*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
MUJER DEL FRIO FRENTE AL
FUEGO*
Hay una mujer del frío que mira el fuego,
una mujer del cuadro de Brueghel que se
imagina real
mientras los pájaros del invierno salen
disparados
como proyectiles. Nadie duda existencias.
El ansia le deja huellas: el ansia del
calor como si eso fuera real
y el frío, un sueño rígido y sin vida, una
blancura de fantasmas.
Algo cae en el fondo del fuego para
quemarse
mientras el viento le tuerce los sueños a
la mujer. Ya no sabe que ansía.
si
es el calor,
si es ese fondo que recibe lo arrojado
como si el fondo,
como si lo que toca el fondo
fuera lo real.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
-Poema del libro Cazadores en la nieve.
Editorial La letra Eme. Buenos Aires, 2014
En el censo azul del horizonte*
En el censo azul del
horizonte,
vencedor y vencido son
un solo cadáver.
El campo de batalla no
reconoce dignidades;
no hace distinciones
ni permutas.
La sangre accidental
del derrotado
y la sangre del héroe
victorioso
se buscan bajo tierra
hasta descubrir que no
son tan distintas;
se mezclan bajo tierra
y encuentran las
raíces
del árbol poderoso
que nacerá mañana,
y allí, entre los
ramajes,
vencedor y vencido son
una misma savia.
Toda batalla entraña
infinitas derrotas
y una sola victoria,
efímera como la ola
que apenas rompe se
retira
para no volver más.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De El
horizonte traicionado
Miedo al futuro*
Vi a una vecina caminar al revés. Caminaba
hacia la esquina de espaldas. Pensé que tropezaría. Sentí desesperación. Pero
no, avanzaba con una seguridad demencial sin perder el equilibrio. Cuando
llegué a su lado por un momento supuse que debía sujetarla, hablarle o preguntarle
el porqué. No me animé. La vi despierta -no en trance- con los ojos muy grandes
mirando al pasado. En su mano derecha llevaba un ramo de jazmines. Con la
izquierda apretaba en su puño algo invisible.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
DÉCIMO CUARTA PARTE
(FINAL)
Después de mirar sus manos comprendí que
acabaríamos matándonos a los pies de la muralla. Yo llevaría ventaja porque era
más joven. El viejo pensaba que yo era una clave que, de repente, le había
ofrecido el destino. Yo le daba sentido a lo que le quedaba de vida. Era, por
supuesto, una suposición de su mente alucinada, nutrida por mucho tiempo de
silencio, de medrar entre las ruinas del castillo que acicateaban el odio y la
vileza que, hasta ahora, podían encontrar un destinatario. Por eso, por unos
días, me dejaría vivir.
–A veces tengo miedo de despertar y
encontrar que mi avance ha sido cubierto de nuevo, como una herida que
cicatriza demasiado pronto. Cuando me fallan las fuerzas, me dedico a recoger
los pedazos de plástico. Es lo único que puedo hacer para conservar la cordura.
Miré las piedras de la muralla. Muchas
de ellas eran rectangulares. Otras parecían inmensos bloques de hielo en
proceso de derretirse y por eso sus límites eran menos angulosos. Me acerqué y
toqué una de las piedras: estaba tibia. Parecía que, atrás, había algo
caldeando la piedra, quizás un incendio cuyas señales no podían verse. La
muralla era un vientre materno, una frontera de luz. La probable nada que
estaba al otro lado era, en realidad, un avispero. Había células de combustión
chocando entre sí, elementos primigenios volcándose y compartiendo su propio
caos.
–Acércate–me dijo.
Llevó su cuerpo débil a la muralla y
comenzó a rascar entre dos piedras. Después utilizó el cincel y el martillo
para acabar el trabajo. Hubo una breve lluvia de polvo. Una bocanada de luz le
iluminó el rostro. Dio un par de palmadas y soltó una breve risa.
Lo miré, aún incrédulo. El pulso se
aceleraba en mi cuerpo, como si estuviera cayendo en la cascada, uniéndome a
miles y miles de fragmentos de plástico. Me acerqué. Era un hueco en la piedra.
Ese espacio se había llenado de amarillo, como un estanque luminoso. Me acerqué
poco a poco: en él podías asomar la cabeza, pero aún era lo suficientemente
estrecho para que no pasara un cuerpo completo. El hombre debió haber trabajado
con mucho ahínco. Me pregunté cómo había hecho, con un simple martillo y un
cincel, el hueco. Después pensé que ese espacio siempre había existido y que él
sólo lo había abocardado para ganar escasos centímetros. Él quería el reconocimiento
con esa versión de la historia. Lo desprecié por seguir mintiendo.
Me asomé poco a poco con temor porque él
estaba atrás, quizás dispuesto a dar el golpe final y liquidarme. Podía
adivinar sus manos, sujetando con fuerza el cincel y el martillo. Pero no podía
contener la curiosidad y la muerte ya no era importante. El hueco seguía
luminoso, como un diminuto sol encajado en la muralla. Me apoyé con las manos y
los antebrazos. Metí la cabeza. Abrí los ojos, como si lo hubiera hecho por
primera vez. Entonces vi, en medio de una bocanada que me desorientaba, una
ciudad populosa. Vi el perfil de muchos edificios de cristal altísimos,
angulosos, que se elevaban como agujas hacia el cielo. Alrededor de las
construcciones había miles de autos. Algunos estaban detenidos; otros avanzaban
en filas lentas. El crepúsculo se transfiguraba por el encendido de
innumerables lámparas. Las calles adquirían nueva vida. Anuncios multicolores
llenaban las avenidas. Alcancé a escuchar un rumor de bestia insomne que se
estrellaba, como el oleaje del mar, contra la muralla. El resplandor de la urbe
era un relámpago constante y detenido. Los pájaros negros habían salido del
bosque y, en ese momento, cruzaron la frontera de la muralla. Seguí su vuelo
hasta que el último animal desapareció. Las nubes, que habían comenzado a
desgajarse en esa región del cielo, se arremolinaron y se dispersaron a la
distancia como un rebaño que, demasiado junto, encuentra una oportunidad para
huir hasta desaparecer en la línea del horizonte. Extendí los brazos y quise
tocarlas.
-FINAL DE RECONSTRUCCIÓN. -
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Espejismos*
Las ciudades, las sierras,
los aviones, los patos,
los parques y ambulancias,
las luces, los teléfonos,
los gatos, los tranvías,
las alocadas multitudes,
las carreteras grises,
las farolas y esquinas,
tus manos, los bolígrafos,
el vuelo de los pájaros
y el mar, el mar, el mar...
Todo desaparece tras la siguiente duna.
Sólo es real la sed.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
El libro de
Chejov y las leyes del mercado*
Cargué una bolsa con viejos libros de
poesía y caminé hasta la librería que había descubierto en mis caminatas,
ilusionado en poder canjearlos por el libro de Chejov, una edición de los 60’s
que contenía varios cuentos que quería releer. Su estado no era muy bueno, pero
eso no revestía importancia, ni tampoco el nombre de algún propietario del
mismo, puesto con la caligrafía de alguien que ama los libros.
Mientras recorría la distancia que me
separaba de mi objetivo, pensando en disfrutar del libro sentado en una plaza,
noté que mi gato Sasha me seguía
desde la vereda de enfrente.
Cuando llegué a la librería, la persona que
atendía me preguntó que necesitaba y le respondí que quería llevar el libro de
Chejov y a cambio le ofrecía los libros que estaban en la bolsa.
El tipo hablaba por teléfono mientras yo le
decía esto, sacó los libros de la bolsa y dijo, sin mirarme: No, libros de poesía no me interesan. Son un
clavo que no me conviene. Y cerró su mantra de mercado con la frase: Perdería dinero.
Y siguió hablando por teléfono sin levantar
la vista jamás.
La secuencia completa era una especie de
cortometraje acerca del mal. Y el tipo,
para alguien como yo, era la encarnación de lo que es capaz de hacer el dinero
con las personas.
Cuando salí, Sasha me esperaba en la vereda y nos fuimos juntos caminando hasta
la plaza donde nos sentamos y miramos a los niños que jugaban y corrían
felices.
A la noche, en un sueño extraño que se
desvanecía a medida que me despertaba, mi abuela me susurraba en su entreverado
ruso-español, la cita de Tolstoi:
Quien tiene dinero,
tiene en su bolsillo a quienes no lo tienen.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
Araucaria*
-Para Eduardo Coiro,
querido amigo
Una vieja amiga de la familia vino a saludarnos,
un mes después de la muerte de mi padre. Nos daba un poco de vergüenza hacerla
pasar: los sillones del living estaban desteñidos y tenían vencidos los
resortes. Los muebles estaban cubiertos de polvo y los pisos necesitaban desde
hacía mucho tiempo, una buena fregada. De todos modos, le servimos una taza de
té y recordamos algunas anécdotas de muchos años atrás. Ella nos contó algo que
me dejó pensativo: en la familia se contaba que mi abuela había recibido, no se
sabe cómo, algunas libras esterlinas y luego había podido comprar algunas más.
Las había escondido, para preservarlas de su esposo, que quemaba todo lo que
encontraba para apostar a los caballos.
Mi abuela tenía una voz prodigiosa. Si
hubiese sido otra la época, tal vez hubiera triunfado en el canto lírico. Pero
sus padres no la dejaron ir a estudiar a Buenos Aires y sólo hasta la capital
provincial había llegado, en celebradas presentaciones. Mi madre contaba que su
esposo, el abuelo, había malvendido todos los trajes y zapatos de actuación de
mi abuela para apostar. Ella ni siquiera se refería a ellos y, muchos menos, a
su talento o al abuelo.
Acompañamos a nuestra vieja amiga a tomar
su tren. Cuando ya partía, le pregunté algo que súbitamente me vino a la
cabeza: ¿cómo había hecho para llegar a nuestra casa sin la dirección? Entre
los gritos y la sirena del tren que partía, ella contestó sonriendo: tu papá
dijo que el árbol de su patio era el único que se veía, en este pueblo chato,
desde la estación del tren.
Yo no recordaba haber vivido en otra casa
más que ésa. La había construido mi abuelo cuando era joven, antes de perderse
por la bebida y el juego. Mi mamá y mi papá se habían instalado ahí cuando mi
abuela estaba a punto de morir. Siempre había sido nuestra casa. Ahora nos
habían llegado noticias de un tío que andaba por la provincia de San Juan y nos
sobrecogió el temor de que viniera a reclamar algo. ¿Qué pasaría si esa casa se
vendía? ¿Qué sería de nosotros? Pensé en la biblioteca, en todos esos libros
que yo conocía desde chico. ¡Los había leído tantas veces! Todos tenían las
hojas amarillas, algunas de las tapas dobladas…Pero siempre habían estado ahí,
seguros. Algunos escritos en hebreo, otros en francés, otros en latín. Los
libros de mi infancia. No eran relucientes como los que yo traía de la
biblioteca municipal todas las semanas. Esos iban y volvían, pulcros, bien
armados. Los nuestros no. Pero ¿qué iba a ser de ellos si vendíamos la casa?
La preocupación por mi tío dio paso a un
pensamiento más urgente: ¿dónde estarían escondidas las libras esterlinas? Yo
apenas si conseguía algunos trabajos de marquetería. Era prolijo y detallista,
pero a la gente no le gustaba venir hasta nuestra casa y cada vez eran más
escasos los encargues. Mi hermano tenía una pensión por discapacidad, y no
había otra entrada. Mi padre había muerto y con él, su jubilación.
Buscamos en todos los posibles lugares.
Arriba de los roperos, detrás de los cajones. No encontramos nada. Lo único que
nos quedaba era revisar la temida piecita del fondo.
Ese día todo había salido bastante bien.
Eran como señales. Me habían hecho un
descuento en la panadería, me sonrió mi vecina cuando salí a caminar… Lo tomé
como un buen augurio. No era un día maldito.
Entonces cuando mi hermano se despertó, de
su larga noche de sueño, le propuse que juntos fuésemos a la piecita y
buscásemos en algún mueble, las libras esterlinas. Me miró con extrañeza y
preocupación. ¡Pero necesitábamos tanto el dinero que hubiésemos levantando las
tablas del piso si yo se lo proponía!
Con decisión cruzamos el patio y rodeamos
la araucaria para llegar hasta la solitaria piecita de los trastos, en el fondo
de la casa. Siempre me había parecido insólito que un árbol como ese estuviera
en nuestro patio. ¿Qué hacía una araucaria en una zona como ésta? Vivíamos en
el centro del país. Llanura. Humedad. Jamás había nevado ni nevaría en mi
ciudad. ¿Por qué una araucaria en ese lugar? Después averigüé, que muchos años
atrás, siglos, en esta región había araucarias. Este árbol era un
sobreviviente. Hacía casi mil años que estaba ahí. Y mi abuelo había construido
su casa alrededor de él. Cuando éramos niños la considerábamos un árbol inútil.
No nos podíamos trepar, no daba buena sombra, no tenía flores ni perfume e
ignorábamos el altísimo valor proteico de sus frutos. No tenía ninguna razón de
ser ese árbol en ese lugar. Recuerdo que una vez un amigo de la familia trató
de convencer a mi padre para que lo cortara.
Había empezado a llenarle la cabeza de ideas trágicas: que el árbol
podía caer sobre la casa, hundir el techo y ocasionar una catástrofe, humana o
material. Pero después mi padre se informó que las araucarias tienen grandes y
profundas raíces, algunas de hasta una extensión de 20 metros y como era un
árbol sagrado para los pueblos originarios, decidió conservarla. Era casi
imposible que un viento fuerte la derribara.
Ahí quedó, firme, derecha, elevándose,
destacándose de entre todos los árboles de la cuadra. Alta, inútil. Un símbolo,
vaya a saber de qué. De un pasado que ya no estaba. De una época en la que no
existían ni siquiera los primeros habitantes de esta región.
Era el mediodía, el sol estaba bien alto,
cuando llegamos hasta la piecita. Primero nos fijamos a través de los vidrios
de su puerta verde y luego, con muchísimo cuidado, bajamos el picaporte. Desde
afuera no se veía nada raro. Era una habitación muy pequeña… Igual dejamos la
puerta abierta, bien abierta, para poder correr si algo raro aparecía. El olor
a humedad era intenso. Todo estaba tan quieto, tan inmóvil…
Empecé a pensar que tal vez era desmedido
el temor que había paralizado durante días la decisión de entrar allí. La razón
me decía; ¿Qué era lo que podía encontrar dentro de la piecita que me diera
miedo? ¿Ratas? Casi imposible. No había rastro de comida alguna. ¿Alacranes,
tal vez, o arañas? Eso no me daba miedo. Podía pisarlos. Pero siempre me
aterrorizaba, en lugares como ése, que abriera una puerta o un cajón y algo
extraño, algo negro, peludo, con brillantes ojos rojos y afilados dientes,
saltara y me mordiera la mano. Es gracioso.
Sé que es un pensamiento infantil, un miedo irracional, pero no podía evitarlo.
No había nada dentro de mi mente que me respondiera que estaba en lo correcto,
que el miedo que tenía no era infundado. Sin embargo, era imposible no
sentirlo. Era la piecita el lugar al que amenazaban con encerrarnos cuando nos
portábamos mal. Y en realidad no había
nada adentro, salvo dos o tres muebles. Pero el silencio, el encierro, el
aislamiento era tanto más temeroso que cualquier monstruo que podría haber
habitado esa pequeña pieza.
El único mueble que podía contener algo era
una cómoda grande.
Uno a uno fui abriendo los cajones. Mi
hermano me cubría las espaldas. Miraba sobre mi hombro, pero tenía un pie
afuera de la puerta. Yo no metía la mano: había llevado un palo y con él
revolvía toscamente las cosas que estaban dentro del cajón. Nada interesante.
Viejas cartas, ropa manchada por invisibles cucarachas, trajecitos de bautismo,
collares, rosarios, hasta un misal con hojas doradas. Pero nada de lo que
nosotros buscábamos. Ningún papel importante, nada de oro. Nada.
Hasta que llegamos a las dos puertas que
estaban en la parte inferior del mueble. No me iba a arriesgar a abrirlas con
mi mano. Si saltaba el monstruo estaba demasiado cerca mi brazo de sus
dientes. Así que busqué un alambre,
bastante grueso, y enganché con él una de las manijas de las puertitas. Una vez
que estuvo bien agarrado, le avisé a mi hermano y los dos, expectantes, en
silencio, contuvimos la respiración y tiramos del alambre hacia afuera. Yo noté
que algo empujaba desde adentro, lo que me atemorizó bastante, pero no le dije
nada a mi hermano. Tiré un poco más fuerte y la abrí. Un manojo de ropa
brillante saltó afuera del mueble una vez cedida la presión de la puerta y
detrás de él una vieja pelota de cuero.
Mi hermano la reconoció enseguida. Habíamos jugado un partido en el
patio con los chicos de la cuadra y la fuerte patada del Aníbal había tenido un
efecto funesto: atravesó el vidrio de la ventana y rompió una estatuita de un
monje chino que mi madre tenía sobre la mesita de luz. Se acabaron los partidos en el patio, nos
fuimos a la cama sin cenar y a la pelota no la volvimos a ver nunca.
Pero yo me concentré en la ropa. Eran
varios vestidos de una hermosa tela. Seguramente sería seda, o algo así. Daba
gusto tocarlos y uno de ellos, el azul, tenía en el escote algo que brillaba.
¡Si señor!¡ Era una especie de gargantilla
de oro, que adornaba el vestido! Imposible confundirme. Conocía muy bien el
color del oro.
Mi hermano seguía detrás mío cuando
volvimos a la cocina. Llevaba apretado contra su pecho el vestido con la cadena
de oro. Ya no había tanto sol. Se había nublado y un suave viento del sur
empezaba a soplar.
Atravesamos el patio. Mientras caminábamos
hacia la cocina, mi hermano comentó que le iba a pedir el diario al vecino para
fijarse en la cotización del oro. Lanzó una risita nerviosa y después se calló.
Ni siquiera miramos la araucaria. Cuando llegamos a la puerta me pareció
escuchar un sollozo. Me di vuelta y lo miré: se estaba limpiando su aniñada
cara, cubierta de arrugas, con la brillante tela del vestido de seda.
El pago por la gargantilla nos dio un
respiro, pero seguíamos pensando en las liras esterlinas ocultas por mi abuela.
¿Sabría mi madre dónde estaban? Ese pensamiento me llevó al recuerdo de sus
últimas semanas de vida. El Alzheimer le había arruinado sus músculos, su
memoria, su claridad mental. Era como una niña. Volvió a hablar con su padre,
ya muerto y enterrado hacía mucho tiempo, y no nos reconocía. Poco a poco se
fue apagando, encerrándose en sí misma y en un tiempo pasado en el que había
sido feliz. Si conocía el paradero de esos billetes, se había ido con ella.
Mi hermano se había vuelto cada vez más
sombrío. No le preocupaba lo económico, eso era más una intranquilidad mía,
pero el no tener la presencia de mi padre en casa lo hacía sentir indefenso.
Siempre mis padres lo protegieron, debido a su discapacidad. Su desarrollo
mental se había detenido cuando era un niño y todos estábamos acostumbrados a
ello. Mi padre era la figura segura que lo acompañaba cuando salían a caminar y
evitaba las burlas o las miradas de quienes se cruzaban en su paseo. No era
violento sino todo lo contrario. Nos llevamos bien siempre, pero yo sabía que
en esta ocasión, él no podría ayudarme.
El único talento de mi hermano era el
dibujo. Mi madre no se había animado a llevarlo a alguna escuela de artes, o a
contratar un profesor. Pero mi hermano se entretenía, a veces durante horas,
dibujando en las hojas blancas que le conseguíamos, y sus dibujos eran
realmente impresionantes: dibujaba lo que veía con una exactitud increíble.
Eran casi fotos, sombreadas, con una perspectiva y profundidad que no sabíamos
de dónde había aprendido. Hasta las caras de las personas y las miradas eran asombrosamente
reales. Su limitación era que no podía dibujar algo que nunca hubiese visto, o
que no estuviese frente a sus ojos. La imaginación, el recuerdo de algún lugar,
no tenían cabida en la incomprensible mente de mi hermano.
Cuando estaba en segundo grado, su maestra
llamó una tarde a mamá y estuvieron hablando las dos, a la salida de la
escuela. Mi hermano y yo esperábamos en la vereda, tirando a la zanja bolitas
de paraíso. Yo espiaba a las dos mujeres mientras hablaban y no olvido la
mirada de angustia de mi madre. Las puertas de la escuela ya habían cerrado.
Luego, mi madre vino hacia nosotros y volvimos caminando muy lentamente a casa.
Fue el último día que mi hermano asistió a
la escuela. La maestra le había dado
como tarea describir algún ambiente de la casa y mi hermano no pudo hacerlo.
Pero, en lugar de eso dibujó lo que más le gustaba: el patio. Y en su centro la
araucaria, sin pájaros y con algunos, escasos frutos. El dibujo nunca llegó a la escuela, pero mi
madre, que adoraba a mi hermano, lo consoló enmarcándolo y colgándolo en el
comedor de la casa. El único trofeo que mi hermano tuvo en su vida, su efímero
paso por la educación formal.
En pocos días llegaría el otoño y esta vez,
sin los quejidos de mi padre y el perfume de su tabaco, los árboles parecerían
más desnudos, los días más tristes. Mi
hermano y yo seguíamos solos, príncipes de un ruinoso castillo poblado de
libros deshojados y muchos recuerdos.
Mis pensamientos siempre estaban corriendo:
iban y venían, tratando de encontrar algo, una solución para nuestra precaria
economía. Ya no podría comprarle chocolates a mi hermano como todos los fríos
sábados de invierno, la única golosina que lo ponía feliz.
Abril comenzó con lluvia y con la lluvia
las goteras de siempre. Ahora había una penosa novedad: una nueva gotera en
nuestro dormitorio. Esa noche pusimos
una olla bajo de ella y nos fuimos a dormir. El viento era fuerte, pero
habíamos asegurado bien las persianas y los dos nos dormimos profundamente,
como cuando éramos niños y la tibia cama alojaba nuestros sueños.
De pronto tuve un sueño providencial: mi
padre, joven, golpeaba con furia las raíces de la araucaria. Veinte metros,
murmuraba. Yo podía ver el esfuerzo en su cara, en sus manos y su cuello. Los
golpes eran acompasados, uniformes…como los de la gotera. Me desperté y me
senté en la cama. Mi hermano dormía. En la olla enlozada, las gotas caían
rítmicamente, como los golpes del pico de mi padre en el sueño. De un salto me
levanté y me fui hasta la ventana que daba al patio. La araucaria, lustrosa por
la lluvia, no se movía con el viento. ¿Estaría ahí el tesoro?
Me senté mientras mi cabeza galopaba.
¿Estarían enterradas bajo la araucaria las libras esterlinas? ¿Mi padre las
habría ocultado allí? Yo era el único lúcido de la familia. Me esforcé por
tener sentido común, por pensar algo lógico…
No, no podía haber sido mi padre quien las
escondiera. Recordé muchos momentos de nuestra vida (incluso después de la
muerte de mi madre) en los que necesitamos dinero y de tenerlo, él lo hubiese
sacado de allí. Lo más probable era que ni siquiera supiera que esos billetes
existían. Fue un secreto, no había duda, entre mi abuela y mi madre Entonces…
¿mi madre lo habría escondido entre las raíces del árbol? Me pareció imposible
que lo haya hecho sin que alguno de nosotros la hubiese sorprendido en tal
extraña tarea. No tenía herramientas ni fuerza; mi madre sólo apelaba a su
sagacidad, para cualquier acción de su vida.
Traté de pensar como ella ¿Qué era lo que
más le preocupaba a mi madre? Como lanzado por una invisible mano me dirigí al
comedor. Con sumo cuidado descolgué el dibujo de mi hermano y con mayor esmero
aún, despegué el papel posterior del marco. Allí, envueltos en un fino papel
barrilete blanco, estaban las libras esterlinas.
Mucho más de lo que yo había imaginado.
Cuando parara la lluvia iría hasta la ciudad a cambiar el dinero.
Con delicadeza, conmovido hasta las
lágrimas volví a recomponer el cuadro. Todo lo que yo consideraba inútil, nos
había salvado. Mi hermano dormía
tranquilamente y la gotera seguía, con su melodía, golpeando el fondo de la
olla.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
27 /02/22
FANTASMAS
EN LA PIEL*
Hace años, Kalman había visitado Sniatyn
pueblo de sus abuelos. Luego de días donde lo único que hizo fue caminar, visitó
al cementerio judío donde faltaban parientes de sus abuelos que fueron llevados
a campos de exterminio.
"Polonia es dolor" le había dicho su padre cuando era niño. Allá no vas a encontrar nada nuestro. Ahora Sniatyn el pueblo de abuelos, su padre y tíos queda en Ucrania.
Mientras caminaba en soledad sentía que su padre tenía
razón una vez más. Había sentido un profundo vacío que se llenaba con ese dolor invisible de los ausentes. La voraz boca del tiempo los había devorado a
todos. Sentía que pisaba sobre las palabras con que su padre había relatado al
pueblo. Aquellas palabras eran lo sólido que había encontrado por calles donde
se cruzaba con gente muy amable que vivían aquel presente con expresión feliz.
En todo su viaje no había dejado de pensar
en la familia de su padre que se salvó al huir a la Argentina antes de la
invasión nazi.
Recordó a su padre cuando le decía que hay que temer a los "vivos nunca a los muertos". El horror en la historia humana siempre lo han realizado tipejos hundidos en la enfermedad del poder. Sostenidos en ideologías que justifican quitar condición humana a “los otros”.
La barbarie
la realizan los vivos: ni los muertos ni los fantasmas.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
*
Lo peor de este mundo
no es sufrir enfermedades, deteriorarse, morirse, sufrir física y mentalmente
sino el daño irracional que nos hacemos unos a otros sin la menor
justificación.
*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Crisálida*
Ella compra un ticket sin destino
sube al tren del andén once
en el asiento 41 suelta la crisálida
que encerré en el cenicero hace años
cierra los ojos
y cuando los vuelve a abrir
la vieja del poema de L.F.
sigue diciendo:
mia mascotta, mia
mascotta
mientras por la ventana aparece una cabaña
al borde del mar
envuelta en miles de mariposas amarillas.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
-Del libro Una noche en bosque-poesía y otros poemas.
(Leviatán, 2014).
Próximas estaciones
por antiguo ferrocarril Midland:
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires para hasta la estación Sáenz con futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
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