN FERMÍN.
CASBAS.
EDUARDO CASEY.
ANDANT.
CORONEL M. FREYRE.
ENRIQUE LAVALLE.
CORACEROS.
HENDERSON.
MARÍA LUCILA.
HERRERA VEGA.
HORTENSIA.
ORDOQUI.
CORBETT.
SANTOS UNZUÉ.
MOREA.
Al partir de Morea se incorporó al Empalme
Ingeniero de Madrid como estación del Midland. Desde allí se abrió otro
recorrido por el ferrocarril Provincial que “quizá” algún día concluya en la
terminal de La Plata.
El recorrido siguió por:
ORTIZ DE ROSAS.
ARAUJO.
BAUDRIX.
EMITA.
INDACOCHEA.
LA RICA.
SAN SEBASTIÁN.
J.J. ALMEYRA.
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79.
ENRIQUE FYNN.
PLOMER.
Apeadero KM. 55.
ELÍAS ROMERO.
¡Y si se continuara con el recorrido
original faltarían 18 estaciones!!!
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta
Plaza Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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