miércoles, diciembre 10, 2008
ERRANTES MIRAN LOS ERRANTES PASOS...
ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS.
ERRANTES*
Trizada. Como castillo en las arenas del recuerdo.
Huye la tarde clara por la ventana abierta del cansancio.
Ya ha partido el Hombre.
Se ha llevado la precaria sombra de sus huesos.
Se ha llevado mi primer latido, la llave de oro y mi valija.
La bendición del pan y la rosa sangrante
Mi resolana y la frescura del sombrero de paja.
Con él se ha ido el silbido de un tango que se aleja
Se ha llevado mis zapatos de cristal.
Se ha llevado, Ay, se ha llevado mis anillos de agua.
Nadie ha llegado todavía.
Nadie des cubre la máscara de hierro.
Los perros ladran al eclipse solar.
Los cerezos revientan, lujuriosos, sus brotes.
Los errantes miran los errantes pasos de una luna coral.
Se acerca un barco. Un barco de papel y el tango “Sur”
Y yo, sin mis zapatos de cristal, sin mis anillos.
Ay. Sin mis anillos de agua.
*de Amelia Arellano arellano.amelia@yahoo.com.ar
ERRANTES MIRAN LOS ERRANTES PASOS...
Once*
Alejar lo sórdido
(cercano a las vías)
alejar los trenes
la prisa
la sed
el temblor
el miedo
no pertenezco ahí
soy gorrión en la pecera
Algo en mí es irrecuperable
algo en mi espalda
algo que suavizaba mi boca
algo que nadie tenía y atragantó tristeza
Algo en la fatalidad del viento
en el bullicio de gentes que no entiendo
en esta urbe que hierve sin ver
Algo en esa Señal increíble
que no viste.
Algo como subir al subte
diferentes estaciones
y elegir nuevamente
entre quince el vagón correcto.
Y verte y ver al mundo desnudo
y saber que pocas veces
que nunca
que improbablemente
haya una ternura tan brutal
como la mía.
*de Diana Poblet. soydian@yahoo.com.ar
Plagio*
Queridos lectores:
La presente es para comunicarles que la calidad de mis escritos viene determinada por la musa que lo inspira. También es importante la fuente que utilizo, ya que escojo perfectamente los autores a los que quiero parecerme para, apoyándome en sus obras, exponerlas de manera llana y natural.
En estos momentos estoy escribiendo una historia, que se publicará en breve, inspirada en una obra en la que hay dos amantes de dos familias italianas que están discutidas y que no quieren que se vean. Lamentablemente el final es trágico, pero creo que tendrá mucha aceptación.
Un saludo
Stefen Plumkier.
"Si algo funciona, ¿a qué inventar otra cosa?"
S. Plumkier
*de Joan Mateu joan@cimat.es
"Mirá el chupete"*
Hasta ese momento no me parecía extraño ver gente salir con las primeras gotas cayendo sobre el suelo (o si me parecía?). Como nunca llegaba tarde al taller y me preguntaba “tarde para quien? para que?”, fuese cual fuere mi propósito de llegar temprano este suceso me extraño demasiado como para dejarlo pasar con la lluvia que luego se secaba sobre la vereda.
Estaba yo firme esperando el colectivo, la cabeza despejada, de momento miro sin mirar la vereda de enfrente, miro de vuelta y veo a un hombre joven lavar su auto con el agua de la lluvia, sin jabón ni nada. Reconozco que en primera instancia no me sorprendió, ya que estamos en una época de ahorro y ajuste de cinturón, por lo que no sería extraño también ahorrar agua y de paso aprovechar el recurso que nos brindaba la naturaleza aquel mediodía.
Volví mi mirada hacia el extremo de la calle, a dos cuadras, por donde debía aparecer mi transporte. Me quede, cuanto habrá sido? quince minutos? Cinco? Un segundo…
Debí por esa curiosidad que nos asoma, voltear mi cabeza y mirar, sin que se diera cuenta que lo miraba. De pronto veo aparecer una cabecita como de un niño por detrás del auto, luego otra, y otra y otra y otra. Ya voy perdiendo la cuenta de cuantas han sido, cinco…talvez seis, que con trapitos se aproximaban por orden del padre a la tarea de aseo del automotor.
Van acercándose mas a lo que mi mirada enfocaba una niña y un niño, la primera, obedeciendo a su padre dedica su pequeño brazo a limpiar con un trapo una de las ruedas. Mientras el niño quiere apropiarse de tal labor y se genera una discusión. No pude escuchar nada de lo que intercambiaban los 3 allá enfrente, porque junto a mi espalda siento una presencia, un joven, un poco mas algo que yo, el cual con menos disimulo me acompaño viendo la imagen, del auto, el padre y los 5 o tal vez 6…
Quedamos en silencio, como la gente seria y respetuosa, no juzga, no se mete, observa, observa y observa, no importa que estén a dos pasos matando a alguien, no hay porque meterse.
Pasan minutos, horas, días, me pregunto porque me inquieta tanto la nueva presencia a mis espaldas, ¿que quiere? Porque mira la misma imagen que yo? ¿Porque no disimula aunque sea? Espera el colectivo…creo…como yo.
Escucho al sujeto articular las siguientes palabras “Mira el chupete”, las dice, las pronuncia pero no me las dirige, habla al viento, a la lluvia talvez o a algún acompañante imaginario de su inconciente, que decidió un día de lluvia esperar en la parada.
Al escuchar esas palabras, miro instantáneamente hacia enfrente, porque antes miraba de reojo al acompañante extraño, observo detalladamente la imagen, como quien mira una revista en la que hay que encontrar diferencias en dos cuadros aparentemente iguales, esta la nena empeñándose en limpiar la rueda que es del doble de su tamaño, el padre, dirigiendo y el niño buscando pelea.
En el suelo mojado por la lluvia, el barro y la mugre propia de la calle y la basura que la gente tira sin culpa, encuentro la diferencia del cuadro, en la revista, cuando comparo la imagen de antes y la de ahora, y ahí esta el chupete.
Miro a mi compañero; largo rato después de que este dijo esas tres palabras; que ya había dejado de prestar atención a lo que pasaba en la escena de enfrente y opto por mirar el camino, el mismo camino, por el que debía aparecer en cualquier momento el colectivo que él espera…yo también lo esperaba.
Dejo de mirar al sujeto a mis espaldas, cada vez mas a mi lado, que en “mi atrás”, dejo de esperar el colectivo, que no viene y que espero, dejo de ver la imagen de enfrente, cierro mis oídos (como si eso fuera posible) y miro el suelo, mis zapatos, ya sucios y mojados, descubriendo en ellos, por fin, mi propia pobreza.
*
Subo al colectivo, mi compañero de parada asciende justo detrás de mis pasos.
Temo más cuando esta detrás de mío que cuando lo escucho articular alguna palabra…supongo…porque solo lo escuche decir tres.
Intento pagar el colectivo y la tarjeta no funciona, porque no funciona? Pruebo de vuelta y nada. El colectivero me hace señas raras, y me deja subir sin pagar, no quiero subir sin pagar, pero quiero quedarme arriba. Camino por el pasillo, “no quiero subir sin pagar”, y me siento, en el medio, del lado de la fila que tiene un asiento. Quiero estar sola y mirar por la ventana, N-O Q-U-I-E-R-O S-U-B-I-R S-I-N P-A-G-A-R
Pasan las cuadras y quiero bajarme, yo siempre pague, esta bien que no es mi plata, pero me molesta subir sin pagar y encima hacer de cuenta como que no se nada.
Por un momento, unas cuadras, una ruta, dejo de pensar en el hombre que antes me acompañaba, miro para atrás y no veo donde se sentó (¿se sentó atrás?). Que más da, no quiero verlo, ojala nunca hubiera esperado en la misma parada que yo. Tal vez mas tarde sienta la necesidad de buscarlo, no quiero viajar sin pagar, desearía que el trayecto se acorte y llegar al lugar donde me bajo caminar las dos cuadras sin pensar en nada. Pero sigo arriba, me corro el pelo del ojo, miro hacia atrás y no lo veo, habrá bajado? Cuando? No quiero buscarlo, o si quiero? Quiero levantarme y preguntarle porque me mira? Porque no le dijo al padre que viera la diferencia que yo encontraba en la imagen, en el cuadro de la revista, el chupete, que lo juntara del piso, no le dijo, no le dijo.
Lo veo, mirando por la ventana compenetrado en la misma paisaje que repito todos los días, mira fijo, a veces pareciera que pega la cara a la ventanilla para estar más cerca, pero esta lejos del vidrio, en realidad. Se le parece a Rantés, mirará al sudeste? Que mira tan atentamente? Que quiere?
Llego la hora de bajarme, estoy a dos cuadras, pero ya quiero parar, como ya me conozco, no me gusta subir sin pagar, quiero pasar el mal trago y bajar, nada mas, bajar!
Me levanto y camino por el pasillo, veo a mi acompañante que me hunde la mira, entierra sus ojos en los míos y yo no puedo mirar fijo a nadie, como me dijo ayer Martín. Lo evado, a Martín, ayer y al sujeto. Que deje de mirarme, pienso.
Toco el timbre, bajo las escaleras y no quiero irme, pero no me voy a quedar sin pagar, quiero saber porque me mira, que tengo. Lo siento y lo veo mirarme, como si los dos viniéramos del mismo “Comió maní?”. Como si nos conociéramos, de una locura de antes, también mi remera no ayudaba mucho, como para que no se confundiera. Me bajo, al fin estoy en la vereda y no tengo mas presiones. Siento una puntada en la nuca y creo que me mira desde arriba del colectivo, amenazante porque no haberle acompañado, por no haberle dicho una palabra…algo. Por no decirle, si venimos del mismo lugar, aunque no se de donde, y los dos queríamos decirle al padre del chupete, y la nena, pero el barro y la lluvia, y las miradas, las tres palabras, me estaba incomodando, no me gusta subir al colectivo sin pagar.
*De Freyja freyja_walkyrien@hotmail.com
Puerto Montt*
Una vez por semana papá viajaba a Rosario y volvía con un long play. Un día llegó con un disco simple: una canción de Los Iracundos. Fue instantáneo, era 1969, la revolución estalló en casa. Osvaldo Bazán.
*Por O. Bazán
08.12.2008
Papá nunca me llevó al fútbol. Papá no iba a la cancha, no veía fútbol por televisión, en realidad despreciaba el negocio del fútbol con una intensidad que también tenía para otros asuntos. Papá quería que escucháramos música, que leyéramos libros, que nos interesaran los diarios.
Nos quería curiosos aunque después no lo soportó. Y un día recitó Bécquer, golondrinas y eso, y dijo: "¿Ven?, eso es poesía. Tienen que saber poesía y matemática".
Me transmitió la voluntad de la literatura aunque no recuerdo jamás haberlo visto leer un libro. Me dio las ganas por la música pero nunca fue un exquisito en materia musical. Hubo un tiempo en que envidiaba a Fito Páez; el padre le hizo escuchar a Tom Jobim o a Frank Sinatra. Ahora que murió hace mucho, ya estoy reconciliado con papá, apasionado por Los Wawancó, el Quinteto Pirincho y Lafayette, un tecladista brasileño, maestro del órgano Hammond que versionaba los grandes éxitos de la época y -me enteré mucho después- fue casi el fundador del sonido de la Joven Guardia brasileña y músico de la banda de Roberto Carlos.
Papá, allá en el largo atardecer del pueblo santafesino, tenía un orgullo simple y concreto: el combinado podía soportar siete long plays juntos. Iban cayendo de a uno y a él le gustaba decir que podía escuchar dos horas de música sin levantarse de la silla para cambiar el disco. Y entonces, Wawancó, Quinteto Pirincho, Lafayette, sin interrupciones, sólo mirando de reojo cada vez que el pick up se levantaba y dejaba caer, pesado y con ruido inconfundible, el próximo disco.
Una vez por semana papá viajaba a Rosario y volvía al pueblo con un long play. Un día llegó con un disco simple. Raro, no compraba discos simples.
Pero se había entusiasmado con una canción que había escuchado por la radio.
Una canción de Los Iracundos. Fue instantáneo, la escuchó en el viaje de ida y entró a una disquería y la pidió. Era 1969. Fue una revolución en casa.
Ya no había dos horas de long plays. Era la canción una y otra vez, una y otra vez, y el pick up volvía y volvía.
La canción hablaba de un lugar rarísimo: Puerto Montt. La historia era la historia más triste del mundo.
"Sentado frente al mar/ mil besos yo le di/ después le dije adiós/ todo
termina aquí/ y ella me dijo así:/ 'Abrázame y verás/ que el mundo es de los
dos/ salgamos a correr/ busquemos el ayer/ que nos hizo feliz'./ Puerto
Montt/ me alejé de ti/ sin saber por qué/ y yo la dejé/ sola frente al mar/
bajo el cielo azul/ de Puerto Montt."
Puerto Montt fue para mí, un niño campesino con voluntad para la maravilla, el lugar en donde se rompían los amores. El mar por antonomasia.
La segunda parte de la canción, a mis seis años, directamente se reveló como sublime: "Mil violines en su voz/ susurraron un adiós/ y un amor que se quedó/ perdido frente al mar/ y el viento lo llevó/ Silencio sin piedad/ encontraré al volver/ mas en la soledad/ su voz me gritará:/ '¡No, no, te vayas de mí!'".
Me parecía el colmo de la poesía. ¿Cómo a alguien se le había ocurrido que podían sonar mil violines en una voz, en el mismo momento? ¿Y qué pasa cuando suenan mil violines juntos?
-Papi ¿Puerto Montt no existe, no?
-Sí, creo que queda en Chile -me dijo y fue a buscar un mapa. Estaba contento. Quería que nos interesáramos, mi hermano y yo, por las cosas que la vida tenía para ofrecer. Buscar juntos una ciudad en un mapa era para papá el mejor plan para hacer con sus hijos.
-Acá, acá abajo está Puerto Montt. Debe de hacer frío ahí. Eran los años en los que papá sabía todo.
Eduardo Franco escribió la canción sin haber estado jamás en Puerto Montt.
Pero ese paraje de desolación absoluta, de conciencia de que el fin es evidente y cercano, de que más allá no hay nada y el resto es viento cabe entero en la canción. Lo supe hace unos días, cuando llegué a la ciudad llevando en el auto, casi como un chiste, el CD de Los Iracundos. Puerto Montt es fría, azul y final. La enorme sorpresa fue comprobar que sentados frente al mar, los protagonistas de la historia continúan abrazados. Él no tiene nada para decir y en el rostro de ella estallan los mil violines. El resto, otra vez, es viento. Una enorme estatua de concreto de más de cinco metros de alto, conocida localmente como "Los monos feos" o "Los mazapanes" (el mazapán es la golosina típica de la región) mira hacia la bahía violentamente azul, oscuramente azul, atravesando para siempre el momento del dolor. Impresiona el tamaño del sufrimiento. Sabés que en minutos más ella quedará irremediablemente sola rodeada de azul y él se irá y ni sabrá por qué. Sin vuelta atrás. Sabés que no hay cómo encontrar el ayer que te
hizo feliz. Sólo silencio sin piedad.
La canción fue presentada por Los Iracundos en el Festival de la Canción de Buenos Aires en 1969. Salió segunda. Cuarenta años después nadie recuerda "Como somos" de Piero, que cantada por Fedra y Maximiliano ganó el primer premio. Papá siempre dijo que aquella elección había sido una injusticia.
Hoy sé que tenía razón.
*Fuente: Crítica Digital
http://criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=15323
*
Estoy presente en mis amigos.
Soy un torbellino de vivacidad y de ideales.
No quiero que sufran por mí.
Estoy ahora y siempre, acompañando a los que aún me nombran.
Mi envoltura corporal se trasmuto en ardor.
Parece una locura escribirles pero puedo.
La verdadera esencia se puede encontrar en el silencio o en el choque sutil de las copas de un wiski.
Hay un libro que no terminé de escribir, pero no importa. Otros lo forjarán en una reunión de hermandad.
Qué es la risa si no esta acompañada de un testigo.
Que es la ocurrencia, si no hay un par a quien pueda relatársela.
Las mismas lágrimas en retiro no tienen el volumen de la real nostalgia. Si no estas vos para escucharme, reprobarme, apoyarme y hasta ser fastidioso con tus reproches no tienen sentido.
La palabra amor, ternura y seducción, no existirían si hay una sola persona.-
*de Azul. azulaki@hotmail.com
El mejor chofer del mundo*
A fines de agosto o principios de septiembre, la sudestada vuelve. el Ford Taunus era nuevito, blanco el techo y celeste abajo. Volvíamos de la plata, era domingo. La ruta y las calles de acceso a la ciudad empezaban a inundarse.
Han pasado muchos años, pero cada vez que viajo hacia el sur la salida vuelve a ser igual.
Miro las casas pobres, bajas, de chapa, y escucho el temporal golpeando con fuerza el parabrisas del auto. Mi padre era muy miope, y usaba unos anteojos oscuros, de vidrio grueso. Volvíamos de la cancha de estudiantes, adonde íbamos domingo de por medio. Nuestro Ford Taunus con olor a completamente nuevo avanzaba a paso de hombre, entre baches y alcantarillas y camiones o autos que se distinguían apenas por las luces borrosas, titilantes. El diluvio arreciaba, y viajábamos en silencio. En el asiento de atrás venia mi hermano, pequeño genio, observador de todo, silencioso, mimado. Mi padre usaba trajes de seda y corbata de luto, porque seguía sin soportar la muerte de nuestro abuelo, la madrugada con las luces encendidas, la casa de florida.
También puedo sentir, ahora, el roce de la seda.
El aguacero se volvió color marrón, impenetrable. El viento golpeaba con furia, la noche se acababa de cerrar completamente. Ahora supongo que mi padre no pudo mas, porque me pidió que me acercara a el y me dijo: -lleva el volante.
Yo tenia 12 o 13 años, y el sur parecía el fin del mundo. Él siguió con los pedales y los cambios y tomamos el volante a cuatro manos, guiándonos por las luces apenas visibles que venían peligrosamente hacia nosotros. Gracias al diluvio, crecí. Gracias al sur, y a mi padre que no quería chocar, y al auto nuevo, y a mi hermano silencioso. Mientras escucho el aguacero contra el vidrio, ahora, puedo creerme que vuelvo a manejar con mi padre pegado, volviendo de la plata. La tormenta amenazaba con arrasarlo todo, pero no a nosotros, no al menos la lluvia, digo, mientras atravesábamos Dock Sud. No al menos a mí, porque estaba manejando por primera vez. Muchas veces, mas tarde, tuve miedo, miedo al desamor, al abandono final, a esa soledad de la que escapamos sin cesar. Muchas veces pensé que no iba a poder nada, que el derrumbe ya estaba consumado. Pero no aquella vez, no aquella noche, no en aquel diluvio. De repente me sentí transformado en lo que sospeche que era ser hombre. Ha vuelto a pasarme, nos pasa a todos. Ya no somos mas ese: somos otro.
Tuve una sensación de extraña plenitud, que vuelvo a sentir quizá desarticulada, pero reconocible, si paso otra vez por esas calles u otras partes, a veces muy lejos, sin motivo. -ya esta -dijo mi padre, cuando la lluvia pareció amainar y pudimos ver las calles inundadas.
Ahora el golpeteo del limpiaparabrisas sonaba con mas fuerza, como paletazos.
La oscuridad seguía, sigue. Las luces de los autos se cruzaban como reflejos espejados, que desaparecían de inmediato. El asfalto crepitaba de agua, debajo de las llantas que resbalaban y respondían apenas a los frenos empapados. Recline la cabeza contra el asiento y mi padre acelero. Yo no había cumplido trece años, porque ahora recuerdo que cuando cumplí trece mi padre me llamo desde Nueva York y me dijo, con una voz muy lejana que parecía venir interferida por un espacio de ondas infinitas:
-Feliz cumpleaños para el mejor chofer del mundo.
Nos reímos. si no hubiera sido por la sudestada de finales de agosto o principios de septiembre, no hubiera sentido que crecer es correrse de un lugar a otro, de repente, casi sin advertirlo, sin saber bien que paso. Es algo parecido a la caída de una copa. Si no hubiera sido por la miopía concluyente de mi padre, en aquel invierno hoy lejano entre tantos inviernos, no se me hubiera ocurrido nunca que se puede aprender de repente, un poco del susto, otro poco del coraje, otro tanto del amor.
Se puede aprender en plena sudestada, en una calle oscura del Dock Sud, siendo chico.
Cuando el Ford Taunus blanco arriba y celeste abajo cruzo la isla Maciel, y después el puente sobre el riachuelo y llego a paseo colon, ya iluminada, para dirigirse al centro, nos pareció que toda la civilización, y toda la vida, y casi la felicidad estaban ahí, eran nuestras.
Mi padre murió años mas tarde, también en septiembre, después de una sudestada igual a aquella, un día de sol.
*de Javier Torre.
Publicado en contratapa del diario Página/12 año 1990.
*
el arcoiris vuelca tu recuerdo en mis cabellos
cuando de sentirte hablan los recuerdos
cuando recuerdo que me llamas y te llamo
y así viene el arcoiris zigzagueando
desde el blanco de la ausencia sin distancias
hasta el verde del silencio que te nombra
un naranja de duraznos en tu boca
y un caprichoso rojo de vino cristalino
dibujan, trazan olas de uvas en la copa
abro amarillos a las hojas que pisamos
cierro el sinople en el río de tus ojos
beso el azul que recorre nuestras sábanas
y amo y canto
y me derramo en lluvias de palomas
cuando el color hace negrura en mis quebrantos
o cuando el gris opaca el pensamiento calmo
y grita el rosa de la rosa que ahora es verde
y saltan las espinas cuando partes y no vuelves
y duelen los recuerdos sin pinceles si no vienes...
*De Ana analia_gattasz@speedy.com.ar
El número once*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Cuando esa tarde el equipo de las casacas rojas, hizo su entrada al campo de juego, con toda la escuadra alineada detrás del trote de gladiador de su arquero, el inefable "Toti" Sciarini, hubo un momento de estupor en la ávida hinchada. Y ese estupor tenía sus motivos. Fácticos y de mera historia deportiva.
¿Quién era ese número once, pequeño, esmirriado ("enteco", diría mi vieja) que cerraba filas, el último?
Ese pequeño jugador, que nadie conocía, que nadie sabía de adónde había salido, que no tenía filiación, ni sangre, ni historia.
Todo el mundo empezó a preguntarse si las arbitrariedades del presidente no deberían tener un límite, no deberían acotarse aunque más no sea un poco.
¿Quién era ese delgado y chueco, de apariencia torpe, para nada elegante que se atrevía a usar esa gloriosa camiseta con tanto desparpajo?
¿Sabría él, sabría por ventura este desdichado quiénes habían sido los anteriores acreedores de ese glorioso número once, de esa casaca que usaron desde don Arturo Aichino y el "Pelado" Míguez, pasando nada menos que por Silvano Ferreira, Lallana, "El Negro" Durán, "Titi" Latini, Remigio Gramajo,
Y "Lalo" Negrini, Carlitos Salinas, "Quinterito"?
El día que este flacucho debutó, con esa pintita de nada o de poca cosa, predispuso muy mal al hincha que siempre busca resultados, y nosotros vaya si lo necesitábamos. Tanto, "como agua de mayo" dirían en España, ya que ese mes no suele ser pródigo en lluvias, precisamente, por allá.
Estamos contestes entonces que la parcialidad albirroja buscaba imperiosamente resultados. El equipo era sólido en defensa, tenía un medio campo correcto y hasta creativo, pero unos delanteros que se entretenían divirtiendo a la hinchada y a ellos mismos, tanto que se olvidaban de embocarla en el arco. Con decir que uno de los responsables de estos desajustes era "Balazo" Renzi, para quien introducir la pelota en el arco, hacerle besar la red con suavidad o violencia no era importante. Pero no.
Eso no sucedía muy a menudo y cuando llegaba a suceder reventaban las gargantas, y el alma se ponía a tono con un sueño muy bello, casi como el beso de la muchacha esquiva, con aquella que soñábamos siempre, sobre todo cuando poníamos la cabeza en la almohada, que nuestra madre hacendosa había
perfumado con cáscaras de naranjas secas en el baúl donde guardaba la ropa de cama.
Un sueño y una muchacha que no tenía que ser real, que podía ser extraída de aquellas viejas películas que veíamos en el cine "La Perla" Marilyn o Kim Novak, o aquella desvaída actriz delgada, de lacios cabellos que se llamaba Pier Angeli. En fin, uno podía asimilar esta felicidad insertada a aquella
real de la pelota besando la red.
Lo que a primera vista se nos presentaba esa tarde el asombro y la perplejidad era ese muchacho flaco y muy chueco, de grandes ojos que tenían la costumbre de no parpadear -eso era al menos lo que parecía-, enmarcados por un óvalo cetrino y un pelo rizado y corto que le arrancaba casi en las cejas.
Y ahora lo tenían allí, no perdido ante los ojos curiosos de la parcialidad rojiblanca, sino inmerso en desparpajo del que no parecía hacerse cargo, ya que lo usaba para desmarcarse constantemente y no lograba hacerse del balón.
Como nadie sabía de donde venía, mi padre con una de sus habituales frases descalificadoras aventuró:
-Será de un suburbio de Rosario.
Y acertó, según luego supimos. Y también cómo había llegado allí tan en secreto. Porque nosotros, habitúes de "La Sede", como la llamábamos al edificio del club, siempre nos enterábamos de todo. Aún de los detalles más insignificantes.
Había llegado por intermedio de un señor, rosarino para más datos, de apellido Parabatti, quien acompañaba a su hijo, el número diez de nuestra escuadra por años, a quien apodaban "Cubay".
Se había hecho tan amigo de todos, que hasta traía con él a su hijo menor, más o menos de nuestra edad, que sería de diez años entonces.
"Cubay" tendría 26. Viajaban en taxi que el club pagaba y venía domingo a domingo desde Rosario.
Este señor oficiaba de agente de datos y representante "ad honorem" en los hechos.
Trajo a casi todos los jugadores de entonces. El "Loco" Moreno, el "Rubio" Mule, al "Gringo" Giacumino, un arquerito flaco que era de las inferiores de Central, cuyo nombre olvidé, y claro que fue el descubridor del gran Juan Carlos Lallana, que jugaba en "Mercadito Lux", de barrio Ludueña, que tantas alegría nos daría y que terminaría en la selección nacional. Lallana, a quien don Renato Cesarini apodaría "El Pelé blanco".
Don Parabatti entonces, que trabajaba en el ferrocarril, que se dedicaba en su ratos de ocio a descubrir jugadores, hoy sería un "agente" que nadaría en plata, pero él, supongo, lo haría por puro romanticismo. Tal vez porque aunaba ese amor ilimitado al fútbol con su persona de bien, con sus ganas de compartir las jugadas que proporcionaban sus "pollos" o sus recién descubiertos cracks.
Pero no todos eran Lallana, no todos eran cracks.
Tal el caso de este esmirriado número once que venía a manchar -según nosotros- el honor de esa mítica camiseta.
Un día nos enteramos que "el número once", era apodado "Piraña", porque tardamos en conocer su apellido y yo con el tiempo lo olvidé.
Pero lo cierto es que -para ser sinceros- tuvo también su día de gloria, como la tuvo mucha gente que vistió la casaca color sangre, y ese día no fue un día cualquiera, ese día para su honor y para nuestro recuerdo, fue un clásico.
El día amaneció normal. Era primavera y la primavera en los pueblos venía con sus días llenos de gloria en ese tiempo como si fuera un día patrio.
Pero el nerviosismo cundía como un reptil lleno de veneno entre nosotros.
Nos empezamos a reunir temprano en la esquina "del Cholo", a conjeturar, a temblar y algunos, aunque no lo decíamos, a soñar con el triunfo.
No recuerdo cómo era la posición nuestra en la tabla y la de ellos tampoco.
Pero al final de un partido de trámite aburrido y trabado, ante un centro "a la olla" de Lorencito Miranda desde la punta derecha, el "Piraña" saltó con sus ojos muy grandes, de chico asustado y le pegó a la pelota un frentazo seco, hacia abajo, que picó una sola vez en el suelo y fue a besar la red, lejos de la manos del arquero Basualdo.
Nosotros gritamos el gol hasta el cansancio, máxime cuando a los dos minutos escuchamos el pito final.
Y cuando gozosos en el club festejábamos todos, no sé quien dijo que en verdad el número once era ficticio porque siempre había jugado de ocho, que habría sido su puesto, hasta allí.
Nosotros entonces al "Piraña" le perdonamos todos los malos partidos anteriores.
Con la comprensión que acondiciona el corazón humano ebrio del éxito.
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-16393-2008-12-09.html
Entre cenizas del aire*
Heredo de mi padre ojos entre cielo y mar nublado, como los suyos entrenados para mirar más allá en detalles de naturaleza y lejanía. También de él aprendí la capacidad irreversible de amar a distancia. Un amor humilde guardado en cofres de silencio. Amor postergado de piel y abrazo.
Amor para siempre sostenido en imágenes sin tempo ni baciare. En un día del pasado breve, en un cumpleaños de abril, él me dijo que veía a su finada madre tal cual, viva y bella, como si todavía estuviera en Paterno, como la última vez en ese puerto, antes de salir y no volver. Ahí estaba su arcón de memoria, y entendí que vivía para sostener desde su vida esa imagen amada. Era su llamita interior. La veía amasando, cocinando pan en horno de ladrillo. Preparando la "sopresatta", guardando pan y jamón de estación a año. Atesoraba cada rincón de recuerdo en esa casa, con su madre despertándolo con un racimo de uva negra en la boca.
Mi padre partió de Nápoles en el último día de primavera y llego aquí en invierno, para siempre perdió un verano en la montaña. Su sobrina Silvana, nacida poco antes que yo, había captado ese misterio mágico. Desde pequeña se dedico a traducir de sueño a sueño y de alma a alma. Sin distancia ni olvido.
Ella escribía para nosotros en castellano o italiano, pero también escribía en inglés, francés y hasta en chino. Tenia amigos en todo el mundo y su pasión era escribirles en su propio idioma. Cuando recibía las cartas de mi padre se las leía a su madre cegada por la diabetes.
Dos décadas atrás cuando preparaba su viaje del próximo verano. A la Argentina. A conocernos, Silvana dejo de escribir, se enfermo de leucemia y murió en pocos meses.
Sin saber de su destino, sin saber que la muerte le iba a sacar el verano y la vida misma, yo imaginaba ese abrazo en el aeropuerto, ese reencuentro imposible.
Mi padre no quiso tomar más la lapicera para escribir cartas. Trickster, mediadora entre el dolor y la distancia, Silvana no cumplió su sueño y una parte de los nuestros de padre a hijo quizás murieron con ella. El puente fantástico de ilusión y arco iris se pulverizo, voló en cenizas y en alas de golondrina cayó en cada lágrima inexplicable.
Cuando mi padre murió, al poco tiempo el Etna estallo en furia de lava y fuego, y yo sentí que ese reencuentro perdido sería entre cenizas del aire.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
PÁJARO DEL TIEMPO*
"Acabo de ver salir un reloj
del corazón de un pajarito
tictaqueando doce campanadas"
JOAN MATEU
El pájaro corazón de reloj
arrastra el péndulo en sus alas
con segundos y minutos
que guardamos en un cofre.
Los libera, lanza al viento
sus designios más secretos
y sólo resta esperar
la magia que esconde
el tiempo.
*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
La Compañía*
Una amiga me contó que uno de sus hermanos era jesuita, que tuvo amores no divinos y un embarazo no deseado. Su superior le ofreció que si aceptaba olvidar a su hijo, la Compañía se haría cargo del chico de por vida; sino tendría que abandonarla. Martín Caparrós.
*Por M. Caparrós
08.12.2008
Hace unos días, mientras la relación entre la Iglesia y la Argentina aparece en los diarios con frecuencia, una amiga me contó una historia. Me contó que uno de sus hermanos era jesuita, profesor en un colegio de jesuitas, y que tuvo, ya casi cincuentón -quién sabe si por primera vez-, amores no divinos. Que la carne infernal pertenecía a una ex monja, una mujer tranquila, y que sus relaciones, serenas, espaciadas, ya llevaban unos años sin incidentes cuando ella se quedó, sin ninguna intención, embarazada.
Que él, leal a su orden -que era, de algún modo, el único hogar que conocía-, le contó a su superior su encrucijada: que por supuesto no pensaba en un aborto, pero tampoco encontraba otra salida. Que su superior no tardó en ofrecerle una tan claramente estructurada que el réprobo entendió que no era nueva: que si él resignaba cualquier reclamo de paternidad, si aceptaba no conocer a su hijo y olvidarlo, la Compañía se haría cargo del chico y de sus gastos de por vida y olvidaría el asunto; pero que, si no lo hacía, tendría que abandonarla para siempre. En síntesis: que tenía que elegir entre la Orden y su hijo. Que lo entendiera: que ellos aceptaban que un hombre podía tener esos deslices, pero que lo que no podían tolerar era que cosas como ésa se supieran.
Mi amiga me contó que su hermano pasó semanas debatiéndose en la duda y que, al final, cierta manera de la culpa pudo más: aunque no estaba convencido de querer ese hijo -o incluso a esa mujer-, le parecía poco cristiano abandonarlos, aun en manos de una organización tan poderosa. Así que decidió dejar su hábito y su empleo y buscarse la vida por fuera de la ley de san Ignacio. Ahora, me contó mi amiga, el hombre está en problemas: debe mantener una familia, y no es fácil conseguir un empleo cuando uno tiene más de cincuenta años y un doctorado en teología. La historia me impresionó mucho. No estoy seguro -nunca se puede estar seguro- de que sea cierta, pero no tengo ninguna razón para pensar que no lo sea; me impresionó, en cualquier caso, lo arcaico de la escena y, sobre todo, la idea de una respuesta preparada para esos casos y la imagen de todos esos hijos de jesuitas repartidos por el mundo, ignorantes del nombre de sus padres pero bien atendidos por el dinero de la Compañía -que conoce y acepta lo que pasa pero que no soporta que se vea. Somos, es obvio, hijos dilectos de esa idea:
callar y obedecer, decía san Ignacio, para Su mayor gloria. Hasta que, por las crisis, Dios deja de ser Dios, y entonces todo se derrumba.
*Fuente: Crítica Digital
http://criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=15325
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