El jefe ha perdido la cabeza...
LOS MUROS Y LA MEMORIA*
El sueño era en la casa, en ese lugar donde ocurre lo nocturno.
Siempre el escenario de la cocina rectangular, el patio de baldosas rojas, la puerta despintada de hierro con esos vidrios traslúcidos que prefiguran la inmanencia de lo informe. Y la mesa que ya no existe pero que perdura allí donde las cosas perduran, entremezclándose la infancia con las nebulosas impresiones superpuestas. Las sillas pesadas, la banderola que no llega a ser ojo abierto hacia el cielo de afuera sino cárcel. Y por qué lo atroz y no los gorriones sobre los cables. Por qué cada vez lo maligno.
Quizás el lugar no pueda desprenderse del frío constante de las habitaciones, de la pintura gris de las paredes, de los zócalos negros, de las baldosas graníticas fijadas en su dura geometría de aristas. Es que la casa es la casa de los velatorios, de las muertes, la casa de largo pasillo sin aberturas, tan propenso a la pervivencia de los espectros. No puede pensarse un pasillo como ese sin saber que es invitación al fantasma. Es la casa de la Nita que se consumió de a poco, cuando el cáncer era una enfermedad vergonzante, la casa de las locuras y las alucinaciones. La casa de los placares con monstruos y las cajas de cartón llenas de plumas.
Cuando la sacaron a la Nita hubo que parar el cajón para que saliera por el pasillo, dicen. Y la imagen se fijó a los cielorrasos, a los marcos de madera que conservan las muescas de uñas y marcas de dientes. La casa del suicidio, la casa donde hubo aljibe con espectro silbador, un espectro que dejaba oír su agudo silbido cuando había que pasar patios y traspatios para llegar al excusado. Ya entonces, cuando la casa primera, ya entonces la nube y el ocaso, las zarzas sofocando a los malvones.
El sueño era en la casa. Claro. Cada vez que la ansiedad ataca por la madrugada, el sueño es en la casa.
Algo debe de haber. Quizás sea que los aborígenes también dejaron la muerte bajo los cimientos. Hay un antiguo cementerio muy cercano. Quizás la infelicidad de una familia que se deslía en horizontes de gentes que perdieron la razón, quizás la ciudad misma, acechada por el río que reclama su territorio, quién sabe. Pero algo debe de haber para que la casa funcione de escenario para las pesadillas, y aparezca de vez en vez, igual a si misma, nítida y agónica.
Imagen bella la de las yeguas de la noche, las nightmares de los ingleses que llegan cabalgando desenfrenadas por los cielos obscuros. Crines al viento, bellas como lo es toda belleza amenazante y temible. Será de una de estas criaturas fabulosas la herradura que hallaron en el terreno. La casa es lugar de cabalgatas en lo negro, en el abismo de lo profundo. Por las noches se pueden escuchar los belfos exhalando vapores perniciosos, se huele el sudor de las bestias, y los cascos mueven los cuadros en los muros. Allí, las yeguas de la noche cabalgan al través de la casa inmóvil de permanente ocaso tormentoso.
Y esta vez, en este sueño, eran unos monstruos de rostro grotesco y vasto cuerpo. Pesados y brutales. Indestructibles. Sólo sabía, ella, que la única forma de matarlos era decapitándolos.
Puso los cuchillos sobre la mesada de mármol, los cubrió con una servilleta. Esperó con el pecho oprimido la llegada de los espantos, rodeada por la casa muda. La casa hostil. La casa de los sonidos pequeños.
Cuando cruzó el umbral de la cocina la primera figura enorme (los otros estaban allá en el comedor, venían por el pasillo), se acercó de espaldas a los cuchillos y despertó.
Sintió la frustración de que del otro lado la casa y sus monstruos siguen intactos, acechando a otros durmientes y otros sueños. No pudo matarlos, imposible destruir tan fácilmente el abismo de lo innombrable. Supo que volverá a estar en esa cocina, que los espectros no fueron exorcizados, que la casa espera pacientemente la cabalgata y el horror. Paciente, seriamente, la casa la espera. Con sus monstruos.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica(arroba)hotmail.com
Jueves, 11 de Enero de 2007
La misma historia*
Por Robert Fisk *
Así que a la tumba de Irak, George W. Bush, su comandante en jefe, mandará otros 20.000 soldados. La marcha de los tontos continúa.
Habrá plazos, topes, objetivos tanto para Estados Unidos como para los sátrapas iraquíes. Pero la guerra contra el terrorismo todavía se puede ganar. Venceremos. Victoria o muerte. Y será muerte.
El anuncio del presidente Bush hizo sonar todas las campanas. Un billón de dólares de ayuda extra para Irak, a cuenta del éxito futuro, mientras el poder chiíta en Irak -todavía debemos llamarlo "el gobierno democrático"- marcha al unísono con los mejores hombres y mujeres de Estados Unidos a restaurar el orden e infundir miedo a los corazones de Al Qaida. Llevará tiempo -o sí, años, por lo menos tres, dijo esta semana el comandante de Washington en el terreno de operaciones, general Raymond Odierno-, pero se cumplirá la misión.
Misión cumplida. ¿No fue ésa la muletilla, hace casi cuatro años, en el solitario portaaviones por el que se paseaba Bush en su mameluco de aviador?
Sólo unos meses después, el presidente les envió un mensaje a Osama bin Laden y la insurgencia iraquí. "¡Los estamos esperando!", gritó. Y se le vinieron encima.
Pocos prestaron atención a fines del año pasado cuando el liderazgo islamista de la más feroz de las rebeliones árabes proclamó a Bush como criminal de guerra pero le pidió que no retire sus tropas. "No hemos matado suficientes soldados", anunciaron en su video.
Bueno, ahora tendrán su oportunidad. Qué irónico que el despreciable Saddam, dignificado en medio de su linchamiento, se atrevió a decir una verdad que Bush y Blair nunca pronunciaron: que Irak se había convertido en un "infierno".
Es de rigor en estos días invocar la memoria de Vietnam, las falsas victorias, el conteo de cadáveres, la tortura y los asesinatos, pero la historia está plagada de hombres que pensaron que podían arrebatarle una victoria de las fauces de la derrota. Napoleón se me viene a la cabeza; no el emperador que se retiró de Moscú, sino el hombre que creyó que los guerrilleros salvajes de la España podrían ser liquidados. Los torturó, los ejecutó, armó un gobierno local con Al Malikis. Acusó a sus enemigos, a los
señores Moore y Wellington, no sin razón, de apoyar a los insurgentes. Y ante la inminencia de la derrota, Napoleón decidió "relanzar la maquinaria" y avanzar con la recaptura de Madrid igual que ahora Bush pretende recapturar Bagdad. Por supuesto, la aventura terminó en desastre dos años
más tarde. Y George Bush no es Napoleón Bonaparte.
No, yo me fijaría en otro político, menos histriónico y mucho más moderno, un norteamericano que entendió justo antes de que Bush lanzara su invasión ilegal de Irak en el 2003, el precio de la arrogancia del poder. Por su relevancia hoy, las palabras del ex republicano Pat Buchanan: "... pronto
lanzaremos una guerra imperial contra Irak con toda la fanfarria de 'hasta Berlín no paramos', con que los franchutes e inglesitos marcharon en agosto, 1914. Pero esta invasión no será el paseo que predicen los neoconservadores... los ataques terroristas que habrá en Irak liberada parecen tan inevitables como los de Afganistán liberada. Los militantes islámicos nunca aceptarán que George Bush dicte el destino del mundo islámico... si hay una tarea en la que se destacan los islámicos es la de expulsar poderes imperiales a través del terror y la guerra de guerrillas.
Echaron a los británicos de Palestina y Aden, a los franceses de Algeria, a los rusos de Afganistán, a los norteamericanos de Somalia y Beirut, a los israelíes del Líbano... Emprendimos el camino del imperio y del otro lado de la colina nos encontramos con aquellos que habían seguido el mismo derrotero". Pero George Bush no se atrevería a mirar a esos ejércitos del pasado, a los fantasmas tan palpables como los fantasmas de 3000 soldados estadounidenses -no nos olvidemos de los cientos de miles de iraquíes-
muertos en esta guerra obscena, y los futuros muertos entre los 20.000 hombres y mujeres que Bush está mandando a Irak.
En Bagdad, se moverán entre los bastiones sunnitas y chiítas, a diferencia de dedicarse exclusivamente de los sunnitas, como hicieron vanamente este otoño boreal, porque esta vez, y vuelvo a citar al general Odierno, es crucial que el plan de seguridad sea "equilibrado".
Esta vez, dijo, "tenemos que tener una estrategia creíble, tenemos que tirarnos en contra de los extremistas sunnitas y chiítas".
Pero una "estrategia creíble" es lo que Bush no tiene. Los días de opresión equilibrada desaparecieron hace tres años, con la invasión. "Democracia" debió ser introducida al principio -y no demorada hasta que los chiítas amenazaran con sumarse a la insurgencia si Paul Brenner, el segundo procónsul estadounidense, no llamaba a elecciones- tal como los militares norteamericanos debieron prevenir la anarquía de abril, 2003. La matanza de 14 civiles sunnitas a manos de paracaidistas en Fallujah esa primavera -un extraño paralelismo con la matanza de 14 civiles católicos en Derry, en 1972, cometida por paracaidistas británicos- sellaron la insurgencia.
Sí, Irán y Siria podrían ayudar a Bush. Pero Teherán forma parte del fantasioso "Eje del Mal"; Siria es apenas un satélite. Eran los próximos blancos, después del éxito del Proyecto Irak. Después llegaron la vergüenza de nuestra tortura y nuestros muertos y la limpieza étnica masiva y la carnicería en la tierra que proclamamos haber liberado.
Entonces más tropas estadounidenses deben morir, sacrificadas en nombre de aquellas que ya murieron. Por supuesto que es una mentira. Los hombres desesperados siguen apostando, preferentemente, con las vidas de otros.
Pero los Bush y los Blair han experimentado la guerra sólo a través de la televisión y de Hollywood; ésa es la ilusión y la coraza de ambos. Pues bien, los historiadores se preguntarán algún día si la ceguera con que Occidente se lanzó a la catástrofe de Medio Oriente no fue producto de que ningún miembro de ningún país de Occidente -con la excepción de Colin Powell, que fue removido del escenario- alguna vez peleó en una guerra.
Los Churchill ya no están, sólo son usados como ropaje por un primer ministro británico que le mintió a su gente y un presidente norteamericano quien, ante la oportunidad de pelear por su país, decidió que su misión en la guerra de Vietnam era custodiar los apacibles cielos de Texas. Pero todavía habla de victoria, tan ignorante del pasado como del futuro.
Pat Buchanan cerró su profecía con palabras inolvidables: "La única lección de historia que aprendemos es que no aprendemos las lecciones de historia".
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
-Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/subnotas/78941-25469-2007-01-11.html
YA NO LLUEVE*
Dejo mi cuerpo destrozado
a disposición, ya,
de la tierra,
que forme parte útil del mundo,
convaleciente, paradójicamente
agobiado de el,
casi inútil para mí.
En el ocaso del tiempo
¿Mi ultima hora?
Veo por centésima vez
la ultima imagen
el último suspiro del viento,
aquel sonido, tu voz (me calma)
creo sentirlo llega a mi.
Se que no volverá a suceder
y se que fuera llueve
aunque no pueda oírlo, no pueda mojarme
ni moverme hacia el deleite helado
de correr bajo aquel cielo
negro, azul oscuro.
Si solo pudiera estirar mis brazos
mi mano
para responder a las caricias,
tan solo si pudiera hacerte saber de mi conciencia
que aun estoy ahí,
o poder evitarte el dolor,
pero no puedo hacer nada,
me acostumbre a hacerte feliz
y ahora derramo lagrimas de tu mirada
marco el resto de tu vida.
Me es inevitable el destino y casi todo lo demás
el haber llegado hasta aquí
el sufrimiento
su posterior éxodo.
Viene
tan rápido
antes era tan lento
con esa fuerza que solía ser débil
que parecía haberme olvidado,
abandono los gritos del dolor
desdoblo el alma hacia el blanco
más blanco, el neutro
más puro, en la paz de la nada
retengo al último suspiro del viento
la ultima imagen,
y se que ya no llueve y es de noche
Que jamás volverá a llover.
*de Lisandro Ignacio Romero gudarizutik(arroba)yahoo.com.ar
Rosario, Argentina
Jueves, 11 de Enero de 2007
ACERCA DEL ATAQUE DE PANICO
El verdadero peligro*
El autor, además de describir con detalle el llamado "ataque de pánico" -ese acceso de terror que el sujeto mismo no puede explicarse-, procura entenderlo en relación con la historia singular y con ciertos avatares en la grave función que un padre está llamado a sostener.
Por Victor Iunger *
Ultimamente, nos vemos llamados a intervenir frente a un fenómeno que desde la medicina y la psiquiatría se nombra genéricamente "ataque de pánico".
Esta denominación data de los años '80. Antes, esto quedaba dentro del marco general de los fenómenos de ansiedad o trastornos de ansiedad o trastornos de angustia.
El elemento central es la irrupción en la vida de un sujeto de un episodio de intenso terror no desencadenado por ningún hecho externo. Es un terror puntual aparentemente sin causa, que desborda las posibilidades del sujeto y lo deja desvalido, desamparado. Ese terror es en principio inmotivado, tanto desde lo exterior, desde lo que uno o el sujeto mismo ve, como desde la perspectiva de la trama fantasmática que ordena la experiencia habitual del sujeto.
El pánico propiamente dicho va acompañado, por lo general, de un cuadro corporal que nos recuerda los correlatos somáticos de la neurosis de angustia, tal como los describía Freud; palpitaciones, agitación, disnea, opresión en el pecho, dolores abdominales, etcétera. Muy frecuentemente también invaden al sujeto, junto con su terror, sensaciones de despersonalización, que es una alteración de la percepción del yo y de extrañeza de sí mismo, con impresión de estar en un sueño, es una especie de sensación de velo, desrealización; hay una perturbación de la percepción del ambiente, que se siente extraño o distante. Muchas veces el sujeto está con la conciencia atenuada, como cuando uno está entredormido. Hay trastornos en la capacidad de pensar y en la memoria. El sujeto, a falta de alguna razón para explicarse lo que sucede -no se lo puede explicar, esto es característico-, potencia su terror con la convicción incoercible de estar padeciendo un ataque cardíaco, o puede tener una sensación de muerte inminente o de estar volviéndose loco. Esto dura un tiempo determinado, aproximadamente 15 a 30 minutos, y luego cede, dejando al sujeto agotado, perplejo, anonadado, lleno de ansiedad, fatiga, falta de concentración; esta secuela puede durar desde unas horas a varios días.
A veces el pánico es lo único que ocurre; lo único que hay es esa sensación de terror inmotivado y excesivo sin todas esas consecuencias secundarias, es decir, sin los trastornos corporales ni las alteraciones de la conciencia.
Por supuesto, el sujeto trata de reponerse del pánico, trata de incorporar este fenómeno a su trama vivencial cotidiana, pero no es fácil, eso queda como una especie de agujero en su experiencia. Cuando el ataque se repite, lo cual tiende a ocurrir hasta varias veces por semana, en cualquier lugar, a cualquier hora, inclusive durante el sueño, el sujeto introvierte su concentración sobre la experiencia vivencial del terror mismo y la sintomatología corporal y psíquica que lo acompaña.
La psiquiatría suele llamar, al ataque propiamente dicho, ataque de pánico o crisis de angustia, y al cuadro que se instala en la experiencia del sujeto cuando eso se reitera, que es más serio todavía, lo llama trastornos de pánico, desorden de pánico, desorden de angustia. Si alguna feliz circunstancia no interrumpe el circuito así instalado, cosa que no es muy probable, y si no media un tratamiento adecuado, el ataque de pánico se hace trastorno de pánico, y se instala de manera crónica en la vida del sujeto, tornándola crecientemente penosa y sombría. La inhibición progresiva invade todos los órdenes de la vida, del trabajo y del amor, y, cosa característica, semejante nivel de sufrimiento torna al sujeto
particularmente sensible a cualquier estímulo de la vida, de modo tal que cualquier circunstancia inespecífica puede, casi caprichosamente, volver a desencadenar otro ataque o incrementar una sintomatología concomitante, que es bastante florida.
A su vez, el ataque de pánico tiende a autoengendrarse: a partir del primer ataque se produce un cuadro de ansiedad, cuyos correlatos somáticos son los mismos que los de la angustia: en primer lugar, hay un cuadro neurovegetativo típico, como consecuencia de la secreción de adrenalina; es aquello con lo que el cuerpo responde normalmente a situaciones de peligro objetivables, mediante las reacciones de huida o de lucha: es el cuerpo preparado para la acción, para huir o luchar, pero, en este caso, ¿contra
qué? Esto es muy importante, pues, al no haber algo ante lo cual pueda decir "esto es lo que me aterroriza", el sujeto queda navegando en el vacío, no tiene el trazo de la letra fantasmática que le dé una posibilidad de lectura.
El paciente construye alguna modalidad de lectura a partir de la poca letra de la que dispone, que es la que le ofrece su cuerpo. Procura interpretar lo que ocurre a partir de sus síntomas corporales. Hay una sobrecarga de la atención, lo que Freud llamaba una catexis retirada de los objetos y dirigida sobre el propio cuerpo, por lo cual los estímulos que provienen del interior del cuerpo, como también del propio aparato psíquico, son registrados con particular intensidad: los síntomas corporales que lo hacen
pensar en la cuestión cardíaca, la inminencia de la muerte, los fenómenos de despersonalización, los trastornos de la conciencia, todo eso concentra su atención: el paciente lee e interpreta que se está muriendo de un ataque cardíaco o que se está volviendo loco. En todo caso, no sabe qué le pasa, pero es desesperante.
Muchas veces, la persona insiste en consultar a médicos, con la idea de que padece una importante enfermedad orgánica, y los médicos, de acuerdo con lo que su discurso les dicta, investigan: eso lleva mucho tiempo, años, porque buscan de todo y, por supuesto, no encuentran nada. En este sentido resulta
preferible que el uso del término "pánico" -aunque enredado en el discurso de la psiquiatría- le dé un nombre al fenómeno. El hecho es que no hay ninguna enfermedad orgánica y, ante esto y como la sola psiquiatría no alcanza para reducir el fenómeno, aparecen tesis alucinantes, ofrecidas por uno u otro contexto cultural, y uno ve a personas extremadamente racionalistas recurrir a la magia, a la brujería, en sus intentos por resolver el problema. Todo ello trae aparejadas nuevas fuentes que alimentan
el terror: el temor a la magia, a los fenómenos sobrenaturales.
En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud describe el fenómeno de pánico (Panik, en alemán). Al referirse a dos instituciones clásicas, la Iglesia y el ejército, señala que el pánico se produce cuando la formación colectiva se disgrega, las órdenes de los jefes dejan de ser obedecidas, cada individuo cuida sólo de sí mismo y, rotos los lazos con los otros, surge un miedo inmenso e insensato, que no puede atribuirse a la magnitud del peligro. La característica del pánico "está precisamente en carecer de
relación con el peligro que amenaza, y se desencadena a veces por causas insignificantes". Freud comenta una parodia del drama Judith y Holofernes donde un guerrero grita "¡El jefe ha perdido la cabeza!" y todos emprenden la fuga: basta la pérdida del jefe, en cualquier sentido, para que surja el
pánico. Es que se da una doble ruptura. Por un lado, se ha roto el lazo libidinal con el jefe o con el ideal que daba unidad a la masa; concomitantemente, se rompen los lazos libidinales entre los integrantes.
Podemos pensar que el pánico es la experiencia aterrorizante que resulta de la pérdida repentina de los parámetros simbólicos; de la pérdida sorpresiva de los parámetros que ordenan nuestra experiencia subjetiva. Esta pérdida deja al sujeto en una situación de indefensión, bajo amenaza de la desaparición de los soportes de su anclaje en el ser. Al cesar la crisis o el ataque, el sujeto intenta el reestablecimiento de esos parámetros, pero se encuentra anonadado y con una enorme, característica dificultad para restablecer la trama fantasmática. El peligro frente al cual se produce el ataque o crisis se halla desplazado en el hilo de esa trama.
El trabajo analítico muestra la íntima conexión del ataque con lo que parece ser el verdadero peligro o, mejor aún, la verdadera situación catastrófica y traumática: el colapso de la función del nombre-del-Padre. No se trata de lo que se ha llamado verwerfung o forclusión de su inscripción. Es más bien el
caso de una función que se suspende pero que en algún momento, trabajosamente quizá, puede volver. Esta suspensión se refiere, no a toda, sino a una zona de la experiencia fantasmática, y eventualmente puede resolverse, en la medida en que se reestablezcan los parámetros simbólicos que ordenan la experiencia.
Ese colapso que se produce en forma repentina, abrupta, inesperada, resulta de la precipitación, en ese momento puntual, del resultado de la degradación progresiva de las figuras que sostienen el nombre-del-Padre en la realidad.
Frecuentemente se trata del padre mismo; muchas veces, aunque sea con un retardo temporal, se trata de la muerte material del padre. Por ejemplo, la muerte del padre luego de una larga enfermedad deteriorante; era un padre degradado, amado pero al mismo tiempo desvalorizado. Cuando realmente murió, había sido suficientemente defenestrado y, al mismo tiempo, a pesar de esa defenestración por el sujeto, amado.
A veces fue el deterioro económico de ese padre, culminando en una quiebra que lo dejó sin su sostén económico, fálico. O bien, fracasos laborales y amorosos del propio sujeto, en cuya trama ocupa un lugar central la caída de esa función del nombre-del-Padre, esa función encarnada en una figura real que la soporte.
En todos los casos, los desencadenantes, actuales o no, existen, sólo que en espacios fantasmáticos ignorados o no que guardan proporción con la catástrofe psíquica que acontece. Pero esta catástrofe ha sido precedida, en los últimos años o quizás históricamente, por una degradación progresiva de
la figura del padre, como consecuencia de la trama discursiva familiar o de la ambivalencia del sujeto o, por lo general, de ambas cosas.
Por otra parte, en la historia infantil, esa degradación de la figura del padre encuentra un anclaje sostenido en los recuerdos que el paciente evoca en su análisis, con todo su valor encubridor y de verdad.
Trono y altar
No hay por qué negar el carácter ficcional de la experiencia discursiva, pero se debe destacar la incidencia decisiva de la nominación, experiencia fundamental que ordena la consistencia imaginaria desde la instancia simbólica que circunscribe el vacío que hace a la existencia real. La puesta
entre paréntesis de estos parámetros resulta en el colapso de los soportes en la realidad, el colapso de las funciones del nombre-del-Padre, que tiene lugar en quienes padecen los síntomas que la fenomenología describe con el nombre de pánico. Es así como se produce la desconexión entre el universo simbólico del sujeto y su experiencia imaginaria. El sujeto dispone del lenguaje, inclusive de su retórica, pero los nexos causales, los nombres que constituyen el registro de su experiencia vivida, no están a su disposición.
Es cierto, todos sabemos acerca del carácter engañoso de los afectos: cuando alguien llora, ¿por qué llora? ¿Llora porque sufre, llora de placer, llora de gusto? Muchas veces se desliza de un lado a otro, hay un aspecto engañoso de los afectos; la angustia, en cambio, como decía Lacan, es lo que no engaña. Lo que le da cualidad a un afecto es el nombre socialmente sostenido de ese afecto. Cuando decimos que amamos o que odiamos, no estamos diciendo meras tonterías imaginarias, estamos nominando en el lazo social una zona de nuestra experiencia, con todo lo engañoso que esto pueda ser. Ahora, cuando
una persona sufre un ataque de pánico, el afecto queda desconectado del nombre, y entonces va a parar a la bolsa común de la angustia: el afecto pierde su nombre y, por lo tanto, su ubicación en el lazo social. Se pierde la coloración particular de cada afecto.
Pero en estos fenómenos se produce todavía una desconexión mayor, porque a su vez la angustia pierde su condición de estar en la trama de la causalidad psíquica: al romperse este segundo orden, que es la causalidad psíquica como experiencia -"A mí me pasa esto por tal cosa", lo cual puede una explicación
de lo más engañosa del mundo pero sin la cual no podemos vivir-, entonces el sujeto se queda sin soporte para su experiencia. Y es entonces cuando su "atención" (es decir, ese plus de carga pulsional que opera la función de la conciencia) va a parar directamente al cuerpo y, con la poca trama discursiva que le queda para interpretar, se produce la lectura, "me estoy muriendo de un ataque cardíaco", "me estoy volviendo loco", o, peor todavía, "no tengo explicación" y entonces es el terror absoluto.
Es decir, se da una doble desconexión. Una, de los afectos con respecto a sus nombres, por lo cual el afecto se vuelca en el fondo común de la angustia. La segunda desconexión se da entre la angustia y el psiquismo: el sujeto ni siquiera dispone del nombre "angustia" o algún equivalente para designar lo que le pasa, y entonces va a parar a las lecturas del cuerpo: los umbrales bajan, el sujeto se aterroriza, eso incrementa a su vez los fenómenos somáticos, y se instaura entonces una teoría de la experiencia
alrededor de estos estímulos corporales. Este resulta ser el problema con el que hay que enfrentarse.
Mencioné el uso por Freud del término Panik en Psicología de las masas...
Freud utiliza la misma palabra en su artículo "El fetichismo", al referirse al temor del niño por la pérdida del pene: "El niño rehúsa a tomar conocimiento del hecho percibido por él, de que la mujer no tiene pene. 'No, eso no puede ser cierto', pues, si la mujer está castrada, su propia posesión de un pene corre peligro, y contra ello se rebela esa porción de narcisismo con que la previsora naturaleza ha dotado justamente a dicho órgano. En épocas posteriores de su vida el adulto quizás experimente una
similar sensación de pánico cuando cunda el clamor de que el trono y altar están en peligro".
"Trono y altar": en la experiencia clínica, el pánico se presenta como temor traumático -que excede por su intensidad la capacidad de tramitación de la estructura simbólica del sujeto- e inmotivado: nada hay que lo justifique en la experiencia objetiva o en la trama fantasmática. El pánico ocurre cuando
se produce esa catástrofe en el nivel del soporte fundamental que constituye el nombre-del-Padre, es decir, el soporte en la realidad de la figura del nombre-del-Padre. Cuando se produce esa catástrofe -cuando eso precipita- acontece un vaciamiento de los soportes simbólicos de la existencia.
* Extractado de una exposición realizada en la Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA).
-Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-78919-2007-01-11.html
NIÑO*
“Siempre he llevado dentro al niño que fui y, ahora, ese niño sigue teniendo para mí la misma importancia que tenía cuando se encontraba solo en la mitad del campo, mirando las cosas y descubriendo el mundo; de alguna forma, he intentado no hacer nada en la vida que avergonzara al niño que fui.”
(De José Saramago, en una entrevista con la agencia EFE a raíz de la publicación de su último libro, Las pequeñas memorias, que llegará en febrero a las librerías.)
*Fuente: Página/12. 10-01-2007.
Una antología personal.
-Sólo para socios de Inventiva-
Los invito a enviarme una selección de sus escritos (ya publicados o no) para editarlos durante el mes de enero del 2007. Con respecto a la extención de cada antología, la idea es no superar los 100 kb.
Cualquier duda me escriben.
*Eduardo F. Coiro. inventivasocial(arroba)hotmail.com
*
Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).
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