*Obra de Noelia Ceballos @noe_ce_arte
Miento*
Lleva un cascote atado
a la correa de la lengua
Laura Yasan
Cada vez que miento
una hoja filosa
me desangra.
La verdad es muerte
pienso
y miento
miento mucho
para que el mundo se haga soportable.
Como cuando la verdad era liviana
barquitos de papel a la orilla del cordón
y no éramos
no
sólo una familia de fantasmas.
*De Paula
Novoa. novoapaula8@gmail.com
-De Sierpień (Cave Librum, 2023)
COMO QUIEN DESEA REGRESAR AL COMIENZO DE UN
AMOR…
-Poesía de
Paula Novoa.
Domingo
Unos mates con miel
por la mañana
los pies desnudos
sobre el pasto
una frambuesa a la
orilla de la casa
la manta de lana en la
soga
un perro viejo
despertando un día más
la soledad
el sol a través de la
infancia
la quinta del abuelo
el fuego de una
cáscara naranja
tu perfume.
Lo difícil viene
ahora:
el silencio.
Tengo un chaleco
protector
un alma de amianto
una muralla china
atravesada en la
garganta
una placa bucal
un espejo negro a mis
espaldas
un punto que rebalsa
el plexo.
*
¿una palabra
bastará
para sanarme?
Sierpień
Soy un verano polaco
de 25°
porque nadie
elige nacer
ni dónde
pero puedo acaso ser verano
en Polonia
acaso
lluvia
acaso
agosto.
Nomine
Un búho te indaga
y luego
escapa
en vuelo suave.
Su canto nocturno
te entristece.
Querés imaginar
augurios de bondades,
su pecho blanquecino
sus secretos.
Ave de la luna
de la oscuridad y del
silencio
siempre escapaste
como Lilith al Mar
Rojo.
Quizá
también
los búhos te
acompañen.
Quizá
también
tu nombre sea noche.
*
en la orilla
sólo las sobras
hundido ya
lo que fue
Es
otoño
Me senté frente al otoño
amor
quise escribir la lluvia
de las hojas
el frío entre mis manos
el olor a leña.
Quise escribir las nueces
las castañas
los cítricos en hilera.
Quise escribir lo que cae
amor.
El rojo roble al fondo
de la calle
tu etimología
acaso.
Quise escribir lo que cae
amor.
Quise escribir la caída.
*
dibujé
tu nombre
y la niebla
entró
por mi ventana
Abril
No quieras un milagro
para el que no lo pide
Graciela Cros
Le pido cada día
a San Expedito
por tu felicidad.
Enciendo una vela
y rezo en tu nombre
cada mañana
y cada noche.
A veces funciona.
Otras
tus heridas se abren
y juntos
Expedito y yo
rezamos a una criatura
rota.
*
¿cómo se llama el dios
que inventamos
para creer en
nosotros?
Mayo
Hace frío
amor
y aún no es invierno.
El sol entibia apenas
y no hay insectos.
Me obsesiona distinguir
el liquidámbar del roble
Digo li / qui / dám / bar
y recuerdo a Claudia
su voz pausada
un té en un bar de Bella Vista
la poesía que lo abrazaba todo.
Me obsesiona distinguir
tu tristeza de la mía.
Hace frío
amor
y no lo festejamos.
*
como las venas de un
recién nacido
la fragilidad
de tus días
Junio
Hace tanto que nos
fuimos
¿habrá crecido el
crateus de nuestra casa?
Nunca le tuviste fe.
No vimos sus frutos
sus flores.
Estábamos expuestos.
Sí.
No tapó nuestros
cuerpos
dejó ver nuestras
miserias.
¿Habrá crecido el
crateus de nuestra casa?
*
es sábado
y un silencio de noche
escribe
lo que yo no puedo
Julio
Un hilo
sostiene tu pulso.
Tomo cada extremo
y tiro.
Que se corte ahora.
Aún
quedan flores en mi jardín.
*
en esta religión
no hay dios
pero una cajita con
cenizas
es
de ahora en más
nuestro amuleto
Ya no
Ya no será
ya no
Idea Vilariño
Ya no me mires así
ya no hay motivos.
¿Es tu boca
de otros mundos?
Tu boca
que me nombra y que te nombra
que me mide y no llega
rechaza mi saliva
mi lengua.
Esa boca
ahora
ajena.
Y esa piel rojiza
que arena el silencio
la que corta la huella
de un camino finito.
Y tus manos
¿qué dicen tus manos?
Un dibujo en el aire que no descifro
un lugar pendiente
un intento
de comprenderme y no
de sostenerme y no
de equilibrarme y no
¿qué dicen mis miedos?
Que un día
ya viejos
sostendré tu mano
para guiar el dibujo
traducir el signo
y entendernos.
*
y si existe ese dios
sólo le pido
que tu luna siempre
esté llena
Un
niño vende plantas en la puerta del chino
Compré un ficus para tu tumba
amor mío
para que sus raíces te cubran
como un día
lo hizo el viento.
*
concebimos un credo
y un idioma
esperamos a un mesías
que no llegará
Breve amor
Me amó para siempre
Me hundió
Roberto Bolaño
Una noche
olvidé
el hueco
el laberinto
la sombra de la mora
la fruta en el asfalto
el basural
la cicatriz queloide
el musgo en la vereda.
Fue un rato
nada más
y fue tan hermoso.
Al despertar
vi el gris
la llovizna
una paloma en un poste.
En un espejo
mi cuerpo desnudo en casa ajena.
Me fui sin despedirme.
Lo amé para siempre.
*
y de pronto
la orfandad
de quedarnos sin
rituales
ni oráculos
ni oraciones
Septiembre
Fue en el malecón
mientras escuchaba No doubt
desde el asiento de un Chevrolet 48
que intuí
la circularidad de la trama.
Había atravesado 6553 km
para amar a un hombre
que no conocía.
Desde entonces
todas las historias
que habité
fueron catástrofes
y cuando barro las ruinas
tarareo
“Don’t speak”.
Consumismo
Una mariposa monarca
nos recuerda la
belleza.
Ella vuela
mientras nosotros
compramos en línea
objetos inútiles.
No sabemos siquiera
llenar el vacío.
Cristalización
Sierpień significa agosto en polaco.
Repito
sierpień
sierpień
sierpień
como quien desea regresar
al comienzo de un amor.
Ahora sierpień
es la palabra para decir:
Éste
es el comienzo.
Decir sierpień
y que no continúe.
Que se detenga ahí
en agosto
para siempre.
**
Paula Novoa nació en San Antonio de Padua en marzo de
1976. Es Lic. en Lengua y Literatura, dio clases en la Universidad Nacional de
La Matanza y en la Universidad Nacional del Oeste, actualmente es profesora en
escuelas secundarias de Trujui, partido de Moreno. Publicó cinco poemarios, el
último es Sierpień (Cave Librum, 2023). Algunos de sus poemas fueron
compartidos en distintas antologías y blogs. Coordinó talleres literarios en la
Sociedad de Fomento Cortejarena (La Reja, Moreno) y escuelas de la provincia de
Buenos Aires.
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación Juan
Tronconi*
Como consecuencia de un desastroso año
escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de
verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia,
cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de
tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo,
pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre:
Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería
alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida. En esa época la casa de mi abuela era como el
desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que
caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía. Por suerte encontré los libros que mi madre
había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No
tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus
labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda,
oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para
que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles
gastados, las cortinas añejas y vetustos retratos familiares. Si no hubiese tenido 14 años tal vez me
hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero mi
curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres
casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante
en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.
Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La
ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco
durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba
verlos, mientras tomaba mi café y corría la cortina para que entre el sol. No
había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa
fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No
durarán mucho”. Mientras la escuchaba,
pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el
jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el
tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles.
No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las
delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era
un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le
pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó ese
precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros. Le pregunté su nombre y él el mío y nos
saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato por ese
monótono terreno: pastos secos, unos pocos arbustos, algún pájaro solitario,
hasta que llegué a la desolada estación de tren. Algunas de las tablas del andén estaban rotas
y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en
suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios
del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros
apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome. Me contó algunas cosas sobre la estación. Él
era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me
relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin
vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar
que todo estuviera en orden y que nadie hubiese violentado el cuarto de
depósito, él único que estaba cerrado y contenía papeles, muebles y algunas
máquinas y herramientas que esperaban un destino aún incierto, como un museo o
su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la
solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido
visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de
gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aun así, era un hermoso
lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran,
se esconderían o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era
pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color
verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos
que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero
aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le
tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta. Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?
Así pasaron varias semanas. Él observaba el
movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba
una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban
cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás
podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen
candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin
futuro. ¿Qué importaba? Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo
real.
A fines de febrero nos descubrieron.
Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el
sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia
nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y los golpes en
la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una
escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo
encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”. El hombre había descartado ya la posibilidad
de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí a su
comprensión:
-Por favor, no diga nada. Mi abuela es una
mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera
del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos
los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a
la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar
a casa, todavía conmocionados por el suceso. Vi un lamento en sus ojos oscuros,
pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces había
envuelto mi espalda, que me había sostenido vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi
ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas
domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi
madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los
muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros,
fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año
se separó finalmente de su marido y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un
departamento más chico.
Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado,
por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la
facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo
lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que
nunca. Maderas despintadas, tejas
salidas, algunos vidrios rotos. El
tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré.
¿Qué pretendía? ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba
recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en
ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años
en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por
fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto,
planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas
casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un
vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían
agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber
que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón
bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No
estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían
dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada
de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido
contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No
durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso
del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez
más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que
no volvería nunca. Un sitio que ya no
pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin
mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-Santo Tome. Santa Fe.
-Próxima estación:
FRANCISCO A.
BERRA.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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