*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
*
No hay porque correr
si no hay lugar a donde ir,
en este saberse árbol
y besar el músculo de la tierra
Siempre te amaré,
y no digo más que los pájaros
cuando rumorean la llegada de la mañana,
y no digo más que el agua clara
cuando gota a gota pretende río
No hay lugar a donde ir
Si no hay porque correr,
porque la casa se echa sobre nuestros
huesos
y somos eso
para lo que nacimos nacer
Siempre te amaré,
y no digo en el desvelo de las camas
cuando la mañana es una noche
que no se supo dormir
y no digo el ruido seco en la palabra
cuando no hace falta porque yo sé
No hay lugar donde correr
siempre te amaré
*De Marcela
Lokdos.
Posibilidades*
cuando era niño pensaba
que había dos posibilidades
se era árbol o se era viento
cuando era niño pensaba
*De Jorge
Montenegro.
-Jorge
Montenegro nació en Córdoba en julio de 1959. Es actor, director, pedagogo
teatral, dramaturgo y escritor. Autor del poemario Cuando era niño no era del todo normal (Cave Librum, 2021)
La abuela*
Mi recuerdo principal sigue en su mano.
Su mano
que alguna vez en el siglo pasado
fue melodramática y carnal,
y que pasó del mar directamente a la cocina
para encender el fuego y convertirse
en vanguardia inteligente
de una conciencia de lo justo; cargando
con las trifulcas y disgustos de la
familia,
arropando a los que dormían inquietos en
invierno,
desafiando el luto
con la aceptación de todo lo que sucede,
sabiendo que lo torcido y lo derecho
terminan por enfilar en un solo rumbo.
Su mano
respiración y poder articulados
entre objetos sabiamente sometidos,
y yo, que llegué cuando cerraba por última
vez el horno,
para decirle que nada hay más hermoso que
un huevo
ni más vivo que una mano de abuela en la
cocina.
*De Joaquín
O. Giannuzzi.
-Fuente: Joaquín O. Giannuzzi Obra Poética.
EMECE. Bs As. 2000
Buscar los
cimientos*
Un monje tibetano camina por un típico
sendero tibetano, y un tibetano yak se despeña sobre su cabeza, grande, peludo
y oloroso. El monje no se inmuta, no se corre, espera con imparcial
tranquilidad su destino de muerte o salvación, pues sabe que de todas maneras
ese no es el fin ya que tarde o temprano va a reencarnar. Eso es fe, eso es
creencia.
Pongo tres cucharaditas de azúcar en el
café con leche, y con absoluta calma sorbo el líquido sin sorprenderme de que
sepa dulce. Tengo fe en que el azúcar endulza, así como, cuando apoyo el lápiz
sobre una hoja de papel y lo arrastro, no me llena de emoción constatar que una
línea negra ahora se ve nítidamente sobre la blancura ya no impoluta de la
hoja. Tengo la creencia firme de que el grafito sirve para dibujar, y esa fe no
se contrapone a otras certezas, las cuales se me imponen como evidentes y a las
cuales no considero necesario probar con postulados o argumentos lógicos.
Quien cree en un dios que lo vigila todo,
todo, todo el tiempo, no podría realizar el mal si esa creencia fuese tan
estructural como la de que si da un paso en el vacío se cae. Nadie al borde de
un precipicio dará el paso excepto que haya decidido suicidarse. Quien dude de
que realmente va a caer y no flotará es que tiene un problema psiquiátrico,
aunque nos gustaría poéticamente suponer personas capaces de aletear como
mariposas o desplazarse como nubes ociosas por sobre vertiginosos acantilados.
Quien cree en un dios observador juzgando
cada acto, no tiene otra opción que la santidad. Y no sólo por el temor a un
cruel infierno, sino por no defraudar a ese ser inconmensurable que se digna a
mirar con tanto celo a su creatura. No se puede hacer otra cosa que lo que
manda la propia creencia. Si creo que el suelo es sólido, entonces puedo
caminar; si considero digno de fe que el sonido se mueve por el aire y llega
lejos, puedo gritar que el agua está muy caliente para que bajen un poco el calefón;
de otra manera debería ir probando prudentemente con un palo la densidad de la
acera antes de dar un paso, y salir envuelta en una toalla para bajar el
calefón por mí misma, ya que probablemente ninguno de los diez parientes y
cincuenta amigos reunidos en mi casa pueda oírme.
Lo curioso es que se puedan creer cosas que
se chocan entre sí o se pisan las vestimentas. Se habla del karma junto a la
resurrección de la carne, se postula el feminismo escuchando canciones que
otorgan a las mujeres el epíteto de perras, y en general, hay una
compartimentación extraña de las opiniones que excusa el ejercicio de la
lógica.
Actuar de acuerdo a lo que sinceramente se
cree no asegura verdad ni bondad. La Inquisición, el tercer Reich, los
regímenes totalitarios suelen exponer una sólida trama de postulados
entrecruzados, firmes y absolutamente desdichados. Nada nos asegura estar en la
senda correcta o que efectivamente exista una senda que sea la correcta. Pero
sin embargo, sería bastante afortunado y acaso deseable que ejerciésemos de a
uno y preferentemente de a millones la humana posibilidad de reflexionar,
validar medianamente nuestros conocimientos y escoger la coherencia.
Cuando un nene se ilusiona con el Ratón
Pérez aunque los ratones le den pavor, es porque ni cree verdaderamente que un
roedor venga a hurgar debajo de su almohada, ni deja de creer en la moneda que
hallará por la mañana. Es tierno y simpático que el chico crea y no crea a la
vez, pero sería bueno que crezca y acomode la estantería, ya que un hombre de
cincuenta años esperando que Papá Noel venga a levantarle la hipoteca es pura
tontería.
Ser coherente es todo un desafío y acaso
pueda verse como el anhelo de alguien de espíritu seco, carente de imaginación.
Es casi imposible ser consecuente con lo que advertimos como la realidad y
nuestra percepción de cómo es, cómo debería ser, cuáles son nuestras
responsabilidades al respecto. No lo sé, tengo pocas certezas, una miríada de
dudas y extensas constelaciones de preguntas, pero siento en la punta de los
dedos y la boca del estómago una cosa extraña frente a la falsedad. Creo, al
menos lo creo hoy, aquí y en este momento, que es razonable la tarea de barrer
hojarascas dejando ver el suelo sobre el que trazaremos algún recorrido.
* De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Miro a los chicos
que juegan en la
plaza,
tibios por el sol del
mediodía.
Corren detrás de una
pelota,
un relámpago rojo
entre las hojas
amarillas.
Una cabeza enmarañada
se detiene.
Observa
el reposo de una
piedra sobre el pasto.
Se inclina,
y con devoción de
arqueólogo despierta
a la hierba que moría
dulcemente bajo el peso.
Lo miro,
mientras corre otra
vez hacia la infancia.
No sabe
que ha cambiado el
mundo para siempre.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell. Publicó: Cuadernos de la
breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines,
en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.
Sobre los
desconocidos-a-medias*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Con la gran cantidad de personas que hay en
el mundo es previsible que sean cada vez más los desconocidos con los que nos
podemos topar en cualquier momento. Esto es muy evidente en las filas atestadas
para entrar a un insulso restaurante o en la pérdida de asientos disponibles en
el transporte público. Un desconocido es un ente anónimo, el sonido leve de
unos pasos o una oscura silueta en el cine. Es perturbador pensar las cosas en
común que podemos tener con aquel hombre que está sentado en una banca del parque
o con aquella mujer que espera la señal del semáforo para cruzar la calle. Si
uno es paranoico los afables personajes que desfilan por nuestra ventana pueden
ser potenciales asesinos, criaturas macabras dispuestas a asestarnos una
puñalada en cuanto les demos la espalda. Nuestro delirio no es gratuito y sus
orígenes son, para algunos, atávicos: miedo al extranjero que te puede
contagiar la peste; miedo al trashumante que te arruina la vida con un hechizo.
Hay otra clase de desconocidos,
desconocidos-a-medias, personas que sólo hemos visto una vez, quizás en una
fiesta o en la fila de un banco y con las que quizás intercambiamos un saludo
de cortesía o hicimos el consabido comentario sobre el clima. Estos encuentros
se archivan en la memoria pero pronto se pierden en el tiempo. No hay nombre,
sólo un vago rostro acompañado de alguna inútil referencia. El
desconocido-a-medias se interna en las calles y recupera su saludable condición
de anónimo. El problema es cuando, semanas después, lo vemos en un centro
comercial o caminando en la misma calle que nosotros. ¿Qué hacer? Si lo
ignoramos nos puede catalogar como individuos con poca educación y si lo
saludamos corremos el riesgo de no saber qué decir. ¿Reciclar la charla
anterior? ¿Estrechar la mano y esperar que él tome la iniciativa? La decisión
que tomemos puede derivar en el ridículo o en resolver el dilema con solvencia.
Entonces sucede lo que tememos: aquel desconocido-a-medias se acerca desde el
otro extremo de la calle y ya es demasiado tarde para evitarlo. Nuestra mente
se pierde en laberínticas suposiciones. Nos estrecha la mano mientras apenas
balbuceamos un saludo. Un segundo se extiende y parece no acabar. Quizás el
ruido del tráfico funciona como un elemento al cual aferrarse. Quizá, después del
saludo, intentamos un esbozo de sonrisa que nos hace sentir tontos. Pronto el
tiempo parece recuperar su velocidad normal y, de manera inesperada, el
encuentro termina sin que sepamos, a ciencia cierta, lo que dijimos: si la
inercia nos condujo a algún comentario ingenioso o, por el contrario, abundamos
en lugares comunes que fueron escuchados, no con poca condescendencia, por
nuestro interlocutor.
Lo que tampoco sabemos –acaso en ese
momento lo comenzamos a sospechar– es que ese desconocido-a-medias entra en
otra categoría que no acabamos de entender y que escapa a clasificaciones
fáciles. Sin embargo, tenemos la inquietante certeza de que un nuevo encuentro
está acechando a la vuelta de la esquina: cada cruce de miradas, cada saludo de
cortesía en el banco o cada compra pueden engendrar un desconocido-a-medias que
echará a andar el ciclo de probabilidades hasta que nos los topemos ahí, en la
misma calle, y quizás lleguemos a la conclusión de no salir más de casa para
evitar ese ejército que está dispuesto, en todo momento, a incomodarnos.
*Fuente: https://mulablanca.com/sobre-los-desconocidos-a-medias/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las novelas La
mujer de los macacos (Libros Magenta) y
Por una cabeza (Premio Nacional de
Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Una de las cosas que
más me aterran es la paranoia creciente ("piensa mal y acertarás")
dada por el hecho de que siempre estamos a la defensiva, imaginamos algo malo
del otro, pero lo más grave es que no averiguamos, lo damos por hecho. Con este
modo primitivo de pensar, no salimos de la selva, ayudamos a la difamación, y
nuestra vida entera y relación con los demás es un malentendido continuo. Y
"como si esto fuera poco, por el mismo precio" nos estresamos cada
vez más, ayudamos a la confusión y al daño general.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación Juan
Tronconi*
Como consecuencia de un desastroso año
escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de
verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca
de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan
Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo,
pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi
madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y
quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida. En esa época la casa de mi abuela era como el
desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que
caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía. Por suerte encontré los libros que mi madre
había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba
que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero
después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la
estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de
chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se
había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido de mi
madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y
me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No
tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus
labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda,
oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para
que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles
gastados, las cortinas añejas y vetustos retratos familiares. Si no hubiese tenido 14 años tal vez me
hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero mi
curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres
casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante
en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.
Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La
ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco
durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba
verlos, mientras tomaba mi café y corría la cortina para que entre el sol. No
había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa
fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”. Mientras la escuchaba, pensé cómo podía
obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra
mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el
tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles.
No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las
delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era
un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le
pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó ese
precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros. Le pregunté su nombre y él el mío y nos
saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a
caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en
que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme
planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a
buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato por ese monótono
terreno: pastos secos, unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que
llegué a la desolada estación de tren.
Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos
ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en suspenso. Hasta el viejo
pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros
apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome. Me contó algunas cosas sobre la estación. Él
era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me
relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin
vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar
que todo estuviera en orden y que nadie hubiese violentado el cuarto de
depósito, él único que estaba cerrado y
contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas que esperaban un destino aún incierto, como
un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la
solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido
visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de
gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aun así, era un hermoso
lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran,
se esconderían o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era
pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color
verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos
que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero
aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le
tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera
hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La
calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón
estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por
el implacable sol de la siesta. Nos
encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni
prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?
Así pasaron varias semanas. Él observaba el
movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba
una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban
cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás
podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen
candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin
futuro. ¿Qué importaba? Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo
real.
A fines de febrero nos descubrieron.
Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el
sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia
nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y los golpes en
la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una
escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró
cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”. El hombre había descartado ya la posibilidad
de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí a su
comprensión:
-Por favor, no diga nada. Mi abuela es una
mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera
del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos
los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a
la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar
a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví un lamento en sus ojos oscuros,
pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces había
envuelto mi espalda, que me había sostenido vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi
ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas
domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi
madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los
muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros,
fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se
separó finalmente de su marido y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un
departamento más chico.
Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado,
por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la
facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo
lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que
nunca. Maderas despintadas, tejas
salidas, algunos vidrios rotos. El
tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré.
¿Qué pretendía? ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba
recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en
ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años
en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por
fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto, planeado
el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas
casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un
vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían
agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber
que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón
bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No
estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían
dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada
de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido
contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No
durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso
del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez
más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que
no volvería nunca. Un sitio que ya no
pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin
mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
Próxima estación por
antiguo ferrocarril Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido literario
por el Ferrocarril Midland-
En Libertad,
la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura
literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven-
hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el
tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez
del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda renovada la invitación a participar
en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se
detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido
del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con
escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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