domingo, abril 05, 2009
EL TIEMPO LO DIRÁ...
ILUSTRACIÓN DE CELSO H.AGRETTI. celsoagr@trcnet.com.ar
EN SILENCIO*
Siento hambre de silencio,
sin brisas,
sin roces de hojas,
sin chillar de grillos
ni croar de ranas.
Que por un momento
todo se detenga,
se diluya en nada.
En esa caverna
hablará mi sangre
y muy lentamente
contará hazañas.
¡Fueron tantos viajes
en el tren del tiempo
y tantos recuerdos
nutriendo memorias!
*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
EL TIEMPO LO DIRÁ...
Muerte Blanca*
De los tantos efectos
Que la contaminación de la ciudad provoca,
En particular hay uno
De lo más frecuente:
Algunas estrellas
Que bajan más de lo debido a asomarse,
Caen envueltas en la contaminación.
A causa de ésta les salen patitas
Y se aferran fuertemente
A las hojas de los árboles
Y son arrancadas cuando el viento arrecia.
Pasear por debajo de un árbol
Supone el riesgo
De la caída de una estrella en la cabeza,
Como si fueran azotadores
Que se agarran y se resbalan,
Y son aplastados con regular pasión.
Las estrellas:
Tan pequeñitas allá arriba
Y tan diminutas acá abajo,
Que igual nos da si brillan o si hacen cosquillas.
Ésta condenada contaminación,
Con su plomo y sus partículas suspendidas
Es la que ayuda prioritariamente
A la extinción de las estrellas:
Mientras más contaminación,
Más estrellas con patitas que caen;
Y a más estrellas con patitas,
Más estrellas aplastadas por un pie.
¿Qué irá a ser de ésta ciudad tan contaminada
Que no nos deja saber de dónde venimos
Ni a dónde avanzamos,
O si caminamos a un árbol
A recolectar animalitos en un frasco?
El tiempo no da respuestas
Ni da manzanas podridas
Para hacerlas composta.
Tampoco es cierto eso de que "El Tiempo lo Dirá"
Porque desde pequeño (algunos segundos de edad)
Trae la boca llena de metales pesados,
Y así: ¿Qué nos puede decir?
*de hugo ivan cruz rosas. quetzal.hi@gmail.com
OASIS DE UVAS*
Cuando es remanso
la oscuridad
y remolino la vigilia..
Cuando los pasos temblorosos
del sueño huyen como ratas hambrientas.;
vuelven tus ojos de mora con preguntas secretas,
y el canto no es un canto,
es un racimo de jilgueros inquietos.
Entonces canto a la madre vid,
su tronco de tortuosa pasión,
sus venas palpitantes
y un oasis de uvas en la boca.
Piedra, raíz, sangre, ceniza.
Dos soledades,
Imán, espejismo.
Muerdo y lastimo la boca trémula del día
Enciendo el párpado cerrado de la noche.
Pulso implacable de la tierra,
Alud de fuegos y de piedras,
Duele hasta morir en vinos.
El cántaro ha sido roto.
La sed no se ha acabado, la noche si.
Así, el oasis de uvas ha quedado
Como vid calcinada
Florecida a destiempo..
Espera. Remanso. Oscuridad. Vigilia.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Gallegos de 80*
Gallego le decían al ex presidente Alfonsín que murió.
Salgo a la calle a hacer compras mientras en la televisión le dedican gran espacio a los actos de despedida.
Pero también lo es José el padre de mi amigo, al que siempre nombro como "el gallego", padre e hijo nacidos en Pontevedra. 80 años de edad cumplió José hace pocos días. Lo veo venir cuando salgo del mercadito y lo espero, viene lento y cuando llega al cordón tiene que calcular que los autos esten bien lejos para empezar a cruzar la calle a un ritmo que se parece a la eternidad comparada con la
velocidad-auto de muchos para andar por la vida. Puede hacer los mandados después de 2 años de haberse quebrado una pierna, tener complicaciones y una lenta mejoría.
Nos saludamos con un beso, hablamos pocas palabras con buenos deseos para cada familia.
Sigo camino, a una cuadra justa, veo venir al hermano de José y tío de mi amigo, son hermanos pero se que no se hablan entre ellos hace años. Nunca supe su nombre. También esta cerca de los 80 o los pasa, lo veo venir arrastrando un pallet de madera.
-Voy a fabricarme un caballete, esta es buena madera, y en la ferretería me pidieron 49 pesos por uno de maderita que no vale nada -dice.
-Parece eucalipto. -digo, y le aseguro con un gesto de aprobación que también a mí me parece que es buena madera para un caballete.
-Lo encontré tirado en la esquina, me dice con la sonrisa de un niño que descubrió un tesoro inesperado.
Lo veo irse y me quedo suspendido viendo como renguea y lleva con esfuerzo ese esqueleto de madera.
Por un momento pienso si no debí ofrecerme a llevarle esa carga hasta su casa que queda a unas 3 cuadras y pico de allí. Enseguida desistí. Ese hombre, un hombre orgulloso y autosuficiente, como su hermano José (y como lo era mi padre italiano) se hubiera ofendido, no hubiera aceptado fácilmente que esa era una pesada carga para su edad. Lo vi alejarse, como uno ve una pequeña maravilla que no parece llamarle la atención a nadie más.
Pensé en las muertes anónimas que les espera a ellos y a todos los viejos que solo tienen años de trabajo, una jubilación mísera y la ayuda de sus hijos para vivir.
Repetí -una vez más- en mi cabeza una idea que me asedia hace tiempo sobre la increíble obstinación que significa vivir siendo viejo.
Viejo y sobreviviente a todas las adversidades que se deben enfrentar en el transcurso de una vida.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
"... y no hay sangre en la Argentina"*
*Por Sandra Russo
Quiso la tradición oral de los bares y los livings en los que transcurren las conversaciones progresistas, que "la casa está en orden" fuera la frase de Alfonsín que le cayera a su figura pública como un poncho, como una red, como un yeso. Esa frase envolvió su imagen en estas últimas décadas. Incluso se superpuso, invisibilizándolo, a la del único presidente democrático latinoamericano en juzgar a las Juntas militares de la dictadura que lo había precedido. Quizá habría que preguntarse, ahora que su muerte hace rebobinar la historia y allí está Aldo Rico, con la cara pintada, y allí se reviven el asco y el miedo, qué esperaba esta sociedad de Alfonsín y, en general, qué espera de sus dirigentes políticos. Algo es claro y
contradictorio, pero así somos: la reivindicación de Alfonsín, para quienes la sostienen, debe incluir necesariamente la reivindicación de los partidos políticos. Una contracorriente impensada en tiempos de candidatos prêt-à-porter que defienden en público sólo lo que las encuestas revelan que deben sostener. Candidatos aprogramáticos que, más que una causa, tienen un asesor de imagen.
Muchos de los que a partir de esa tarde de abril de 1987 dejaron de creer en Alfonsín estaban allí, en la Plaza. Donde hay que estar en este país cuando las cosas arden. Estuvieron allí, en esa vigilia ácida, porque un escalofrío que los años no nos han hecho olvidar ya les decía, a esos miles y miles y miles de personas, que nunca más, y que a la democracia habría que defenderla. No entregarla como tantas veces antes. Estuvieron allí porque sabían y saben que los argentinos no somos todos buenos por el hecho de
haber nacido aquí. Que había, y hay hoy, sectores a los que sólo una aplastante correlación de fuerzas puede mantener bajo control, porque este país fue diseñado así, con penas que son de nosotros y vaquitas ajenas.
Esa tarde de abril de 1987 los miles y miles y miles que estaban ahí hubiesen defendido como fuese al gobierno de Alfonsín, porque era exactamente y más que nunca una autodefensa. Porque cuando no hubo
democracia, hubo dinero y orden. Dinero falso, la plata dulce. Orden arrancado a los cementerios. Seguridad, por supuesto. Todos los enemigos internos estaban siendo asesinados, muchos de ellos preventivamente. Y esta parte de la historia no ha sido muy frecuentada. No es amable decir que el sector que coyunturalmente -desde hace décadas es el financiero, incluso ahora, cuando parece tan enraizado en el campo- ha detentado poder en la Argentina contó siempre con su claque, que son las doñas Rosas y las Susana Giménez, con sus respectivos maridos o socios. Gente común y gente endiosada
que pide dinero y orden. Un gen argentino tanático y perverso nos acosa.
Dulces madres, abuelos encantadores no dudarían en aceptar alguna tutela autoritaria a cambio de dinero y orden. Y aunque ya no se trata de las Fuerzas Armadas, replegadas tras dos décadas de democracia a sus funciones específicas, en la Argentina siempre hay un montón de gente que cuando muere Alfonsín, por ejemplo, hace lindas declaraciones a favor de la democracia, pero dejaría hacer. Como dejaron hacer y sacar al propio Alfonsín para que Menem llegara cuanto antes a restaurar el poder económico. Como dejaron hacer y sacar a un De la Rúa que huyó después de un incendio social y más de treinta muertos.
Y digo por qué creo que Alfonsín fue un gran hombre, un excepcional animal político de los pocos pero deslumbrantes que han tenido los radicales.
Alfonsín no fue un manso, sino un hombre que dio la pelea que él consideraba justa, y Alfonsín era un radical. Para serlo, fue mucho más allá de lo que consideraba necesario su propio partido, y el eje de la conciencia política del ex presidente era el poder partidario. En nombre de ese tipo de poder cometió graves errores, pactos en Olivos, que pagó el país. Pero aquella tarde de 1987, la frase completa fue "la casa está en orden, y no hay sangre en la Argentina".
La memoria colectiva recortó el final. Pero yo escucho sobre todo ese final.
Quizá sea que se murió. La muerte no debe canonizar a nadie, pero es inevitable pasar en limpio, poner en foco. Yo escucho "... y no hay sangre en la Argentina", porque son palabras importantes. No se puede saber qué habría pasado si las cosas hubieran sido otras, pero algo es completamente cierto: Alfonsín nunca fue un líder revolucionario, y esta sociedad jamás podría haber tenido uno. No estamos llamados a esos cambios bruscos, sino al lento fluir de un sistema que nos evita el derramamiento de sangre. Alfonsín enfrentó aquel terrible dilema de los carapintada atrincherados y la multitud en la Plaza con su confeso y nítido punto de vista radical. Optó por asegurarse la continuidad de un sistema que ahora se encarga de esos juicios. Sería justo que de ahora en adelante recordáramos, al menos, la
frase completa.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-122629-2009-04-04.html
Oratoria y sepelio*
*Por Horacio González.
Extraña es la muerte. Como decía Macedonio Fernández, no puede ser pensada, nada sabemos de ella porque ella misma, en acto, no provee experiencia alguna para el que la sufre. La muerte deja en libertad al presente y a la vida en general. Pero es una libertad tan amplia como condicionada, que el muerto no puede torcer aun con sus últimas disposiciones. La muerte de Alfonsín provocó los profundos simbolismos de los cuales el muerto nada sabe, pero es posible imaginar que los deseaba. La muerte deja suelta la imaginación del muerto, sin referencia. Entonces, puede superar a lo que hubiera sido su voluntad.
En el Congreso, el discurso de Sarney, ex presidente de Brasil, fue inflado, con la pompa de quien también es miembro de la Academia Brasileira de Letras, famosa por el cultivo de elaboradas exaltaciones. Sarney también había despedido a Tancredo Neves, presidente electo brasileño que no llegó a asumir. En aquel sepelio, hubo varios muertos entre los asistentes, por los apretujones. Sarney propuso que eran los “ángeles populares” que partían en compañía del insigne fallecido. El orador había encarnado la suave transición entre los regímenes militares y los gobiernos democráticos en Brasil. A ambos perteneció. Lo que dijo ante el féretro de Alfonsín fue quizá lo más interesante de lo escuchado en el Congreso. Debajo del boato contrito, había una consideración sobre la política energética encarada como una dificultad a superar entre ambos países. Sigue siendo un problema entre Brasil y Argentina que apenas ha evolucionado en su tratamiento pero no en su capacidad de sobresalto. Al margen de las luchas electorales argentinas, Sarney pudo mencionar así un elemento de verdad, una cuestión histórica controvertida.
Cobos fue más problemático, pero se notó menos, pues posee un estilo suave y resignado para decir las cosas más desmedidas. Su reflexión profunda es imperceptible pero súbitamente percibimos que captura lo esencial. Se trata de un monograma existencial que denomina “el destino”. Tiene razón. Es su propio estar-ahí. Una condición sólo justificada por los imprevistos encadenamientos de los hechos. A cargo de la presidencia ese día, con el gobierno nacional como gran ausente, recordó indirectamente su voto famoso y explícitamente la paz con Chile, que atribuyó al Papa. Este episodio lo encontraba como conscripto movilizado en la cordillera. Hijo de las formas más oníricas del azar –que de alguna manera es lo contrario a la muerte–, Cobos enlaza su vida con la historia a la manera de un sueño infantil. Con menudos ingredientes, sin moverse, obtiene mucho. El Estado se congela para él en un único momento glorioso. Es la ceremonia desnuda de su mera presencia entendida como extravagante intervención de la providencia en el seno de los reglamentos institucionales. Momento angélico que con las menciones papales intenta sujetar. Es su biblia escueta, con momentáneos granaderos y blasones.
Alfonsín, se sabe, era un laico. Cierta vez subió a un púlpito para responderle al propio púlpito. El obispo que en las escalinatas del Congreso pronunció el Agnus Dei por los difuntos fue prudente. Detalle interesante, señaló algo así como un “laicismo trascendente” en Alfonsín. El ex presidente muerto pertenecía al credo krausista, lo que no solía manifestar muy explícitamente, pero se expresaba en la convicción de que hay cierto misticismo profano en la vida política. El panteón de los muertos en la revolución de 1890 que ahora lo acoge en el cementerio de la Recoleta –allí también están Alem e Yrigoyen– parece apropiado. Pero en el tenor de ciertos discursos, ofrecía el bastante visible espectáculo de una historia cíclica, de un incómodo ritornello. El discurso de Leopoldo Moreau lo acentuó más que el de otros, pero no fue a la zaga del que en el Congreso pronunciaron, figuratio electionis, los senadores Morales y Sanz. Lo cierto es que Raúl Alfonsín se había referido muchas veces a aquella lejana revolución de 1890, justificada por lo que se señalaba del gobierno de Juárez Celman en cuanto a incompetencia y corrupción, y que parecía haber perdido el apoyo de su cuñado, el general Roca.
Los combates cruentos en Plaza Lavalle en aquel año, las dubitaciones del general Campos, el mitrismo presente en la fundación de la Unión Cívica, la sombría disconformidad de Alem con el curso de las acciones, la forja cívico-militar de la sedición, el perdurable origen partisano de la boina blanca, muy a menudo fueron parte de la reflexión de Alfonsín en los primeros tiempos de su gobierno. Quería medir aquellos hechos revolucionarios que veía como una legítima manifestación de la lucha fusil en mano –fundada en motivos republicanos, democráticos, constitucionales–, con las insurgencias armadas de los años ’70. Estas, a las que muy notoriamente había criticado, quedaban muy desfavorecidas frente a las huestes que se situaban en la prehistoria del partido radical.
Hoy, a la luz de una actualidad absolutamente presente en el texto interno de la despedida a Alfonsín, digamos que los cívico-militares del noventa que intentaron derrocar al torpe presidente de la época, tanto serían los progenitores de un recordable espíritu yrigoyeniano como también de las estructura persistente de las asonadas que a la postre –afirmémoslo ahora– tendrían evidentes parecidos con las que Alfonsín condenaba tan justamente, ya bajo la forma de los decididos golpes de Estado contemporáneos. Entonces, para ser justos, que nadie se ofenda, los antecedentes de esos golpes habría que buscarlos antes de la aciaga fecha de 1930.
Volviendo a los discursos en la Recoleta, frente al Panteón del 90, el ex presidente uruguayo Sanguinetti, que tiene todo derecho a contar su interpretación de la historia argentina, debería por eso mismo haber sido más cuidadoso, ecuánime y profundo en sus valoraciones. Periodizar adecuadamente la historia argentina con el concepto de golpe de Estado es una opción que debería ser renovada en los días que corren con otras reflexiones de mayor alcance y hondura. Quizás el presente argentino no las permite, aunque frente al estimable muerto no era necesario hacer notar el inmediatismo que nos atraviesa a todos ni una mirada abstracta de la historia.
David Viñas, cuando joven adolescente, presenció el cortejo de Yrigoyen por la avenida Callao, cubierta por una gran muchedumbre acongojada. El cajón –nos cuenta– iba de un lado a otro de la calle bailando por encima de las cabezas de la gente, como suspendido en bocanadas de angustia colectiva. Más de cuarenta años después, en el mismo Congreso nacional, Ricardo Balbín habría de hacer su recordado discurso frente al ataúd de Perón. Poseído por la severidad de ese gran momento, el líder radical enhebra figuras retóricas poderosamente efectivas y no lo llama nunca por su nombre a Perón. Le dice el muerto, como en un cuento de Borges. En cambio nombra a Yrigoyen, en un espectral gesto de rever la historia bajo una lógica recurrente. Reconciliado ya con un Perón –el muerto– del que quería decir que aún había que hacerle decir una y otra vez que debía volver de las brumas del golpe de 1930 como un joven capitán arrepentido.
La historia ha vuelto en estos días, y la vigorosa figura de Raúl Alfonsín –el muerto– merece ser interrogada por los hombres del presente. Es lo que intentó la oratoria que escuchamos por televisión. Como siempre, frente al drástico hecho de la muerte, los hombres buscan con desesperación las palabras propicias que huyan de las rutinas del género fúnebre. Si no lo logran, las pobres hilachas del presente reclaman sus oscuros derechos.
*Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
-Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-122671-2009-04-05.html
Papá no podía volar*
*Jorge Lanata
02.04.2009
La muerte mejora, ennoblece, agranda, tranquiliza. El 30 de octubre de 1983, Alfonsín llegó a la Presidencia repitiendo el preámbulo de una Constitución sancionada 130 años antes. Tan atrás estábamos. Nos acostumbramos, después, a que no nos mataran por pensar distinto. Y luego entendimos que había que pagar impuestos, presupuestar el presupuesto. De allí veníamos. A Alfonsín le encantaba aquella -esta- imagen de salvador: Superalfonsín con su capa roja y blanca, salvándonos de los peligros que nos acechaban. Escuché ayer, muchas veces, que le debíamos la democracia. Alfonsín debe de estar allá, en el cielo, sonriendo. "Por fin se dieron cuenta". Yo sentía, entonces, que cada vez que nos "salvaba", más nos hundía: nos salvó con las Felices Pascuas y nos salvó con el Pacto de Olivos; ya éramos grandes para salvarnos solos. La democracia, por su lado, había llegado a los empujones gracias a los chicos de Malvinas. No sé si ahora, al hablar de Alfonsín, hablamos de él o de lo que fuimos; no sé si hablamos del ochenta y tres, cuando soñábamos qué podíamos ser. ¿Habrá estado Alfonsín a la altura de aquella Argentina? ¿Habrá estado la Argentina a la altura de Alfonsín? Asistí cada día al Juicio a las Juntas y estuve en un móvil de Radio Belgrano cuando Alfonsín nos deseó Felices Pascuas. Pertenezco a la generación que escuchó por primera vez el invento argentino de la Obediencia Debida, aquellas
palabras que en otro idioma ni siquiera existen: due obedience, en inglés, obéissence due en francés, no se traducen como impunidad en español. Viví los trece paros de la CGT y el sueño de la capital a Viedma, donde los terrenos triplicaron en vano su precio y las putas se frotaban las manos.
Leí entre lágrimas el Nunca más y vi las fotos de los cuerpos torturados y deshechos en La Tablada. Desayuné con Alfonsín en la Quinta de Olivos y el desayuno cayó por un precipicio cuando se me ocurrió criticar la incorporación de los militares al Gabinete, consecuencia de aquel 23 de enero; Alfonsín enrojeció, levantó la voz y todos apuramos el café. Asistí, claro, al Pacto de Olivos cuando Alfonsín combatió al oso abrazándose con él. Y después llegó el vendaval: criticábamos a Terragno por su propuesta para privatizar una parte de Aerolíneas asociándose con SAS; Menem la malvendió en cinco minutos. ¿Le pedimos demasiado a Alfonsín? ¿Alfonsín nos ofreció demasiado? ¿Por qué nunca pudo pedirnos, sinceramente, ayuda? ¿Por qué nunca nos dijo quiénes fueron los responsables del "golpe de mercado" que lo obligó a entregar el poder seis meses antes? ¿No nos habrá tenido confianza? ¿Por qué dijo entonces que el problema de su gobierno fue la comunicación? ¿No estaba él para entendernos a nosotros, o somos nosotros los que debimos entenderlo a él?
En aquellos tiempos, los jóvenes de su entorno lo llamaban "Bapu", que en hindi significa "padre". Así llamaban a Mahatma Gandhi, padre de la Nación.
Hace un rato Luis Brandoni, en el Congreso, decía que Alfonsín fue un padre:
-Se murió papá -recordó Brandoni que se encontró diciendo esta mañana.
Papá no podía volar. ¿Él nos habrá hecho creer que sí o todo fue sólo parte de nuestro entusiasmo?
¿Y si podíamos volar y nunca lo hicimos?
*Fuente: Diario Crítica de la Argentina.
http://criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=22216
Una novela china*
*César Aira
Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada.
¡Una explicación post facto muy limpia! chillaba Hua entre risas. Y agregaba: ¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación?
Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera, y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano.
Cuando habló, sorprendía por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte. No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado con su nombre en el museo, le había quedado una cierta fama de coleccionista -cosa que no era, en ningún sentido-. De ahí que lo visitaran, de tanto en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antigüedades. Casi nunca compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés.
Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría un mercado secreto para estas bellezas de antaño.
Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio fuera de éste en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban, en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de todo, sí debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero, y
guardarlo.
Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La abrió, estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que las abejas
produjeran un determinado "tono" de miel; efectivamente, la ilustración laqueada en la tapa representaba una violeta. Hua soltó una exclamación admirativa y tendió la mano para examinarla; eso puso de mal humor a Lu.
Dijo no ver el motivo de la admiración: debería ofrecerles el juego completo, con todas las cajitas de las demás flores: sólo así la oferta podría tener algún interés para un coleccionista. Por otro lado (esta
objeción se le ocurrió sobre la marcha), un anticuario dedicado a la cultura apícola de los Han tendría un inmenso campo de acción: además de las cajitas y las semillas estarían los potes para miel, los soportes de los panales, las caretas, y mil cosas más; y la miel; para no hablar de las abejas, y de
su trabajo.
El vendedor afeminado miraba a la ventana, sin la menor intención de responder. Hua en cambio se encendía como una señora: a él la cajita le parecía exquisita...
Lu Hsin lo interrumpió: ¿quién le aseguraba que esas semillas conservarían su poder germinativo, al cabo de unos veinte siglos? Y en caso de que lo conservaran, ¿qué atractivo tendría para un anticuario todo el dispositivo?
¿No era más lógico ofrecérselo a un apicultor?
Hua P'i p'ei resopló, impaciente:
-No he conocido hombre más intratable en el fondo. ¿Qué es lo que quiere, por todos los dragones del cielo y la tierra? -exclamó aparatosamente.
-No quiero nada -dijo Lu sin faltar a la verdad profunda.
De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los
cigarrillos podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible, y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria pederastia de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste con su claridad excesiva una bruma alrededor. Y la vida de Lu empezaba a tomar caracteres precisos no aquí, entre ellos, sino en otro lado, en otra
dirección.
La aparición de Hin había provocado su impresión también en los otros, pero de muy distinta índole, como lo demostró el visitante al hacer un comentario: dijo que había viajado ampliamente por el país este último año, y había notado una tendencia muy marcada a recoger niñas para criar.
Obviamente, creía que aquí Hin era la hija del dueño de casa, y Ma Whu su esposa, o no habría abierto la boca. Hua, sin pensarlo demasiado tampoco, le preguntó a qué podía obedecer un movimiento social tan descabellado.
-Al marxismo -dijo simplemente el extraño, agitando imperceptiblemente los dedos, muy cortos y delgados-: se teme que dentro de unos años la juventud se apoderará de todas las mujeres.
Lu los invitó a salir a fumar un último cigarrillo al jardín; era un modo de despedirlos. El desconocido cerró la valija y los siguió. Fumaron mirando el crepúsculo, y oyeron adentro los chapoteos alegres de la niñita en el fuentón. Efectivamente, era demasiado temprano, pero no estaba mal hacerlo
de todos modos. Unas abejitas vespertinas zumbaron sobre los setos, sin acercarse a las figuras que ya se oscurecían.
Y como suele suceder, la noche apareció súbitamente, como si no la hubieran estado esperando. Una ola de gris creció en un instante de la tierra, sustrayendo todos los colores. Y sin embargo, permanecía la luz del día, o algo así como su espectro, colgando de las montañas. El visitante habló vagamente de ir a la casa donde se alojaba en la Hosa... Hua se mostró interesado: quizás pudieran hacer juntos el camino, le agradaba caminar a esa hora, cuanto más tarde mejor. "Hay horas más tardías", dijo Lu, pero no lo oyeron. No, el extranjero se alojaba exactamente en la dirección opuesta a la de la casa de Hua, por lo que éste no insistió. De cualquier modo, le hizo prolongar unos momentos más la reunión, con uno de sus característicos arranques anoticiadores:
-¡Deberíamos temerle al oso!
-¿Qué oso? -preguntaron los otros dos.
Aparentó un escándalo, ¡cómo podía ser que no estuvieran enterados, bien enterados, mejor que él, que en realidad no sabía nada! Había un oso haciendo estragos en las aldeas más cercanas a la montaña (y ésta era la más cercana de todas), un oso grande, ferocísimo y grotesco. Había habido una alarma, dos semanas atrás, y hasta el momento seguían en la misma posición de incertidumbre.
-Es irrisorio -dijo Lu Hsin-. ¿Cómo no encontrar a una bestia de semejante tamaño? ¡En dos semanas!
El extranjero apoyaba a Hua:
-Pueden disimularse perfectamente en un montón de hojas.
-Señor -dijo Lu con cierta severidad-: no estamos hablando de un montón de hojas.
Recordó en ese momento que él había preparado un comentario, años atrás, para una obra antigua, escrita por un anónimo provincial en los albores de las Cinco Dinastías. Era un librito que se llamaba Los 52 modos de atrapar a un oso. Lu había redactado un prólogo, algunas notas, y un apéndice ligeramente más científico que el texto, que era una fantasía no desprovista de buenas ideas. Él mismo lo había hecho imprimir, un pequeño folleto, del que tenía todavía algunos ejemplares en la casa (y el librero Pia tenía todo el resto de la edición, si es que no la había botado). Ahora podrían desempolvarlos aprovechando la oportunidad... Pero qué lamentable, bien pensado, era que hubiese que esperar la aparición de un oso, de un oso de verdad, para vender una obra literaria.
Ya se oían ruidos en la cocina, y ahora sí los visitantes se marcharon.
Cenó solo, servido por la señora Whu y pensando vagamente en unas cosas y otras. Por momentos se olvidaba de la existencia de la niña, de su presencia en la casa, y la aparición de la señora Whu (porque era de esas personas que siempre aparecían) se la recordaba, nunca sin un toque de sorpresa.
Pues bien, la cena solitaria fue velocísima. Últimamente había empezado a maravillarse de la velocidad de sus cenas: pasaban en un abrir y cerrar de ojos, y no recordaba nada en absoluto de lo que comía o no comía en ellas.
No podía explicarse tampoco muy bien a qué podía deberse ese fenómeno. De hecho, las cenas dejaban de ocupar un lapso en el tiempo: podía esperarlas, antes, o comprobar, después, que ya habían sucedido, pero nunca lograba "atraparlas" en el momento mismo en que tenían lugar. No eran más que "la hora de la cena", y ya no la cena en sí misma, que parecía desvanecerse como una entelequia pulsante. (Y, tal como funcionaba su mente, no pudo dejar de preguntarse si no sucedía lo mismo con todo en su vida.)
A la madrugada lo despertó un grito; ya dentro del sueño sabía que se trataba de la señora Whu, pese a que, por supuesto, nunca antes la había oído gritar. Sumamente desconcertado, se sentó en la cama un momento. Aunque todavía no había señales del alba, entraba al dormitorio un suave resplandor, de la niebla encendida. La cualidad ambigua, entre interior y exterior, de la casa, se manifestaba como nunca antes, y Lu Hsin tuvo una oleada de placer estético que se confundió con todo lo demás que en esa hora
y circunstancia hacía a su confusión general; su persona tardaba en rearmarse, y parecía poseída, por el contrario, de un movimiento centrífugo.
Se puso de pie y corrió la mampara que lo separaba de la minúscula galería externa. No se oía nada más, y la noche estaba sobrenaturalmente callada.
Salió, dio unos pasos descalzo en la tierra, y acertó a mirar por la ventana trasera de la salita; más allá del ambiente, por la otra ventana enfrentada, vio en el jardín lateral a la señora Whu en camisón, en la postura clásica del espanto. La niebla parecía complacerse en iluminarla a ella. Lu Hsin se preguntó si no sería sonámbula. Qué engorro, se dijo en un susurro, y se dispuso a dar la vuelta a la casa. Mientras lo hacía se le ocurrió que quizás había algo que espantaba a la buena señora, algo real, en cuyo caso
no debería ir tan desprevenido. Se detuvo a pensar un instante. Pero era como si hubiera transcurrido el tiempo, y ahora la niebla estaba realmente imbuida de la claridad del día próximo. Estaba contra la ventana de la despensa, que ahora se continuaba en la cocina, y ésta, por una mampara, daba a la salita. Todo estaba abierto, de modo que tenía una perspectiva en diagonal de toda la casa, apenas menos clara que el aire libre. Pero desde aquí no veía a la mujer (aunque no dudaba que seguía petrificada como la
había dejado). Decidió volver sobre sus pasos: en la otra diagonal, tendría una visión del dormitorio que Ma Whu compartía con la niña. Cuando pasaba ante la ventana de la sala echó una mirada, y aquella estatua blanqueada de pavor había desaparecido. Su perplejidad se renovó de pronto. ¿No habría
sido todo un sueño de él? Siguió hasta donde podía ver el dormitorio. Había calculado mal: aunque las mamparas estaban abiertas, desde aquí sólo veía los árboles de su vecino Tienh-Han, barrido de neblinas. Siguió rodeando la casa, y al dar la vuelta al frente vio en la calle a la señora Whu, tan
espantada como antes. Ella lo vio y le hizo gestos urgentes, al tiempo que exclamaba algo; curiosamente, ahora lo hacía en voz demasiado baja, como si temiera alertar a alguien. No era un sueño, porque los dos estaban de pie.
Claro que ella había huido. En un relámpago de alarma, Lu pensó en la niña.
(El mismo había tenido fantasías difícilmente explicables, como las tiene todo el mundo, respecto de la supervivencia de la criatura.) Debía ir ya mismo a verla. Se metió por la oficina rumbo a su cuarto; con esta casa, daba lo mismo ir por adentro o por afuera. Y al trasponer la sala, tuvo una visión tan extraña que no la olvidaría nunca: las nieblas parecían de algún modo haber entrado en la casa, y entre ellas, recortado oscuramente, un oso, un gran oso, se inclinaba con ingenua curiosidad sobre la cesta donde Hin
seguía durmiendo plácidamente.
*César Aira (1949 ) nació en Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires. Aira se define a sí
mismo como "un francotirador que practica un oficio íntimo, secreto y clandestino", ha desarrollado una extensa labor literaria que comprende diversos géneros como el ensayo, la traducción, el periodismo, la novela y el teatro.
De breve extensión, las novelas de este autor destacan por la presencia del elemento insólito en convivencia con lo habitual y cotidiano. Escritor prolífico, dentro del conjunto de su obra se encuentran los cuentos "El vestido rosa", "Cecil Taylor", y novelas como Moreira; Ema, la cautiva; La luz argentina; Las ovejas; Una novela china; Los fantasmas; La liebre; Embalse; El llanto; Cómo me hice monja; La trompeta de mimbre; Los misterios de Rosario; Cumpleaños; Varamo; Fragmento de un diario en los Alpes, entre otras.
Dentro del genero ensayo cabe señalar Nouvelles impressions du Petit Maroc, Alejandra Pizarnik, Diccionario de autores latinoamericanos, Copi, Taxol, entre otros.
Ha dictado cursos en la Universidad de Buenos Aires y en la de Rosario, y ha sido editado en Francia, Inglaterra, Italia, Brasil, España, México y Venezuela.
*Fuente: http://www.abanico.org.ar/2006/10/aira.china.htm
Correo:
Presentación de "Procedimiento. Memoria de La Perla y la Ribera" de Susana Romano Sued*
El lunes 13 de abril a las 20 hs. se presentará el libro "Procedimiento. Memoria de La Perla y La Ribera " de Susana Romano Sued.
Lo harán, junto a la autora, las escritoras Concepción Bertone y Gloria Lenardón, y la Psicoanalista Laura Capella.
El escritor Daniel Riera ha dicho: "La palabra "Procedimiento" remite aquí a los siniestros operativos de los "grupos de tareas", pero también a lo que hace un escritor cuando trabaja sobre la forma y la estructura de sus textos ". Podríamos agregar: Lo que puede hacer alguien con la memoria desgarrada.
El paso de la nuda vida a la creación poética.
Susana Romano Sued es cordobesa, licenciada en Letras y ejerce como profesora de Estética y Crítica Literaria y Moderna en la Universidad de Córdoba, además de ser investigadora del Conicet. Es poeta, ensayista, narradora, traductora y psicoanalista.
Sala C -Centro Cultural Bernardino Rivadavia, San Martín 1080, Rosario
¡Los esperamos!
*Laura Capella. elecapella@yahoo.com.ar
hacer de la caída un paso de danza, Pessoa
*
Queridas amigas, apreciados amigos:
Este domingo 5 de abril de 2009 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor español José Minguillón. Las poesías que leeremos pertenecen a Gerson Valle (Brasil) y la música de fondo será de Rikchariy (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Freundliche Grüße / Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067
*
Apreciadas amigas, queridos amigos,
El número 87 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL “Estrella Errante”, edición Abril/Junio/2009, puede ser ya consultado en nuestra página en internet www.euroyage.org bajo el link:
http://www.euroyage.org/es/xicoatl-87
CONTENIDO:
· Resultados del 3er Concurso de Composición XICóATL.
La edición impresa de XICóATL # 87 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail a la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).
Cordial saludo,
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur
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Tel: ++43 662 825067
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