miércoles, noviembre 21, 2007
LA LEJANÍA ES EL ESPEJO PERFECTO DE LA IDENTIDAD
LA LEJANÍA ES EL ESPEJO PERFECTO DE LA IDENTIDAD...
*
La Asociación Cultural El Puente (Santa Fe) organizó, por octavo año consecutivo, su certamen literario para adolescentes, destinado a jóvenes autores de entre 13 y 18 años radicados en la provincia de Santa Fe. Se transcriben a continuación los trabajos que obtuvieron los tres primeros premios en el género Poesía, así como también el 1er premio en categoría Cuento. Como se podrá advertir, hubo una gran actuación de los representantes de Malabrigo, pequeña localidad ubicada en el norte de la provincia.
*Alfredo Di Bernardo alfdibernardo@ciudad.com.ar
Primer Premio:
Transilvania Dos
Otro viernes en la ciudad.
Miré el reloj
para olvidar
a los que vienen
y a los que van.
Son como columnas
de una catedral
macizas por dentro
macizas por fuera.
Sin fantasías
deambulan por un túnel
oscuro
a punto de tocar fondo.
Nunca el otro
nunca para el otro.
Cronometrados
tachan cada día
(en el calendario).
Y yo
triste vampiro del pensamiento
muero de sed.
*Gonzalo Molina
Malabrigo -15 años
Segundo Premio:
Huecas las palabras*
Dejan el espíritu de las flores en el rincón de los cajones,
Y el sonido de las nubes se distingue sobre el mar;
Muchos sean los colores que en el hoy se identifiquen
Y demasiadas estaciones que en el llanto jugarán.
Bordando solapitas en el lápiz de papel
Que no escribe más que apenas el trocito de algún sol,
En alambre se destaca la costura de la sombra
Que detrás de la palabra esconde toda su razón.
*Marilín Pereyra
Coronda - 15 años
Tercer Premio:
El color de las cenizas*
Blanco y negro.
Sombras como manchas
que se dirigen
por un pasillo lejano.
Negro y blanco
compone la canción
del otoño en el ocaso.
Blanco y negro.
Río vertiginoso
niebla que esconde.
En una cesta
llego al sol.
En negro y blanco
elijo mi aventura.
En negro
veo oscuro su corazón
y no le importa
y no me importa.
En blanco
escribo su nombre
en la pared
con agua sin agua.
*Leonardo Mazzuchini
Malabrigo - 17 años
Primer Premio:
Punta de flecha*
Como la Poderosa del Che con alas se elevó por el aire, con un fuerte resoplido, sólo un pichón de avioneta entre piruetas de plumas y rugidos de motor. Era mi primer vuelo y esperaba que no fuera el último. Así, mientras rezaba un Padrenuestro, cantaba el Himno y tarareaba la canción del Reino del Revés, le di una patada a mi Rocinante y partí hacia las nubes. Todo esto me parecía ridículo, pero igualmente decidí sacarle el mayor jugo posible; tenía que dar unas vueltas por el aire y luego aterrizar para demostrar que mis conocimientos teóricos se ajustaban a la práctica. Volé unos kilómetros hacia el Sur, no sé exactamente cuántos, pero siempre en números redonditos porque me recordaban a los ojos de Celina... aunque este tema prefiera no tocarlo. Estaba llegando a la arropada Antártida que tiritaba de nieve y temblaba de hielo, cuando de pronto me encontré con Ícaro; me aconsejó que regresara (más bien me lo gritó), porque estaba acercándome peligrosamente al agujero de la capa de Ozono, al que comparó con una parte del cuerpo humano que no quiero especificar aquí, por el cual saldría expulsado y quedaría mejilla a mejilla con el sol. Le agradecí su advertencia pero, no me escuchó, porque tenía cera en los oídos. Decidí dar un cuarto de giro y saludar a las Malvinas y comprobar de pasada si ya las habían borrado del mapa argentino. Un par de aves despistadas confundieron varias veces mi avioneta con su nido cubriéndolo de plumas y en una que otra ocasión, unos regalitos caían a la parte anterior de mi Poderosa, convirtiéndola en un verdadero aguilucho. Tras un manto de neblinas, de esas que son espesas y te hacen quedar con ojo de chino, encontré a las dos islas perdidas. Estaban como de la manito, tomando el té y hablando con la boca bien apretada, como perros. El rojo, el azul y el blanco; los gurises albinos y de ojos celestes insípidos y repetidos; las casitas de chocolate; el barullo de una hilera de epitafios y los campos minados me asquearon. Entonces, decidí volver a dar otro cuarto de giro. Unas señales de humo me permitieron saber que estaba llegando a Buenos Aires (qué ironía). Tuve que esquivar unos cuantos edificios que habían pegado el estirón en esos años. Me parecía estar dentro de un laberinto y había perdido mi cielo. Confundí unas cuantas veces a la Cruz del Sur con unos semáforos y parecía que no había estrellas más que las que brillaban en los carteles luminosos. La cantidad de gente que florecía de los edificios como hormigas hambrientas me hizo comprender por qué se mordían unas a otras para ascender, tanto pero tanto, que habían apagado el cielo y el mar, ya no bailaba ninguna milonga debajo de la luna. Con las antiparras empañadas y un par de penitas que me ojeaban desde el bolsillo, di otro cuarto de giro hacia la izquierda siguiendo el rumbo de otros aviones y evitando una bola de cristal parlante que me acosaba en lenguas extrañas. Llegué a la dormida llanura del norte que bostezaba acompañada por el canto del gallo. Aterricé con un quejido de hojalata y tornillos flojos. Puse los pies sobre la tierra y descubrí que la lejanía es el espejo perfecto de la identidad, aunque uno decida irse por las nubes.
*María Emilia Mondragón
Malabrigo -17 años
Miércoles, 21 de Noviembre de 2007
REVOLUCION EN EL GERIATRICO
Querida tía Lala*
Por Liliana Mizrahi*
Mi tía vivió sus últimos años en el Hogar Israelita de ancianos de Burzaco, un geriátrico, un asilo. Ella misma decidió su ingreso junto con su marido hemipléjico. Antes, ellos habían sido internados a la fuerza (por un familiar), en un depósito para viejos enfermos. Lugar difícil de ver. Yo los visité una tarde de horror inolvidable. Mi tía, por primera y única vez en su vida, tomó una decisión: entregó, como pago, su propia casa, lo único que tenían, y abandonó todo lo que había adentro. La entregó aliviada, en contra
de la voluntad de su propio marido. Fueron aceptados. Ella se iba esperanzada en una nueva vida, llevó en su cartera algunas fotos y nada más que lo puesto. Mi tío partía, herido en su orgullo, sintiendo que todo era injusto y que él podía solo. Ella percibió enseguida la oportunidad de hacer las cosas que más le gustaban: leer, escuchar música y conocer gente. No así mi tío, que vivió ofendido, herido en su narcisismo por tener que compartir su vida con otros ancianos, que eran un espejo en el que no quería mirarse.
Entonces, él decidió no salir de su habitación, ni hablar con nadie.
Mi tía se liberó de a poco de él y comenzó a recorrer los pabellones con espíritu antropológico. Hablaba con los internados e internadas y descubría lo interesante que eran sus historias de vida. Al poco tiempo, se le ocurrió que quizá podía transmitir esas historias, para que en otros pabellones las
escuchen y se acercaran a contar las propias. Propuso hacer una radio. Mi tía era una enferma bipolar, había padecido muchas internaciones, muchos shocks eléctricos, chalecos de fuerza químicos y de los otros, y solía dejar la medicación cuando se sentía bien. La gente del hogar la escuchó, legitimó
su proyecto y se hicieron las instalaciones del caso.
Ella sintió, por primera vez, que no era tratada como una loca, sino reconocida en su deseo. Mi tía comenzó a transmitir su programa, ponía música elegida por ella, incluía textos clásicos que leía muy bien y después seguía con las historias de vida. Los ancianos de todos los pabellones la escuchaban con interés. Empezó a hacerse famosa dentro del hogar. Mi tío seguía autoexiliado en el cuarto como un aristócrata polaco venido a menos.
El creía que no tenía nada que ver con el resto de la gente que estaba ahí.
Mientras tanto, para ella, la cosa no quedó en la radio, se le ocurrió que
los viejos tenían que moverse, parados o sentados, y comenzó a dirigir, en su pabellón, clases de gimnasia con música y que cada uno hiciera lo que podía. Mi tía se las rebuscaba, su mundo era intenso y extraño, pero siempre estaba interesada en los otros. Lectora de los eternos: Cervantes, Dostoyevski, Borges, Kafka, Miller, Proust, Rulfo... leía para ella y, desde su programa, leía para los otros. Mi tía era generosa e inteligente, a pesar de que su enfermedad la había ubicado en el lugar de "la loca de la
familia.". En el hogar, por suerte, la medicación ya no estaba más a su cargo, ni a cargo de mi tío, la tomaba sin quejarse, se había liberado de muchas obligaciones y aprovechaba las nuevas opciones. Me decía: "No tengo que hacer las compras, no tengo que cocinar ni pensar en qué preparo para la cena, no tengo que limpiar, salvo nuestro cuarto, no tengo que ir al banco a pagar nada, ni recibo boletas. Tengo todo el día para mí, si necesito atención médica la tengo inmediatamente y mi marido también. Me parece que es la primera vez que soy tan libre a pesar de no poder salir a la calle, que tampoco me interesa. No estoy sola, estoy menos sola que cuando creía que tenía familia". Su enfermedad de Parkinson avanzaba, perdía el control de esfínteres, pero ella, pañales mediante, no se detenía. Le sugerí que pidiera una terapia y algún taller literario. Obtuvo las dos cosas. Comenzó a escribir. Al principio se asustó, eran textos eróticos muy lanzados,"subidos de tono", los llamaba ella y los escondía. Por suerte, me los dio a leer y le sugerí que los mostrara a alguien. Lo hizo. El hogar eligió un texto, y lo mandó a participar en un concurso en el que ganó una mención. Tenía no sólo reconocimiento adentro, sino que lograba prestigio afuera también. Era realmente feliz. Su marido, crónicamente ofendido, la castigaba con interminables reproches, la llenaba de culpa, hasta que se le fue la mano con el bastón y en el hogar decidieron separarlos. Mi tía se asustó, pero al fin reconoció que era algo que ella secretamente deseaba desde hacía tiempo.
Por suerte, él, sin salir de su habitación, se puso a hacer collages también eróticos, se sentía Matisse, sus obras terminaron expuestas en una sala del hogar, con vernissage, invitados y todo. Eso lo reconcilió un poco con él mismo, se sintió elegido, mirado, y a mi tía le disminuyó la culpa.
En una oportunidad, donamos una computadora para los ancianos, para que aprendieran a usarla y pudieran comunicarse con sus hijos y nietos por ese medio. Al principio, eran muy pocos los que la usaban. Mi tía, siempre a la cabeza, tenía un instructor que le enseñaba a navegar. Al poco tiempo,
tenían una lista de turnos rigurosos, que muchos ancianos cumplían con entusiasmo. Las cosas entre ella y su marido no mejoraban. Le prohibieron visitarlo. Mi tía, con mucha terapia, aceptó y comenzó a dormir sola. Me sorprendió cuando me dijo por teléfono: "¡Dejé de tomar pastillas para dormir!". Su vida fue más linda y más libre aún; un hombre, también autointernado y de su edad, alrededor de los setenta y pico, se acercó a ella para conversar y se hicieron muy amigos. ¿Amigovios quizás? Después supe que mi tía se había enamorado, quizá por primera vez en su vida.
Entonces pude entender que me pidiera ropa nueva, jabones ricos, perfumes y alguna crema para la cara. Para ese entonces, llegó al hogar una invitación de la Universidad de Lomas de Zamora, para que los ancianos participaran en un taller literario. Mi tía aceptó volando y su amigo también. Ella se excitó tanto que hubo que calmarla. Para mi tía Lala, entrar a la facultad a hacer un taller equivalía a cursar la carrera de Letras completa y recibirse. Comenzó el taller, escribía apasionadamente, y leía sus textos
eróticos con libertad, escribía la novela de su vida. Los llevaban y los traían en una combi mientras comían sandwichs triples. Ella tocaba el cielo con las manos. Mi tío seguía encerrado en su habitación y en su rigidez. Mi tía tuvo permiso para salir del hogar, iban con su amigo a comer triples y tomaban té. Su bipolaridad estaba controlada, pero su Parkinson no, sin embargo ("con pañales y bien vestida, yo no falto ni muerta"), ellos estudiaban juntos. Ese amor fue un estímulo para el amor que ella había
acumulado durante años. La realidad es que el amor es una cosa extraña. El programa de radio continuaba, la biblioteca en orden, las clases de gimnasia se espaciaron. Al día siguiente de terminar el curso de la facultad, iban todos los alumnos a recibir un certificado de asistencia al taller. Eso para
ella era equivalente a recibir el diploma de egresada en Letras. Me contaron que estaba eufórica, entraba en todas las habitaciones para contar que se había recibido. Todos la querían mucho, las enfermeras, los médicos, las mucamas, los internados, todos. "¡Hoy es el día más feliz de mi vida!" "Hoy
es el día más feliz..." dijo, y se cayó al suelo, muerta, un síncope. Fue el día más feliz de su vida, estaba enamorada y se sentía reconocida y libre.
Al día siguiente, en el velatorio del hogar, su amigo la despidió con palabras muy tiernas. Yo no sabía quién era ese hombre tan bien. Mi tío lloraba sentado en su silla de ruedas. La llevamos al cementerio de Berazategui, éramos cinco personas, como a ella le habría gustado, y cuando nos acercábamos a su tumba escuché su voz nítida que me decía: "¡Sé feliz! ¡Sé feliz!" y me lo siguió repitiendo hasta que la cubrimos con tierra.
Acordate que te quiero, me decía por teléfono. Querida, querida tía Lala.
* Licenciada en psicología, ensayista y poeta. Autora de, entre otros libros, Mujeres en plena revuelta.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-94995-2007-11-21.html
Miércoles, 21 de Noviembre de 2007
CALLEJONES*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Los únicos recuerdos que me acompañan con insistencia, como llovizna encarnizada son los de la infancia. No importa si se reiteran, si vuelven empecinados como animalitos que tiritan en la intemperie.
Por allí pasan aquellos hombres, aquellas mujeres que destriparon terrones en amaneceres con escarchas, pasan aquellos seres que no se fueron en vano a descansar bajo la tierra, aunque la realidad que llamamos real así lo testifica son sus lápidas.
Saer decía que uno debe ser fiel a una zona, en realidad lo decía Lezcano, su personaje en ese texto magistral que se llama "Discurso sobre el término zona".
Para un hombre que respiró y anduvo esa llanura despojada, lisa, con el cielo como un plato estremecido que se junta allá a lo lejos con una línea verde que el crepúsculo tiñe de violáceo, ella tiene sentido.
Para un hombre que miró el vuelo libre de los pájaros, los vio rodeando con sus alas el aire claro de diciembre.
Para un hombre que recibió ese paisaje en esa hora primigenia del existir donde todo era principio y ese aire que daba vueltas sobre él, ese cielo, ese sol y esos crepúsculos no podrán ser luego cambiados por ningún otro paisaje.
Un hombre que vivió una infancia de espacios abiertos queda marcado para siempre.
No es raro entonces que a veces lo recuerde.
Por aquella calle no pasaba nunca nadie, ni siquiera para levantar el polvo que se asentaba con toda su inclemencia.
En verdad que no era una calle cualquiera, era una que pasaba detrás de las casas últimas que quedaban como colgadas del casco del pueblo, la que detrás de unos pinos solitarios devenía en callejón, se ensanchaba y recuperaba para sí todo el aire, la luz y la plenitud del campo que la rodeaba por
todos lados como a una larga isla, el mar.
Era como un espolón, una escollera, con su malecón que formaban esos pinos verdosos que lo cuidaban como para que no escapara hacia el cañadón cercado de juncos y de ruidos de pájaros acuáticos y patos y cigüeñas y garzas pensativas que se paraban largo rato en una pata y parecían dormitar desde
el fondo de los tiempos.
Ese callejón entonces, el mismo que sólo suelen transitar a veces los niños con sus tramperas para cazar mistos o corbatitas, su gramilla que alimenta cuises y ese polvillo para que los hurones dejaran marcadas sus patitas diminutas.
Por ese callejón sigue trotando ese grupo de niños, con sus hondas cazadoras y sus pies descalzos, sus cuerpitos que denotan una pobreza heredada como el color de los ojos o la piel sufrida.
Trotan en un atardecer con el sol que los persigue y pinta de reflejos dorados sus cabecitas rapadas, con otros soles más depredadores y salvajes que éste que, moribundo, rastrea entre los pastos como una víbora herida.
Como su andar es errático no podemos saber hacia donde se dirigen. O hacia alguna de las taperas que resisten con sus ruinas a los vientos de agosto y a los soles de enero; o bien hacia alguno de los numerosos cañadones donde pescan bagres barrosos o mojarritas tontas y nerviosas, o, no sería raro que enfilaran hacia alguno de los tanque australianos donde zambullirán sus cuerpecitos sudorosos.
Esos chicos, como hilachas perdidas en el viento, se dispersarán con los años como esos villanos de los cardos que tocan a veces sus rostros tostados por el sol de eneros sucesivos. Esos rostros tan nuevos y ateridos de necesidades futuras que hoy circulan la costra injusta del planeta donde no eligieron vivir.
El azar los puso allí, como a esas semillas de cardo que el viento zarandea en su liviandad peregrina.
Cuando pasen los años, alguna vez si por azar también se encuentran, alguno
de ellos recordará estas incursiones inocentes -aventuras módicas- que insistían en las tardes y que, agrandados en el tiempo y el recuerdo, le parecerá la felicidad alcanzada que se trae al presente con sólo memorarla.
Y tal vez sea ese momento el de las reflexiones amables, con referencia a los "paraísos perdidos" para siempre, aunque no se lo exprese así, tan contundente.
Pero algo en el tono de sus voces cansadas, que se reviven con el vino y los recuerdos que se comparten luego de mucho tiempo, los hará creer en esa tabla que viene a rescatarlos de todos los naufragios.
Ese recuerdo amable que prefieren salvar de todas las miserias no les permite razonar que es sólo un deseo de retener el tiempo -que no vuelve ni tropieza, decía Quevedo- que pasó con su indiferencia implacable sobre ellos y sobre todos los sueños que perdieron para siempre.
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-2007-11-21.html
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