*Angelus Novus. Paul Klee.
(1920)
https://es.wikipedia.org/wiki/Angelus_Novus
IX *
Mi ala está pronta al
vuelo. / vuelvo voluntariamente atrás, / pues si me quedase tiempo para vivir,
/ tendría poca fortuna.
Gerschom Scholem: Saludo del Angelus.
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al
parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene
los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia
debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para
nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe
única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El
ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado.
Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan
fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra
irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el
cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos
progreso.
*De Walter
Benjamin.
-TESIS SOBRE LA HISTORIA.
(IX
de XVIII.)
La cafetera italiana*
Mientras preparo el café
salen del vapor los abuelos
bajando por la escalera del Cittá di Roma
a principios del siglo XX, al puerto de una
ciudad
que imaginan maravillosa.
Los que bajan son dos adolescentes y sus
sueños
Como mamuskas, tienen dentro suyo otros tantos
Todos contenidos por el gran sueño
El sueño de amor.
Sentados a la mesa de la cocina
María Grazia junto a Romano
me dictan un poema
que desaparece al mismo tiempo
que el vapor de la cafetera.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
Historia del
durmiente despierto*
Con calma, casi con familiaridad, tomándolo
en sus manos comprendió la profundidad de los sueños y la suerte de las
lágrimas. Estaba a punto de besarlo cuando recordó la advertencia del ángel
Gabriel: – Si entras en este sueño, Amaril, dejarás de soñar.
Mario Satz.
“Azahar”
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Uno
Al inicio de la tarde tuvo ganas de fumar. Tomó
la pipa de agua y distrajo la mirada en el humo que salía de su boca y que
formaba nubes amarillas, ámbar rescatado del cielo Abou-Hassán, comerciante de
seda y dátiles, recordó el verso del profeta: “El mundo es una gota de agua, el azahar que se desvanece en el tiempo”. La aspereza del tabaco le devolvió las
fatigas del viaje, la imagen de un ave teñida de rojo; un aleteo que le
transmitía una somnolencia pegajosa, producida –tal vez– por una comida
abundante. Sus labios exhalaron una
tenue colina de humo, la última. Afuera,
el harmattan –producto del invierno sahariano– soplaba del noreste, bajo su
influjo la corteza de los árboles se agrietaba y las plantas desvanecían sus colores. En las noches, Abou-Hassán acostumbraba subir
al torreón en el centro del patio para vigilar los diminutos reptiles que
salían de sus madrigueras en busca de presas.
El torrente de huellas dejado en la arena recordaba el tránsito de las
estrellas y en las mañanas el desierto parecía una superficie viva, surcada por
venas. Abou-Hassán regresó al diván,
dejó escapar un bostezo, se tapó con una manta de pelo de cabra y durmió.
Dos
Abrió los ojos. En los párpados pudo sentir las patas heladas
de un par de mariposas blancas. Un poco
de aire frío se filtraba bajo la puerta, traía los restos de una canción, la
gesta de los amantes, sus besos de humo.
Pidió vino de dátiles pero sus sirvientes no acudieron. Repitió el
llamado en vano. Al fondo del cuarto bailaban sombras. El ritmo de una respiración removía el
silencio, hacía temblar las sombras como a las hojas de un árbol. Abou-Hassán examinó su cuarto y descubrió
varios objetos de madera, nuevos a su vista y oscurecidos por el tiempo. Ánforas y vasijas se alineaban sobre una
mesa baja. Cuando volvió la mirada encontró que la luz incidía en las sombras y
les daba forma. Así, una mujer surgió de la penumbra, sin reparar en él,
alcanzó uno de los recipientes, le quitó la tapa y revolvió el interior
buscando las hojas de naranjo que Abou-Hassán usaba para el té. Las pulseras en sus brazos tintineaban. Sus ojos eran brillantes y negros; manojos de
arrugas permanecían estancados en la frente y en las mejillas. Quiso preguntarle qué hacía en su cuarto pero
no se atrevió. La luz se movía por el
piso, entretenida en el vislumbre del fuego descubrió por accidente más
objetos: un sillón encorvado, cojines dispersos en las esquinas, repitiendo en
sus arrugas lejanos vestigios de hombres.
Un gran espejo duplicaba paredes, encaminaba al mundo a una consistencia
de naturaleza muerta. Abou-Hassán se
levantó, pasó junto a la mujer que lo miró en silencio y contempló su reflejo
con perplejidad infantil, le hizo votos solemnes. Un examen más detenido reveló
que la superficie no era inerte sino que se esforzaba en imitar la piel del
invierno, sus formas de agua. Se miró
hasta observar que el reflejo envejecía, como si el tiempo pasara de ave en
reposo a una en continua migración, entretenida en las líneas de su rostro y pensó
–en el desfiguro– que su memoria comenzaba a inventar. Sintió oleadas de vértigo. Advirtió una revuelta de lunas en el
techo. En los ojos duplicados manaban
transparencias. Abou-Hassán intentó hablar,
pero una voz le murmuró que aún no estaba preparado: su mente era demasiado
elemental para la fantasía, su pensamiento el torpe dibujo de un niño. La somnolencia volvió; el sopor fue un vaso
de agua rebosante. Bostezó. La mujer lo guio con calma al diván. Volvió a dormir.
Tres
No supo cuánto tiempo había pasado. Esta
vez no quiso abrir inmediatamente los ojos sino que se mantuvo atento en su
oscuridad, expectante. Afuera seguía la
inmovilidad de la tarde, recorrida por instantes de frío. Podía escuchar la pesada respiración de los camellos,
los hocicos abrevando en las tinajas del patio: las fosas nasales se dilataban
y de ellas emergían vahos circulares que al elevarse en la tarde adquirían una
intensa luminosidad verdosa. Abrió los
ojos. El remedo de una nube dejó en las
ventanas su impronta de humedad y río.
Se apoyó con dificultad sobre los codos: brazos y piernas estaban
entumecidos. En el desconcierto pensó
que había dormido largo tiempo, que diminutos insectos se reproducían en sus
articulaciones. La mujer seguía en el cuarto,
esta vez acompañada por una joven.
Abou-Hassán alzó la cabeza para verla mejor: estaba ataviada con un
sencillo vestido de algodón, de mangas largas, sin ningún estampado. El cabello castaño –suelto y largo– oscilaba
en la mitad de la espalda. Observó con
detenimiento la redondez de los hombros, el largo perfil del cuello iluminado
tenuemente por los restos de luz esparcidos en el suelo. Apretó los párpados al sentir un montón de
plumas flotar en su cabeza. La joven se
acercó a él, sonrió mientras detenía una mano tibia cerca de la barba. Movió ligeramente el cuello, lo suficiente
para que la luz ascendiera en el rostro y los ojos se volvieran profundos y acuosos. Un lunar sobre la ceja derecha brillaba en la
penumbra de la frente. En su mirada
habitaba la seda y el olvido y esa deficiencia en la memoria la tornaba vulnerable,
dispuesta a los espacios blancos.
Abou-Hassán se preguntó por el origen de la sensación voluptuosa que lo
envolvía y que al no poderle darle cauce se transformaba en un sentimiento de
tristeza. La mujer habló:
–Al fin abres los ojos.
–¿Qué hacen aquí?
La mujer fingió no oírlo y encendió un
brasero. Hilillos de humo buscaron el
techo. Las aletas de su nariz se
dilataron al recibir el olor que despedían las hojas de naranjo.
–Has tardado mucho, debes estar cansado
–dijo con afabilidad mientras tomaba un cuenco y lo llenaba con agua –pero no
te preocupes, pronto te recuperarás– las hojas de naranjo se ablandaron al
contacto con el agua, le dieron tiempo para mirarlo, retrasar las palabras como
si encontrara un placer secreto en ellas Abou-Hassán se estiró para
desentumecerse, dedicó unos minutos a justificar un desvío de la mente, la
posible alucinación del tabaco; aunque la fatiga en los miembros –perenne desde
que había abierto los ojos– le sugirió una larga caminata, la pendiente de la
locura, el combate prolongado contra las arenas viscosas del sueño.
–Estás despierto, muy despierto –dijo la
mujer con una sonrisa.
Con el sonido de la última palabra llegó un
alivio prematuro: la voz perduraba con una sabiduría lejana, tal vez antigua,
que unida a la reiteración de su vigilia le obsequiaba liviandades, el poder de
controlar el agua. La mujer se sentó
junto a una mesa, con gesto cansado limpió las hojas de naranjo restantes; el
cuerpo de la luz, en medio de sus manos, se esparció en la vejez de la madera,
la volvió el fragmento brillante de una playa.
Abou-Hassán recordó las playas de su infancia, verdes y azules, repletas
de caparazones abandonados. La joven,
asombrada, acercó las manos al fuego que reaccionó con azules y ríos de
chispas. Burbujas emergieron de
inmediato en la superficie del cuenco, se reunieron en una espuma compacta que
recordaba la molicie de los barcos. La
mujer se sentó, entrelazó las manos sobre el regazo mientras el humo del
brasero terminaba de envolver el cuenco.
La joven lo contempló con curiosidad, al flexionar las piernas el
vestido había subido unos centímetros dejando al descubierto sus pies calzados
con sandalias púrpuras, decoradas al frente con pavo reales en vuelo; pulseras
plateadas alrededor de los tobillos. Los
pájaros, antes ruidosos, se mantuvieron en silencio, esperando el ocaso en las
ramas de un pino. Abou-Hassán entreabrió
la boca, varios puntos de humedad se acumularon en la frente, uno de ellos se
separó del resto y descendió con pereza hasta la mejilla. La mujer retiró el cuenco del fuego, las
burbujas perdieron fuerza y culminaron su alboroto con un siseo apagado.
–Té de azahar, te quitará la somnolencia.
–¿Estoy en mi casa? –preguntó Abou-Hassán,
esmerado en recuperar una certeza que se le escapaba.
–No… vienes de muy lejos –le respondió
mientras soplaba al cuenco y la superficie del agua se estremecía entre
delgados brazos de humo.
Abou-Hassán enderezó la cabeza. La mujer inclinó el cuenco sobre su boca, la
mano temblaba y en el temblor las venas azules que descendían a los lados se
abultaron, invadidas de pronto por diminutos ríos de sangre. Bebió con la mirada fija en sus ojos. El té recorrió su garganta dejando una cadena
de palpitaciones. Una oleada de calor
bajó por su pecho, diseminó el aire frío entre sus pies.
En medio de mareos se sentó en el borde del
diván. La habitación parecía distinta a
cada momento: las vigas del techo eran imprecisas en sus colores, los motivos
geométricos de una alfombra mudaron a las paredes, el polvo que flotaba y se
hacía turbio recordaba un banco de arena submarino, agitado por la
tormenta La joven, después de pasearse
por la habitación, de observar el frágil pabilo de una vela como si no lo
comprendiera del todo, le tocó la frente.
El contacto prolongó una extraña sensación de pesadez que culminó con un
bostezo, ella pareció darse cuenta del efecto que causaba y se volvió, al
hacerlo, la cinta que ceñía el vestido al cuerpo quedó flotando un instante y
al descender se atoró en la esquina de una mesa; la inercia del movimiento hizo
que la cinta se desanudara y el vestido resbaló lentamente por el talle hasta
yacer en el piso como una segunda piel abandonada, aún con restos de perfume en
las costuras. La joven dejó que el
resplandor de las ventanas descubriera el relieve de las costillas, el suave
hueco del ombligo que parecía alargar la parte inferior del torso. Se acercó a él con una sonrisa calma. Abou-Hassán
rodeó con el dedo índice la incipiente rigidez del ombligo, usándolo como
pretexto para aventurarse a la extensión cercana a los senos. Varios lunares desperdigados en el vientre le
recordaron granos de arroz, arrojados al azar en una planicie nevada. Extendió la mano y sintió escalofríos cuando
sus dedos llegaron al espacio entre los senos y cruzaban con un ligero temblor
la breve línea de sombra que se desplazaba entre ellos. La joven respiró profundamente, pudo sentir
cómo su respiración se trasladaba a él, cómo se tensaba un momento, guardando
impulso, como si tuviera que esperar algo, quizás una palabra desconocida,
aguardando ser dicha por cualquiera de los dos.
La mujer asistía la escena con ojos quietos, los labios apretados y
firmes. La joven le ofrecía su cuerpo
desnudo como una historia latente, en espera de ser escrita para así poder ser
fuente de otras; historias tristes, historias contadas una y otra vez hasta
lograr que las palabras perdieran paulatinamente el significado y el perderse
en ellas fuera algo inevitable. Mientras
su mano derecha vagaba por las caderas imaginó que el vestido no se había
enganchado por accidente, que todo, desde las palabras intercambiadas, hasta la
mano de ella que ahora bajaba para guiar la suya a la zona interior de los
muslos, había sido ensayado meticulosamente.
Imaginó a la joven repitiendo frente al gran espejo cada uno de los
movimientos que formaban parte de esa puesta en escena; una coreografía que
ignoraba, pero que después, al tomar conciencia de la importancia de sus
palabras, de su peso específico, se obligara a adoptar una sabiduría escondida
y engañosa. La trató de encontrar
mientras las manos, enlazadas, volvían a subir por las caderas, como si la
primera exploración no hubiera sido suficiente y necesitara reafirmarse en la
invención de formas circulares sobre el vientre. Abou-Hassán vio a la joven en la pausa de la
madrugada, con la luna roja en la cara, imaginándolo a él y a la estela de frío
dejada en su piel cuando por fin el vestido cayera. Se vio ignorante, atenido al tacto de las
manos que, unidas, parecían ser las de una persona dependiente de impulsos
largos, uniformados en el deseo. Su
ignorancia le hizo sentirse como un impostor, alguien sujeto al azar de las
tormentas de arena y que trasladado a un escenario desconocido sintiera la
falsedad de una vida para la cual aún no estaba preparado. La joven pareció entender su inquietud y
estrechó los ojos dándole a entender que era el indicado, que la incertidumbre
cedería con el tiempo, la torpeza de sus manos estaba a salvo en las suyas. En medio de la confianza pudo intuir un engaño
sutil, aludido en el aura de frío que perduraba y que parecía bosquejada por
una inteligencia tenaz e inexperta. Las
puntas de los dedos humedecieron el inicio del sexo, y cuando llegaron a su
depresión se separaron, comprendiendo que su llegada obedecía a una búsqueda
individual. La joven cerró los ojos para
seguir a ciegas el endurecimiento de los muslos, de los senos. Abandonada, acercó la boca esperando un beso. Juntó los labios. Abou-Hassán trató de encontrarla pero los
labios se hacían de aire y las mejillas perdían consistencia hasta dejar juegos
de luz sobre la piel. La respiración de la joven se perdía como el viajero que
se obstina en un imposible laberinto.
–¿Qué pasa? preguntó Abou-Hassán a la
mujer.
–Ella está de paso. Mira, ahora está por despertar.
La joven fue invadida por fragancias
dulces, fosforescencias amarillas. Sus
ojos se llenaron de nubes y un poco de azahar impregnó el lugar donde habían
estado los labios. Aún pudo verla,
estremecida, como si presintiera la ilusión del invierno, como si su perfil
fuera el cuerpo de una llama y alguien, en secreto, intentara apagarla. Antes de desaparecer dirigió una mirada de
sorpresa a su alrededor.
Cuatro
Consumió las horas obstinado e
insomne. Recorrió salones, fatigó el
movimiento de los pájaros y el transcurrir de los relojes. La mujer le advirtió la inutilidad de sus
esfuerzos, le explicó que ese sueño en particular no era pausa ni arribo, sino
un punto de partida interminable; él –como ella– tendría que afrontar la
postergación, la espera de otros viajeros, espejismos que al desvanecerse lo
recordarían con la vaguedad de un trazo borroso. Uno de ellos, cuyo sueño tuviera la lucidez
suficiente, sería su reemplazo. Al
acabar su explicación, con gesto satisfecho, se desvaneció. Abou-Hassán no le hizo caso y siguió
alumbrando los rincones con lámparas de aceite, vigilando el polvo de los
corredores. Al tercer día, derrotado,
fue por la manta de pelo de cabra y durmió; pero cada vez que abría los ojos no
podía despertar y pasaba de un sueño a otro, como quien recorre las
habitaciones de una mansión infinita.
*Texto incluido en “El caso Max Power y otros cuentos”.
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad
Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las
novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza
(Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Desde hace un tiempo
la mayor de mis hijas
trabaja en una Casa
con niñas que vivieron
vidas
que Dickens
no se atrevería a
contar.
Y primero temí como se
teme
cuando un hijo
atraviesa una puerta
sin nosotros.
Pero administra su
ternura sabiamente
la brinda sin pudor y
como siempre
la ternura se devuelve
y se comparte.
De vez en cuando
trae la pena de una
niña bajo el ala
y abre el dolor,
frente a mí,
con un cuchillo.
Piensa. Piensa.
Piensa.
Y elige
con qué puntadas
cerrará la herida,
con qué hilitos de
colores
curará el daño.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City
Bell.
-Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014).
Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú,
2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016).
Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018).
El orden del agua, (GPU Ediciones 2019).
MADURA, (Editorial Sudestada 2021)
-Quiero sacar la
cabeza por la ventanilla de tu coche.
Halley ediciones (2022)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria
MAÑANA
SERÁ TARDE *
Mañana será demasiado tarde para regresar
al lugar venerado que nos vio nacer.
Será tarde ya para aprender aquellos versos
que una vez nos recitaron los ancianos.
No tendremos tiempo ya de besar los labios
en los que soñamos encontrar el secreto de
la vida.
Será muy tarde ya para decir adiós,
para esas palabras que estuvieron ahí todo
el tiempo,
para esa fotografía que nunca nos tomaron,
para abrazar a ese amigo que partió...
Será muy tarde ya...
Después, nadie hablará de nosotros, seremos
apenas una leve cadena de palabras borrosas
en el vasto dossier de una estadística.
Mañana será tarde.
En el cielo
se escucha el vuelo negro de las águilas.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
LO INFINITO*
Nadie sabe si la
poesía
es el jardín del
lenguaje;
pero hay zonas
inhóspitas
a donde cuesta llegar
donde crecen palabras
que aún no conocemos,
donde se desmoronan
los intereses y el poder.
Hay un mundo casi sin
crear
que no nos espera.
*De Mónica
Córdoba. monicacordoba80@hotmail.com
Fueguito*
Es una noche cualquiera. Usted está en un
lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río, el jardín de la casa de algún
amigo. Junta hojas y ramas secas, hace una buena pila. Se arrodilla sobre la
tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su figura -rápidamente lo
descubre- tiene la reverente actitud de alguien que aguarda un milagro. Tal vez
se trate de una vieja ceremonia a la que está acostumbrado, y le baste forzar
un poco la memoria para descubrir un vasto mapa de fogatas a lo largo de su
historia. Pero esta noche -siempre suele ser así- vuelve a sorprenderlo y a
exaltarlo igual que la primera vez. Ante el crepitar de la llama, usted se
siente extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un
reencuentro en el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va
desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de
certeza y plenitudes breves. El fuego crece y mantiene un monologo en el que
usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro movimiento y usted
no es más que sus ojos y el calor de su piel. Rodeados por la oscuridad,
protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted siente que nada
puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una idea: no soy el
que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de la banalidad de
todo pensamiento.
A esta altura, usted es una sola cosa con
el fuego, un presente inevitable. Se entrega, se abandona. Sin embargo, cree
comprender que de esa comunión se desprende un sentimiento más amplio, que
trasciende esta hora. A través del trabajo del fuego parece surgir una medida
de orden. Los ojos fijos, subyugado, sin cambiar de posición, usted piensa que,
detrás de su persistencia, el fuego es fundamentalmente inocencia, un regreso a
la limpidez del origen, al remoto albergue de toda posibilidad. y comienza a
percibirse usted mismo inocente, como una hoja en blanco donde todo puede ser
escrito, donde todo está por ser iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse.
Y a reconocer los términos que han marcado sus pasos a través de los días, los
meses y los años: permanecer desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en
permanente sospecha. Son principios de una doctrina que se ha ido forjando y
cuyo sentido ahora el fuego le devuelve. Comprende que también en usted ha
ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una
llama donde usted se ha sacrificado siempre a sí mismo, ha sacrificado su vida,
las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único
fin de deshacerse de su historia o de construir una historia diferente. Es
posible que oiga voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de
amigos que vienen a buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años,
desde otros ámbitos, suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y
piensa que cuando todo está dicho es bueno regresar al fuego, al origen.
Que es bueno, muy bueno, volver a
arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el núcleo cambiante de
su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas. Que ahí, libre de
toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar. Y en esa llama sin
tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo
que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas,
lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible
memoria o nostalgia de la sangre.
*De Antonio
Dal Masetto.
(Intra, 14 de febrero de 1938 - Buenos
Aires, 2 de noviembre de 2015)
Hay otra vida *
Dios necesitó la materia para hacer el
universo,
pero el telescopio James Webb dice que no,
que la singularidad no ha existido nunca,
que no fue un solo big bang ni tiene edad;
es decir, no hace quinientos millones de
años,
que sigue habiendo otros y nada sabemos.
Muestra que hay galaxias mucho más viejas,
blandas, serenas, se diría que ya cansadas
de completar su desarrollo de maduración
y se ordenan solas en formas
geométricas.
Una danza espontánea, constante y exacta
que muta al son de una música exclusiva,
como una llovizna que mueve el viento.
Esas galaxias ancianas forman cúmulos,
y llenan el vacío de lo nuevo que se aleja,
vecindades ordenadas, silenciosas y
floridas,
como ciudades europeas. No es un universo,
son muchos y conviven de manera extraña.
El nuestro está en el territorio
equivocado,
como nosotros en el planeta, en la comarca
de la violencia, del hambre, del despojo,
del combate. Nuestro universo no sacó
turno,
está mal vestido, no tiene entrada, no
encuentra
su lugar en la fila, lo aturde el ruido, se
tropieza,
no se contenta, es impaciente y rompe el
tejido.
En ese agujero de la rotura nos veremos un
día
en que oiremos la música y sabremos la
danza,
y tendremos reservado nuestro lugar en la
pista,
seremos hermosos, calmos, limpios, y
amigos.
La materia del universo no necesita de
Dios,
no muere, la fuente se renueva y es
confiable,
la red funciona y nunca se cae el sistema.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio es autor de los libros “Palabras
de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha”
Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El
cinturón de Orión” Poesía. Ediciones
Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y
Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España.
2023
- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte
Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023
ELLOS
Y EL UNIVERSO*
Cuando la imagen de la desdicha de una
familia puesta delante de nuestros ojos era irreversible, le pregunte a Kalman
si tenía alguna historia que dejara pequeña a la soberanía de la muerte.
Kalman quedó pensativo. Había pasado muchas
horas de vuelo para apenas llegar a ver a Esteban a punto de ser enterrado en
un cementerio privado. Estábamos pisando lápidas con nombres de personas
desconocidas bajo un techo gris de nubes que podrían poder tocarse con las
manos. Nos rodeaba una llovizna que hacía todo más triste e inolvidable.
-Sí. Tengo una historia justa para achicar
la importancia de la muerte.
Lo relató un arqueólogo. El hombre
participa de un equipo interdisciplinario que desarrolla una investigación en
cuevas a las que se accede desde la ciudad de Dubrovnik. Son cuevas que ya habían sido bastante estudiadas en el
pasado. La data de actividad humana realizada por carbono 14 muestra presencia
desde veinte mil años atrás.
En este nuevo estudio se realizaron
sorprendentes hallazgos que fueron interpretados como independientes, pero
ahora están siendo pensados en conjunto -al menos como hipótesis-.
Las excavaciones que se realizaron hace más
de una década habían hallado piezas de cerámica de 15.000 años. Uno de esos
pedazos había quedado bajo la mirada curiosa de aquel equipo científico, era
parte de un objeto desconocido aparentemente inútil para aquel grupo humano
primitivo que habitaba allí, no era una vasija ni una urna funeraria.
La reconstrucción digital de los pedazos
daba una imagen similar a una máscara con aperturas para ver y respirar. Quizá
era el primer casco inventado como forma de defensa de los primitivos ante
garrotazos de grupos rivales.
El equipo en el que colabora el arqueólogo
amigo de Kalman hizo otro descubrimiento que resignifica la lectura de aquellos
trozos de cerámica.
En otra cueva, cuya ubicación se mantiene
discretamente oculta para preservarla se hallaron pinturas y huesos tallados
con imágenes con la misma data AP de los pedazos de cerámica en cuestión.
Son imágenes de la vida de esos primitivos:
escenas de cacería de animales, mujeres talladas tipo Venus. Lo sorprendente
fue el hallazgo de pinturas de humanos teniendo sexo montándose como lo hacen
los mamíferos de cuatro patas. Las mujeres representadas con enormes pechos
colgantes. Los científicos quedaron admirados por aquellos antepasados remotos
que representaban al sexo y la procreación de nuestra especie como forma de
derrotar a la muerte.
El gran descubrimiento fue observar que
algunas de esas figuras humanas representadas en el coito llevaban puesta en su
cabeza ese casco -o lo que fuese- similar al que se reconstruyo a partir de los
pedazos de cerámica. La lectura inicial de los antropólogos suponía que hombres
considerados "vencedores" podían tener sexo con las mujeres otro clan
o tribu rival "vencido". Paradojalmente Un detalle cuestionaba esta
hipótesis: había mujeres representadas con ese ¿casco? puesto teniendo sexo con
hombres desprovistos de ese objeto en su cabeza.
La duda inicial los llevo al tiempo a
descartar que esa cerámica fuese parte de un atuendo defensivo de los
guerreros, tampoco parecía una máscara ritual.
La siguiente hipótesis los llevaba a pensar
que ese grupo humano que vivió allí representaba su relación -incluso sexual-
con otros seres provenientes de una civilización "técnica" La
cerámica sería una imitación -digamos- de una escafandra de aquellos llegados
del espacio sideral. O -porque no- parte del atuendo de viajeros en el tiempo
provenientes de este mismo planeta.
No hay, -cómo te imaginaras- conclusión
certera en estos estudios.
A Esteban le hubiera gustado conocer esta
historia. Más aún por título del proyecto bajo el cual se sigue investigando:
"Ellos y el universo"
*De Eduardo
Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
*
La poesía es de este mundo. Se anida en el
corazón mismo del hombre. Desde él se dispara. Se sumerge en el barro. Está en
los campanarios. Sube a las nubes. Se entierra en el estiércol. Emerge,
saludable, desde cualquier esquina. Grita en las manifestaciones. Se acurruca
en los tugurios. Se acoda en los umbrales. Se hamaca en los sueños.
Muerta mil veces por los burócratas de todo
tipo, renace briosa desde algún lugar no sospechado. Y crece. Se hace topo,
pájaro, caballo, niña, obrero, alquimista, pescador, mujer, talabartero,
oficinista, vendedor, viajera, cocinera, mar…
Y no se puede atrapar.
*De Oscar
A. Agú.
Santo Tome. Santa Fe.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
LO QUE HACEMOS
EN LA OBSCURIDAD*
Cuánto Tiempo me digo, mientras espero en
el andén. Es la primera vez que subo al tren desde aquello, y todavía es todo
inseguridad y temor a no poder, a encontrar obstáculos infranqueables, a
caerme.
Cuando se acerca el tren me afirmo en las
muletas y no miro a mi alrededor, porque sé que todas las disimuladas miradas
están en el tutor de metal y plástico negro que llevo atornillado a los huesos
de la pierna izquierda. Me dejan pasar primero, un muchacho me ofrece ayuda
pero le digo que puedo sola con una sonrisa forzada, con esa terquedad de los
débiles.
Me siento primero al lado del pasillo y me
arrastro para quedar junto a la ventanilla, golpeándome la cara con una de las
muletas. Hago como si no lo hubiese notado, y la gente se acomoda en el vagón.
Nadie se sienta a mi lado, hay cierto horror por desfiguraciones, cegueras o
muletas.
Espero que estemos en movimiento, me
levanto y con extremo cuidado avanzo por los vagones buscando la seguridad del
coche cine club, la cálida obscuridad que me permita sustraerme a la curiosidad
de las personas que simulan no verme.
Me voy apoyando en los asientos con los
codos, camino afirmando la pierna sana, llego por fortuna al vagón cine club.
Al ingresar recibo la primera felicidad con el olor conocido a humedad, a polvo
y al whisky de Oliver Reed que está fumando, aunque supongo que está prohibido.
Me siento como antes, ya en mi butaca y en penumbras es como si todo estuviese
bien y en su sitio, como si hubiese llegado a algún lado en donde me estuviesen
esperando.
En la pantalla hay un documental sobre la
vida de cuatro vampiros. Veo cómo se despiertan en la última brizna de la
tarde, cómo se reúnen a discutir la asignación de las tareas hogareñas, las
salidas nocturnas, cómo los hombres lobo son un grupo opuesto con cual
intercambian burlas y amenazas.
Los vampiros son perfectamente reales y
posibles mientras la luz del proyector los hace aparecer en la pantalla. Les
creo, me encariño con uno, me río de los gestos con los cuales me familiarizo
de inmediato y me introducen en una complicidad gozosa. Sonrío todo el tiempo.
Qué bueno estar aquí y qué ganas de que vieses la película para después reírnos
de nuevo recordando una frase, una situación feliz, esas escenas que son
graciosas por ser tan comunes y cotidianas transformadas en mágicas porque los
protagonistas son vampiros.
La ilusión de ser un documental real es
perfecta. Ya quisiera volver a verlo antes de que termine. No quiero que
termine. No quiero despedirme de ellos. Viago, Deacon, Vladislav y Peter ya son
personas en mi imaginación y mi memoria. Vivimos juntos en la obscuridad, donde
todo puede ocurrir y todo es confuso. Donde no tenemos edad, el cuerpo se
disuelve a negro y las voces ocupan los espacios.
Me quedo sentada, por qué si es un film
cómico tengo esta extendida tristeza. Por qué.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
LOS
EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
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LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
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ETCHEVERRY.
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VILLANUEVA.
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LA PLATA.
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