DOS EN
EL HIELO*
Porque no es así,
no hay mujeres en el hielo, una que
arrastra, otra que es
arrastrada. Una que gruñe decepciones y la
otra con
algún remordimiento. Porque no es así,
por más que busque en el revés del
pensamiento,
este cuadro no puede ser:
parece una bestia que come las entrañas: no
hay una que arrastra
y otra que es arrastrada y quien lo cree
recuerde que eso que fue charco o estanque
ahora es pista de patinaje.
Ninguna mujer entorna las ventanas de sus
ojos, ni otra
devora las pesadillas de adentro y las de
afuera (no hay adentro ni afuera)
en la cruda nieve,
en el rumor de las cosas pintadas hace
siglos.
Porque no es así.
Ya la mujer que arrastra no existe, ni la
otra
dirige ninguna interrogación al lenguaje de
colores o letras,
y menos
a eso que está fuera del cuadro, como si
hubiera algo fuera del cuadro,
como si latiese algo fuera del cuadro de
Brueghel,
como si hubiera Brueghel.
No hay cazadores en la nieve, ni museo que
lo contenga.
Porque no es así,
y está bien que no lo sea,
es posible sentir la extraña alegría,
la tibieza,
la dulzura
de saberse en un mundo
erróneo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-De su libro “Cazadores en la nieve”,
Editorial LA LETRA EME, Buenos Aires, 2014-
CAMBIO DE RUMBO*
Sé que puedo tomar
otros rumbos.
Donde los corazones
estén en las manos, para estrecharlas.
Donde en los ojos
encontremos la verdad sin tapujos.
Allí iré, sólo
esperen.
*De Oscar
Vicente Conde.
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
badillo.alejandro@gmail.com
DUODÉCIMA PARTE
El viajero refería que había llegado, después
de muchos esfuerzos, a esa parte del río. No había una introducción de su
llegada. Decía que había encontrado los restos de una ciudad populosa. Casi
podía escuchar ecos en las calles destrozadas, hechas de piedras densas y
oscuras. Imaginó a vendedores de pescado; frutas de nombres extraños
arracimadas en carros de madera y pieles de animales. No decía cómo había
llegado a esa parte del mundo ni su interés en explorarlo. Podía haber llegado
del norte, a través del río o, como yo, siguiendo una ruta a través del bosque.
No decía nada de su lugar de procedencia. Tampoco mencionaba haber pasado por
los mismos lugares que yo. Era como si hubiera atravesado un desierto estéril,
sin ninguna referencia valiosa para conservar en la memoria. Por un momento pensé
en una voz sin cuerpo, sin identidad, posándose sobre las cosas que le parecían
más interesantes para, inmediatamente después, tratar de reconstruir su vida
anterior. Mientras recorría las ruinas de la ciudad evocaba las calles que
habían sido antes, lugares en donde la gente se trompicaba, intercambiaba
dinero. Casi podía escuchar el sonido de cientos de pisadas. El viajero refirió
que, en una esquina, intentó encontrar –bajo un cobertizo ruinoso– el fugaz
cloqueo de las gallinas, el alboroto de plumas y la estela de los picotazos en
el suelo.
Después, el viajero dejó sus fantasías y
contó que, en medio de las ruinas, descubrió a un rey. No había sorpresa en su
descripción, como si de, antemano, esperara el encuentro. Pensé que, en esa
tierra de nadie, todos los encuentros eran planeados, colisiones inevitables.
De inicio se había referido al hombre como “rey”. Pensé, mientras leía, que él
era el verdadero objetivo del viajero. Dijo que el lugar de encuentro era el
centro de la ciudad, no muy lejos del río. El lugar en el que estaba eran las
ruinas de un gran palacio. Había, aún, piedras apiladas; basamentos de torres
conservaban un precario equilibrio. El viajero comenzó a hablar con el Rey, que
se presentó y le dijo que había gobernado ese lugar del mundo desde hacía
tiempo. No especificaba cómo se había fundado esa ciudad. Vagas palabras
refirieron que los primeros pobladores habían llegado del norte, pero no
quedaba claro si lo habían hecho a través del río o a través de una migración
por el bosque. El Rey, según la descripción del viajero, estaba sentado en un
trono de madera desvencijada, con huellas de fuego, a punto del colapso. Tenía
los ojos rojos, quizás nutridos por el insomnio, por pensar muchas veces las
mismas cosas. No sabía cuánto tiempo había estado sentado en ese lugar. Por un
momento pensó que estaba ante una proyección de la memoria, una especie de
imagen atemporal que estaba programada para aparecer cada vez que alguien
entraba a esa parte del castillo. Sin embargo, cuando el Rey se levantó y dio
un pequeño rodeo por el lugar, comprobó que era real. El viajero le preguntó
por las regiones vecinas del norte. El Rey le respondió que habían estado
habitadas, pero que ahora eran páramos, territorios yermos en los que, acaso,
sobrevivían algunas tumbas. Cuando le preguntó por la razón de ese destino, le
dijo que la gente se va por muchas razones. Quizás se habían muerto por una
epidemia o algún grupo enemigo los había exterminado en una sola noche. Sus
nigromantes le habían dicho que habían desaparecido víctimas del deseo y la
imaginación, pero él desestimaba esas suposiciones. El viajero, en una nota
aparte, decía estar de acuerdo con esa versión. Para él era peligrosa la
imaginación. Mientras leía su crónica intenté establecer vínculos entre lo que
creían los nigromantes y lo que había pensado en el pueblo de la mujer. La
gente imaginaba algo, quizás sólo por un segundo, pero con la suficiente fuerza
como para evadirse del mundo que la rodeaba, y, entonces, desaparecía. Era algo
espontáneo, como la chispa que prende un pastizal en un verano caluroso. No
quise distraerme con esa posibilidad y seguí leyendo.
El viajero decidió quedarse con el Rey. No
tenía otra opción. Había, en la forma de conducirse, en la reticencia con que
narraba algunas cosas, la intención de guardar ese escrito en secreto. No sólo
no confiaba en el rey sino que tenía miedo de que la escritura lo delatara. Por
eso, a partir de la tercera página, encontré grandes espacios en blanco después
de cada párrafo. Dejaba esos lugares, que parecían los grandes claros en un
bosque, para tener una segunda oportunidad, un regreso para seguir contando sus
pensamientos más íntimos una vez que estuviera seguro, que ya no hubiera
peligro. Cuando le preguntó al Rey por la muralla, sentí un colapso en mis
nervios. El rey le dijo que siempre había estado ahí. Nadie, ni siquiera él o
los soberanos que lo habían antecedido, sabían quién era el autor o autores de
la construcción. Era, para ellos, una formación natural. “¿Nadie ha intentado
escalarla para ver qué hay del otro lado?”, preguntó el viajero. El Rey no
contestó a la pregunta y sólo murmuró, como si tuviera miedo de que alguien
saliera de entre las ruinas y lo contradijera: “Podemos intentarlo nosotros”.
Le imaginé una sonrisa después de pronunciar la última palabra. De inmediato
pensé en la palabra “imaginación” y el supuesto destino que adjudicaban los
nigromantes a los que fantaseaban. Comencé a especular con las palabras del Rey
y a bosquejar distintos escenarios. Pero no tenía miedo. Desde el inicio de mi
viaje no había hecho más que imaginar a partir de lo que veía. Quizás, por mi
condición de extranjero, la acción de suponer, crear imágenes a partir de lo
que percibían mis sentidos, me afincaba a la realidad, detenía el tiempo, hacía
más lentas mis respiraciones para que echara raíces en el mundo.
El viajero contó su convivencia con el Rey.
Describió, a grandes rasgos, el paso de los días. El rey le mostraba aspectos
irrelevantes del reino. Decía que muchas noches las pasaba en vela mirando
desde la altura de alguna ruina los espacios que antes habían estado habitados.
También miraba la muralla que se erigía a escasa distancia. Le gustaba pasar
largos minutos observando la parte más alta. Ahí se podían ver franjas de luz
intermitentes. Pensé en algún efecto eléctrico en la atmósfera. El rey buscaba
signos inteligibles en esa composición de luces. Al fracasar en la
interpretación pensaba que las luces eran sólo un efecto inocuo de la
naturaleza. Después, cuando por fin el sueño lo empezaba a rendir, bajaba a uno
de los pocos cuartos que habían resistido la destrucción y el paso del tiempo.
El viajero se estableció en la cámara
principal del palacio destruido, junto al Rey. En las noches prendían fogatas
con pedazos de madera guardados con mucho celo. Sus figuras, seguramente,
parecían una estrella perdida en una zona vacía del universo. El rey escogía
los frutos de los mejores árboles para comer. Para beber usaban el agua de un
pozo que estaba en el círculo más externo de la ciudad. El viajero seguía con
muchas preguntas. En una de las hojas hizo una lista. El primer elemento de
ella era el enigma de la muralla; el segundo, qué había pasado con la gente del
reino. Cuando abordaba esos temas, el Rey cambiaba la conversación. Una de sus
charlas favoritas eran los fragmentos de plástico y objetos diversos que
viajaban en la corriente del río. Cada pieza era única, pero podía clasificarse
por grupos según su material y su forma. Decía que su gente había aprendido a
usar esos pedazos, en apariencia, inservibles. Los consideraban una materia
prima de origen desconocido y que nunca dejaba de llegar. Habían creado
herramientas rudimentarias para amalgamar esos pedazos, deformarlos, hacerles
agujeros, pegarlos. El río seguía con su cauda de plástico y desechos de formas
cambiantes. La basura era infinita.
Un día el Rey, antes de que el crepúsculo
finalizara, le dijo que su gente había construido una escalera para llegar a lo
más alto de la muralla. Parecía una confesión espontánea. El viajero, de
inmediato, pensó que había una intención escondida en las palabras. El Rey lo
conducía por una nueva historia pensando, quizás, en obtener una reacción: la
curiosidad del viajero administrada día a día, para una satisfacción de él. La
letra en el papel entró en una especie de frenesí: la tinta corría veloz en la
superficie blanca; letras quedaban incompletas porque quería capturar, palabra
por palabra, el discurso del Rey. Seguí con manos temblorosas la narración del
viajero. El Rey dijo que fueron meses de grandes esfuerzos. ¿Por qué se habían
decidido? ¿Por qué no habían intentado eso antes, incluso las primeras
generaciones de pobladores llegados a esa región? El Rey dijo, según el
viajero, con gesto grave, que “simplemente había ocurrido”. La frase estaba
subrayada en el texto. Quizás alguien tuvo la idea y ésta se fue difundiendo
entre la población. Alguien había mirado la muralla y le pareció interesante
pensar en lo que había al otro lado. Era absurdo. Yo, sentía, al igual que el
viajero, la misma incredulidad. Y ese absurdo, de alguna manera, me obligaba a
seguir imaginando cosas, buscar que la información encajara aunque, para ello,
tuviera que adaptar los hechos conocidos, quitarles partes, redondear algún
dato, añadir algo que no tuviera ningún sustento en la realidad. El viajero
tenía sus sospechas, seguramente. Él y yo, quizás, en dos tiempos distintos,
elaborábamos nuestras propias reconstrucciones, dependientes de nuestros
deseos, experiencias, miedos. Ninguna de las historias era por completo
verdadera y por eso me sentí, mientras leía esa crónica que estaba a punto de
terminar, doblemente estafado: por la historia del Rey y, después, por la
versión que el viajero había escrito. Pero quería llegar hasta el final antes
de confrontar al viejo a quien identificaba, por las vagas descripciones del
viajero, con el soberano de ese reino perdido.
El viajero dedicó un párrafo entero a
especular con la evolución del pensamiento de la gente de aquella región. Pudo
existir la necesidad de trascendencia entre ellos. Alguien, quizás demasiado
aburrido, mirando una tarde la fila interminable de plástico y desechos que
fluía en el río, miró la alta figura de la muralla y decidió que era momento de
actuar. Un vecino compartió el mismo deseo y, como un efecto en cadena, pronto
todos hablaban de la construcción de una gran escalera para lograr el objetivo.
El Rey le dijo a su ansioso interlocutor que, ante la insistencia de los
pobladores, cedió y dio la orden para realizar el proyecto. Se internaron en el
bosque para recolectar madera maciza, que pudiera resistir el peso de una
persona. Usaron el escaso metal que había para afianzar la estructura y los
peldaños. Hicieron varias pruebas para estar seguros que alcanzaría la altura
total de la muralla. El Rey no hablaba de números, pero el viajero, en sus
notas, especulaba con una estructura de muchos metros de largo. Una vez que
estuvieron seguros, encomendaron la tarea de pasar al otro lado a un muchacho
de unos quince años –huérfano desde temprana edad– que, desde el inicio, se
había ofrecido. Nadie lo contradijo. Pensé que era natural que todos tuvieran
miedo. La curiosidad no había sido suficiente como para superar ese último
límite. Una mañana todos asistieron al pie de la muralla. El muchacho miró a la
gente que se había reunido y que seguía, con ansiedad, cada uno de sus
movimientos y gestos. Imaginé su rostro en el que se evidenciaban la temeridad
y la incertidumbre. El Rey describió, con todo detalle, los pasos inseguros en
cada peldaño. El muchacho miraba, de cuando en cuando, a los que estaban abajo.
Sin embargo, cuando llegó a la primera mitad del avance, fijó la mirada en lo
que hacía: los brazos guiando el avance y los pies en los peldaños. Las patas
de la escalera tenían un ligero temblor que fue controlado por un par de
hombres. Después de un tiempo el muchacho llegó hasta el final del viaje. La
gran escalera, libre al fin de su peso, pareció más volátil y se tambaleó. La
gente no pudo resistir más y, desde abajo, lo acosó con preguntas. Uno preguntó
sobre lo que había al otro lado de la muralla. Alguien le dijo que cruzara de
una vez por todas. Otro supuso que había una gran nada del otro lado y lo
conminó a que regresara lo más pronto posible. El joven los miró desde la
altura. Había sido un largo trayecto del piso hasta ese lugar en el que apenas
se distinguía su rostro. Era una figura que se confundía con los pedazos de
rocas que coronaban la muralla. Yo había visto esas terminaciones desde mi
llegada y esas formas me recordaban los dientes destrozados de un gigante. El
viajero, por su parte, comenzó a dudar sobre la posibilidad de construir esa
escalera. Quizás, en algún punto, la estructura no resistiría. No quiso seguir
especulando y siguió con el registro de lo que decía el Rey: el muchacho, desde
la lejanía, pareció ejecutar un saludo, dejó el último peldaño de la escalera,
se apoyó de una piedra que sobresalía y que le daba a esa parte de la
construcción la vaga apariencia de un torreón medieval. Pareció disfrutar el
momento y se irguió por completo. Desde ahí, quizás, podía ver todo. Imaginé
que, esa visión, abarcaba el pueblo de la mujer e, incluso, el pueblo de
Lucrecia. Era una lástima que el ascenso no se hubiera realizado durante el
crepúsculo, justo cuando las máquinas comenzaban, trabajosas, a generar
electricidad y la ciudad, poco a poco, como un animal saliendo de su letargo,
se anunciaba con sus luces inseguras y parpadeantes. El muchacho, al ver esas
luces, acabaría por convencerse de la utilidad de su aventura. Sabría que no
estaba solo y que, quizás, era el primero en contemplar, al mismo tiempo, los
tres lugares habitados que yo había recorrido.
El Rey contó que el muchacho, después de
ese momento de transición, echó el cuerpo para el otro lado y comenzó a
descender –al menos esa versión fue la más extendida entre la gente– como si,
del otro lado, hubiera una escalera con la misma altura, colocada exactamente
en el mismo lugar. La gente, en el relato que abundaba cada vez más en
detalles, comenzó a discutir. Los gritos se estrellaban en la muralla. Pasaron
varios minutos sin noticias del muchacho. La gente lo llamó a grandes voces.
Hubo varios que se quedaron esperando a los pies de la muralla, muy cerca de
las grandes piedras, como si a través de las fisuras se filtrara alguna señal
de lo que había más allá. Al ver que no había respuesta, el Rey contó que hubo
inconformidad y más discusiones. Muchos dijeron que era un error. Un grupo dijo
que, haber superado la muralla, traería grandes desgracias al reino. Así como
se había detonado la curiosidad por el origen y lo que había más allá de la
muralla, comenzó la violencia. Varios hombres iniciaron una pelea. Los
puñetazos surgieron. Algunos aventaron piedras. En medio de confusión, una
mujer empezó a subir por la escalera. Alguien empujó la base de la estructura.
Nunca se supo si fue un accidente o algo hecho a propósito por alguien que
quería sabotear cualquier nuevo intento por alcanzar la parte más alta de la
muralla. Tampoco se supieron las intenciones de la mujer. La escalera, con ella
a medio camino, se estremeció como una bandera agitada por el viento. El perfil
de la mujer se sumergió en un vaivén cada vez más fuerte hasta que una parte de
la madera crujió y ella cayó, como si hubiera sido tocada por un rayo. Su
cadáver, lleno de sangre, fue ignorado por la gente.
El Rey dijo que, a partir de ese conflicto,
prohibió que se hablara de la muralla. No habría más intentos para cruzarla. El
objetivo era impedir, a toda costa, que hubiera más desgracias. Había penas
severas para quien desobedeciera esa orden que se proclamaba al amanecer y al
anochecer. Una parte de la población, sometida por el miedo, dejó de hablar en
público de la muralla. Pero adentro de sus casas seguían conversando sobre esa
frontera. En las noches se contaban historias referentes al muchacho y a lo que
creían que había del otro lado. Según la versión del Rey, la otra parte de la
población conjuró para desobedecer la prohibición. Era cuestión de tiempo para
que construyeran una nueva escalera. El Rey, antes de tomar otras medidas,
difundió historias falsas. Esparció entre la población el rumor de que había enemigos
al otro lado. Para hacer más real la historia añadía detalles. Los hombres del
otro lado tenían largas escaleras, muy parecidas a la que habían hecho, pero
más resistentes. Con seguridad podía soportar el peso de varios guerreros al
mismo tiempo. Habían estado ahí, atentos, buscando el momento propicio para
atacar. Quizás habían esperado por años hasta fortalecerse y obtener una
victoria fácil. El miedo se extendió. Los que tenían miedo llegaron, por quién
sabe cuáles vericuetos, a una historia diferente. Coincidían en la versión de
seres extraños al otro lado, pero, a diferencia de los otros, estos desconocían
la existencia del reino. El error de ellos había sido, precisamente, mandar al
muchacho. Él los había despertado de su letargo. Seguramente ya les había
compartido información valiosa: cuántas personas eran, cómo estaban
organizados, qué tipo de armas tenían.
El viajero, en su crónica, mencionó que el
Rey –haciendo una acotación en su historia– le confesó que la mentira detonó
escenarios que se salieron de control. El miedo, entre la gente, había motivado
conductas desesperadas. Grupos de hombres se reunieron para fabricar armas y
defenderse de los extranjeros. Algunos, pese a la prohibición de intentar, de
nueva cuenta, un asalto a la muralla, comenzaron a construir las partes de una
escalera. La noticia llegó a los oídos del Rey y vinieron las primeras
ejecuciones. Los cuerpos oscilaban en el crepúsculo, con los cuellos quebrados
y la mirada enterrada en el suelo, como si estuvieran arrepentidos de la última
decisión de su vida. Esa medida que, aparentemente, disuadiría otras
desobediencias, generó nuevas conjuras que, a su vez, al ser descubiertas,
terminaron en cuerpos colgando de los árboles del bosque. El Rey recordaba, con
imágenes muy vívidas, a los cuerpos pendiendo de las cuerdas, arracimados como
los frutos extraños de un territorio corrupto. Se advirtió a la gente que era
mejor olvidar la muralla, que no tenía sentido causar más muertes. El viajero,
en esta parte del relato, quizás aprovechando que el Rey tomaba un respiro
antes de continuar, escribió que, quizás la gente no buscaba huir o confrontar
a los habitantes del otro lado de la muralla. Lo que querían era someterse al
castigo, terminar colgando de los árboles. Esta suposición cobró realidad
cuando el Rey describió a sus guardias entrando a las casas, mirando, sobre las
mesas en las que se reunía la familia para comer, las herramientas para
serruchar la madera, medir el tamaño de cada una de sus piezas. Los guardias
decían que la gente aceptaba todos los cargos y no oponía ninguna resistencia.
Ellos querían ser descubiertos, querían morir pero no por mano propia. Pensé en
un rebaño enloquecido sin causa aparente, corriendo en despoblado, enfilando,
sin ninguna duda, con total determinación, a un gran cuerpo de agua. Una vez
ahí los animales empujan con el cuerpo hasta que las pezuñas dejan de tocar el
suelo para flotar un momento, como bestias voladoras y, después, ejecutan un
salto al vacío, caen a lo profundo, hasta que la mirada se inmoviliza porque
comprende que ha llegado al límite de la muerte.
La población menguó hasta que las calles
quedaron silenciosas. Pocas casas estaban habitadas. Los guardias estaban
resignados a seguir con las ejecuciones, aunque algunos desertaron. Poco después
encontraron sus cuerpos abandonados en el bosque. Se contaba que uno había
llegado al río para dejarse arrastrar por la corriente en la parte más
impetuosa. El puñado de habitantes se conducía, de forma monótona, en sus
casas. Estaban, al parecer, demasiado cansados como para establecer nuevas
conjuras que los llevaran a la muerte. El Rey miraba, desde la altura de su
palacio, las escasas luces en las ventanas. Suponía que, en ese momento, los
habitantes miraban la espesura del bosque para tratar de imaginar, en la
oscuridad, los cuerpos de los colgados. Las ramas de los árboles, algunas
quebradas porque el guardia no había calculado bien el peso del condenado,
formaban laberintos aéreos. En ese punto la escritura del viajero se
desinteresó por los detalles, como el espectador que busca, en la distancia, un
significado general de lo que está viviendo, un entendimiento mayor.
El Rey, al ver la ruina de su territorio,
propuso a los últimos que quedaban, construir una gran escalera para escalar la
muralla y llegar al otro lado. La prohibición no tenía sentido para una
población que, de un momento a otro, iba a buscar su propio exterminio. Le
confesó al viajero que, más allá de la muralla, encontraría la gloria que había
perdido. En ese lugar podría recomenzar. El viajero, menos apegado al orgullo,
pensaba que, al otro lado, había un mundo con leyes físicas diferentes; una
realidad que corría, paralela, a la de ellos. Ese mundo ya no estaría cercado
por murallas. El puñado de habitantes, con los guardias incluidos, emprendió
una mañana la recolección de madera para la nueva estructura. El Rey suponía
que, con la experiencia anterior, sería más fácil construirla. Los miró
convencidos, trabajando en equipo, olvidando, por un momento, a sus muertos.
Sin embargo, después de las primeras dos jornadas, decidieron no seguir más.
Habitantes y guardias, de común acuerdo, tomaron el camino a las tierras del
norte. El Rey, sin poder oponerse por la fuerza, había intentado una vaga
defensa de su idea. Pero ellos apenas lo escucharon y sólo pudo ver, mientras
la mañana avanzaba, a un grupo compacto caminar por el único sendero que
conectaba al reino con el bosque. No tenían mapas, ni instrumentos para
orientarse. Caminarían hasta las últimas consecuencias. Para ellos, eso era
mejor que seguir habitando entre ruinas, acosados por la memoria de tantos
cuerpos colgados, inmersos en un proyecto absurdo que los entregaría, de
cualquier forma, a la muerte. A partir de entonces el Rey los imaginaba
abandonados en el camino, con las bocas abiertas, las manos tiesas, los blancos
esqueletos entre la hierba. Imaginaba el destino particular de cada uno de
ellos mientras, para entretener el ocio, revisaba sus casas vacías. Contemplaba
las camas revueltas, granos humedeciéndose en la sombra, instrumentos de cocina
fuera de sus cajones; las puertas entreabiertas, como si los habitantes
hubieran salido un solo momento y su retorno fuera inminente. Los pájaros
negros habían llenado los tejados. Algunos planeaban, majestuosos, hasta el
suelo y, ahí, abrevaban de algún charco, conscientes de que no corrían peligro.
El Rey pasaba largas horas, conversando con los animales de ojos pequeños e
inteligentes, mientras miraba el lustre de las plumas, las patas afiladas y
nerviosas.
Esa fue la última anotación del viajero.
Más allá, en el espacio sin escritura de la hoja, había una sensación de vacío.
No pude con las hojas que seguían. Algunas líneas sugerían que había intentado
trazar un dibujo. Quizás quería retratar a los muertos apilándose en las esquinas,
colgando como lentos péndulos de los árboles, asediados por las moscas. Miré al
Rey viejo que, con un gesto solemne, mirando con orgullo las piedras y árboles
que nos rodeaban, trataba de encajar en el papel que había leído en la crónica
del viajero.
–¿Qué pasó con él?
El viejo guardó silencio. El poder que
había ejercido antes, la petulancia inherente a su cargo, ya no existían.
–¿Qué pasó con el viajero? –insistí.
–Es una historia que tiene muchas
posibilidades– me dijo mientras raspaba la suela de sus botas de plástico con
una rama caída.
Guardé la libreta en mi mochila. Tenía
ganas de sujetarlo por el cuello y obligarlo a decirme la verdad.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Amigo,
el poema no es el agua
que se evade,
no es la arena
y su nostalgia de la
piedra,
no es
el golpe de puño
que se da
sobre la noche.
No es,
mi amigo,
el poema una línea de
la vida
ni es este perro afán
con el que muerdo
la palabra.
El poema es hablar.
Hablar sin ruido.
Es hablar el silencio
más enorme,
construirle una casa
a lo que huye
por el camino lento de
la espiga
y sentarse a esperar,
a ver qué pasa.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Mujer
mirando al vacío*
Parada frente al mar
con un reflejo gris en su mirada.
(Se diría perdida en la nostalgia,
la nostalgia del mar, que no se agota)
Parada frente al mar.
La ciudad a su espalda
(esa ciudad que antaño fue promesa
y hoy es sólo glacial encrucijada)
y una muda tempestad de arena
bajo sus pies descalzos.
Ante ella hay un mar incomparable
que sus ojos no ven, un cielo transparente,
una distancia,
la levedad impronunciable de la brisa.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
La poesía logra
sacarnos de esa enfermedad que tenemos de ser un mecanismo, un zombie, un robot
de respuestas automáticas hecho de mandatos, lugares comunes, repeticiones que
decimos sin siquiera pensar qué estamos diciendo, por qué, para qué. La gran poesía,
claro. Esas cosas "símil poesía" es posible que nos hundan más en
nuestra enfermedad robótica y nos quiten las últimas esperanzas.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Tren*
El tren era el de todos los días a la
tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje. Yo iba a comprar algo
por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en
los lúbricos rieles.
Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más
antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi
memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera
parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la
adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con
su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer
a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del
pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y,
como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos
querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era amigo, acudió
para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un
telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los
tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En
eso llegamos a Liniers.
Allí, en esa parada tan abundante en tiempo
presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que
traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las
resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard
pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida
alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque
antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya
en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de
foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores
me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un
accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me
conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban
malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar
el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin
poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que
bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados,
enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro
nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores,
todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas
andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis
pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la
"Compañía de Seguros", donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los más ancianos de las
inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la
"Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de
veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad,
desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco,
busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un
árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se
iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con
mi cuerpo, llegó hasta mi madre. "¿A que no recordaste lo que te
encargué?", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza
cómica: "Tienes cabeza de
pájaro"
*De Santiago
Dabove.
-Incluido en "La muerte y su traje".
Buenos Aires, Alcántara. Edición de 1961.
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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