lunes, abril 06, 2009
COMO UN LECHO DE SOMBRAS...
ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS.
CLÍMAX*
“Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente
esta pureza en que ando por impuro”
JUAN GELMAN
Carne inmortal. Fuente de mar.
Clímax en ánfora cautiva.
Esplendor en las cumbres.
Deseo impuro.
Herencia del oriente.
Fogonazo azul amatista, gigantesco.
Cruza la paz de los sepulcros.
Desempolva las cruces.
Enciende lápidas
Vuela.
Mece sabor palmeras sed.
Exorcismo. Sándalo y caoba.
Hálito del monte. Olfato de hombre.
La inocencia cabalga en la frente de mujer desnuda.
El arco del cielo es un estambre.
La gruta se incendia y arde de pasión.
El duraznero ha de florecer de nuevo ese verano.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
COMO UN LECHO DE SOMBRAS...
Vivir es soñar que respiro,
Y sentir es regresar.*
Rencor:
Este escudo es inútil,
Tus balas ya no me duelen.
He creado una forma clandestina,
Marginado de mi mismo,
Olvidado de olvidar.
Intimidad:
Fluorescencia...
Imágenes precisas,
Desnuda la sangre,
Desnudo el encuentro.
*de Matías Gomez. matiasgomez1009@gmail.com
Gengis Khan*
Con la idea de leer la realidad política y social desde la narrativa, Emecé publicará Los días que vivimos en peligro. Dieciséis escritores argentinos narran los hechos que conmovieron al país (1982-2008) . El cuento que ofrecemos, protagonizado por viejos ídolos del catch, está ambientado en el día en que mataron a los piqueteros Kosteki y Santillán
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Sábado 4 de abril de 2009 | Publicado en edición impresa
*Por Leonardo Oyola
Escondido detrás de sus anteojos negros, Julio César, el más grande emperador romano, no dejaba de jugar con los anillos de oro de su mano izquierda. Atila el Huno lloraba a moco tendido mientras que David el Pastor y el Hombre Cavernario se confundían en un abrazo. En la vereda de la cochería de los Coelho, Sancho Panza y el Diábolo suspiraban recordando a Don Quijote, uno de los primeros en irse junto con Ulises el Griego y hasta el mismísimo armenio.
¿Entonces? ¿Era verdad nomás? Sí. Lo era: Gengis Khan había muerto. Y uno a uno venían llegando el resto de los titanes para darles el pésame a la viuda e hijos del compañero caído.
De un Peugeot 504 amarillo bajaron, junto a sus respectivas esposas, la Momia y el Caballero Rojo
-anteriormente conocido como el Hombre Vegetal y otrora Dink-C-. De un tres diecisiete en la parada de República de Portugal e Islas Malvinas venían Joe el Mercenario, el Hippie Jimmy y el Androide. Y
descendiendo de la puerta trasera de un noventa y seis también se sumó El Ejecutivo, luciendo el mismo traje verde que sabía usar cada vez que se subía al ring .
Míster Moto apareció de repente en su Harley Davidson inmaculada trayendo al Gitano Ivanoff. El Gitano nos dio dos besos a cada uno. Míster Moto no.
Hacía rato que nos había retirado el saludo. Pero eso no le iba a impedir darle el último adiós a un amigo. Si hasta el Ancho, el gran campeón argentino, y Paula, la hija de Martín, se aparecieron.
Porque Gengis Khan, el mongol, era un ser humano extraordinario. Un pan de Dios. Un padre de familia ejemplar. Un esposo cariñoso. Un trabajador incansable. Un luchador arriba y abajo del cuadrilátero. Más de treinta años de titán y un cuarto de siglo de sodero. El corazón le dijo basta descargando sifones en una parrillita al paso en la avenida Cristianía; ahí, muy cerca de donde había vivido siempre.
Doña Luisa, su mujer, me vio subiendo las escaleras y salió a mi encuentro.
"Jorge..., Jorgito", balbuceó antes de hundir su cara en mi pecho para seguir llorando su pérdida. La sostuve en mis brazos. Le di un beso a su melena completamente encanecida y revoleé los ojos hacia arriba haciendo fuerza para contener mis lágrimas. Fue peor. La luz blanca de los tubos fluorescentes me encegueció.
Porque ésos eran los dos tipos de luces que ahora nos encandilaban. Hacía un buen rato que ya se habían apagado las de los reflectores del Luna Park, las de los estudios mayores de los canales de televisión abierta, las del estadio Defensores del Chaco, las de tantas canchas en tantos otros países hermanos. Las luces que nos enceguecían ahora eran éstas: las de las casas velatorias o las que iluminaban el final del túnel, las que te llevaban al otro barrio.
Ararat fue quien me relevó de la tarea magnánima de contener a la viuda. Y junto a Doña Luisa hicieron un dúo de llantos y más sollozos lastimeros.
Después, se les sumaron en el abrazo y en el dolor el hijo más chico del mongol y Pepino el gran payaso. Todo era tan triste.
"No lo pensés más, Bocacci"; me dije a mí mismo y encaré de una puta vez para el cajón. Y cuando logré asomarme encontré a mi hermano, a mi compañero, a mi amigo; ahí con los ojos cerrados y una mueca en la boca como si se estuviera aguantando la risa.
Intenté mentirme y creer que cuando menos lo esperáramos Gengis Khan iba a abrir los ojos de golpe y lanzar su alarido inconfundible, su grito de guerra; ese gesto que largaba en primer plano ante cámara o en plena cara de un chico al que le daba el susto y la alegría de su vida cada vez que hacía
su aparición para entrar en combate.
Pero ahí, en esa cochería de Isidro Casanova, no se escuchaban gritos ni chiflidos ni abucheos de esos que tanto cosechaba el mongol en su andar. Lo único que se oía eran llantos y más llantos propios de los que son dedicados al que se fue para no volver.
Al otro lado del ataúd apareció un hombre de buena contextura física que me resultaba curiosamente familiar. Con solo la derecha agarró y tapó las dos manos del mongol. Suspirando hondo, con los ojos irrigados en sangre, empezó a reprocharle en voz alta un "¿Qué hiciste, monstro? ¿Qué hiciste?"
"Fuerza, Aranda. Fuerza", le pidió el hijo mayor de Doña Luisa, acercándose, y ahí me di cuenta de quién era ese tipo: difícil reconocer al Superpibe cuando el pendejo ya llegó a los cincuenta.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Martín lo había echado del gimnasio poco antes de que Galtieri le declarara la guerra a los ingleses. Nunca había ocurrido algo así entre nosotros. Ésa fue la primera vez. Lamentablemente tampoco fue la última. El armenio era muy reservado. Un tipo cuidadoso. Cuando nos explicó que lo había dejado afuera de la troupe porque se había retirado el sponsor del personaje ninguno le creyó. Pero tampoco volvimos a preguntar o hablar del tema. Sus buenas razones habrá tenido Martín para hacer lo que hizo.
A Aranda lo había traído Gengis Khan. Se conocían del barrio. Se tenían mucho aprecio. Y cuando el mongol sintió que ya había pagado derecho de piso y que era un auténtico titán, le pidió a Martín que dejara entrenar a Aranda porque veía en el chico cualidades. Y no se equivocaba.
El pibe entró junto con un protegido de Joe Galera, aquel que llegaría a ser el Caballero Rojo, después de haber sido el Hombre Vegetal después de haber sido Dink-C. De hecho, Aranda pudo haber sido Dink-C. Estaban disponibles esos dos personajes, Dink-C y el Superpibe; y para ver con cuál se quedaba cada uno hicieron una lucha grecorromana. El vencedor elegía.
Ganó Aranda, ahicito nomás, y pidió ser el Superpibe. Lo escogió porque pensó que con ese personaje se aseguraba su presencia en el programa y además una cierta popularidad garantizada desde el vamos entre todos los chicos a la hora de la merienda. Dink-C era sólo un jugo de naranja que recién aparecía. ¿Cuánto iba a durar? Bueno, Aranda se equivocaba: la leche chocolatada Superpibe dejó de auspiciar a los titanes no bien terminó el contrato; mientras que los jugos Dink-C en todas sus variedades lo renovaron durante cinco temporadas hasta que la fábrica quebró.
Aranda ni salió a buscar nuevo auspiciante ni se preocupó en crear una nueva figura para que él mismo encarnara. Era un pendejo tosco y orgulloso. Bruto como él solo. Era un pendejo tosco, orgulloso y bruto que había tenido hacía poco a su primera hija... y que se había quedado sin trabajo para alimentar
a la familia.
Así fue como de ser un titán pasó a ser un fumigador, como el suegro.
Cambiando el ring por alacenas y bajomesadas. Dejando de combatir contra el Hombre Montaña, el Coreano Sun o el Pibe Diez para entablar una lucha diaria contra hormigas, cucarachas y demás plagas domésticas. Aranda hacía más de veinte años que se lo pasaba destilando veneno mientras trabajaba y, sobre todo, cuando recordaba lo que perdió.
Los empleados de la cochería Coelho le avisaron a Doña Luisa que ya era hora de llevar el cuerpo de su marido al cementerio. Sus hijos la ayudaron a levantarse del sillón donde estaba hundida y caminaron hasta la parte de la sala en que estaba el cajón. Ahí, ella y sus tres chicos miraron a todos los que estábamos presentes. Sólo nos miraron, no dijeron nada. Porque estaba todo dicho. Había llegado el momento de darle el último adiós al mongol.
El Diábolo salió con Sancho Panza colgado de un hombro. Lo mismo el Hombre Cavernario con David el Pastor. La manera en que lloraba Atila el Huno era desgarradora. Alcancé a ver los hilos de saliva uniéndole ambos labios y la vista se me nubló con mis propias lágrimas. Suspiré, suspiré hondo, y encaré
una vez más al ataúd.
Julio César, el gran emperador romano, le había pasado la mano derecha por debajo de la nuca. Al principio, no entendí qué era lo que estaba haciendo y eso que yo tantas veces lo había relatado. Julio César lo estaba agarrando de la colita, de esa larga trenza encanecida que aún conservaba el sodero
mongol como único rastro de pelo en toda la cabeza.
¡No! ¡De la colita, no! , le gritaba yo al micrófono mientras Gengis Khan desesperado pedía piedad al público; y los chicos se morían de la risa ante el castigo inminente que estaba por caer sobre el villano.
-Dale, macho. Dejate de joder. Levantate -le rogó Julio César.
Seguro él también había pensado que nos estaba jodiendo, que iba a abrir los ojos y dar su grito de guerra. Pero no. Era verdad nomás. Gengis Khan ya no se iba a levantar más.
Un vecino de la familia, creo que se llamaba Héctor, puso su transporte escolar a disposición de todos aquellos que quisieran participar del entierro. La mayoría nos subimos a ese colectivo viejo y anaranjado. Iba lleno. Como en las épocas en las que llevaba gente hasta las estaciones de trenes en lugar de alumnos a un colegio. El Superpibe Aranda iba parado detrás del asiento del conductor; pegado a su oreja derecha. Agazapado como si fuera conversando con él. Pero no le dirigía la palabra. Porque ninguno en el colectivo hablaba.
Llegamos al cementerio de Villegas. Héctor apagó el motor del bondi y toda la carrocería dejó de temblar. Nosotros, los pasajeros, no. Descendimos uno a uno por la única puerta habilitada y nos encontramos con la peregrinación que ya había empezado.
Llevaban el cajón los hijos y otros familiares. Cuando llegamos a los nichos y encararon para la rampa que los iba a hacer subir hasta el segundo piso donde serían depositados los restos mortales del mongol, el pibe más grande de Gengis Khan le cabeceó a Julio César y entonces los titanes se hicieron
cargo.
El gran emperador romano y la Momia, luchador sordomudo, adelante. Al medio El Ejecutivo y el Ancho Peuccelle. Atrás Míster Moto y el Caballero Rojo, anteriormente conocido como el Hombre Vegetal y otrora Dink-C; que alcanzó a agarrar la última manija cuando estaba a punto de tomarla el ahora mucho más envenenado Superpibe Aranda.
-El monstro era como mi papá -pronunció Aranda mordiendo los dientes.
-Gengis Khan era un titán. Vos no -le retrucó en voz baja el Caballero Rojo, antes de levantar al unísono junto a los otros cinco el cajón sobre sus hombros.
El Superpibe Aranda se quedó duro donde estaba. La procesión siguió adelante. Cuando el Gitano Ivanoff pasó al lado de Aranda le quiso apoyar una mano en el hombro. Mano que el Superpibe rechazó.
Minutos más tarde, los seis luchadores encastraron el ataúd donde estaba designado y volvieron a unirse al resto de los presentes. El Padre Gregorio, un sacerdote capuchino conocido de la familia, dio unas últimas palabras muy emotivas recordando las alegrías que generaba lo que hacía el mongol, lo que
hacíamos nosotros. El cura dijo que el mundo, aunque pareciera que se hubiera olvidado, así como necesitaba a Jesús también necesitaba de lo que daban los Titanes en el Ring.
Amén, respondimos todos a esa idea. Amén, deseamos todos por el descanso eterno de nuestro hermano y compañero.
Antes de que sellaran el nicho, cada uno nos desprendimos de algo para que acompañara a Gengis Khan en su último viaje. Muñequeras de toalla, medallas de plata, máscaras varias y flores, muchas flores. Calas como si estuvieran fileteadas a los costados de la foto en sepia del Mongol. Esa foto que había estado en no sé cuántos álbumes de figuritas. Esa foto que ahora coronaba la placa que le habíamos mandado a hacer entre todos, con la leyenda sacada de nuestra primera canción, la de nuestra primera película:
A los héroes que sueñan con la gloria
Gladiadores que luchan hasta el fin.
Junio de 2002
Acompañamos a Doña Luisa y a sus hijos hasta el coche fúnebre que los iba a llevar de vuelta hasta su casa, ahí en el barrio de Atalaya.
-Gracias por haber estado en este momento, Jorge. Gracias a todos -dijo antes de refugiarse en el interior del vehículo.
Después de que se fueron nos despedimos entre nosotros, mintiéndonos eso de no esperar hasta otro velorio para vernos. La mayoría nos volvíamos hasta la plaza de Casanova en el micro escolar. Otros iban a caminar hasta la ruta porque por ahí pasaban colectivos que los llevaban a sus casas. Pocos eran
los que tenían vehículos propios.
Íbamos saliendo de Villegas y de repente Aranda se le cruzó a pie al Peugeot del Caballero Rojo, que clavó los frenos. Todos los que iban adentro del vehículo se sacudieron haciendo un involuntario saludo al rey. Como nosotros estábamos detrás, prácticamente pegados a la cola del auto, Héctor tuvo que hacer la misma maniobra y dentro del colectivo rebotamos como zapallo en carro.
Cuando logré incorporarme, noté que el Superpibe Aranda estaba buscando irse a las manos y le pedí a Héctor que abriera la puerta para bajar a poner paños fríos. El Hombre Cavernario y David el Pastor corrieron las ventanillas y cogotearon para ver qué era lo que estaba pasando. Míster Moto y el Gitano Ivanoff en la Harley tiburonearon alrededor del 504 del Caballero Rojo.
Aranda le dio dos golpes de puño al capot y después, mientras sacudía la misma mano, le dijo:
-¡Porque sos uno de los putos Titanes en el Ring quién te crees que sos!
-¡Salí del camino, mamarracho! -le gritó la mujer del Caballero Rojo.
Yo había llegado hasta ese costado del auto. Cerré los ojos cuando la escuché. Los volví a abrir y me encontré con la sonrisa de oreja a oreja del Superpibe Aranda. Entonces él retrucó y de ésa ya no hubo vuelta atrás.
-¡Uy, bravo el gato rubio! Seguro pelea mejor que vos, "Caballero Rojo".
Digo, no. Si yo te gané una vez y después nunca te animaste a pedirme la revancha? Mi ring está a la vuelta -y señaló al paredón trasero del cementerio.
El Caballero Rojo agarraba con tanta fuerza el volante que estaba a punto de quebrarlo. Y menos mal que el motor del Peugeot se había parado porque si no no sé si metía primera y se lo llevaba puesto como sorete en pala.
Estaba pensando en eso cuando la mujer del Caballero Rojo le pidió dos cosas a su pareja. La primera: las llaves del auto para volver hasta su casa en San Telmo y llevar a la suya a la mujer de La Momia. La segunda, textual, la mujer del Caballero Rojo mirando al Superpibe Aranda le dijo a su marido:
-Estropealo.
Ellos se dieron un pico. La Momia besó en la frente a su chica. Recién entonces bajaron los dos hombres del 504. Lo mismo empezaron a hacer del transporte escolar el resto de los Titanes. La gente también quiso venir a ver la pelea. Pero los atajó Julio César. El gran emperador romano se quitó los anteojos negros y mirando a todos los pasajeros, Padre Gregorio incluido, les advirtió:
-Esto es entre nosotros, ¿estamo´?
Detrás de Julio César se cerraron las puertas del colectivo. Varios chicos con las manos hacían viserita contra la ventana intentando ver más allá, adonde se iba a dar el combate. El bondi de Héctor giró para el lado opuesto, volviendo a seguir al Peugeot.
En el callejón trasero del cementerio de Villegas, Aranda abría y cerraba los brazos de forma exagerada haciendo movimientos de precalentamiento. El Caballero Rojo se plantó delante de él, a unos tres metros. La envergadura física de los contendientes era importante. El resto los rodeamos en círculo esperando ver cuál de los dos iba a tomar la iniciativa. Lo hizo el Superpibe que de una se fue arriba para volcarlo, sorprendiendo al Caballero Rojo que salió despedido.
Aranda sonreía feliz de haber sido el que dio el primer golpe. Algo estaba a punto de verduguear cuando el Caballero Rojo se desplazó enfurecido para quedar trabados ambos en doble candado. Una prueba de fuerza en la que se establecería quién era el que iba a lograr prevalecer en esa posición. Logró zafar el Caballero Rojo y Aranda le quedó servido para un medio mundo.
Después de una infructuosa patada voladora fueron al enganche y el Superpibe Aranda logró el volteo a su favor, quedando encima del Caballero Rojo que giró en la calle evitando la puesta de espalda. Mientras se incorporaba, el Superpibe le tiró con las piernas otra tijera cruzada a la garganta. El
Caballero Rojo cayó una vez más pero se recobró para lograr darle un tirón de cabello. Luchador experimentado y recio, el Caballero Rojo reaccionó atacando con todo, logrando que el Superpibe clavara rodilla en tierra.
Desde esa posición, Aranda le dio un descalificador cortito en las costillas, mostrando que indudablemente no habrá sido un Titán pero sí un hombre de sumo peligro. Después tomó al Caballero Rojo para aplicarle un candado de costado, haciéndolo caer violentamente pesado. Lo dejó que se
parara y lo buscó hasta tenerlo para devolverle el tirón de cabello y así darle de lleno en el rostro una patada de canguro. El Caballero Rojo había hincado las dos rodillas en el suelo. Aranda lo empezó a estrangular con una llave al cuello. La cara del Caballero Rojo se le puso tan roja como si en
ese momento hubiera estado llevando puesta su máscara.
En auxilio de su compañero, la Momia, luchador sordomudo, más fuerte que el acero y paladín de la justicia, entró al combate y le aplicó al Superpibe una doble Nelson para lograr separarlos. Míster Moto se sumó a la lucha e intercedió a favor de Aranda. Y cuando le hizo la toma manubrio a la Momia,
la que protege a los buenos y castiga a los malos... Míster Moto la rompió.
Llegamos a las corridas al Hospital Parisiens en la Ruta 3. Haciendo hamaquita con los brazos, Ararat y el Diábolo llevaban a la Momia. Detrás íbamos escoltando todos, menos Aranda. Cuando entramos en la guardia dijimos que era una urgencia. El policía que estaba en la entrada reconoció al Ancho Peuccelle y a Míster Moto.
-¿Ustedes no son los Titanes en el Ring?
-Sí, oficial.
-¿Y a éste qué le pasó? ¿Quién es?
-Es la Momia. Se fracturó un brazo.
-¿Eso es imposible, no? Si la Momia está toda quebrada -comentó sonriendo y a ninguno de nosotros nos hizo gracia.
Mientras le sacaban radiografías y enyesaban a la Momia, el Caballero Rojo, El Ejecutivo y el Androide se quedaron acompañándolo. El resto nos internamos en el bufé del hospital. Yo necesitaba un café y los muchachos devorarse por lo menos un pebete completo.
Sentados alrededor de una única y larga mesa que habíamos armado al juntar varias, ninguno hablaba. También mudo, el televisor del lugar encastrado en lo alto de una esquina mostraba imágenes de una manifestación en el Puente Pueyrredón.
La estación de Avellaneda era una batalla campal. Podía verse cómo un chico atendía a otro que estaba caído; y merodeando a un policía que empuñaba un arma larga. El pibe estiraba un brazo hacia adelante rogando que se detuvieran. Todos miraban para otro lado. Como solía hacer William Boo, nuestro obeso referí bombero. Otro que ya se nos había ido.
Atila el Huno pidió la cuenta. Sancho Panza hizo la división y dijo cuánto teníamos que poner cada uno. El Diábolo se puso a juntar los billetes. David el Pastor preguntó quién lo podía bancar porque sólo tenía guita para el colectivo. El Hombre Cavernario le dijo que lo invitaba. Y Julio César, el gran emperador romano, detrás de sus anteojos negros no podía ocultar que seguía llorando.
***
El 26 de junio de 2002, en las inmediaciones de la estación ferroviaria de la ciudad argentina de Avellaneda, en el Gran Buenos Aires, fue reprimida una manifestación de grupos piqueteros. En la persecución fueron asesinados por efectivos de la Policía Bonaerense los jóvenes Maximiliano Kosteki y
Darío Santillán, pertenecientes al Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) Guernica y MTD Lanús, respectivamente. Además se registraron 33 heridos por balas de plomo entre los manifestantes.
adnOYOLA
Cultor del policial negro
Nacido en Buenos Aires en 1973, Leonardo A. Oyola se ha ido afianzando como autor de novelas policiales. Escribió Siete & el Tigre Harapiento, Santería y Hacé que la Noche venga . En España publicó las novelas Gólgota y Chamamé (Premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón 2008 al mejor policial en español). Ejerce la crítica cinematográfica en la edición argentina de Rolling Stone
*Fuente: LA NACION ADN. http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1113938
VIENDO AL OESTE, EN EL ANDÉN 3*
Ellos son dos sombras largas de atardecer, siluetas recortadas a contra luz en el final del andén. Sus rostros caen en sombras ante la oscuridad que sube, implacable, desde el este. Pero allí, en el último resplandor de oro encajado entre las vías que se fugan al oeste, son seres de ilusión, en esos momentos pueden darse la mano fuerte, el abrazo fuerte, darse el alma sin que ninguna estampida, ningún terror disuelva lo humanamente dado.
Allí van y vienen las cosas en la hamaca del tiempo, van y vuelven, parecen tocar el cielo, irse definitivamente, pero retornan una y otra vez ... Ahí está el Estado fabricando mártires, el poder plantando policías como alambrados de púas.
Escucho una frase recortada en el aire, desde el bar de la estación: - Tengo que ir a trabajar y no me dejan - grita un señor por la radio 10. Hay que ir, aunque el tiempo se detenga en el lugar menos pensado, en el momento menos deseado. Como la muerte, atravesando el umbral-símbolo de una estación.
¿Qué se detiene en las calles?
Los autos, combustión sin velocidad, las gentes en su tiempo siempre urgente de llegar a algún lado, sin tropiezos, sin acontecimientos que fuercen un destino diferente.
Acordonar, no dejar pasar. También ser alguien y hacerse ver y oír.
Pero el Estado, ausente para la miseria, quiere la libertad de las calles. Liquidez sin piquetes, desde la casa al surtidor, al banco, a la oficina, a la novia, al infinito ...
Por allí, cerquita al puente, estaban las fábricas, que producían identidad como un objeto invisible. Ahora están los hipermercados, los shopping, otra geografía social que no contiene obreros ni producción. La fábrica que dejó el abismo, apenas reemplazado con dignidad, economía de subsistencia y desesperación.
¿Quién empujó a los barrios a cortar las rutas, las mercancías, las transacciones, las vidas privadas de los que pueden viajar pagando su nafta o el boleto?
********
No hay nada más inútil que el acto de pura brutalidad, el cual disuelve la solidaridad con perdigonadas de terror, nada más demostrativo de la impotencia de cinco minutos antes y cinco minutos después de ...
Mucho, pero mucho de la vida cotidiana está influido por estos actos de fuerza que encubren impotencia, indiferencia, la quietud de ocio del recaudador, la tranquilidad cómplice del que cobra por ignorar ilegalidades. Pero, allí en la calle, a la vera de las estaciones hay que demostrar que al menos para el terror existe el Estado.
Es previsible que no haya nada que discutir y que allí se confirmen odios preexistentes. "a estos negros hay que matarlos a todos ". Escudos humanos, del otro lado están los especialistas en aparentar el orden, los que amurallan con un piquete legal cualquier protesta.
Morir en el hall de una estación de ferrocarril, la metáfora perfecta de un país en pérdida, morir a balazos por un agente del mismo Estado, que en un mal uso de su poder colectivo cerró miles de kilómetros de vías, estaciones de pequeños pueblos y mató pueblos enteros.
Ahora las imágenes del terror viajan por los aires, intangibles, y se multiplican al infinito en pantallas y terminales. Pero, que digo ... no es ninguna metáfora: es la llaga real y presente de un país que abandonó sus sueños en ese lugar, quietos como esos puentes de óxido entre andén y andén.
- De arriba viene bajando el saqueo - me gritan esos muchachos que veo correr entre el humo de los gases. Sí, el saqueo viene bajando a las calles, de la mano de la antigua y reciclada impunidad. Seguro que un litro de leche en Guernica sale igual o más que la leche que compran Mirta o Amalia; allí esta la muralla de los precios, infranqueable piquete sin calle, puente destruido para siempre entre unos y otros.
Paredes invisibles, rehenes que toman rehenes, ¿hay un afuera?, por el hambre o el miedo sólo se ven rejas de sombra y tristezas, calle por calle, paso por paso, acechando. No hay que caminar demasiado desde cualquier estación real para ver los efectos, los pasos implacables de las políticas de más de una década. Allí se percibe en la piel que no es bello caminar, ni cruzarse con alguien al caminar, son días grises de gente triste que está encerrada en su tristeza, para la cual el afuera es una amenaza imprecisa, un golpe de pánico que golpea la puerta.
Ciudades atrincheradas, puentes levantados o acordonados, paredes para no ver ni oír. Perros y alarmas. Allí comprendo, definitivamente que el terror y la exclusión son el verdadero y permanente piquete que no nos deja circular en una misma sociedad, que nos hace caminar sin ver al otro, sólo viendo su amenaza latente, ahí vamos con los poros cerrados, los ojos impermeables, el alma en una caja cerrada.
La casa con llaves y las llaves arrojadas para siempre. Entonces, comprendo que podemos estar perdidos, que cualquier pequeña y certera alegría puede ser efímera, si no podemos ver nada nuevo, si no hay otro ser -humanamente igual- después de la puerta, afuera del auto, deteniendo el tránsito.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
-El texto en internet: http://www.euroyage.org/es/eduardo-coiro
Un molesto ruidito a sus espaldas*
*Humberto Costantini
Mejor morirse antes que verle la cara a "questa putanaccia", dijo y pedaleó fuerte hasta alcanzar la avenida General Paz y después el parque Saavedra que ahora, de noche, era una tupida arboladura de sombras, agujereada aquí y allá por pequeñas manchas luminosas.
Y era posible que eso mismo lo hubiera dicho antes, en voz alta, después del portazo que retumbó en las paredes, cuando se detuvo un momento para mirar con rabia, con asco, como quien mira a algún bicharraco inmundo, la casa de ladrillos, sin revocar y los yuyos que crecían donde en otro tiempo estaban los surcos de los tomates y de la lechuga, y el perro flaco, mugriento, atado con una deshilachada correa al poste de la luz; un segundo antes de escupir y de montar en la bicicleta para alejarse pronto, pedaleando furioso, de esa "schifosa", de esa "putanaccia" de su mujer que lo único que
estaba buscando era perderlo haciéndose matar de un golpe en la cabeza, o de una cuchillada en el vientre, o ahogada con sus manos, alguna noche de estas en que él volviera a recriminarla por sus salidas, o por la casa, o por su arreglo de puta y ella volviera a reírse descaradamente, provocativamente,
como si todo lo que él decía, gruñendo y apretando los puños y amenazando con matarla, fueran pavadas, cosas a las que ni siquiera valía la pena tomar en cuenta y contestar en serio.
Por eso había que pedalear fuerte esa noche, sin mirar las calles, ni los autos, ni la gente, mascullando algo, escupiendo, apretando el manubrio que no era ahora ese camarada silencioso y obediente que lo conducía todas las mañanas al trabajo, sino un mango transpirado de rabia, una empuñadura feroz
adonde él debía enterrar los dedos y apretarlos, y mantenerlo así, firme en dirección a Saavedra, para que la empuñadura no diera vuelta y lo llevara hacia atrás, hacia una solitaria calle de tierra, hacia una casa de ladrillos sin revocar, donde su mujer seguía riendo, arreglándose el cabello y riendo, buscando a toda costa que él le quebrara esa risa para siempre.
Quiso entrar al parque y detenerse allí, y tirarse en el pasto a fumar un cigarrillo y mirar la noche y el paso rápido de algunos focos por la avenida General Paz, y esperar en esa forma que la sangre se le apaciguara y el canto de los grillos volviera a distraerlo, o hacerle recordar alguna noche lejana en las colinas de Trivento, cuando tenía veinte años, y los alemanes ya se habían ido, y los americanos también se habían ido, y entonces él salía a veces, de noche, solo, a vagabundear por los alrededores del pueblo,
a fumar un cigarrillo y pensar en las cartas del "zio Carlo" y en lo que decían los compañeros acerca de embarcarse para América.
Pero supo que esta vez no iba a detenerse allí, no porque no lo hubiera hecho cientos de veces desde hacía dos años, después del casamiento con Amelia, a medida que ella se iba transformando a ojos vistas, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, ni con golpes ni con caricias, y entonces se fueron haciendo necesarias, parte de su vida casi, esas huidas frenéticas a cualquier parte, ese desesperado salir a agotar su rabia o su miedo en interminables vueltas, antes que las manos se apretaran en el pescuezo de
ésa y se derrumbara para siempre aquello que, a lo mejor, con mucha paciencia, con mucho cuidado, todavía podía resucitarse. Supo que no hubiera podido detenerse y echarse en el pasto, y estarse ahí, quieto, mirando la noche y escuchando el canto de los grillos porque la sangre estaba demasiado
caliente y todavía era necesario pedalear un buen rato con fuerza, y apretar el manubrio, y largarse en locas carreras por la avenida General Paz y por el barrio de Saavedra, antes de que el cuerpo fatigado, y el sudor de la espalda y de la nuca, y el corazón golpeándole fuerte en el pecho, le reclamaran un poco de descanso, allí, echado sobre el pasto tierno y fresco, húmedo de luna, removedor de recuerdos, y quizás, como otras noches, la rabia, y el nudo en la garganta, y eso que le quemaba adentro, se irían
diluyendo poco a poco junto con los latidos de las sienes y la respiración afanosa y el temblor de las piernas, en una especie de quietud animal, en una calma que vendría como de la tierra, y que le permitiría, entonces sí, escuchar el canto de los grillos y mirar el cielo y seguir con curiosidad el
paso vertiginoso de las luces hasta que se perdían detrás de alguna curva, allá en el asfalto.
Por eso era necesario todavía pensar, y hacer cálculos, y recordar detalles, y maldecir al destino y a Amelia, mientras el viento golpeaba en el rostro y mientras las piernas se hundían rabiosas en los pedales, y los árboles del parque iban quedando atrás, y la cinta ondulada del asfalto era un río, una
vertiginosa corriente por donde había que seguir, mirar fijo hacia delante y seguir entre el rugido de algún auto que le pasaba al lado y después se apagaba como un aullido, entre ladridos lejanos y los rumores de la noche y el ronroneo incesante del piñón que allí, enfrente de él, adentro de él, mascullaba los mismos insultos, removía los mismos recuerdos.
Era necesario pedalear y hablar de la casa que había empezado a construir poco antes de casarse y en la que después no había vuelto a colocar un solo ladrillo, una sola cucharada de cal, todo por culpa de esa "cagna schifosa", de esa "putana", en la cual no se podía pensar sin recordar sus ojos brillantes y negros, su risa de desprecio, su cuerpo lleno, sensual, incitante, que balanceaba como una puta cada vez que salía a la calle, y en el golpe que le había dado esa noche, fuerte, en medio de la cara, con la mano abierta, para silenciarle la risa, para ver siquiera una lágrima en esos ojos infames, y las palabras que dijo ella, siempre riendo, siempre mirándolo como se mira a un pobre diablo, las palabras que seguramente no eran ciertas pero que en ese momento lo hicieron odiarla más que nunca y temerla como a un animal venenoso. "Tengo quien se va a ocupar de esto", dijo, acariciándose la mejilla y riendo, y haciéndole entender algo monstruoso, algo que no podía ser cierto de ninguna manera pero que por eso
mismo era como un desafío brutal, como un navajazo que ella le había atravesado en la cara nada más que para hacerle sentir su desprecio.
Y todavía le quemaba allí en la cara ese navajazo, todavía el tajo abierto con sus palabras: "tengo quien se va a ocupar de esto" estaba allí, quemando como un hierro al rojo, haciéndole rechinar los dientes, y apretar el manubrio, y pedalear fuerte, y cansarse, y desear que la fatiga, y las ganas de echarse en el pasto, vinieran pronto, como vinieron aquella noche del año 45, en el camino de Bagnoli a Trivento, poco antes de terminar la guerra.
El túnel de avenida del Tejar se le apareció de pronto y le ocultó el cielo por unos segundos. El ruido del piñón y de su respiración fatigosa se escuchaban nítidos allí, y quizá fue eso, ese escucharse a sí mismo
pedaleando y jadeando, lo que le hizo sentir los primeros síntomas de cansancio. Por lo cual aminoró la marcha y se recostó sobre un lado del camino, y dio vuelta despacio, en dirección a Saavedra, deseando, ahora sí, llegar al parque y tumbarse en el pasto, y encender un cigarrillo, y esperar que la noche lo calmase o lo adormeciese, para después volver a su casa pedaleando suave, atravesando calles silenciosas y veredas conocidas, y llegar a la puerta, y guardar la bicicleta en el galpón, y entrar en la
pieza para encontrarse con Amelia metida en la cama, durmiendo, como olvidada de todo lo que había ocurrido, recibiendo entre sueños sus caricias, y sus estúpidas palabras de perdón: "non so, non so cosa faccio, Amelia, perdonami", y dejándose besar y acariciar, y desprender la ropa, siempre entre sueños, siempre sonriendo con esa sonrisa extraña ahora, dulce, casi infantil, tan distinta a aquella otra con que lo torturaba durante el día, rodeándole luego el cuello con los brazos y acercándolo a ella, y besándolo, y murmurando palabras tiernas, como una madre, como una novia, como la "putanaccia che sei", para tenerlo allí, vencido, anhelante, murmurando siempre sus mismas frases de perdón, "non so, non so cosa faccio", entregándose y poseyéndolo y haciéndolo arrepentir de sus gritos y de sus golpes, obligándolo a creer en ella una vez más, hasta que el sueño caía sobre los dos y lo borraba todo, y la mañana le volvía a mostrar una Amelia desvergonzada, riente, que tomaba el monedero para salir de compras, y
golpeaba desdeñosamente la puerta, y caminaba por la calle con ese andar bamboleante, provocativo, como el de una puta.
Pero al menos podía pensar ahora porque estaba cansado y andaba despacio mientras volvía a atravesar el túnel, y buscaba el atado de cigarrillos, y, sin bajarse de la bicicleta, se detenía para encender uno, y después seguía pedaleando sin apuro, fumando y mirando el asfalto brillante, las ondulaciones del césped a los costados, y oyendo por primera vez a sus espaldas ese ligero ruidito que seguramente sería el eco de algún ruido de la bicicleta contra las paredes del puente y que era un chillido insignificante como el de un grillo pequeño, o como el quejido de un viejo elástico de carro o de coche al balancearse suavemente con el peso de un cuerpo.
Siguió pedaleando despacio y ni siquiera se inclinó para mirar hacia atrás porque estaba en la Argentina, en el camino hacia el parque Saavedra, y no había razón para mirar los autos que, de vez en cuando, pasaban y que proyectaban hacia delante las enormes sombras de su cuerpo y de la bicicleta
y que luego las arrancaban de en medio del camino cuando rugían a su lado y lo sacudían agradablemente con el ligero viento que producían al correr; porque estaba en la Argentina, en el año 1962, mirando las luces del barrio de Saavedra y pensando en Amelia, y no en la carretera de Bagnoli a Trivento una noche del año 45, cuando tenía dieciocho años, y Lucía, la hija del herrero que vivía en Bagnoli era dulce y cariñosa, y lo esperaba los sábados y los domingos a la entrada del pueblo.
Pero el ruidito lo seguía teniendo a sus espaldas, no en Bagnoli, sino aquí, en la avenida General Paz, casi a la entrada del barrio de Saavedra, a pesar de que el puente había quedado lejos y el eco no podía ser, por lo cual se dio vuelta y vio el auto, detenido, inmóvil a un costado del camino, lo que era un poco extraño porque hacía un minuto, cuando él había pasado por allí, no estaba, y que ahora, cuando él volvía a pedalear, arrancaba despaciosamente y que con sus elásticos viejos producía ese ruidito como el de un pequeño grillo cantando monótono a sus espaldas.
No hay por qué tener miedo, pensó o dijo entonces en voz alta, y siguió pedaleando, pero aún no con la misma velocidad ni con la misma desesperación de aquella noche, en que se había demorado mucho en brazos de Lucía, cuando todavía tenía delante de sí un trecho de siete kilómetros encajonado entre las colinas, flanqueado por esos muros de piedra, y el P. K. W. con los alemanes lo seguía a unos doscientos metros, sin acortar distancia lo enfocaba cuidadosamente con el reflector, y le dejaba oír los gritos y las risas de los que viajaban en el auto, borrachos, y el jadeo entrecortado del motor, y los disparos de pistola que periódicamente le hacían, sin precipitación, con grandes pausas entre disparo y disparo, porque iban tirando uno por vez, por turno, y se tomaban el tiempo necesario para apuntar bien y ganar de esa manera la apuesta.
Pero este auto no era aquél, Amelia no lo había esperado a la entrada del pueblo, Amelia había encendido la radio y lo había mirado como se mira a un pobre cristo, riéndose y acariciándose la mejilla, y no estaba tripulado por alemanes aquel auto, y seguramente no lo estaba siguiendo como le había parecido al principio, sino que casualmente había demorado la marcha a causa del motor, o de alguna bujía, o de los frenos, porque ella no había hablado en serio, simplemente un insulto, un navajazo para hacerle entender que lo despreciaba, aunque le hubiera dicho "ti amazzo" apretándole las muñecas y rechinando los dientes, y seguramente se desviaría hacia las luces de Saavedra ni se pondría a correr a toda velocidad por ese camino curvo, como él lo estaba haciendo ahora, la "cagna schifosa" que balanceaba el cuerpo como una puta, sino que seguiría derecho por la avenida General Paz, y dentro de unos minutos lo vería llegar a la rotonda de Constituyentes, y doblar a la derecha antes de perderlo de vista, "perdonami Amelia".
Porque estaba en el camino circular del barrio de Saavedra y en el auto no había nadie que disparara minuciosamente sobre su cuerpo, y lo que tenía al costado era un enorme espacio sin edificar y no las paredes blancuzcas de las colinas donde, de vez en cuando, golpeaba una bala y hacía saltar pedacitos de piedra blanca sobre el camino. No había que correr furiosamente como aquella noche cuando Amelia no existía, ni se pintaba los ojos para salir a hacer compras, ni cantaba fuerte cuando él amenazaba con matarla, y todavía faltaban varios kilómetros antes de encontrar la primera viña, y las piernas no le respondían, y el pecho era un fuelle ruidoso y maltrecho, y el miedo de que llegara a reventar una goma lo hacía clavar la vista en el suelo y desentenderse de las balas que, una tras otra, sin apuro, le
silbaban los oídos.
No como ahora cuando miró hacia atrás y vio cómo el automóvil viraba hacia el camino circular y que no era un automóvil en realidad, sino un pequeño camión Chevrolet, modelo 28 ó 29, y que había aumentado bastante la velocidad porque se le iba acercando, a pesar de que él corría ahora, corría tanto que todo el cuerpo se le había bañado en sudor.
Entonces, sin dejar de correr, giró una vez más la cabeza para observar ese camión que inexplicablemente se empecinaba en seguirlo y que hacía un ruidito insoportable con sus elásticos oxidados, pero apenas pudo echarle una ojeada a la cabina, y a la capota atada con alambre, y al paragolpes flojo o torcido, porque el camión aumentaba cada vez más la velocidad y entonces él tenía que aumentarla también a pesar de su cansancio si no quería que en pocos segundos se le viniera encima.
Por eso no volvió a mirar hacia atrás sino que siguió corriendo, inclinando el cuerpo hacia delante y corriendo, por ese camino curvo del barrio de Saavedra, oyendo a sus espaldas el quejido insoportable del elástico, cada vez más cercano, cada vez más nítido en medio de los otros ruidos de la noche.
Y no se preguntó más el porqué lo estaban siguiendo porque, de pronto, las palabras de Amelia, "tengo quien se va a ocupar de esto", y más que las palabras, la manera de reírse y de acariciarse la mejilla mientras le decía aquello, le clavaron en medio de la nuca una certeza horrible, una pavorosa,
quemante, nítida certeza, como aquel ruidito que ahora oía solo a pocos metros de él, y del cual había que huir, huir como loco, sin preguntar nada, sin intentar siquiera una absurda defensa, porque seguramente todo lo había previsto ella, la "maledetta", y por lo tanto no había otra posibilidad que ese correr desenfrenado por ese camino curvo del barrio de Saavedra, pedaleando todo lo que podía, transpirando de cansancio y de miedo, diciendo "non so cosa faccio, Amelia", "putanaccia schifosa" que debía haber matado esa misma noche, que debía haber agarrado del pescuezo y apretado fuerte para borrarle para siempre esa risa, "perdonami Amelia", que ya nunca volvería a acariciar ni a sentir sus brazos rodeándole el cuello, no volvería a ver su sonrisa casi infantil cuando lo besaba somnolienta con la
boca abierta, húmeda como la de una puta que era. Porque los alemanes estaban borrachos y por eso pudo llegar al final del camino y arrojar la bicicleta al costado y ocultarse en una viña, pero el ruidito no estaba borracho, corría en cambio a todo correr a sus espaldas, buscando atropellarlo quizás y dejarlo tendido, allí, junto a la bicicleta destrozada, lejos de los brazos y de los ojos de Amelia, entre el canto de los grillos y las luces indiferentes que pasaban allá lejos, o se pondría a su lado quizás, y dispararía, no con calma como hacían los otros, sino con furia, vaciando todos los cargadores al mismo tiempo en la nuca, que por eso estaba húmeda, y por eso lo mandaba seguir corriendo, corriendo aunque las piernas se le endurecían cada vez más, y el pecho a punto de estallar le dolía terriblemente, y la boca abierta aspiraba con dificultad el aire, y los ojos no veían otra cosa que ese pequeño trecho de camino gris, corriendo hacia atrás, debajo de las ruedas, yendo a encontrarse con un viejo camión
Chevrolet de elásticos oxidados para avisarle que allí adelante, había un hombre, un pobre cristo, que no podía más, que ninguna parte del cuerpo le respondía ya, y que la noche lo estaba recibiendo como un lecho de sombras o como unos brazos tibios que le rodeaban suavemente, amorosamente el cuello.
*Humberto Costantini (1924 - 1987) poeta, narrador y dramaturgo, Costantini ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña, oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa.
Heredero del grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini participa y milita en las revistas literarias de izquierda de la década del 50 en las que se manifiesta de manera polémica contra el populismo y el pintoresquismo naturalista. Es por entonces cuando publica sus primeros cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra, Costantini construye una personalidad literaria definida, la cual se vale de distintos elementos, como ser los símbolos y las
alegorías, los monólogos interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad hostil. Una de las características de su estilo es la de llevar a sus personajes a situaciones límite, exasperando la realidad en grotesco.
Costantini fue una influencia notable entre los jóvenes escritores de la década del 60.
De por aquí nomás (1958); Un señor alto, rubio, de bigotes (1963); Tres monólogos (1964); Cuestiones con la vida (1966); Una vieja historia de caminantes (1966) y De dioses, hombrecitos y policías (¿?) son algunas de sus obras más recordadas.
*Fuente: http://www.abanico.org.ar/2009/04/costantini-ruidito.html
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Queridas amigas, apreciados amigos:
Este domingo 5 de abril de 2009 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor español José Minguillón. Las poesías que leeremos pertenecen a Gerson Valle (Brasil) y la música de fondo será de Rikchariy (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Freundliche Grüße / Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067
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Apreciadas amigas, queridos amigos,
El número 87 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL “Estrella Errante”, edición Abril/Junio/2009, puede ser ya consultado en nuestra página en internet www.euroyage.org bajo el link:
http://www.euroyage.org/es/xicoatl-87
CONTENIDO:
· Resultados del 3er Concurso de Composición XICóATL.
La edición impresa de XICóATL # 87 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail a la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).
Cordial saludo,
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur
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