miércoles, febrero 23, 2022

EDICIÓN FEBRERO 2022.

 


*Foto: desde el volcán Lanín.

 

 

 

 

 

 

 

DOS EN EL HIELO*

 

 

Porque no es así,

no hay mujeres en el hielo, una que arrastra, otra que es

arrastrada. Una que gruñe decepciones y la otra con

algún remordimiento. Porque no es así,

por más que busque en el revés del pensamiento,

este cuadro no puede ser:

parece una bestia que come las entrañas: no hay una que arrastra

y otra que es arrastrada y quien lo cree recuerde que eso que fue charco o estanque

ahora es pista de patinaje.

Ninguna mujer entorna las ventanas de sus ojos, ni otra

devora las pesadillas de adentro y las de afuera (no hay adentro ni afuera)

en la cruda nieve,

en el rumor de las cosas pintadas hace siglos.

Porque no es así.

Ya la mujer que arrastra no existe, ni la otra

dirige ninguna interrogación al lenguaje de colores o letras,

y menos

a eso que está fuera del cuadro, como si hubiera algo fuera del cuadro,

como si latiese algo fuera del cuadro de Brueghel,

como si hubiera Brueghel.

No hay cazadores en la nieve, ni museo que lo contenga.

Porque no es así,

y está bien que no lo sea,

es posible sentir la extraña alegría,

la tibieza,

la dulzura

de saberse en un mundo

erróneo.

 

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

-De su libro “Cazadores en la nieve”,

Editorial LA LETRA EME, Buenos Aires, 2014-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAMBIO DE RUMBO*

 

 

Sé que puedo tomar otros rumbos.

Donde los corazones estén en las manos, para estrecharlas.

Donde en los ojos encontremos la verdad sin tapujos.

Allí iré, sólo esperen.

 

*De Oscar Vicente Conde.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RECONSTRUCCION*

 

 

*Novela de Alejandro Badillo.

badillo.alejandro@gmail.com

 

 

 

DUODÉCIMA PARTE

 

 

El viajero refería que había llegado, después de muchos esfuerzos, a esa parte del río. No había una introducción de su llegada. Decía que había encontrado los restos de una ciudad populosa. Casi podía escuchar ecos en las calles destrozadas, hechas de piedras densas y oscuras. Imaginó a vendedores de pescado; frutas de nombres extraños arracimadas en carros de madera y pieles de animales. No decía cómo había llegado a esa parte del mundo ni su interés en explorarlo. Podía haber llegado del norte, a través del río o, como yo, siguiendo una ruta a través del bosque. No decía nada de su lugar de procedencia. Tampoco mencionaba haber pasado por los mismos lugares que yo. Era como si hubiera atravesado un desierto estéril, sin ninguna referencia valiosa para conservar en la memoria. Por un momento pensé en una voz sin cuerpo, sin identidad, posándose sobre las cosas que le parecían más interesantes para, inmediatamente después, tratar de reconstruir su vida anterior. Mientras recorría las ruinas de la ciudad evocaba las calles que habían sido antes, lugares en donde la gente se trompicaba, intercambiaba dinero. Casi podía escuchar el sonido de cientos de pisadas. El viajero refirió que, en una esquina, intentó encontrar –bajo un cobertizo ruinoso– el fugaz cloqueo de las gallinas, el alboroto de plumas y la estela de los picotazos en el suelo.

Después, el viajero dejó sus fantasías y contó que, en medio de las ruinas, descubrió a un rey. No había sorpresa en su descripción, como si de, antemano, esperara el encuentro. Pensé que, en esa tierra de nadie, todos los encuentros eran planeados, colisiones inevitables. De inicio se había referido al hombre como “rey”. Pensé, mientras leía, que él era el verdadero objetivo del viajero. Dijo que el lugar de encuentro era el centro de la ciudad, no muy lejos del río. El lugar en el que estaba eran las ruinas de un gran palacio. Había, aún, piedras apiladas; basamentos de torres conservaban un precario equilibrio. El viajero comenzó a hablar con el Rey, que se presentó y le dijo que había gobernado ese lugar del mundo desde hacía tiempo. No especificaba cómo se había fundado esa ciudad. Vagas palabras refirieron que los primeros pobladores habían llegado del norte, pero no quedaba claro si lo habían hecho a través del río o a través de una migración por el bosque. El Rey, según la descripción del viajero, estaba sentado en un trono de madera desvencijada, con huellas de fuego, a punto del colapso. Tenía los ojos rojos, quizás nutridos por el insomnio, por pensar muchas veces las mismas cosas. No sabía cuánto tiempo había estado sentado en ese lugar. Por un momento pensó que estaba ante una proyección de la memoria, una especie de imagen atemporal que estaba programada para aparecer cada vez que alguien entraba a esa parte del castillo. Sin embargo, cuando el Rey se levantó y dio un pequeño rodeo por el lugar, comprobó que era real. El viajero le preguntó por las regiones vecinas del norte. El Rey le respondió que habían estado habitadas, pero que ahora eran páramos, territorios yermos en los que, acaso, sobrevivían algunas tumbas. Cuando le preguntó por la razón de ese destino, le dijo que la gente se va por muchas razones. Quizás se habían muerto por una epidemia o algún grupo enemigo los había exterminado en una sola noche. Sus nigromantes le habían dicho que habían desaparecido víctimas del deseo y la imaginación, pero él desestimaba esas suposiciones. El viajero, en una nota aparte, decía estar de acuerdo con esa versión. Para él era peligrosa la imaginación. Mientras leía su crónica intenté establecer vínculos entre lo que creían los nigromantes y lo que había pensado en el pueblo de la mujer. La gente imaginaba algo, quizás sólo por un segundo, pero con la suficiente fuerza como para evadirse del mundo que la rodeaba, y, entonces, desaparecía. Era algo espontáneo, como la chispa que prende un pastizal en un verano caluroso. No quise distraerme con esa posibilidad y seguí leyendo.

El viajero decidió quedarse con el Rey. No tenía otra opción. Había, en la forma de conducirse, en la reticencia con que narraba algunas cosas, la intención de guardar ese escrito en secreto. No sólo no confiaba en el rey sino que tenía miedo de que la escritura lo delatara. Por eso, a partir de la tercera página, encontré grandes espacios en blanco después de cada párrafo. Dejaba esos lugares, que parecían los grandes claros en un bosque, para tener una segunda oportunidad, un regreso para seguir contando sus pensamientos más íntimos una vez que estuviera seguro, que ya no hubiera peligro. Cuando le preguntó al Rey por la muralla, sentí un colapso en mis nervios. El rey le dijo que siempre había estado ahí. Nadie, ni siquiera él o los soberanos que lo habían antecedido, sabían quién era el autor o autores de la construcción. Era, para ellos, una formación natural. “¿Nadie ha intentado escalarla para ver qué hay del otro lado?”, preguntó el viajero. El Rey no contestó a la pregunta y sólo murmuró, como si tuviera miedo de que alguien saliera de entre las ruinas y lo contradijera: “Podemos intentarlo nosotros”. Le imaginé una sonrisa después de pronunciar la última palabra. De inmediato pensé en la palabra “imaginación” y el supuesto destino que adjudicaban los nigromantes a los que fantaseaban. Comencé a especular con las palabras del Rey y a bosquejar distintos escenarios. Pero no tenía miedo. Desde el inicio de mi viaje no había hecho más que imaginar a partir de lo que veía. Quizás, por mi condición de extranjero, la acción de suponer, crear imágenes a partir de lo que percibían mis sentidos, me afincaba a la realidad, detenía el tiempo, hacía más lentas mis respiraciones para que echara raíces en el mundo.

El viajero contó su convivencia con el Rey. Describió, a grandes rasgos, el paso de los días. El rey le mostraba aspectos irrelevantes del reino. Decía que muchas noches las pasaba en vela mirando desde la altura de alguna ruina los espacios que antes habían estado habitados. También miraba la muralla que se erigía a escasa distancia. Le gustaba pasar largos minutos observando la parte más alta. Ahí se podían ver franjas de luz intermitentes. Pensé en algún efecto eléctrico en la atmósfera. El rey buscaba signos inteligibles en esa composición de luces. Al fracasar en la interpretación pensaba que las luces eran sólo un efecto inocuo de la naturaleza. Después, cuando por fin el sueño lo empezaba a rendir, bajaba a uno de los pocos cuartos que habían resistido la destrucción y el paso del tiempo.

El viajero se estableció en la cámara principal del palacio destruido, junto al Rey. En las noches prendían fogatas con pedazos de madera guardados con mucho celo. Sus figuras, seguramente, parecían una estrella perdida en una zona vacía del universo. El rey escogía los frutos de los mejores árboles para comer. Para beber usaban el agua de un pozo que estaba en el círculo más externo de la ciudad. El viajero seguía con muchas preguntas. En una de las hojas hizo una lista. El primer elemento de ella era el enigma de la muralla; el segundo, qué había pasado con la gente del reino. Cuando abordaba esos temas, el Rey cambiaba la conversación. Una de sus charlas favoritas eran los fragmentos de plástico y objetos diversos que viajaban en la corriente del río. Cada pieza era única, pero podía clasificarse por grupos según su material y su forma. Decía que su gente había aprendido a usar esos pedazos, en apariencia, inservibles. Los consideraban una materia prima de origen desconocido y que nunca dejaba de llegar. Habían creado herramientas rudimentarias para amalgamar esos pedazos, deformarlos, hacerles agujeros, pegarlos. El río seguía con su cauda de plástico y desechos de formas cambiantes. La basura era infinita.

Un día el Rey, antes de que el crepúsculo finalizara, le dijo que su gente había construido una escalera para llegar a lo más alto de la muralla. Parecía una confesión espontánea. El viajero, de inmediato, pensó que había una intención escondida en las palabras. El Rey lo conducía por una nueva historia pensando, quizás, en obtener una reacción: la curiosidad del viajero administrada día a día, para una satisfacción de él. La letra en el papel entró en una especie de frenesí: la tinta corría veloz en la superficie blanca; letras quedaban incompletas porque quería capturar, palabra por palabra, el discurso del Rey. Seguí con manos temblorosas la narración del viajero. El Rey dijo que fueron meses de grandes esfuerzos. ¿Por qué se habían decidido? ¿Por qué no habían intentado eso antes, incluso las primeras generaciones de pobladores llegados a esa región? El Rey dijo, según el viajero, con gesto grave, que “simplemente había ocurrido”. La frase estaba subrayada en el texto. Quizás alguien tuvo la idea y ésta se fue difundiendo entre la población. Alguien había mirado la muralla y le pareció interesante pensar en lo que había al otro lado. Era absurdo. Yo, sentía, al igual que el viajero, la misma incredulidad. Y ese absurdo, de alguna manera, me obligaba a seguir imaginando cosas, buscar que la información encajara aunque, para ello, tuviera que adaptar los hechos conocidos, quitarles partes, redondear algún dato, añadir algo que no tuviera ningún sustento en la realidad. El viajero tenía sus sospechas, seguramente. Él y yo, quizás, en dos tiempos distintos, elaborábamos nuestras propias reconstrucciones, dependientes de nuestros deseos, experiencias, miedos. Ninguna de las historias era por completo verdadera y por eso me sentí, mientras leía esa crónica que estaba a punto de terminar, doblemente estafado: por la historia del Rey y, después, por la versión que el viajero había escrito. Pero quería llegar hasta el final antes de confrontar al viejo a quien identificaba, por las vagas descripciones del viajero, con el soberano de ese reino perdido.

El viajero dedicó un párrafo entero a especular con la evolución del pensamiento de la gente de aquella región. Pudo existir la necesidad de trascendencia entre ellos. Alguien, quizás demasiado aburrido, mirando una tarde la fila interminable de plástico y desechos que fluía en el río, miró la alta figura de la muralla y decidió que era momento de actuar. Un vecino compartió el mismo deseo y, como un efecto en cadena, pronto todos hablaban de la construcción de una gran escalera para lograr el objetivo. El Rey le dijo a su ansioso interlocutor que, ante la insistencia de los pobladores, cedió y dio la orden para realizar el proyecto. Se internaron en el bosque para recolectar madera maciza, que pudiera resistir el peso de una persona. Usaron el escaso metal que había para afianzar la estructura y los peldaños. Hicieron varias pruebas para estar seguros que alcanzaría la altura total de la muralla. El Rey no hablaba de números, pero el viajero, en sus notas, especulaba con una estructura de muchos metros de largo. Una vez que estuvieron seguros, encomendaron la tarea de pasar al otro lado a un muchacho de unos quince años –huérfano desde temprana edad– que, desde el inicio, se había ofrecido. Nadie lo contradijo. Pensé que era natural que todos tuvieran miedo. La curiosidad no había sido suficiente como para superar ese último límite. Una mañana todos asistieron al pie de la muralla. El muchacho miró a la gente que se había reunido y que seguía, con ansiedad, cada uno de sus movimientos y gestos. Imaginé su rostro en el que se evidenciaban la temeridad y la incertidumbre. El Rey describió, con todo detalle, los pasos inseguros en cada peldaño. El muchacho miraba, de cuando en cuando, a los que estaban abajo. Sin embargo, cuando llegó a la primera mitad del avance, fijó la mirada en lo que hacía: los brazos guiando el avance y los pies en los peldaños. Las patas de la escalera tenían un ligero temblor que fue controlado por un par de hombres. Después de un tiempo el muchacho llegó hasta el final del viaje. La gran escalera, libre al fin de su peso, pareció más volátil y se tambaleó. La gente no pudo resistir más y, desde abajo, lo acosó con preguntas. Uno preguntó sobre lo que había al otro lado de la muralla. Alguien le dijo que cruzara de una vez por todas. Otro supuso que había una gran nada del otro lado y lo conminó a que regresara lo más pronto posible. El joven los miró desde la altura. Había sido un largo trayecto del piso hasta ese lugar en el que apenas se distinguía su rostro. Era una figura que se confundía con los pedazos de rocas que coronaban la muralla. Yo había visto esas terminaciones desde mi llegada y esas formas me recordaban los dientes destrozados de un gigante. El viajero, por su parte, comenzó a dudar sobre la posibilidad de construir esa escalera. Quizás, en algún punto, la estructura no resistiría. No quiso seguir especulando y siguió con el registro de lo que decía el Rey: el muchacho, desde la lejanía, pareció ejecutar un saludo, dejó el último peldaño de la escalera, se apoyó de una piedra que sobresalía y que le daba a esa parte de la construcción la vaga apariencia de un torreón medieval. Pareció disfrutar el momento y se irguió por completo. Desde ahí, quizás, podía ver todo. Imaginé que, esa visión, abarcaba el pueblo de la mujer e, incluso, el pueblo de Lucrecia. Era una lástima que el ascenso no se hubiera realizado durante el crepúsculo, justo cuando las máquinas comenzaban, trabajosas, a generar electricidad y la ciudad, poco a poco, como un animal saliendo de su letargo, se anunciaba con sus luces inseguras y parpadeantes. El muchacho, al ver esas luces, acabaría por convencerse de la utilidad de su aventura. Sabría que no estaba solo y que, quizás, era el primero en contemplar, al mismo tiempo, los tres lugares habitados que yo había recorrido.

El Rey contó que el muchacho, después de ese momento de transición, echó el cuerpo para el otro lado y comenzó a descender –al menos esa versión fue la más extendida entre la gente– como si, del otro lado, hubiera una escalera con la misma altura, colocada exactamente en el mismo lugar. La gente, en el relato que abundaba cada vez más en detalles, comenzó a discutir. Los gritos se estrellaban en la muralla. Pasaron varios minutos sin noticias del muchacho. La gente lo llamó a grandes voces. Hubo varios que se quedaron esperando a los pies de la muralla, muy cerca de las grandes piedras, como si a través de las fisuras se filtrara alguna señal de lo que había más allá. Al ver que no había respuesta, el Rey contó que hubo inconformidad y más discusiones. Muchos dijeron que era un error. Un grupo dijo que, haber superado la muralla, traería grandes desgracias al reino. Así como se había detonado la curiosidad por el origen y lo que había más allá de la muralla, comenzó la violencia. Varios hombres iniciaron una pelea. Los puñetazos surgieron. Algunos aventaron piedras. En medio de confusión, una mujer empezó a subir por la escalera. Alguien empujó la base de la estructura. Nunca se supo si fue un accidente o algo hecho a propósito por alguien que quería sabotear cualquier nuevo intento por alcanzar la parte más alta de la muralla. Tampoco se supieron las intenciones de la mujer. La escalera, con ella a medio camino, se estremeció como una bandera agitada por el viento. El perfil de la mujer se sumergió en un vaivén cada vez más fuerte hasta que una parte de la madera crujió y ella cayó, como si hubiera sido tocada por un rayo. Su cadáver, lleno de sangre, fue ignorado por la gente.

El Rey dijo que, a partir de ese conflicto, prohibió que se hablara de la muralla. No habría más intentos para cruzarla. El objetivo era impedir, a toda costa, que hubiera más desgracias. Había penas severas para quien desobedeciera esa orden que se proclamaba al amanecer y al anochecer. Una parte de la población, sometida por el miedo, dejó de hablar en público de la muralla. Pero adentro de sus casas seguían conversando sobre esa frontera. En las noches se contaban historias referentes al muchacho y a lo que creían que había del otro lado. Según la versión del Rey, la otra parte de la población conjuró para desobedecer la prohibición. Era cuestión de tiempo para que construyeran una nueva escalera. El Rey, antes de tomar otras medidas, difundió historias falsas. Esparció entre la población el rumor de que había enemigos al otro lado. Para hacer más real la historia añadía detalles. Los hombres del otro lado tenían largas escaleras, muy parecidas a la que habían hecho, pero más resistentes. Con seguridad podía soportar el peso de varios guerreros al mismo tiempo. Habían estado ahí, atentos, buscando el momento propicio para atacar. Quizás habían esperado por años hasta fortalecerse y obtener una victoria fácil. El miedo se extendió. Los que tenían miedo llegaron, por quién sabe cuáles vericuetos, a una historia diferente. Coincidían en la versión de seres extraños al otro lado, pero, a diferencia de los otros, estos desconocían la existencia del reino. El error de ellos había sido, precisamente, mandar al muchacho. Él los había despertado de su letargo. Seguramente ya les había compartido información valiosa: cuántas personas eran, cómo estaban organizados, qué tipo de armas tenían.

El viajero, en su crónica, mencionó que el Rey –haciendo una acotación en su historia– le confesó que la mentira detonó escenarios que se salieron de control. El miedo, entre la gente, había motivado conductas desesperadas. Grupos de hombres se reunieron para fabricar armas y defenderse de los extranjeros. Algunos, pese a la prohibición de intentar, de nueva cuenta, un asalto a la muralla, comenzaron a construir las partes de una escalera. La noticia llegó a los oídos del Rey y vinieron las primeras ejecuciones. Los cuerpos oscilaban en el crepúsculo, con los cuellos quebrados y la mirada enterrada en el suelo, como si estuvieran arrepentidos de la última decisión de su vida. Esa medida que, aparentemente, disuadiría otras desobediencias, generó nuevas conjuras que, a su vez, al ser descubiertas, terminaron en cuerpos colgando de los árboles del bosque. El Rey recordaba, con imágenes muy vívidas, a los cuerpos pendiendo de las cuerdas, arracimados como los frutos extraños de un territorio corrupto. Se advirtió a la gente que era mejor olvidar la muralla, que no tenía sentido causar más muertes. El viajero, en esta parte del relato, quizás aprovechando que el Rey tomaba un respiro antes de continuar, escribió que, quizás la gente no buscaba huir o confrontar a los habitantes del otro lado de la muralla. Lo que querían era someterse al castigo, terminar colgando de los árboles. Esta suposición cobró realidad cuando el Rey describió a sus guardias entrando a las casas, mirando, sobre las mesas en las que se reunía la familia para comer, las herramientas para serruchar la madera, medir el tamaño de cada una de sus piezas. Los guardias decían que la gente aceptaba todos los cargos y no oponía ninguna resistencia. Ellos querían ser descubiertos, querían morir pero no por mano propia. Pensé en un rebaño enloquecido sin causa aparente, corriendo en despoblado, enfilando, sin ninguna duda, con total determinación, a un gran cuerpo de agua. Una vez ahí los animales empujan con el cuerpo hasta que las pezuñas dejan de tocar el suelo para flotar un momento, como bestias voladoras y, después, ejecutan un salto al vacío, caen a lo profundo, hasta que la mirada se inmoviliza porque comprende que ha llegado al límite de la muerte.

La población menguó hasta que las calles quedaron silenciosas. Pocas casas estaban habitadas. Los guardias estaban resignados a seguir con las ejecuciones, aunque algunos desertaron. Poco después encontraron sus cuerpos abandonados en el bosque. Se contaba que uno había llegado al río para dejarse arrastrar por la corriente en la parte más impetuosa. El puñado de habitantes se conducía, de forma monótona, en sus casas. Estaban, al parecer, demasiado cansados como para establecer nuevas conjuras que los llevaran a la muerte. El Rey miraba, desde la altura de su palacio, las escasas luces en las ventanas. Suponía que, en ese momento, los habitantes miraban la espesura del bosque para tratar de imaginar, en la oscuridad, los cuerpos de los colgados. Las ramas de los árboles, algunas quebradas porque el guardia no había calculado bien el peso del condenado, formaban laberintos aéreos. En ese punto la escritura del viajero se desinteresó por los detalles, como el espectador que busca, en la distancia, un significado general de lo que está viviendo, un entendimiento mayor.

El Rey, al ver la ruina de su territorio, propuso a los últimos que quedaban, construir una gran escalera para escalar la muralla y llegar al otro lado. La prohibición no tenía sentido para una población que, de un momento a otro, iba a buscar su propio exterminio. Le confesó al viajero que, más allá de la muralla, encontraría la gloria que había perdido. En ese lugar podría recomenzar. El viajero, menos apegado al orgullo, pensaba que, al otro lado, había un mundo con leyes físicas diferentes; una realidad que corría, paralela, a la de ellos. Ese mundo ya no estaría cercado por murallas. El puñado de habitantes, con los guardias incluidos, emprendió una mañana la recolección de madera para la nueva estructura. El Rey suponía que, con la experiencia anterior, sería más fácil construirla. Los miró convencidos, trabajando en equipo, olvidando, por un momento, a sus muertos. Sin embargo, después de las primeras dos jornadas, decidieron no seguir más. Habitantes y guardias, de común acuerdo, tomaron el camino a las tierras del norte. El Rey, sin poder oponerse por la fuerza, había intentado una vaga defensa de su idea. Pero ellos apenas lo escucharon y sólo pudo ver, mientras la mañana avanzaba, a un grupo compacto caminar por el único sendero que conectaba al reino con el bosque. No tenían mapas, ni instrumentos para orientarse. Caminarían hasta las últimas consecuencias. Para ellos, eso era mejor que seguir habitando entre ruinas, acosados por la memoria de tantos cuerpos colgados, inmersos en un proyecto absurdo que los entregaría, de cualquier forma, a la muerte. A partir de entonces el Rey los imaginaba abandonados en el camino, con las bocas abiertas, las manos tiesas, los blancos esqueletos entre la hierba. Imaginaba el destino particular de cada uno de ellos mientras, para entretener el ocio, revisaba sus casas vacías. Contemplaba las camas revueltas, granos humedeciéndose en la sombra, instrumentos de cocina fuera de sus cajones; las puertas entreabiertas, como si los habitantes hubieran salido un solo momento y su retorno fuera inminente. Los pájaros negros habían llenado los tejados. Algunos planeaban, majestuosos, hasta el suelo y, ahí, abrevaban de algún charco, conscientes de que no corrían peligro. El Rey pasaba largas horas, conversando con los animales de ojos pequeños e inteligentes, mientras miraba el lustre de las plumas, las patas afiladas y nerviosas.

Esa fue la última anotación del viajero. Más allá, en el espacio sin escritura de la hoja, había una sensación de vacío. No pude con las hojas que seguían. Algunas líneas sugerían que había intentado trazar un dibujo. Quizás quería retratar a los muertos apilándose en las esquinas, colgando como lentos péndulos de los árboles, asediados por las moscas. Miré al Rey viejo que, con un gesto solemne, mirando con orgullo las piedras y árboles que nos rodeaban, trataba de encajar en el papel que había leído en la crónica del viajero.

–¿Qué pasó con él?

El viejo guardó silencio. El poder que había ejercido antes, la petulancia inherente a su cargo, ya no existían.

–¿Qué pasó con el viajero? –insistí.

–Es una historia que tiene muchas posibilidades– me dijo mientras raspaba la suela de sus botas de plástico con una rama caída.

Guardé la libreta en mi mochila. Tenía ganas de sujetarlo por el cuello y obligarlo a decirme la verdad.

 

 

 

(CONTINUARA)

 

 

**

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

Recientemente ha publicado:

 “La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Amigo,

el poema no es el agua

que se evade,

no es la arena

y su nostalgia de la piedra,

no es

el golpe de puño

que se da

sobre la noche.

No es,

mi amigo,

el poema una línea de la vida

ni es este perro afán

con el que muerdo

la palabra.

El poema es hablar.

Hablar sin ruido.

Es hablar el silencio más enorme,

construirle una casa

a lo que huye

por el camino lento de la espiga

y sentarse a esperar,

a ver qué pasa.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mujer mirando al vacío*

 

 

Parada frente al mar

con un reflejo gris en su mirada.

(Se diría perdida en la nostalgia,

la nostalgia del mar, que no se agota)

 

Parada frente al mar.

La ciudad a su espalda

(esa ciudad que antaño fue promesa

y hoy es sólo glacial encrucijada)

y una muda tempestad de arena

bajo sus pies descalzos.

 

Ante ella hay un mar incomparable

que sus ojos no ven, un cielo transparente,

una distancia,

la levedad impronunciable de la brisa.

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

*

 

La poesía logra sacarnos de esa enfermedad que tenemos de ser un mecanismo, un zombie, un robot de respuestas automáticas hecho de mandatos, lugares comunes, repeticiones que decimos sin siquiera pensar qué estamos diciendo, por qué, para qué. La gran poesía, claro. Esas cosas "símil poesía" es posible que nos hundan más en nuestra enfermedad robótica y nos quiten las últimas esperanzas.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Tren*

 

 

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje. Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles.

Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.

El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers.

Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.

En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros", donde trabajaba. No encontré el lugar.

Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre. "¿A que no recordaste lo que te encargué?", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: "Tienes cabeza de pájaro"

 

 

*De Santiago Dabove.

-Incluido en "La muerte y su traje".

Buenos Aires, Alcántara. Edición de 1961.

 

 

 

Próximas estaciones por antiguo ferrocarril Midland:

 

 

Apeadero KM. 38. 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.  

 

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza Constitución.

Desde km 12 hasta Puente Alsina el recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.

 

Queda renovada la invitación a participar en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

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