*Foto de Noelia Ceballos.
*
Existe para cada
movimiento un resplandor
el agua lleva su rayo
en cada ola
y hay un resplandor
para la riqueza
en el fasto del roble
de las bibliotecas
y para la pobreza
en la pulsera de plata
que ostenta el mendigo
aunque para hablar de
resplandor no se trate exactamente
de plata roble u oro.
Vivimos sin tregua
-con descansos de
mentira en medio
con pausas impostadas
con nuevos comienzos
de ficción-
de principio a fin.
Cada día es un campo
minado
en el mundo se rompe
una promesa a cada
hora
un mandamiento por
minuto
la fortaleza de un
espíritu
un cuerpo
un momento atravesado
por el resplandor.
Conviene saber
que el espíritu tiene
recursos limitados
que los movimientos son
infinitos
que para que el
resplandor aparezca
hay que hacer brillar
el ojo
frente al filo del
estaño
sin temer.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata
hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se
licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster
en Gestión Cultural.
-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento
latinoamericano.
-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones
súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015), El cuerpo intacto
(2017, Penn Press), Grow a lover
(2018, Pensamientos literarios).
-En 2021 ha publicado La gota en la piedra.
(novela, Mardulce, Buenos Aires) 2021
LOS PEREGRINOS*
Le he fallado a dios como peregrino
Preferí la seguridad de mi casa
y los placeres que llenan mis agujeros
sin llenarlos
Vida cómoda la mía
veo pasar a los que sufren
y me pregunto cómo serán
los días en sus adentros
El sufrimiento ajeno es amargo
un té de carqueja que empeora el estómago
Envidio sin embargo las peregrinaciones
la soledad de los montes
o la hostil de las ciudades
bajo el puente
Hay en todo ello un placer que desconozco
porque no es un placer, justamente
En ciertos versos, B. Fernández Moreno dijo
que las fondas le solían parecer lugares
pintorescos
pero que luego de reiterados almuerzos
perdieron su maravilla
y le parecieron tristes y grotescas
Creemos que el placer
los grandes placeres
son algo que la vida nos esconde
Que son difíciles de alcanzar
y que el sufrimiento consiste
en desconocer su escondite
Pero es el dolor lo escondido
lo que carece de límite, lo más cercano al
infinito
¿Quién se anima a peregrinarlo?
Y no digo ir por el ajeno
eso es trampa
El que va por el dolor ajeno
en todo caso busca votos
Sólo el dolor propio carece de laureles
Yo quisiera ser peregrino
pero temo a cavar tan hondo
Será que no creo tanto en dios
o que ninguna certeza firme tengo
Los veo pasar
les doy mi saludo
les pregunto cosas
A ellos les cuesta comunicarse
están demasiado acostumbrados al silencio
Pero al verlos
se me infla el corazón como un globito
con aire nomás se llenan los globitos
respiro gratis
No me queda más que ofrecer esta alegría
pequeña.
*De Ramiro
de Mendonça.
https://elbebedemacon.wordpress.com/
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
DÉCIMA
PARTE
Esa noche soñé con una manada de leones rodeando el
puesto de vigilancia. Los animales rompían la homogeneidad de la nieve que se
acumulaba sobre los arbustos. Un camino casi había desaparecido, inundado por
la dura luz de invierno. Los animales balanceaban las cabezas y movían con
inquietud las colas. Más allá se veían restos de árboles, piedras que
recordaban vagos cráneos amontonados. Los oscuros troncos de los árboles, aún
con fuerza para erigirse y apuntar al cielo, parecían lanzas melladas por el tiempo,
restos de murallas antiguas, derribadas por ejércitos que habían disuelto sus
huellas pero cuyo fragor se adivinaba en los hocicos vibrantes de los felinos,
en sus bostezos ansiosos, en las sombras alimentadas por el crepúsculo que no
alcanzaban a dañar el oro de sus ojos. Soñé que salía de la cabaña, apenas
cubierto por una cobija, que seguía el rastro de Lucrecia –unas huellas apenas
visibles en la nieve– por el adormecido interior del bosque hasta llegar a un
lago rodeado de arenas grises. En el sueño me decía –o al menos eso recordé
mientras despertaba y la veía de espaldas a mí, aún dormida– que el cáncer,
antes de dar el golpe final, parecía ir en retirada, como un ejército que finge
abandonar las posiciones de avanzada. Por eso los últimos días de vida son
extrañamente saludables. La persona tiene más energía que la habitual, los
dolores desaparecen y se tiene la engañosa sensación de recuperar la salud.
Algunos hacen planes y se imaginan en un futuro posible, al alcance de la mano,
como si todo lo anterior hubiera sido un espejismo, una realidad alterna que
les mostraba Dios para que valoraran su vida. En el sueño ella caminaba rumbo
al lago. Iba vestida con los pantalones de mezclilla, la chamarra roja y las
botas negras. Se ponía en cuclillas y tocaba con ambas manos la superficie
helada del agua. En algunas partes había una delgada capa de hielo que
amenazaba con quebrarse. Yo estaba a escasa distancia, casi como un espía. No
había ningún sonido. Las ramas de los árboles no se movían y todo el ámbito
estaba congelado en un segundo estático. Lucrecia se ponía de pie. Desde donde
estaba podía ver su cabello negro, un poco húmedo y desordenado en su espalda;
ella parecía disfrutar de mi observación, de la cercanía que no me atrevía a
romper para tomarla del hombro, mirar su rostro y llevarla de vuelta a la
cabaña. En el sueño parecieron transcurrir segundos pesados que nos envolvían y
eliminaban cualquier necesidad de palabras. Lucrecia comenzó a internarse en el
lago hasta desaparecer. Las huellas de sus botas quedaron en la arena y esa
imagen se deshizo poco a poco hasta que desperté y miré el techo de la cabaña.
Al siguiente día despertamos muy de mañana. Comimos
de los frascos de conservas. Teníamos la mitad del suministro de agua.
–¿Crees que tu padre haya sido una de las personas
que estuvieron en la bodega? –le dije para no seguir hablando de su enfermedad.
–Nunca lo pensé –dijo Lucrecia abriendo mucho los
ojos.
Revisamos las fotografías. Nos fijamos en aquellas en
las que estaban muchas personas. Atrás del primer plano había rostros que, en
un inicio, habían pasado desapercibidos. Pensé en su padre, entre la demás
gente, a expensas de la cámara. Por alguna razón habría extendido los brazos
para ocultar su rostro o se había escondido atrás de otra persona. Me detuve en
las imágenes borrosas: ahí aparecían fragmentos de torsos, unas manos tomando a
alguien del hombro, la fugaz visión de unas piernas. Causaba vértigo el cúmulo
de rostros, de miradas que podían tener cualquier expresión y que estaban
sumergidas en una oscuridad pantanosa. Tal vez, en un futuro, cuando las
fotografías perdieran calidad, la sospecha de esa gente atrás desaparecería y
todo quedaría en el ámbito de la imaginación y la sospecha.
Cansado de buscar, tomé a Lucrecia de la mano y le
dije:
–Vamos a quedarnos.
–¿Para qué?
–Tienes que reponerte.
Ella me miró como a un niño que, de repente, dice una
locura.
–Quiero seguir. De verdad.
Sus palabras tenían más de desesperación que de
súplica. Ella, de alguna forma, había planeado llegar hasta ahí.
Asentí.
Al siguiente día reemprendimos el camino. El Puesto
de Vigilancia, ahora, nos miraba a nosotros. De cuando en cuando hacía una
pausa y volteaba al lugar que dejábamos, como si, de pronto, pudiera sorprender
a alguien en la ventana. El camino era de tierra aplanada y eso nos dio
esperanzas de encontrar alguna población cercana. Cualquier posibilidad, en ese
momento, era positiva.
Mientras caminábamos tuve la sensación de que el
mundo se colapsaba atrás de nosotros. El aire lo sentía, a ratos, tibio. El
invierno, el frío de la ciudad iba desapareciendo. Quizás era una ilusión por
el movimiento de mi cuerpo que generaba un calor adicional al que estaba
acostumbrado. Una nueva estación se inmovilizaba sobre nosotros. El cielo,
completamente gris, se seguía llenando de nubes. Pensé en animales llamando a
otros, aglomerándose para estar más seguros en la colectividad y defenderse de
posibles agresores.
Cuando llegamos a la mitad del día vimos un valle
pequeño. A la mitad, como una ofrenda, encontramos un cuerpo sobre la hierba.
Al acercarnos vimos que era una res muerta. El perfil del animal, los cuernos
oscuros, destacaban. El cadáver, derruido, parecía una especie de aviso. Aún
humeante, estaba en una torsión que había separado el costillar de los cuartos
traseros. Era como un descarrilamiento. Me pregunté por los carroñeros. Miré el
cielo y sólo vi nubes grises, un poco deshilachadas. El olor era penetrante. El
cielo en esa zona, comenzaba, en ratos, a despejarse. Olía a quemado. Lucrecia
empezó a jalar aire. Pensé que, de un momento a otro, tendría que acompañarla
de regreso a la ciudad. Sin embargo ella me hizo señas de que siguiéramos.
Después de una elevación del terreno, en un lugar
despejado de árboles, vimos una zona quemada. Las hierbas y el pasto eran
elementos de una cicatriz ancha y oscura. Ahí, enfrente, como un mar inmóvil,
aglomerado, yacían decenas de reses, iguales a la primera. Sus figuras negras
se confundían con la leve sombra que proyectaban. Los cuernos eran teas recién
apagadas. Por la formación que tenían, algunas muy juntas, otras desparramadas
en un terreno amplio, parecían haber encontrado la muerte durante una
estampida. Imaginé los ojos desorbitados, los largos bramidos, belfos buscando
aire en de la hirviente humareda.
Miré con ansiedad cómo la respiración de Lucrecia se
iba haciendo más fuerte. Sus pasos eran vacilantes. Se apoyó en mí y
continuamos un trecho más para alejarnos de esa visión. Mientras la ayudaba a
recargarse en un árbol, pensé en el origen de aquel incendio. Imaginé a hombres
primitivos prendiendo fuego al pasto seco. Después, entre gritos, acorralaban a
las bestias que se apretaron en un círculo estrecho y caliente. ¿De dónde
venían aquellos animales? Pensé en una granja devastada, los animales vagando
en las cercanías hasta encontrar el fuego que los habría conducido a la muerte.
Me senté junto a Lucrecia. Ella había empezado a
dormitar. Me tranquilicé. El cuerpo lo sentía cansado. Estiré las piernas y
aflojé los brazos. Sentía mi mente entumida, cansada de examinar los eventos
nuevos a los que me enfrentaba. También era la falta de alimento, pues las
conservas las racionábamos cada vez más. Tendría que dejar lo último para
Lucrecia. Con ese pensamiento comencé a quedarme dormido.
Desperté. Me froté los párpados. Iba a comprobar si
Lucrecia seguía dormida, pero no estaba junto a mí. Sólo encontré su mochila.
Pensé que había decidido regresar al Puesto de Vigilancia. Grité varias veces
su nombre. Emprendí el camino de regreso. Después de unos metros, distinguí su
figura, recargada en otro árbol. Había una planicie verde que se extendía
frente a ella. Era como el escenario de un cuento infantil, el mismo cuento de
la primera cabaña, una continuación. Pensé en llamarla pero decidí esperar a
que estuviera más cerca. Quizás había huido de mí. Recordé que algunos
animales, cuando están heridos de muerte o agonizantes, se alejan del mundo y
buscan un espacio solitario, un hueco lejos de todo para esperar, en silencio,
a la muerte.
Miré su figura recargada en el árbol. Se había
quitado la chamarra. Parecía ensimismada en el paisaje. Quizás, en ese claro en
el bosque, estaba desplegada, en signos irreconocibles para mí, transparentes,
la entera historia del país, con todos sus detalles, sus secretos. Ahí estaba
la biografía de los muertos, de los desaparecidos, el aliento condensado de la
gente en la bodega, el olor a cuerpos amontonados y densos. Me acerqué deseando
que no transcurriera el tiempo, que los metros hasta Lucrecia fueran parte de
un camino muy largo, casi infinito. Llegué hasta ella. Apenas reparó en mí. Un
leve movimiento de su mano derecha buscó mi cuerpo. Percibí, a la distancia, la
fiebre que la cercaba. Tomé su mano y sentí el calor que subía por la palma y
se extendía a los dedos. Había un incendio dentro de ella. Había llamas
caldeándola y desgastándola cada vez más rápido. Se había contagiado del poco
calor que quedaba en el mundo y que echaba raíces en cada uno de sus órganos,
en su piel, en la frente que era recorrida por unas gotas de sudor.
–Perdón –dijo con voz calma y sonrió.
No supe qué decirle. No había decepción. Quise,
inútilmente, acercarme más para contagiarle mi frío. Pero Lucrecia se mantenía
ajena a mi preocupación, como una viajera extraviada que está conforme con su
destino, al igual que las anónimas figuras que habían desaparecido en el
interior del bosque. Traté de sonreír porque la había encontrado y esa certeza
me daría seguridad para seguir explorando o para olvidar el motivo de nuestro
viaje. Estábamos los dos, ahí, y eso era suficiente.
–¿Dónde estamos? –me preguntó.
–No estamos lejos de la cabaña –mentí.
–Pensé que habíamos avanzado más–dijo, con voz
entristecida.
Miré su expresión decepcionada, la quijada que ya no
apretaba con fuerza sino que estaba distendida. Podía ver el brillo opaco de
sus dientes. La luz de la tarde le llenaba el rostro y el mechón negro en la
frente era, quizás, lo único que la vinculaba con la persona que había sido
días atrás, en la ciudad, antes de emprender el viaje.
–Vamos a regresar a la cabaña. Ahí podrás recuperar
las fuerzas.
–No, no lo hagas.
El tono con el que lo dijo fue el de una niña
asustada. Quizás por eso no tomé en cuenta su petición.
La cargué entre mis brazos. La sentí más ligera de lo
que había pensado cuando la conocí. Parecía que la fiebre había menguado sus
huesos, le quitaba sustancia a sus órganos, desbarataba venas, confundía el
recorrido de la sangre mientras su corazón desbocaba los últimos latidos.
Lucrecia, a pesar de su reticencia, se afianzó a mis hombros y a mi cuello. Las
pocas fuerzas que le quedaban las dedicaba a seguir respirando. Había vuelto el
frío, aunque no con la intensidad de antes. Un poco de vaho salía de nuestras
bocas. La iba a cuidar en la cabaña a pesar de que no hubiera herramientas ni
medicamentos. Quizás podría encontrar la manera de disminuir la fiebre.
Después, resistiríamos con los frascos de conservas. Quizás si regresábamos a
la cabaña, la enfermedad estaría de nuevo inmóvil, en un equilibrio con el
funcionamiento del cuerpo. Y el calor de su cuerpo sería benéfico, como el sol
que, alguna vez, nutrió las cosechas de la gente que había desaparecido. Una
vez resguardados, podría buscar ayuda o emprender el camino de regreso a la
ciudad. Tal vez en su cuarto, rodeada de sus cosas, podría regresar el tiempo.
Le comencé a hablar de lo que podríamos hacer en la ciudad. Le conté más
teorías de las imágenes y de la gente de la bodega. Le dije que podríamos
buscar un lugar elevado para comprobar si, hacia el sur, hacia las tierras
profundas que apenas se podían distinguir, aparecía el otro límite de la
muralla. Apenas escuchaba su voz, una especie de murmullo que yo tomaba como
una afirmación a lo que le contaba. Aún faltaba mucho para llegar a la cabaña y
el peso de su cuerpo me estaba venciendo. Sin embargo no quise detener la
marcha. Tenía que resistir hasta llegar bajo techo. Mi frente comenzó a sudar.
El cuerpo de Lucrecia, sus brazos, me contagiaban de su calor. Sus brazos
dejaron de sujetarme con la fuerza de antes. Le dije que resistiera, que ya
faltaba poco. La vereda, apenas visible entre matorrales y hierbas, parecía
cada vez más larga. Escuché un quejido, un sonido casi imperceptible. Le
pregunté qué le pasaba. Era absurda mi pregunta pero combatía mi silencio que
era, en medio de la marcha, una complicidad con la muerte, un testimonio
inútil. Me pregunté por las señales vitales que había mostrado los días
anteriores. Quise decirle que había estado bien, que volviera a enterrar la
enfermedad o, al menos, los síntomas. Pero la destrucción había llegado a un
punto sin retorno y, a partir de entonces, sería una caída libre. La enfermedad
estaba cerrando la trampa. El incendio consumía los últimos restos de vida. Al
final habría sólo humo, la tenaz memoria del fuego. Entonces pensé en renunciar
y, contemplar, como una especie de vínculo final con ella, su muerte. Pero, al
mismo tiempo, me daba miedo estar ahí, mirándola de frente, estableciendo
contacto con su mirada que, probablemente, iría por inercia al cielo cubierto
por nubes. Ahí, en algún lugar, estaba su muerte y la buscaba, afanosa, para
tener una última certeza antes de irse. Quizás, para ese momento, yo era un
elemento ajeno, extraño, casi irrelevante. Ella estaba con la mente perdida, su
cuerpo dejaba escapar la última respiración, como una jarra que está a punto de
vaciarse y que conserva, apenas, una gota de agua, un reflejo diminuto y
efímero. Fue cuando su cabeza comenzó a balancearse cuando entendí no sólo que
había muerto sino que esa muerte me enfrentaba con mi cobardía. Me sentí culpable
no porque mi aventura la había llevado lejos de casa sino por no haberla dejado
junto a aquel árbol, mirando cómo escapaba su vida entre la vegetación,
integrándose, de alguna forma, al paisaje, volviéndolo tranquilo, fértil, en
diálogo constante con una era primigenia.
La bajé de mis brazos. Su cuerpo, desmadejado, sin
fuerza, quedó a mis pies. La abracé. Quise hablarle, pero no me atreví. Sentí
ganas de llorar pero un asomo de vergüenza impidió que lo hiciera. ¿Qué haría
con ella? Recargué su cuerpo en un árbol grande. Entrelacé sus manos. Traté de
guardar en mi memoria una imagen de Lucrecia pero se amontonaban varias en mi
mente: ella, en el Puesto de Vigilancia, con un asomo de sensualidad, de deseo,
cuando la había tocado y su piel pareció despertar de un larguísimo letargo, de
una hibernación inconsciente, alimentada por años de soledad y rutina. No le
había dicho, pero aparecía en varios de mis escritos. Acaso apenas habría
podido descifrar mis letras. Y por eso había guardado las fotografías. Eran las
únicas que podían contar una historia sin palabras. Las versiones definitivas
que estaban en la memoria de la computadora se perderían, pero aún tenía en
papel, al menos para contemplarlas, para leerlas una y otra vez como si fueran
las líneas de un retrato. Las hojas amarillas la tenían para mí, no de una
manera objetiva, como una fotografía, sino vista a través de mis suposiciones,
mis miedos, mis fantasías.
Decidí regresar por las dos mochilas. No pude evitar
la sensación de abandono, de traición. Traté de controlar mi respiración. Sentí
el invierno en mi piel. Para hacer más fácil la última mirada, preferí pensar
en ella hundiéndose en el mar, como si el peso de su cuerpo se vertiera en una
superficie tersa, cálida, que la recibía para llevarla al otro mundo. En ese
lugar, los mismos ojos que ahora miraban un paisaje compuesto por troncos
podridos por la humedad, líquenes, insectos revoloteando en la tarde, estaban
sumergidos en un estanque lleno de formas luminosas, retazos de recuerdos,
esquirlas que sobrevivían el paso de la muerte. Detuve mis pasos. Mientras la
miraba por última vez, sin saber todavía a dónde ir, preferí pensar en el sueño
que había tenido antes: ella rodeada por leones, acariciando sus cabezas
mientras ellos agitaban las colas. Después, los animales se colocaban a los
costados, como si fueran parte de un cortejo solemne y silencioso. Ellos la
conducían en un rito desconocido. Los leones la acompañaban a través de valles
amplísimos, superficies nevadas, siempre hacia el sur, hasta llegar al límite
del mundo, aquel territorio quizás limitado por el otro extremo de la muralla.
Una vez ahí, frente a la enorme construcción, se quedarían en silencio. Los
leones alzaban las cabezas, como si midieran la altura de lo que tenían enfrente.
Quizás, en ese momento, entendían la función de la muralla, para qué servía,
quién la había construido, qué había más allá. Entonces, el grupo desaparecía,
se fundía en cada piedra, en cada borde o fragmento. No pude seguir imaginando
más porque mi fantasía era clausurada por la muerte de Lucrecia. No había
ninguna señal que me sirviera de acicate para buscar más imágenes.
Imposibilitado para imaginar más, con las mochilas a
cuestas, regresé al Puesto de Vigilancia. Ahí, abrí su mochila. Encontré un par
de blusas, un par de zapatos, guantes, bolsas de plástico vacías, frascos con
residuos de comida. Tendría que deshacerme de eso para aligerar mi carga.
Debajo de esos objetos encontré varias hojas amarillas que había arrancado de
las libretas. Estaban dobladas, como si estuvieran a punto de entrar a un sobre
imaginario. Comencé a leer, con pulso tembloroso, las palabras de Lucrecia.
¿Cuándo las había escrito? Seguramente había ocupado los momentos en que yo
dormía para escribir. Temerosa, con miedo a que despertara y la descubriera,
había intentado hilvanar palabras en frases que nunca llegaban a un punto
final. La mayor parte de los intentos tenían, como objetivo, describir los
incidentes del viaje. Había una descripción de la cabaña de la mujer. Un poco después
hablaba de las casas abandonadas. Refería, también, la distancia que, según
ella, habíamos recorrido. Tenía problemas cuando se refería a mí y, por eso,
después de algunos intentos, terminaba tachando toda la frase. Parecía, en esos
textos, que no estaba totalmente convencida de mi existencia y por eso le
costaba hablar de mí. Algo que pude ver, casi enseguida, era que Lucrecia nunca
aventuraba una teoría sobre lo que descubríamos. Para ella no había posibilidad
de imaginar el mundo. Acaso, en algunas parcas observaciones, deslizaba, casi
sin querer, una sospecha. Pero inmediatamente después se aferraba a lo que
podía ver y tocar.
Miré el paisaje desde una de las ventanas. Podría
seguir caminando hacia el sur, sin mucha idea y depender de un improbable encuentro
que me salvara la vida. Apostar por esa opción sería un lento suicidio.
¿Regresar a la cabaña, con la mujer? En ese lugar, rodeados por objetos de
plástico incompletos, fetiches, ofrendas a la nada, apostaríamos por ver quién
desaparecería primero. Le contaría del Puesto de Vigilancia y los rastros que
había encontrado con Lucrecia. Entre sombras, en el pueblo convertido en un
espacio vacío, envejecería con ella. Tal vez, una tarde, como había sucedido en
el pasado, saldría de la cabaña para no volver jamás. Sonreí pensando en la
posibilidad de regresar a la ciudad de Lucrecia. No era una travesía imposible.
Tendría que llevar suficientes provisiones y recuperar fuerzas. Ahí, me
integraría a la población, sin hacer ruido, como si sólo me hubiera ido por un
par de horas.
Decidí quedarme esa jornada en el Puesto de
Vigilancia. Podría resistir algunos días más con el agua y comida que quedaban.
Algún plan podría aparecer en el horizonte. Tenía que registrar todo una vez
más. Ahí, en ese lugar, estaba una clave que se me escapaba. El sol, de color
naranja, empezaba a declinar atrás de la planicie de nubes. Ocupé mi lugar en
el Puesto de Vigilancia. En una silla, con los pies apoyados en la cama y la
vista en la ventana, miré al exterior. Tenía en las manos, como amuletos, un
par de fotografías. Tomé un poco de agua. Lo que más me atemorizaba era que la
falta de alimento empezara a perturbar mi mente. El temor se haría tan grande
que, en un pestañeo, se materializaría la visión de un ejército enemigo afuera
del Puesto de Vigilancia. Pensé en escribir, nunca dejar de hacerlo, para dejar
testimonio de que no había desaparecido, que había estado consciente hasta el
último momento.
Intenté prender la computadora. La pantalla emitió un
destello y, después, se oscureció de nuevo. Miré mi perfil que se alcanzaba a
reflejar en la superficie que, antes, había guiado mis palabras. Miré los
papeles amontonados, algunos arrugados al fondo de mi mochila. ¿Cómo darle
orden a esas hojas a veces inconexas? ¿Cómo seguir sin Lucrecia? El papel no
resistiría el paso del tiempo. Imaginé mi cadáver, abandonado en ese bosque; mi
mano derecha apretando un puñado de papeles, aún dispuesto a transmitir, a un
imposible viajero, la información que había recabado hasta el momento de mi
muerte
Dormí toda la noche. Al día siguiente, repuesto un
poco del esfuerzo de las jornadas anteriores, me dediqué a observar el
horizonte. Traté de establecer alguna relación entre los tipos de árboles que
rodeaban el claro en el que estaba. Aventuré, sin mucho convencimiento,
especies como los álamos, los robles, algunos pinos. No pude registrar pasos o
huellas de animales grandes. Los únicos que poblaban la zona eran diferentes
clases de insectos. Había hormigas, mosquitos, tijerillas. Eran abundantes diversos
tipos de escarabajos. Otros insectos, de colores fosforescentes, eran especies
nuevas para mí. Todos prosperaban porque se nutrían de los residuos de los
árboles: hojas muertas, raíces podridas, cortezas que alfombraban grandes
extensiones del suelo. Intenté algunos dibujos hasta que llegó la tarde. Cuando
me percaté de que la luz del sol declinaba, vino a mi mente el cuerpo
abandonado de Lucrecia. Había llenado el tiempo con registros y dibujos para no
pensar en ella. Sin embargo, bastó detener mi actividad para que me diera
cuenta de que, quizás, era la misma hora en que había muerto Lucrecia. ¿Cómo
podía tener esa certeza? Era la luz de la tarde, su consistencia y cierto tono
ocre que envolvía todas las cosas, lo que me daba seguridad. Me había acostumbrado,
desde hacía tiempo, a medir la luz porque era la única variable que indicaba el
paso de las horas. Si existía gente más allá de mi vista, quizás habrían
desarrollado instrumentos para medirla. Los imaginé elaborando presagios,
discutiendo sobre la influencia de la luz en el clima, en su estado de ánimo,
en los peligros por venir. Serían instrumentos que capturaban la claridad
existente y la transmitían a una serie de complejos engranajes. Yo, ignorante
de casi todo, atenido a las manecillas detenidas del reloj de Lucrecia, sólo
podía mirar la luz, su fuerza y su progresivo debilitamiento. Sin esa
referencia, lo único que me quedaba era el ciclo irregular del sueño, la
desesperada observación de un cielo siempre igual, vivo pero inmóvil como un mar
congelado.
Me acosté en la cama. Recordé la historia de la mujer
en la que contaba cómo, desde su cabaña, acompañada por su esposo, escuchaba la
discusión de los dos extraños. Sin duda, habrían tenido miedo de que alguno de
ellos, el triunfador de la pelea, los descubriera. Mi temor, en cambio, era
encontrar el cuerpo de Lucrecia desgastado, corrupto. Escuché un murmullo.
Cerré los ojos hasta que el sonido desapareció.
Al día siguiente descubrí, a un costado del Puesto de
Vigilancia, una escalera que estaba oculta entre las hierbas crecidas. Tomé
papel y lápiz y la coloqué para subir al techo. Quizás, desde ahí, podía ver
algo más que el claro en el bosque y la frontera casi impenetrable de árboles.
¿Había murallas? Saqué papel y lápiz que había afilado con un cuchillo. Comencé
a dibujar. Ante la falta de palabras me pareció más natural dibujar. Hice,
primero, un bosquejo y, después, traté de detallar el paisaje que tenía
enfrente. El claro en el bosque era como una isla. El verde que me rodeaba era
un mar secreto, muy profundo. Pensé que, de vez en cuando, habría señales de
alguna criatura mitológica, animales que no podía imaginar y que recorrían ese
territorio en las noches. No encontré el cuerpo de Lucrecia y eso me dio una
sensación de alivio. Estuve un rato mezclando dibujos con textos que intentaban
explicarlos, como un atlas que orientaría a un futuro viajero. Era una especie
de consuelo. Volví a bajar por la mochila y saqué las fotografías. Miré, una
vez más, a la gente atrapada en la bodega. Dibujé atrás de las imágenes.
Después, cuando sentí que había agotado mi capacidad para capturar el entorno
con mis trazos, volvía a bajar. Repartí las fotografías en distintos puntos del
Puesto de Vigilancia. Quería encontrármelas todo el tiempo, que el contacto con
ellas me sugiriera nuevas historias, nuevos puntos para recomenzar el viaje.
Las fotografías, los recuerdos de Lucrecia, eran un rompecabezas, un acertijo
que no iba a resolver pero que siempre estaría ahí, mientras viviera,
interrogándome con sus secuencias truncas, sus palabras no dichas y sus caminos
a ningún lado.
Una noche, entre las sábanas, iluminado por una vela
que había encontrado en un cajón de un escritorio, pensé en Lucrecia. Era
inevitable. Cuando llegaba la oscuridad pensaba en su cuerpo abandonado en el
bosque. Por momentos me recriminaba haberla dejado ahí, expuesta a la
corrupción del aire y los insectos. No duraba mucho ese sentimiento. Mientras
veía el amarillo de la llama pensé que ella estaba por ahí, afuera, merodeando
por el Puesto de Vigilancia. Me decía que había hecho bien en dejarla ahí, que
le gustaba mirar esa parte del bosque. Ese era su Puesto de Vigilancia, un poco
más adelantado que el mío, como una vanguardia que tiene el deber de advertir
el primer movimiento del enemigo. Mientras llegaba, ella me avisaría de los
casi imperceptibles cambios en el clima, de la dirección del viento y de la
tonalidad de las hojas de los árboles. Ahí, en ese lugar sin más límite que la
escasa sombra que proyectaba su cuerpo sin vida, podría calcular el peso de las
nubes, el andar secreto de algún insecto, la interacción de la atmósfera con
cada uno de los relieves montañosos que se extendían en el horizonte. Comencé a
quedarme dormido.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
LA TIERRA DE LOS
DESAMPAROS*
Ella sueña con los ojos abiertos.
Un hombre. Un pájaro. Un ojo.
Descienden a su cama. Despacio.
Hay rocío y helechos. Y mirra.
-Respírame la nuca, amor-
Un piélago de roedores la cubre.
El hombre se confunde con el viento.
El pájaro se convierte en piedra.
Solo queda el ojo y su mano ciega.
-Me miras y te miro, amor-
¿Dónde van las miradas cuando mueren?
El flautista no viene…
Su cabeza le dice que no está.
Su ánima le grita, volverá.
-El lecho del río está prohibido, amor-
Ella, muñeca rota. Pechos partidos.
La ciudad está desierta.
No es inocente la tierra de los desamparos.
Y no hay savia. Ni abrazos. Ni un destello.
-Bríllame, amor, no dejes que me apague-
¿Adónde va la noche cuando el alba muerde?
¿Las serpientes en las venas, donde?
¿Los labios y los espejos rotos?
¿Las llaves de la lluvia, los relámpagos?
Deja que sueñe con los ojos abiertos,
-Respírame la nuca, amor-
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@gmail.com
Margot,
la prostituta que leyó a Bakunin*
Vale más un instante
de vida verdadera
que años vividos en un
silencio de muerte.
Mijail Bakunin
Caminando de madrugada por la calle de la
tristeza
llegando a la intersección con el boulevard
de los perdidos
me senté como siempre, a observar el cielo
estrellado
mientras encendía un cigarrillo
encontré, convertida en objeto de consumo
nocturno
a quien había sido mi compañera de
estudios, Margot
que leía a Baudelaire y Rimbaud en francés
para entenderlos
envejecida por el paso del tiempo
y la intensidad de un trabajo que reclama
su libra de carne
nada en ese abrazo habló de poesía
su mundo, reconvertido en mercancía
ahora demuele las palabras que tanto amaba
y la asimila a una muñequita del barroco
abandonada a su suerte
la neblina que cubre el boulevard
nos transforma en dos adolescentes
que debaten la función social del arte
y las teorías anarquistas del príncipe
Mijaíl Bakunin
al mismo tiempo
cuando la bruma se retira
lo único que confirma su presencia
es una colilla de cigarrillo con su lápiz
labial y su perfume
y su voz, espectral, diciendo:
salvo que seas poeta,
las palabras no significan nada.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
- De su libro Margot, la prostituta que leyó a Bakunin y otros poemas. Editorial Leviatán. (2019)
*
Atravesar la fronda de
las repeticiones, de los malentendidos, de las interpretaciones paranoicas, de
las agresiones gratuitas y encontrar personas que saben escuchar, que saben
aceptar opiniones dispares con respeto, que parten de la confianza y no están viviendo
en una especie de fortaleza inexpugnable, armados como caballeros medievales. Y
lo más extraño es que es posible, no es utópico.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
El tren*
El terraplén del ferrocarril a nuestra
izquierda
traza una línea verde a través del pedregal y
el brezo grisáceo.
Una
vía fantasma transporta un tren fantasma
al
oeste desde Letterkenny a Burtonport.
En
uno de los asientos de tablillas de madera se sienta
una
muchacha seria de catorce años, de Tyrone,
fino, lacio pelo rojo.
El
tren resopla con un sonido metálico sobre nuestras cabezas
a
través de las torres de alta tensión hechas de piedra
que
flanquean la parte más estrecha del camino.
La
muchacha viaja para estudiar en Ranafast
en
mil novecientos veintinueve.
El
tren de vapor de trocha angosta avanza tan despacio
que
ella puede sacar un brazo
y
arrancar las hojas de los pocos árboles del costado.
Su
amiga sostiene su sombrero fuera de la ventanilla
y lo
hace girar y girar, con la mente en blanco,
hasta que rueda y aterriza en el pedregal.
Mi
madre no sabe que esa línea del ferrocarril fue construida
por
varones que creían que el tren había sido vaticinado
en
las profecías de Colmcille
como
un cerdo negro resoplando a través del vacío.
Ella
no puede profetizar, por eso no sabe
que
su padre morirá en tres años,
o
que conocerá a su esposo
y
pasará su vida adulta
al
oeste de estas redondas colinas de granito,
o
que, en setenta y cinco años,
una
de sus hijas la llevará en coche
bajo
ese puente que ya no existe
fuera de Donegal
por
última vez.
Todo
lo que sabe es que está yendo a Ranafast
y
que el tren avanza muy despacio.
*De MOYA
CANNON.
-Traducción: Leonor Silvestri.
- Irlandesas. 14
poetas contemporáneas.
Ed. bajo la luna, Buenos Aires, 2011.
Próximas estaciones por
antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
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