viernes, junio 27, 2008

¿DE QUÉ VALE LA PENA HABLAR?




*Dibujo de Freyja. freyja_walkyrien@hotmail.com




Para unos futuros papás‏




palabras mágicas
sueños de volar
por la transparencia
del cariño
el amor abre las alas
de un corazoncito
que comienza a latir
en futuros papás
la cuna promete
dulzuras y canciones
con proyectos y
y muchos deseos
de poder conquistar
amiga leonina
con cabellera de cascabeles y
un compañero de verdad.


*De Nora Azul del Rosario Akimenco azulaki@hotmail.com
-Para S y M.-






¿DE QUÉ VALE LA PENA HABLAR?






EL RAMONCITO*


La gente de las chacras todavía comenta lo mal padre que había resultado el Pedro.

Su hijo más chico, el Ramoncito se había caído de una higuera de la quinta del patronato en que lo internaron, cuando murió Juana, la madre.
Cosas de chicos que no hacen caso a los celadores, les dijeron.
Era chiquito el Ramoncito, ocho años creo. Pobre, ni siquiera sabía limpiarse los mocos.
Su cuerpo triste y pequeño fue aplastado por las ramas del árbol añoso y no resistió.
Nunca supo Ramón si era el mundo que se precipitaba sobre él, o era el cielo que venía a buscarlo, para acunarlo un poco mejor que sus celadoras en el patronato de niños huérfanos.


Pedro no podía con los tres pibes.
Cuando la Juana se fue, consumida por la tuberculosis, decidió quedarse con Esteban que era el más grande y le podía ayudar cuando consiguiera algún conchabo en las chacras.
Poda, alambrado, vendimia, cuidar los chanchos, cualquier cosa que le ayudara para seguir tirando.
Juancho no.
Además de ser medio chicón, era vago. Tan para adentro ese chico, que costaba sacarle palabras. Se le quedaba dormido entre los viñedos, se meaba encima, tartamudeaba cuando lo retaba. No, no le convenía tenerlo.
La abuela lo cuidaría, mandándolo a la escuela, al menos hasta que aprendiera a leer y hacer algunas cuentas, para qué más.

Pedro no era de muchas palabras. Extrañaba a la Juana y con el vino se tragaba la tristeza que poco a poco lo iba matando.
Largas horas se quedaba acodado en el mostrador del boliche de la ruta, con un vaso de vino entre las manos callosas. Hasta que el viejo Fernández se negaba a seguir llenando la jarra desde la bordalesa del rincón, o hasta que lo atrapaba el sueño.

Las heladas de ese año, le negaron el trabajo.
Las chacras habían quedado negras. Las plantaciones se habían perdido con el terrible frío del invierno.
“Hay que pasar agosto”, comentaban.
Pero él sabía que no pasaría agosto ni ningún otro día, si no conseguía algo de comer para él y el Esteban.
Al Ramoncito lo cuidarían en el patronato y al Juancho, la abuela.
Por eso decidió irse al sur con el Esteban. Algún puestero les daría changa y una cobija para taparse, y no les faltaría un pedazo de carne para cuando le dolieran las tripas de hambre.

Estaban lejos cuando lo del Ramoncito.
Fue por eso que las damas del patronato le avisaron a la abuela.
En silencio, vestida de negro y con su digna cabeza en alto, la abuela lo trajo hasta la casa en la ambulancia del hospital.
Con algunas vecinas prepararon la mesa de la cocina para velar al angelito.
Ni flores había. El invierno también había ennegrecido el jardín de la abuela.
María, la de la despensa, trajo unas velas; la abuela sacó las flores de plástico de la foto del abuelo, las sacudió un poco y se las puso entre las manos al Ramoncito.
Rezaron el rosario tomando mate dulce bien caliente, para soportar el frío de la noche.
El Juancho, más tartamudo que nunca era un estorbo. Arrinconado tras el aparador, parecía no entender nada.
Por la mañana temprano armaron la jardinera atando el caballo más viejo y de patas peludas.
En la chata, ataron el rosillo que había usado siempre el abuelo. Era viejo, pero conservaba la fuerza y algunos bríos de cuando era joven.

En la jardinera fueron Ramoncito, la abuela y María, la vecina.
En la chata se hicieron lugar los vecinos, y algún peón.
Pasando inadvertido, también subió el Juancho, que quedó con las piernas colgando y la mirada perdida en el polvo de los callejones de tierra.

En silencio salieron para el pueblo.
No le costó a los vecinos llevar el cajón en el cementerio. Ramoncito era chiquito y se había puesto muy flaco en el patronato.
“No hay celadora que lo obligue a comer”, le dijeron a la abuela.


A la semana llegaron por la casa Pedro y el Esteban.
En la cocina se escuchaba sólo el chasquido de la leña que ardía en la Istilar.
La abuela preparó una olla de sopa humeante.
En silencio, llenó los platos blancos enlozados, con florcitas azules en los bordes.

Nadie habló.
De eso se encargaron las viejas de las chacras, que, todavía hoy comentan lo mal padre que había resultado el Pedro.



*de Iris. iris_neuquen@ciudad.com.ar








La dehesa*


Corría por la dehesa montando aquel potro luso-árabe con un galope largo y cadencioso. Saltó la valla para adentrarse en el campo verde, lleno de amapolas. Parecía estar en un mar esmeralda lleno de espumas rojas. Atravesando el bosque llegó a la casa donde sus dos hijos estaban jugando en el porche. Su mujer salió por la puerta al oír los cascos del caballo y con una sonrisa le hizo ademanes de que la comida estaba lista. Al bajar del caballo se le enredó la rienda en el brazo.

El largo tubo de plástico que salía de la botella de suero y se ocultaba bajo un esparadrapo en su muñeca, se le había enrollado en el brazo. Con un gemido y un esfuerzo oprimió el timbre llamando a la enfermera que acudió rápidamente. Le miró la identificación de plástico: " Srta. Plumkier - Oncología", "¿Por qué las cambiarán tan frecuentemente?", "Parece que se mueran ellas y no nosotros". Con un quejido de dolor le pidió un nuevo calmante. En su lugar recibió una sonrisa y unas palabras ininteligibles.

Decidió que era mejor que las cosas siguieran bien por lo que cerró los ojos y… Corría por la dehesa montando aquel potro luso-árabe…



*Joan Mateu. joan@cimat.es







La conversación*



*Martín Caparrós
27.06.2008

El jueves primero de julio de 1858, hace casi siglo y medio, un científico módicamente prestigioso –o sea: conocido por sus veinte colegas de una ciencia en pañales– presentó en la Linnean Society de Londres un trabajo sobre cómo evolucionaban los seres vivos o, mejor: sobre su hipótesis de que esos seres no habían sido creados por Dios tal como son sino que habían ido cambiando, buscando sus maneras.

Charles Darwin pensaba, por supuesto, asistir a su propia conferencia, pero uno de sus hijos se murió de escarlatina, y su artículo inaugural fue leído en su ausencia. El evento no tuvo gran repercusión.
Al día siguiente, los diarios londinenses hablaban de la cabalgata de la reina Victoria, la presentación de una imagen del presidente de Estados Unidos en el museo de cera de madame Tussaud y la llegada de un barco que había tardado sólo once días en cruzar el mar desde Nueva York, pero no decía una palabra sobre el artículo de Darwin. Ni los diarios del viernes, el sábado, el domingo.
A fin de año, en la revista anual de la Linnean Society, su presidente escribió que “este año no se ha visto marcado por ninguno de esos descubrimientos que revolucionan su rama de la ciencia…”: un visionario. Tiempo después, millones empezaron a entender que la teoría darwiniana de la evolución cambiaría para siempre la forma en que nos pensamos como hombres. Pero su presentación nunca salió en los diarios.
–¿Y usted qué se esperaba, mi estimado?
–No sé, cómo decirle. ¿Que le acertemos alguna vez, de vez en cuando?
Suelo sospechar que las cosas que importan no salen en los diarios o, peor: que las cosas que importan son las que no salen en los diarios. La procesión de ejemplos sería interminable y jubilosa. Recuerdo otro primero de julio, 1948, también jueves, otra historia de ciencias: cuando el editor de la sección Radio del New York Times le encargó a uno de sus periodistas 82 palabras –exactamente la cantidad que lleva este párrafo desde que empezó con las palabras “suelo sospechar”– para contar –ya van 87– que el día anterior Ralph Brown, director de los laboratorios Bell, había presentado un invento cuyo nombre también era un invento. “Lo llamamos transistor –una abreviatura de transference resistor– porque es un dispositivo semiconductor que puede amplificar las señales eléctricas que transfiere”, dijo. Fueron, insisto, 82 palabras. Este párrafo ya usó 140.
Los ejemplos podrían multiplicarse al infinito. Tampoco parece que nadie haya registrado el primer concierto de los Beatles ni cómo y cuándo dejó de ser escandaloso en Buenos Aires que un hombre y una mujer vivieran juntos sin casarse ni cómo fue que a una persona se le ocurrió llamar a otra persona “fiera” ni por qué nos estamos volviendo cada vez más pavos ni ni ni.
El punto es que seguimos mirando hacia donde no vale la pena o, mejor: seguimos sin mirar adonde sí. Todo, en principio, por el gran mito de la actualidad: a veces creo que no hay nada peor para la información que el mito de la actualidad. La actualidad parece un dato “objetivo”, una parte decisiva de la realidad. Pero está claro que es una construcción de los medios para que el público consuma: el público la compra, la cree, y termina por pedirla. Entonces los medios pasan a tener la excusa mercantil perfecta: es lo que nuestro público quiere, por eso se lo damos.
La actualidad está hecha, sobre todo, de lo que hacen los ricos o famosos o futbolistas o tetonas o políticos –o las diversas combinaciones de estos elementos. Y de lo que nos pasa a los demás cuando nos pasan cosas tremebundas: asaltos, tsunamis, accidentes, hambrunas, sextillizos. La mayoría de las personas sólo aparece en los medios cuando les pasa algo espantoso. Ésa es la diferencia decisiva: los ricos y tetones hacen; a los demás, nos pasan cosas.
La actualidad, como toda construcción, depende de sus constructores: los que van y la deciden cada día. La actualidad sigue –suele seguir, excepto en Crítica de la Argentina, por supuesto– determinadas reglas: que sea fácil de consumir, que muestre blancos y negros bien marcados, que no requiera grandes reflexiones, que impacte, que emocione barato, que no cuestione cierto orden, que se venda.
La actualidad no sabe –o no quiere– contar nuestras vidas. Y nos ha convencido de que lo que importa, lo que sí define nuestras vidas, es ella. La operación está completa: nos hablan de algo lejano, que en general no podemos modificar, y nos convencen de que eso es lo que realmente nos importa.
Ni siquiera es mala fe –quiero decir: ni siquiera siempre es mala fe: a veces es sólo esa incapacidad de ver que nos viene de la costumbre de mirar “la actualidad”. Pero sería increíble aprender a contar lo demás, lo que se nos escapa, esos fenómenos que, dentro de cien años, alguien va a recordar.
–¿Qué nombre me decís, Critina? ¿Critina qué, Critina cómo?
–No, querido, era Cristina, una mujer que fue eso que eran entonces, “prescidente” creo que se decía, o proboscidio, no me acuerdo, de una de las partes del continente, más al Sur.
–¿Una mujer? ¿Era de cuando todavía existían hombres y mujeres?
Pensó Yak y cerró los ojos para cortar la comunicación mental con su prim@ Sili en la base saturna. Nunca entendía por qué ell@ le hablaba de esas cosas.)
Es cierto: no es fácil descubrirlos. Y es más probable que se nos escapen a nosotros, periodistas, tan vasallos del diario trajinar, tan esclavos del tiempo tirano y el espacio autócrata opresor. Por eso quería pedirles a ustedes, lectores, eminencias, que se dejen de putear barato en internet y lo usen (www.criticadigital.com) para un casi juego: ¿qué cuestiones, qué historias, qué temas más allá de la llamada actualidad les parece que habría que contar en estos días? ¿Qué nos estamos perdiendo y deberíamos saber? ¿De qué vale la pena hablar?


*Fuente: CRÍTICA DIGITAL
http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=6981








*


Viaja el final de la canción en brazos de la lluvia
cuando el invierno late en ronco lamento
y un beso adormece la noche del dolor.

Viaja, pasea
se hace acorde sin acuerdos
se hace lágrima tácita
salta y bebe la tierra
moja y quiebra el silencio
sin silencios.


*de Ana Lia Gattás. analia_gattasz@speedy.com.ar







Remolino*


Después de dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un trasbordador, el viajero regresa al pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre los ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba a nadar. Demasiadas cosas cambiaron, modificadas por la intervención de los hombres o por las traiciones de la memoria. Y aun aquellas que se conservan tal como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía estará cierto patio emp­edrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la Escuela. De ese patio, vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas de pasto, papeles. Recuerda en especial —otra curiosa selección de la memoria— los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no ad­vierte grandes cambios. Sólo le parece que las paredes están más negras y que las puertas y las ventanas alrededor varia­ron de tamaño. Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el remolino. El viento arrastra ho­jas secas y papeles igual que antes. Después de haber deam­bulado por el pueblo sin encontrar nada que le permitiera identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre. Cierra los ojos para escucharla me­jor, para que no se le pierda. Se abandona. Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el con­juro para el regreso. Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del vien­to. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano, porque ésa, la del patio empedra­do, era una de las imágenes que volvían a la hora de recor­dar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del mundo, sometida a leyes de otros vien­tos. Aunque ahora le parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas cosas desechadas.



*de Antonio Dal Masetto.
EL PADRE Y OTRAS HISTORIAS. Editorial Sudamericana.





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