24 DE MARZO*
en memoria
Cuántas tristezas y grietas
nos sobran,
cuántos encuentros y palabras
nos faltan,
en esta cuesta arriba, en esta
cuesta abajo.
*de Eduardo Dalter. cuadcarmin@hotmail.com
7 POEMAS. Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires 2006
Cuesta arriba, cuesta abajo...
José*
- La declaración que usted va a prestar es bajo juramento. Le hago saber que el falso testimonio tiene penas que pueden llegar hasta los diez años de prisión - la cara de la secretaria del juez, de pie, parecía una pared de concreto - ¿Comprendió? - preguntó solemne.
- Sí, sí - contestó José, una, dos veces, sin moverse de la silla, duro como un escolar en la dirección de la directora. Sobre las piernas, pegadas, tensas, tenía apoyada su cartera de mano.
- ¿Puede ponerse de pie así le recibo juramento? - José se levantó de la silla. Verónica también. - ¿Jura usted decir verdad de todo cuanto supiere y le fuere preguntado?
- Sí, juro.
- Pueden tomar asiento.
Verónica levantó el teléfono, marcó el número y esperó unos segundos hasta que la atendió la voz ronca de un hombre de mediana edad para arriba. Pidió por José. "Él habla", dijo él, seco. La conversación duró menos de un minuto: ella lo citó para lunes a las diez de la mañana en el café 'Los Olmos', en pleno centro de Chivilcoy. Se conocerían las caras y charlarían unos minutos, café de por medio. A las diez y media tenían que presentarse en el Juzgado Criminal y Correccional de la ciudad de Chivilcoy para prestar declaración en una causa relacionada con la desaparición forzada de personas durante los años 76 y 77 en esa zona.
Verónica, una abogada de treinta años, conocida en el ámbito de los derechos humanos por su capacidad, trayectoria, y especialmente por sus empuje, hija de un cuadro de la organización Montoneros de la ciudad de Santa Fe desaparecido en septiembre del 77, llegó primera. Abrigada con un tapado de
color marrón clarito y todavía con el pelo mojado, traspasó la puerta y se fue a sentar en una mesita del fondo, pegada a un ventanal, frente a la plaza, tal cual habían quedado. Le pidió un café al mozo y se puso a revisar los papeles de la causa. Le hubiese gustado encontrarse con José antes de la
declaración, tomarse unos mates, saber de él, que él sepa de ella, mirarse un poco a los ojos. Pero no hubo tiempo.
Le pidieron los datos personales, le hicieron firmar algunos papeles y después de unos segundos, que a José le parecieron años, lo invitaron a declarar. Dejó la cartera en el suelo, entre su silla y la de la abogada, enderezó la espalda y empezó a hablar:
- A mi me secuestran de mi casa la madrugada del 15 de julio del 1976. Un grupo de cinco o seis hombres con armas largas y las caras encapuchadas tiró la puerta abajo y nos sacó de la cama a los golpes. En la casa sólo estábamos mi padre y yo. Nos llevaron al comedor y nos tiraron al piso. Nos
esposaron, nos taparon la cara y nos pegaron durante varios minutos hasta que uno dio la orden de parar. Ahí le informaron a mi padre que me llevaban a la comisaría 1era. de Chivilcoy por averiguación de antecedentes. Mi padre, con mucha dificultad, tirado a uno o dos metros de donde estaba yo,
con la boca contra al piso, les dijo no se iba a separar de mí, que lo llevaran también a él. El que mandaba dijo que estaba bien. Los otros rompían y desvalijaban toda la casa, las piezas, el comedor, los muebles.
Cuando se cansaron de revolver nos levantaron y nos sacaron a la calle. Nos metieron en un auto y nos llevaron hasta la Comisaría. Una vez allí, me tiraron dentro de una celda vacía, al fondo de un corredor. Cerraron la puerta y se fueron.
José hizo una pausa y fijó la mirada en el crucifijo que estaba clavado un metro y medio por encima de la cabeza de la secretaria del juez. El Fiscal se aflojó el nudo de la corbata, se disculpó por interrumpir e intervino por primera vez:
- José, ¿usted tiene alguna idea de porque lo fueron a buscar? ¿Le dijeron algo en ese sentido?
José buscó aprobación en los ojos marrones de la abogada y contestó:
- Yo cursaba un quinto año en el Colegio San Pablo. No tenía mucha vida social más que uno o dos amigos de la cuadra y los compañeros del colegio.
No tenía novia y con mi padre tenía una buena relación pero casi no lo veía.
Mi madre estaba enferma. Mi aspiración era llegar a ser seminarista de los curas salesianos, no mucho más. La cosa pasaba más que nada por ahí. Había un obispo llamado Marco Antonio, un irlandés grandote como un ropero, de piel muy blanca, de pocas palabras, severo, que había llegado a nuestro país hacía treinta años para trabajar al lado de los más necesitados. Varios de nosotros nos pusimos a trabajar a su lado. Con el tiempo me enteré que los militares lo tenían en la mira. Supongo que me secuestraron por ese vínculo.
A él se lo llevaron y nunca más supimos de él.
José, un hombre de unos cincuenta años, flaco como una escoba, alto, con la espalda levemente encorvada hacia adelante, entró por la puerta principal del bar cinco minutos después que Verónica. Vestía unos zapatos náuticos viejos, de cuero, pantalones de jean, una camisa de color claro sobre una camiseta blanca y un saco de tono azul que en algún momento de su vida seguramente formó parte de su mejor traje. Debajo del brazo derecho tenía agarrada una cartera de mano. El hombre avanzó a paso lento hasta el fondo y se acercó a la mesa de la abogada:
- ¿Usted es la doctora Mancuso? - preguntó seguro de que era ella.
- Si - contestó Verónica mientras se ponía de pie, le ofrecía el brazo derecho y observaba, algo inquieta, la mirada nerviosa del hombre: - ¿Qué tal, José?
José torció el cuerpo para evitar el saludo con el brazo derecho y en cambio le ofreció el izquierdo. En ese momento ella se dio cuenta que a él le faltaba una de las manos. Más tarde él le contaría que la había perdido en un accidente de trabajo, unos años atrás.
Se sentaron y conversaron unos minutos hasta que ella entró directamente en tema:
- José, ahora vamos al Juzgado, nos sentamos frente a la secretaria del juez y después de algunos papeleos vos te pones a contar, de punta a punta, que fue lo que te pasó - Verónica hablaba convencida, mirando fijo los ojos de su interlocutor, sin pestañar -, desde la noche que te secuestran, pasando por las torturas en la departamental de Mercedes, el comisario Torres, los nombres de los represores, si te cruzaste con otros detenidos, el paso por las diferentes cárceles, todo.
José afirmaba con la cabeza cada unas de las oraciones que la joven disparaba una detrás de la otra, casi sin respirar. Estaba nervioso porque era la primera vez que se iba a sentar frente a un juez para detallar como la dictadura le había cambiado la vida. Ni antes ni después de su secuestro había militado activamente en una organización política. Sí en el área del trabajo social, en los barrios, cerca de la gente,. No tuvo hijos.
Y sentado frente a la abogada se lo notaba con miedo, la cara rígida, gestos tensos. Algunos conocidos le habían aconsejado que no declare. "¿Para qué?", le dijo uno, "¿Qué vas a ganar?". José no quiso compartir con la abogada la asfixia que le producía el miedo de ir a declarar, de exponerse
públicamente, pero no se iba a tirar atrás justo en ese momento, a punto de entrar al juzgado. Por debajo de la mesa, como si tuviese cientos de hormigas coloradas escarbando debajo de su piel curtida, se frotaba el muñón de la mano derecha.
Ella miró un segundo para la plaza, se forzó la vista si estuviese a punto de reconocer a alguien, y cuando volvió a poner la atención en la mesa, con una voz cálida, menos impersonal que la de hacía un rato, dijo:
- Yo sé que no es fácil sentarte frente a un juez y contarle cosas que quizás no compartiste con nadie, pero es muy importante que te acuerdes de la mayor cantidad de detalles.
- Me acuerdo de todo como si hubiese pasado ayer - dijo José casi sin abrir la boca, serio. Él estiró una de sus piernas por debajo de la mesa y sin querer la chocó contra las de ella. Con un movimiento reflejo la retiró y pidió disculpas.
- Mejor, José, mucho mejor. Yo voy a estar sentada al lado tuyo todo el tiempo que dure la declaración y sabé que podes tomarte el tiempo que te haga falta. Si nos tenemos que ir a las diez de la noche, no vamos a las diez de la noche.
En la oficina, aprovechando que José hizo una pausa, Verónica se puso a tomar algunas notas en un cuaderno que llevaba con ella a todos lados.
Cuando terminó de escribir, dejó el cuaderno sobre el escritorio, tapó la lapicera, y dijo:
- ¿Qué pasó en la comisaría de Chivolcoy, José?
- Al otro día me vinieron a buscar dos tipos y me sacaron de la celda. Les pregunté porque estaba detenido y donde estaba mi padre. Era la primera vez que les dirigía la palabra. Uno de los tipos me puso tal trompada que me aflojó todos los dientes de la parte de arriba de la boca. Y me dijo que ni
se me ocurra volver a hablarles sin que ellos me lo pidieran. Me sacaron de la comisaría y me tiraron en la parte de atrás de un auto. Entraron dos tipos, se acomodaron y me pusieron los borceguíes sobre la cabeza. Así viajamos un rato largo hasta que el auto en un momento se detuvo. Me sangraba mucho la boca. Me bajaron y me metieron en otra celda, más chica que la anterior.
- La departamental de Dolores - puntualizó Verónica.
- Si. Después me enteraría que me llevaron a Dolores - aclaró José.
- ¿Y su padre? - preguntó el fiscal.
- De mi padre no supe más nada hasta que legalizaron mi situación y él pudo ir a visitarme a Caseros.
- ¿Y una vez en Dolores que pasó? - preguntó el fiscal, de pie. El sonido de las teclas que apretaba la escriba a una velocidad asombrosa retumbaba contra las cuatro paredes de la oficina.
- Esa misma noche se abrió la puerta de la celda, me pasaron un balde y me dijeron que lo use para mis necesidades. Al rato me trajeron un plato de polenta podrida, un pan y un vaso de agua. Con el agua me hice unos cuantos buches para limpiarme un poco la boca de sangre. Esa noche no pude pegar un ojo. Estaba muerto de frío y me dolía mucho la boca. Al otro día me vinieron a buscar entre dos tipos, me sacaron de la celda, tabicado, me sacaron a un patio y de ahí me arrastraron hasta la caja de un camión frigorífico que estaba al fondo de las dependencias policiales -de eso me enteraría al tiempo, lo de la caja del camión-. Me desnudaron, me tiraron sobre los resortes de una cama de hierro y me esposaron los tobillos y las muñecas contra los vértices. Nunca tuve tanto frío en mi vida. En un momento escuché
los pasos de alguien que entraba. Esa misma persona empezó a preguntarme por el obispo, mis compañeros de clase, si frecuentaba a tal o cual persona, si militaba en Montoneros. Yo no podía hablar del miedo que tenía. No me salían las palabras. El tipo me pidió que me tranquilice. Como pude le dije al
hombre que se estaban equivocando, que no tenía nada que ver con todo lo que me preguntaban. Hubo un minuto de silencio hasta que escuché que alguien prendió una radio, a todo volumen. Totalmente desprevenido empecé a recibir una lluvia de golpes en todas las partes del cuerpo. Me daban con todo,
entre los tres o cuatro tipos que había en la sala. A los diez segundos estaba sin aire, con sangre en la boca, en la nariz. Me gritaban que a los curas comunistas había que cortarles los huevos y hacérselos comer, que era un subversivo hijo de puta, que a los montos había que matarlos a todos, que
ahora iba a ver, que con la picana les iba a entregar hasta a mi vieja. Yo gritaba que paren, que no sabía nada, estaba enloquecido. Pero cuanto más pedía, más recibía. En un momento pararon, me dijeron que eso recién empezaba, que hable, que no sea boludo. Ahí fue que me tiraron encima un balde agua fría - José hace una pausa, se agacha, toma la cartera, la pone sobre las piernas y la empieza a frotar con la mano izquierda. Levanta la vista y sigue -: cuando encendieron la maquina se apagó por un segundo la
luz de la habitación, de la caja del camión. Y ahí me empezaron a meter picana: en los pies, en los testículos, en el pene, en el ano, en el ombligo, en las tetillas y en la boca. Me volvieron a preguntar todo lo que ya me habían preguntado. Yo pensé que me moría, que no lo iba a poder tolerar - José hizo otra pausa. Tenía la respiración muy agitada. Una vena que le nacía sobre una de las orejas y terminaba casi sobre unos de los ojos, le afloraba con tanta intensidad que parecía que le iba a explotar en cualquier momento. Frotó la cartera una vez más, suspiró hondo y dijo: -Cuando me desperté estaba tirado en la celda, en posición fetal, tabicado y con el cuerpo todo roto.
José paró de hablar y en la oficina se generó un silencio que duró varios minutos. La secretaria del juez le preguntó si quería un vaso de agua. Él asintió, se lo pasaron y se lo tomó de un solo sorbo. Verónica, a su lado, le acarició el brazo y le preguntó por lo bajo si quería descansar unos minutos. Él dijo que no, que estaba bien, pero que le vendría bien abrir un poco la ventana.
Verónica se dedicaba al derecho penal desde hacía más de cinco años. Ni bien terminó el secundario se metió a estudiar abogacía, sin pensarlo demasiado, como si fuese un legado escrito e irrenunciable, del que no podía, ni quería, zafar. Lo suyo eran los delitos de lesa humanidad, las causas relacionadas con el robo de bebés, las desapariciones forzadas. También trabajaba con algunas causas de gatillo fácil y violencia policial. Dentro de su círculo social más íntimo solía comentar que se le hacía muy complicado convivir con los testimonios de la gente que patrocinaba, que se le anudaba el estómago, que pasaba muchas noches sin poder conciliar el sueño. Recién cuando la angustia no la dejaba respirar, cuando tocaba fondo, se prometía: "Este es el último caso". A su pareja, o alguna amiga, más de una vez, a la noche, tirada en el sillón de su casa, les contaba que por momentos tenía ganas de largar todo a la mierda y descansar durante un tiempo, dedicarse de lleno al postgrado que estaba cursando, a la lectura, a
decorar su nueva casa o a ir al gimnasio para endurecer los músculos como cualquier hija de vecino. Pero no había caso, alguien la recomendaba, la llamaban, ella agarraba, ponía primera y avanzaba con la fuerza de un barco carguero de cinco mil toneladas de peso.
Salieron del bar. Hacía mucho frío. El cielo era una paleta de nubes color blanco, gris y negro, fusionadas, unas con otras. Mientras cruzaban la plaza, sin hablar, mirando para adelante, con las hojas secas de los enormes álamos de la plaza revoloteándoles a su alrededor, los dos a la vez, como si
fuese una coreografía, se ajustaron los sacos a la altura del cuello.
Entraron al Juzgado. Subieron hasta el segundo piso por la escalera caracol que estaba frente al portón de la entrada. Al dejar atrás el último escalón, agitados, se encontraron a su izquierda con un pasillo muy limpio, largo y angosto. Por los enormes ventanales que daban a un patio interno - en el medio había un gomero con las ramas demasiado crecidas, frondoso, que llegaba hasta el primer piso - entraba mucha luz a pesar del mal tiempo. El andar de los zapatos de la abogada era lo único que se escuchaba en el
ambiente. Se frenaron frente a la puerta de la Secretaría Nro. 20. "Es acá", dijo ella. Él fijó la vista en la puerta como si se estuviese mirando en un espejo y se acomodó el saco, una, dos veces. Ella le tocó un hombro y le preguntó como estaba. Él asintió con la cabeza.
- Así me tuvieron durante más o menos un mes - siguió contando José -. Del calabozo al camión, del camión al calabozo. Todo el tiempo se me agredía verbal, física y psicológicamente. Adelgacé quince kilos y me agarré neumonía.
- Disculpe, José, - lo interrumpió el fiscal - ¿pudo a ver a algún otro detenido o detenida, allá en Dolores, durante su cautiverio?
- Si. Había dos chicas, muy jovencitas, hermosas las dos. Las metieron en unas celdas que estaban frente a la mía, separadas. Las torturaron muchísimo. Día y noche. Las dos militaban en Montoneros y una de ellas era judía. Con esta última se ensañaron mucho. Habrán sido diez días a lo sumo que conviví con ellas en las celdas de la departamental, un roce en el pasillo, alguna conversación en voz muy baja un par de noches. Se llamaban Clara Flores y Liliana Cohen. La segunda estaba embarazada. Un día se las
llevaron y no volví a saber de ellas.
La escriba tomaba nota de cada una de las palabras que se salían de la boca del testigo, una por una, sin que se le escape ni una vocal.
- Gracias, José. Continúe por favor - agradeció el fiscal mientras se ponía de pie.
- Una mañana me vino a ver al calabozo el comisario. Abrió la puerta, se agachó, me sacó el tabique y una vez que me acostumbré a la luz de la bombilla me dijo que no me haga matar, que no me la juegue por nadie, que no valía la pena. El tipo empezó a darme un discurso, a bajarme línea, a hacerme planteos inconcebibles. Se jactó de haber matado con sus propias manos a más de un subversivo y me habló de una guerra entre proyectos diferenciados.
- ¿Estamos hablando del comisario Héctor Torres? - intervino decidida
Verónica.
- Si, efectivamente, el comisario Héctor Torres, un hombre que era dueño y señor no solo de la Departamental sino de toda la ciudad de Mercedes y alrededores. Parece que el tipo era muy bravo. Después supe que el tipo estaba en una tercera línea debajo de Camps. Un día me hizo llevar por dos policías a un patio trasero. Me desnudaron, me pusieron contra un paredón y me manguerearon como a un caballo. Me dieron ropa limpia y me sentaron en la oficina del comisario. Al rato entró, sonriendo, me saludó como si fuese un familiar, me sacó las esposas y me ofreció un cigarrillo.
Él fumaba uno detrás del otro. Me dijo que todo iba a salir bien, que sabían que yo era un perejil, que no les servía de mucho. Me volvió a sermonear como veinte minutos, peor que la primera vez, una barbaridad detrás de la otra. En un momento hizo silencio, sacó un peine de un bolsillo y mientras
se arreglaba el pelo mirándose en un espejito de mano me dijo que tenía sobre el escritorio una declaración para que yo firme - José tenía la boca seca, hablaba rápido y sin mirar un punto fijo -, sino, me dice el comisario, tenés esta segunda opción, y saca del cajón del escritorio una pistola 45, con el cargador puesto. El tipo pareció divertirse con la cara de perdido que tenía yo, me miró unos segundos, dejó el espejo, se puso de pie, se guardo el peine en el bolsillo y levantó la pistola en el aire, la
miraba, le decía cosas, la hacía girar entre sus dedos. Al ratito paró, la dejó sobre la declaración, se levantó, se me acercó, me pellizcó un cachete, cerró la puerta y se fue.
El fiscal, con una mano apoyada sobre el escritorio y el cuerpo inclinado hacia el costado poder mirar los ojos a José, le consultó:
- ¿Leyó la declaración?
- No - dijo José -, me quedé sentado unos minutos, con la mente en blanco hasta que en un momento decidí salir. Abrí la puerta listo para cualquier cosa y me encontré con diez policías apuntándome con sus armas, arrodillados, detrás de las puertas, los escritorios. Levanté los brazos y me dejé caer al suelo de rodillas.
José se disculpó, se torció para un costado sobre la silla y acercó su boca al oído de la abogada. Ella le pasó el brazo por encima del hombro y escuchó que él le decía: "Me duele la mano. Necesito tomar calmantes". Ella le preguntó si los traía encima. El le dijo que no, que no tenía plata para comprarlos. Ella le preguntó si podía esperar un rato y él le dijo que no.
- Señora secretaria, tenemos un problema. El hombre necesita tomar unos calmantes para el dolor de su mano. ¿Hacemos una breve interrupción para ver si los conseguimos?
La secretaria, amable, y ágil de reflejos, marcó un interno desde la línea que tenía en el escritorio. Un auxiliar abrió la puerta de la oficina y se le acercó.
Verónica agarró del brazo a José y lo llevó con ella hasta la ventana. Abrió una de las hojas de madera del enorme ventanal y ahí se quedaron unos minutos, respirando el aire fresco de la mañana nublada.
Cuando el empleado les abrió la puerta de la Secretaría, se encontraron dentro de una oficina amplia, luminosa, recién pintada de color crema. Había un mostrador enorme que delimitaba los espacios. Los atendieron y los hicieron sentar en un banco de madera viejo, derruido, lleno de garabatos tallados con llaves, o algún elemento cortante. Del otro lado del mostrador había tres personas trabajando en sus escritorios. Se abrió la única puerta que había dentro de la oficina y a paso lento se les acercó la secretaria del juez, una señora joven, de unos cuarenta años, tez rosada, bien vestida y arreglada. Les dio la mano y los invitó a pasar. En la oficina donde declararía José, había dos personas más: la Escriba, de espaldas, frente a su computadora, erguida como un mármol, en silencio, y de pie, a un costado,
el fiscal, un muchacho de unos treinta y cinco años vestido de traje gris a rayas, con una sombra de barba de dos o tres días y unos ojos azules muy grandes y vivaces. Verónica y José dejaron sus abrigos en un perchero y se sentaron frente a la secretaria.
Cinco minutos después de haberse tomado los calmantes, a José no sólo le calmaba el dolor físico sino también la angustia que le quemaba el pecho. La pausa le había venido bien. Su cara no estaba tan colorada y parecía más calmo. Verónica también estaba mejor. Se había puesto muy mal con el tema de
los calmantes y el dolor de la mano de José.
- Continuemos Doctora, por favor - ordenó la secretaria del juez.
- A las dos o tres semanas - José se toca el mentón y hace una pausa -, los tiempos se me pierden un poco, sepa disculpar señora, me levantaron a la mañana bien temprano, recién amanecía, me acuerdo, me dejaron dar una ducha, me dieron ropa y me metieron en un auto, sentado, no tirado en el piso. Viajamos hasta el Regimiento 1ero. de Palermo, en la Capital Federal. Una vez allí, dentro de una sala muy grande, limpia, me hicieron un consejo de guerra, como un juicio. Me condenaron a seis años de
prisión por subversivo. Me liberaron en 1982.
- Supongo que ese juicio implicó a su vez la legalidad - agregó el fiscal.
- Así es - dijo José -, a partir de ese momento pasé a estar en manos del Poder Ejecutivo Nacional.
- ¿Por qué cárceles pasó, José? - preguntó Verónica cruzando las piernas, tomando nuevas notas sobre su cuaderno.
- Estuve tres años y medio en Caseros y el resto del tiempo lo pasé entre Sierra Chica y Batan. En los tres casos estuve detenido junto a otros presos políticos. En Caseros éramos muchos y vivíamos todos juntos en dos enormes pabellones, en uno de los pisos más altos. A pesar de que fue ahí donde me
terminé formando, donde conocí a la mejor gente, donde entendí muchas cosas que hasta el momento no comprendía del todo, también fue el lugar donde peor la pasé. Nos tenían encerrados en unas celdas de dos metros por uno, nos hacían morir de frío, no nos daban colchones, nos maltrataban de día y de noche y el objetivo era volvernos locos, quebrarnos. No sacaban media hora al día al pabellón, no se nos permitía cebar mate y nos tenían prohibido leer la Biblia porque decían que nuestra interpretación era subversiva.
Varios compañeros se terminaron suicidando.
Lo último que le preguntaron a José antes de terminar con su declaración fue si la mano la había perdido durante su cautiverio. Él contestó que no, que había sido un accidente. Cerraron la declaración con algunas firmas y otras formalidades y después de agradecer los calmantes, el agua, y el trato en
general, la abogada y el testido traspasaron la puerta de la oficina.
Caminaron el pasillo con la copa del gomero que llegaba hasta el primer piso, bajaron la escalera caracol y salieron a la calle. Cruzaron y se metieron en la plaza. Fue recién ahí, en la mitad de la plaza, a un costado de la fuente, que Verónica se frenó,, agarró los brazos de José con sus dos manos y rompió el hielo:
- José, la verdad es que estuviste bárbaro. Toda la información que vos detallaste pasó a engrosar la causa que estamos llevando adelante en Chivilcoy. No es joda, de verdad que es muy importante lo que acabas de hacer - Verónica hablaba como militante más que como abogada. Siguió -:
Podemos meter a muchos milicos presos con testimonios como el tuyo.
Especialmente a este tipo Héctor Torres, el comisario, al que podemos llevar a juicio oral.
José frotó con su mano izquierda el mentón, como nervioso.
Pareció pensar en algo que no tenía pensado decir, y dijo:
- Mirá, flaca, para serte muy sincero, toda esta historia me da mucho miedo. Los tipos estos no se andan con vueltas. Y están ahí, todavía están ahí, a pesar de todo. Yo no sé si me puede pasar algo a mí, o a mi gente.
Verónica asintió con la cabeza, dando a entender que comprendía muy bien de lo que le estaba hablando. Se puso las manos en los bolsillos del saco, miró a su compañero a los ojos, ablandó la cara y dijo:
- José, si no hubiese tipos como vos nos volverían a ganar. Esta es una lucha que venimos dando hace años y ahora hay que empujar más que nunca porque las condiciones parecen estar cambiando. Los tenemos agarrados de las pelotas.
En la plaza no había casi nadie, sólo una pareja que caminaba, abrazada, en dirección a la Municipalidad.
Hubo dos o tres segundos donde se quedaron quietos, sin quitarse la vista de encima. Los pelos de ella bailaban en todas direcciones a causa del viento. Y justo ella se estaba acomodando uno de los mechones, él, un poco más distendido, dijo:
- Lástima lo de la mano y todo el problema que generé con eso.
- No pasó nada. ¿Te sigue doliendo?
- No, ya estoy mucho mejor - hizo una pausa, y dijo:
- Te agradezco mucho no haberte despegado de mí.
Verónica le sonrió. Tuvo ganas de darle un abrazo pero se contuvo por tímida. En su lugar le froto los brazos, por encima del saco de tono azul. En ese momento un remolino de hojas se les puso a bailar alrededor de las piernas.
- Te invito a comer algo al bar - propuso ella, cambiando el tono de voz.
El pensó unos segundos, pareció dudar, pero contestó:
- Te agradezco linda, pero necesito ir a casa y tirarme a descansar.
- No hay problema - dijo ella, acomodándose el cuello del saco marrón -: mañana te llamo para ver como anda todo. ¿Te parece?
- Me parece muy bien.
Se dieron un beso, un abrazo, ahora sí, largo, compartido, de a dos, y partieron. El cielo todavía estaba cargado de nubes cuando se perdieron de vista, él en dirección a la Municipalidad, ella para el lado del bar.
*De Mariano Abrevaya Dios mabrevayadios@plussistemas.com.ar
http://hermanosdios.wordpress.com
LA RABIA DE CHAPLIN*
A 30 años de su muerte... "era sobre todo un hombre con un sentido profundamente arraigado del amor y del odio".
Altercom*
Darío Fo*
14 de febrero de 2007
Sale en estos días «Charlie Chaplin, Opiniones de un Vagabundo» [1]. Vaya por delante que Charles Chaplin ha sido con certeza uno de los hombres del espectáculo, y en particular del cine, más importantes del siglo XX.
Lo que más me fastidia es el interminable rimero de crónicas de tipo patético, lírico o literario que se han escrito sobre él desde el mismo momento de su muerte.
Pescando en ese montón de comentarios, les propongo algunos: "El fondo judío de su arte y de su tristeza indudable, la naturaleza de su humor de doble y triple sentido, es poco accesible al público" (Montale). "Tenía en la sonrisa el llanto del mundo, y en las lágrimas de las cosas hacía bailar la alegría de la vida" (Giovanni Grazzini, en el Corriere della Sera). Y etiquetas hasta el hartazgo: "anarquista-lírico",
"individualista-colectivo", "patético", "fantástico", "rebelde", "melancólico", "payaso de la esperanza", "grotesco", "existencialista".
Nadie, nadie, digo, habla nunca de su "rabia".
Chaplin era sobre todo un hombre con un sentido profundamente arraigado del amor y del odio.
Odiaba casi con ímpetu el mundo que tenía alrededor, el poder, la máquina del capital.
Odiaba el orden del Estado, con sus policías, sus jueces y sus cárceles.
Odiaba el orden moral de aquella sociedad, el orden del beneficio comercial, bancario, industrial. El orden religioso con sus hipocresías, sus dogmas y sus falsas esperanzas. Y finalmente, odiaba el orden cultural de la burguesía y del capital, y el orden de sus falsos y a menudo infames mitos.
La Norteamérica convencional, instalada alrededor de los negocios, no le amaba, no le perdonaba sus simpatías comunistas, sus presuntos lazos con Rusia, su presunta falta de patriotismo debida al hecho de no haber querido nunca adoptar la ciudadanía norteamericana.
Creo que en muy pocas de las obras de cine y de teatro de los últimos setenta años se puede sentir de manera tan clara tanto odio como el expresado en « Tiempos Modernos » ante la lógica de la máquina que mortifica, humilla, aliena y asesina al hombre y a su humanidad.
Nadie mejor que Chaplin ha sabido desarrollar la crítica agresiva, llena de rabia, frente a la ideología de la máquina, y en particular, frente a los métodos de Taylor, es decir, los que explotan al hombre hasta en su gestualidad.
Del mismo modo ha atacado a toda la ideología del moralismo norteamericano, el de la "buena sociedad" que es infame en ciertas aspectos, pero que se resuelve siempre con el buen corazón y la buena voluntad de los humildes: se opuso, en suma, a todo el cine de Frank Capra.
Cuando usa el patetismo, Chaplin lo vierte siempre con gran crueldad. Basta recordar el desenlace en verdad cruel de las escenas de Chaplin en la «Calle del Miedo» , cuando distribuye la comida a los niños hambrientos y arroja el grano en torno como si hubiera muchas gallinas a las que dar de comer.
Incluso cuando entra en el juego de la felicidad, siempre lo resuelve en la huída de esta sociedad.
En la « Quimera del Oro » hay todavía más rabia. E insulto a la gran trampa del capital: "Tengan paciencia, sean buenos, todos podrán un día tener fortuna. La fortuna es la gran madre de esta sociedad que nos hace a todos iguales". Esa interminable caravana que se dirige hacia la "esperanza", hacia la riqueza, hacia el sueño.
La historia individual es en cambio la historia de cientos y cientos de angustias, de dificultades, de violencias sufridas, con lo que la historia norteamericana sale de esta película mucho más despiadadamente lastimada que de decenas de películas consideradas "históricas".
Y también en este caso, como siempre, Chaplin no partió de hechos imaginarios o literarios, sino de una realidad bien clara y, por lo tanto, nacida y crecida sobre las espaldas y sobre la piel de todos.
Como me hace notar Andreina Lombardi Bom, la traductora de este libro, nadie se preocupa de subrayar la rabia de Chaplin contra la sociedad (curiosamente, entre las entrevistas recogidas, no hay ninguna que aluda a «Tiempos Modernos» ), pero tampoco, y sobre todo, la rabia de la sociedad contra Chaplin, una sociedad ya exacerbada y exageradamente desconfiada de cualquier cosa que oliera a "diferente".
La mirada de Chaplin sobre la vida, sobre las relaciones entre los hombres, también sobre la economía y la política, era demasiado heterodoxa como para que la autocomplaciente Norteamérica de la posguerra no se resintiera; y el atacado respondió.
Y me permito, a mi vez, agregar que el cine todo de Chaplin recupera temas y modos que están en el origen del mundo de los payasos.
Los grandes payasos no han desarrollado jamás su arte como si tuviera el fin en sí mismo, es decir, como puro divertimento. Por ejemplo, el payaso fijo del teatro nace, en el siglo XIX, del personaje del operario destinado al trabajo de mantenimiento de jaulas y trapecios. O sea, el mozo de cuerda,
"el eterno menor de edad": sobre él se yerque siempre amenazante la figura del director del circo, que lo trata como a un siervo, que no le permite beber, que no le deja acercarse a las bailarinas, que no le consiente amar.
Es un desheredado, un inferior, hombre de carga sin siquiera derecho a gozar de la fantasía propia del circo.
Es un diferente. Y el juego que desarrolla es siempre el mismo, ya le obliguen a sustituir al hombre bala o a meterse en la jaula de los leones persuadido de que son de mentira y presto a hacer las cosas más inauditas con estos leones que cree ficticios. Esta es la clave de la violencia, del terror, del engaño, del verse obligado a ganarse la vida a cualquier costo.
Lo que importa no es ya vivir, sino sobrevivir.
Cuando luego el payaso se da cuenta de que los leones son de verdad y están famélicos, no tiene sino continuar su juego porque, fuera de la jaula y a modo de chantaje, está su mujer, están sus hijos (payasines, tal vez enanos), que piden de comer mientras el director grita: "¡Si no terminas el
número y el público no se ríe, te echo sin darte un céntimo!".
Pero muchos han hecho intentos desesperados por presentar a Charlie Chaplin como un poeta aislado, y lo han descrito como "un pequeño judío individualista", como "un anarquista-lírico" que expresa un arte tan elevado, "de doble y triple sentido", "que se vuelve un arte para pocos".
Lo describen como un diferente, pero también como un excelso, un genio descollante por encima de las "limitaciones" de una masa de iguales.
No saben ni quieren saber que los diferentes que personifica Charlot eran en Norteamérica, y lo siguen siendo, el 70 o el 80 por ciento de esa sociedad.
El pequeño vagabundo representa al judío, al turco, al italiano, al irlandés, al español, por no hablar de los mestizos, los negros y los hispanos, a todos quienes se ven forzados a subir una cuesta erizada por las dificultades y los estorbos de la lengua, de los usos y de la expresión de una sociedad que los atenaza, los acoge, los repele, los explota, los manipula como objetos, los aplasta y los tira.
No olvidemos que con la oleada de los inmigrantes, de los diferentes, la sociedad norteamericana dobló su número (fenómeno nunca ocurrido en parte alguna del mundo: basta pensar que, sólo de Italia, partieron algo así como 8 millones de desesperados en poquísimos años; y así también en Grecia, en
Turquía, en Francia, en España; por doquier).
Precisamente la llegada de estos diferentes, y de tanta gente obligada a dar el salto mortal para mantenerse con vida, fue el signo característico de una nueva sociedad cruel y monstruosa que, sin embargo, daba en el drama espacio a la esperanza.
Chaplin siempre se sintió el campeón de este pueblo de desechos, siempre quiso sentir su pulso: la prueba es que finalizado el primer montaje de cada película, lo proyectaba en público -público periférico y popular- para sentir los ritmos, verificar los tiempos, la aceptación o el rechazo de las
pausas. Yo creo que Chaplin trabajaba con el público metido en la cámara.
Chaplin siempre actuó como en el teatro, como si hubiera una platea que le marcara el ritmo.
Pero ahora hablemos de la decadencia: el problema de fondo es el discurso ideológico, la toma de posición del especialista. El ejemplo: Chaplin, que veinte años antes se preocupó por la guerra mundial, por el nazismo, las masacres, la violencia del poder en todas sus formas, no hizo lo propio en lo que respecta a Vietnam. Aun teniendo la posibilidad, los medios y la autoridad para intervenir. Como ignoró el problema de Palestina y las otras cuitas del mundo tras la guerra. Dejó de lado lo que había sido clave fundamental de su discurso, la crónica escurril de la realidad, y se arrellanó en otra dimensión, ciertamente más grata al poder.
Recordaré para terminar a una mujer calabresa, una campesina que, entrevistada por la televisión, dejó dicho: "Charlot era un tipo capaz de hacernos llorar por cosas de las que normalmente nos reímos, y de hacernos reír con cosas que nos hacen llorar. Era uno que hablaba de nosotros, porque era uno de nosotros".
Altercom
Agencia de Prensa de Ecuador. Comunicación para la Libertad.
Darío Fo
Dramaturgo y escritor revolucionario italiano. Premio Nobel de Literatura 1997. Ha publicado "Misterio Bufo" (1969), "Muerte accidental de un anarquista" (1970), "Fedayin" (1971), "Aquí no paga nadie" (1974), "El país de los murciélagos" - Autobiografía (2002).
Fuente: APIA
http://www.apiavirtual.com/modules.php?name=News&file=article&sid=17059
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Queridas amigas, queridos amigos:
El domingo 18 de febrero del 2007 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores argentinos Pablo Ingüe y Alejandro Iglesias Rossi. Las poesías que leeremos pertenecen a Estelia Soto Jourdan (Argentina) y la música de fondo será de Wayanay (Andes). ¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)
!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067
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Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).
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