viernes, febrero 05, 2010

QUIÉN NOS DIRÁ DE QUIÉN...



*Ilustración de Ray Respall Rojas. (Cuba)






LA VIEJA CIUDAD*





Quiero decirte tanto y no encuentro las palabras...
Quiero hablarte de los olores que trae el viento,
De las notas que lleva en sus alas,
Y de nuestro abrazo,
De ese abrazo nuestro que ciñe la vieja ciudad.



Mas no puedo, no me alcanzan las palabras...
Para decirte que sin ti
No hay ciudad, sino lejanía.
Las flores solo portan aromas de nostalgia,
El viento no lleva ni trae melodías antiguas…



Porque sin tus brazos,
Sin tu mejilla junto a la mía
Contemplando como se oculta el sol tras los tejados,
No sirven,
No son nada las palabras.






Ella*



Ella ha olvidado el motivo que la trajo a este momento,
Y se detiene a contemplar las rejas:
La ciudad ha puesto cercas en sus casas,
Se teme que el Afuera nos invada,
Alguien ha dejado un plato de sobras en su puerta,
Ofrenda a los gatos, otrora dioses.

(Dios le ha guardado un sitio en el Paraíso por tal gesto)



Ella voltea, sin querer, con sus pasos el plato
Y las sobras se desperdigan por el suelo.
Comienza a llover, como todas las tardes,
Ella no sabe si lluvia, o lágrimas.
Observa como se empapan las intimidades
Que los vecinos sacan a asolear en los balcones…




¡Ay, ciudad, qué sería de ti sin gatos, verjas y esas tendederas!




Ella camina lentamente hacia su muerte,
No importa si debe recordar su nombre
O el motivo que la ha puesto en tales circunstancias:
Su ángel le tiende los brazos,
Ella va a su encuentro,
Pensando que va a extrañar su ciudad, allá, en el cielo.



*Poemas de Marié Rojas.







QUIÉN NOS DIRÁ DE QUIÉN...





LA CANCHITA*



Si yo le dijera cómo era el pueblo en ese tiempo, quiero decir el pueblo antiguo, con los plátanos que se besaban con sus hojas a lo alto, calle a calle formando una sombra propicia, como un túnel que no dejaba filtrar los rayos curiosos del sol, con bandadas de torcazas explotando en los mediodías, y con las numerosas chicharras que también serraban el mediodía con su cuchillito insistente, augurando un calor de perros. Si yo le dijera que en las horas de aquellas siestas tórridas no había una sola alma que se atreviera por esas calles de Dios, sólo los carritos de los heladeros, y nosotros si podíamos eludir el control de las madres, que no sé por qué, nos conminaban al encierro tan odiado. Si nosotros queríamos trotar por las calles polvorientas en busca de pajaritos o cuises, si no nos hacía nada en los pies descalzos ese polvo hirviendo como un caldo empecinado.
Si yo le dijera que en aquel tiempo era todo más lento, que todo se privaba de la urgencia y las ilusiones eran más simples y el eco de un acordeón atravesando la noche veraniega o el rasguido tristón de una guitarra llenaba el almita soñadora de una quinceañera que de día bordaba con sus tías y de noche preguntaba cómo era el amor con sus hermanas mayores.
¿ Y nosotros?. Éramos nada más que una nadita recorriendo esas calles desoladas, trepándonos a los árboles que escondían nidos secretos con huevitos pintos que eran el tesoro para nuestra crueldad inconsciente.
Pero sobre todo era el fútbol el juego que acaparaba todo nuestro interés y se robaba todo nuestro entusiasmo. Excluyendo los momentos en que nuestras madres nos conminaban a los mandados imperiosos y las tediosas horas escolares –donde aprovechábamos los recreos para mezclarnos en antológicos picados- el resto del día lo dedicábamos al fútbol.
Con la pelota no había problemas, jugábamos con la de goma, de cuero y sino con las gauchitas que armábamos con una media y un montón de trapos adentro, lo importante era tratar de emular las gambetas de Oscar Massei, Ernesto Grillo, el Cabezón Sívori, o el inefable Orestes Omar Corbata, a quienes por supuesto nunca habíamos visto jugar pero sabíamos de sus hazañas a través de “El Gráfico” o los partidos que escuchábamos por la radio.
En una época habíamos descubierto un lugar casi mágico para jugar al fútbol, estaba donde hoy es casi el centro del pueblo, allí donde el Negro Esteban tiene su estación de servicio, con bar y cabinas telefónicas. Allí aunque usted no lo crea no había construcciones en toda la manzana, si exceptuamos dos casas sobre la calle Sarmiento (de Rodolfo Massarini y del Cleive Bessone) y a la vuelta, en la cortada Mariano Vera quedaba aún en pie la vieja casona de doña Paca, aquella española que se había jubilado de maestra y a veces nos pedía algún mandado prometiendo la propina que nunca daba.
El resto estaba vacío, más vacío que un campo arado, sólo que éste no estaba arado y tenía una gramillita seductora y un tejido alrededor de dos metros que le daba un aire “profesional” a nuestros ojos.
Entrábamos gateando entre los intersticios que dejaban dos hojas de un portón con un candado y otros simplemente trepaban por el tejido romboidal y se tiraban adentro. Estaba justo enfrente de la “Carnicería del Pueblo”, de Benicio Ardiles, santiagueño buenazo de feliz memoria para todos los que lo conocimos, dueño del negocio de libreta más larga de todas las que existieron. Y como el negocio era muy concurrido, no era difícil que tuviéramos público, porque también estaba (¡todavía está) la panadería del inefable Taio Peiró, la de tan exquisito pan y tan delicadas facturas. Digo que allí en esa esquina confluía un variado público de a pie, o en sulkys o autos de la colonia, o bicicletas o simples caminantes y algunos cruzaban la calle y se quedaban allí, mirándonos jugar.
Habíamos clavado unas cañas a guisa de arcos y alguna vez con una pequeña azada marcamos la canchita donde sólo jugábamos de siete integrantes por cada equipo y en un rapto de lujo cuasi asiático volcamos un poco de cal para marcarla, que conseguíamos no sé por qué transa o misterio hoy olvidado.
Nos reuníamos siempre que podíamos, pero la cita inexcusable fue por un tiempo el día sábado. Allí nos íbamos congregando de distintos barrios y ahora se me escapó si los equipos tenían o no nombres, es probable que nos identificáramos por barrio. Nosotros éramos “El Jazmín”, pero también nos decían “los de la barra del Cholo”, porque allí estaba y está el más famoso “Ramos generales” en toda la historia del pueblo, quiero decir el que regentea el famoso Cholo Belluschi, que por nombre civil responde a Rogelio, el que supo llamarse “El rey de la pintura” o “el bandoneón del barrio”, ya que a veces tocaba dicho instrumento, si le insistíamos un poco los chicos y también tocó para una orquesta de tango de Beravebú.
Allí hacíamos campeonatos donde terminábamos al anochecer luego de jugar desde la una de la tarde y puedo decir sin temor a equivocarme que ese grupito nuestro fue el primer equipo formal que conformé y si se me permite lo transcribo porque al hacerlo pongo en movimiento una red de sentimientos muy antiguos, muy hondos, muy queridos y muy primitivos ya que todos esos chicos casi empezaron a caminar conmigo y si yo alzo la cabeza puedo verlos corriendo bajo una luz difusa del atardecer contra un cielo incendiado.
Aquella barrita hoy lejana, que se deshizo como un tejido flojo en el tiempo me acompaña junto a sus cabecitas rapadas y sus sobrenombres: Chorchi, Ñangá, Toto, Tago, Chuchi, Pili.
Había que mantener bien en alto el honor del barrio y las trifulcas no eran frecuentes siempre y cuando las cargadas no se pasaran de raya cuando alguno perdía, pero en general eran partidos bastante cordiales, exentos de brusquedad. Nosotros sólo pretendíamos jugar cada vez mejor al fútbol para que alguna vez uno de los dos equipos del pueblo nos tuviera en cuenta.
Y nosotros, nuestro barrio en particular, de acendrada prosapia futbolera tenía más compromiso que los otros, porque el nombre de “El Jazmín” debía permanecer siempre en alto y no perder nunca, cosa que no siempre conseguíamos si quiere que le diga la verdad.



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar








EL DESCUBRIMIENTO DEL FÚTBOL*



Mi fascinación por el fútbol no llegó de la mano de una pelota, sino a través de la lectura. El hecho fundacional -uno de esos acontecimientos que cambian la vida de una persona para siempre- tuvo lugar en diciembre de 1970. Yo tenía 5 años y acababa de terminar mi paso por el Jardín de Infantes. Tal como lo he explicado en una crónica anterior ("El descubrimiento de las palabras"), a pesar de mi corta edad yo ya era, por aquel entonces, un lector empedernido que devoraba cuanto texto tuviera a su
alcance. No sé cuánto era lo que entendía ni cómo hacía para entenderlo, pero leer me encantaba. No sólo consumía libritos de cuentos, sino que habían comenzado a comprarme el Anteojito con regularidad, me gustaba hojear también las revistas que circulaban en mi casa o en las de mis abuelos: Gente, Siete Días, Vosotras, Para Ti, y hasta me le animaba a algunas secciones del diario El Litoral. Semanas atrás, mi papá me había formulado una promesa: apenas yo terminara el Jardin, me compraría una revista de
fútbol. Así fue como una tarde de sol, haciendo honor a la palabra empeñada, me llevó hasta un kiosco cercano, compró un ejemplar de El Gráfico y lo depositó en mis manos. Ignoro qué significación, real o simbólica, le confirió mi papá a aquel acto. De lo que estoy seguro es de que ni él ni yo supimos esa tarde que, con ese regalo, me estaba obsequiando las llaves de un universo maravilloso.
El logo de la revista impreso en amarillo sobre fondo verde. La foto en colores de Aldo Poy en la tapa. La foto en blanco y negro de un gol de Chacarita frente a River, en la que el delantero (¿Marcos?) desliza la pelota con toque elegante por sobre la cabeza del arquero (¿Perico Pérez?).
El póster central con el equipo de San Martín de San Juan que estaba disputando el Torneo Nacional. La foto de Laino, arquero de Atlanta, tirado en el césped, vencido por el disparo de un jugador rival (¿Morel, de Racing, o Hijitus Gómez, de Central?). He ahí el acotado e impreciso inventario visual que aún guardo de aquella lectura iniciática. El inventario de nombres, en cambio, es mucho más abultado, pero justamente a causa de su extensión será mejor omitirlo. Baste decir que esa larga lista incluye
rarezas tales como Aceituno, Millicay, Legrotaglie o Ataúlfo Sánchez.
El impacto que provocó en mí el encuentro con esa revista fue enorme, revolucionario. Quizás una anécdota sirva para demostrarlo. En la casa de mis abuelos maternos había un pequeño pizarrón y una caja con tizas de colores. Supongo que me los habían comprado con fines didácticos, para que practicara mis primeros manuscritos o para que evidenciara sobre ese rectángulo negro alguna precoz habilidad plástica que -dicho sea de paso- nunca tuve. Y bien, yo usé las tizas y el pizarrón con gran entusiasmo, sí, pero lo hice para aplicar mis incipientes conocimientos sobre el mundo del fútbol. Y mi esfuerzo, por cierto, rindió sus frutos: para cuando llegó marzo y tuve que empezar la escuela primaria, yo no sólo podía dibujar las camisetas de por lo menos veinte equipos diferentes, sino que además era capaz de escribir "River Plate" o "Vélez Sarsfield" sin errores de ortografía. Si eso no es aprendizaje holístico, díganme entonces cómo se llama.
Por supuesto, mi flamante interés por el fútbol, sumado a mi pasión lectora conformó una dupla voraz que necesitó ser bien alimentada. Así fue como a ese primer ejemplar de El Gráfico le siguieron otros, no sólo del mismo semanario, sino también de la revista que terminaría luego siendo mi preferida: la Goles. Yo las leía con devoción y ellas retribuían mi entusiasmo con creces, suministrándome una andanada de información que, dada mi natural curiosidad, me fue transformando casi sin esfuerzo en una pequeña enciclopedia viviente del fútbol. No exagero: ya en segundo grado, ninguno de mis compañeros de curso podía igualarme a la hora de recitar formaciones completas de equipos argentinos o enumerar clubes de otros países.
Leer esas revistas me hacía feliz y eso bastaba para volverlas imprescindibles. Pero ellas me permitieron también obtener dos beneficios colaterales que sólo pude valorar debidamente años después, analizados con ojos de adulto. Para empezar, no tengo pudor en admitir que las revistas
deportivas han sido mi primera influencia literaria. Yo escribía crónicas de partidos imaginarios e intentaba imitar en ellas el estilo de las notas que leía. Así, sin darme cuenta, fui absorbiendo conceptos periodísticos básicos, maneras de presentar la información y, sobre todo. formas de narrar los hechos (ya me imagino a algún gracioso diciendo: "se nota... tendrías que haber leído más a Balzac y menos a Osvaldo Ardizzone"). En cuanto al otro beneficio, es algo más profundo, casi de naturaleza filosófica. Porque leyendo esas revistas aprendí que el mundo del fútbol no era un manojo caótico de partidos inconexos, sino que todos respondían a un orden superior, estaban insertos en una estructura gigantesca que todo lo abarcaba, se desplegaba en el espacio (con un ámbito regional, otro nacional y otro internacional) y tenía continuidad en el tiempo. En otras palabras: muchos años antes de las aburridas clases de Metodología de la secundaria, fue el fútbol el primer docente que inoculó en mi cabecita la noción de lo que era un sistema. O. en todo caso, cabría afirmar que el del fútbol fue el primer sistema cuya esencia y funcionamiento logré captar a la perfección.
En base a tal circunstancia, hasta me atrevería a aventurar que mi forma adulta de razonar deriva en buena parte de aquella temprana percepción de las cosas.
Es posible que los lectores detecten en lo hasta aquí narrado cierto excesivo grado de abstracción. Es decir: mucha revista, mucha revista, pero poca pelota en movimiento. No debe suponerse por ello, sin embargo, que mi relación infantil con el fútbol se limitó a la lectura. También veía partidos. Y vaya si veia; prácticamente no me perdía ninguno. Pero ubiquémonos en la época: hoy es fácil encontrar fútbol en la tele. Basta con apretar un par de botones para poder asistir a un exótico Angola-Malawi por
la Copa de África o presenciar un duelo de hacha y tiza entre General Lamadrid y J. J. Urquiza por la Primera C vernácula. A mí, que era capaz de quedarme pegado a una portátil sólo para seguir las alternativas de un Almagro-Villa Dálmine, tamaña maravilla tecnológica me hubiese hecho morir de felicidad. Pero en aquellos años no era tan frecuente ver partidos en vivo y en directo. Entonces, había que apelar a otros intermediarios: la radio, las revistas, las figuritas.
En cuanto a jugarlo, pues claro que también lo jugaba. Desde esa tarde en que Claudio Astudillo se dio vuelta en medio de la clase y desde el pupitre de adelante me preguntó en voz baja: "¿querés jugar al bolo en el recreo?", jugar al bolo se transformó para mí en sinónimo de liberación, de felicidad pura y plena, de gesta épica en la que hacerle el gol del triunfo al curso rival equivalía a convertirse en héroe por un dia.
Pero esa, claro, es otra historia. Por el momento, quedémonos con el recuerdo de ese niño con anteojos al que le alcanzaba con tirarse de panza al suelo y leer una revista Goles para sentir que la vida, igual que el fútbol, era un juego apasionante.



*de Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar








LA ANGUSTIA*



Cuando la angustia llega, se instala en mí.

No viene sólo a visitarme, se adueña de mi alma y de mi cuerpo.

Se va introduciendo de a poquito dentro de mis venas y fundiéndose con mi sangre corre junto a ella inundándome con su esencia de aflicción, de congoja, de ansiedad.

No puedo evadirla cuando llega; no puedo esconderme porque no la veo llegar; aparece de pronto sin que siquiera me de cuenta.

Cuando se incorpora a mi vida ya no puedo eludirla, es inadmisible escapar y es quimérico pensar que sólo vino de paseo.

Me vuelve abatida, pesarosa, atormentada. La garganta se me cierra y entro en una afasia tan profunda que siento que en el mundo sólo existimos ella y yo.

Pero soy vulnerable mas no frágil.

Entonces intento que se vaya, que me abandone, que siga su camino.

A veces lo consigo. Otras, se va sólo cuando cree que su función está cumplida.

Y al irse me deja nostálgica, agobiada, vulnerable y debo hacer un esfuerzo enorme para engañar a la tristeza y poder sonreir.



*de Zaidena. zaidena@hotmail.com
- Elortondo- Dep. General. López. Pcia. de SANTA FE- ARGENTINA









Tomás*


*Por Martín Caparrós
05.02.2010

"¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?".


Son versos, son de Borges, encabezan el primer gran libro de Tomás Eloy Martínez. En la página inicial de Lugar común la muerte resuena la pregunta: ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?
¿Quién será el que se ha muerto ahora que, muerto, les ha quedado a los vivos? ¿Quién será aquel que fue, ya ajeno de sí mismo?

Morir es entregarse. Los muertos se hacen nuestros: los hacemos. Nosotros, los provisoriamente vivos, hilamos una vida sin saber que la hilamos, como quien se distrae -"yo vivo, yo me dejo vivir, para que él trame su literatura."-, y esa vida se va haciendo relato sin querer: un relato donde a veces influimos más que otras, tallando marcas, sembrando materiales.
Hasta que, al fin, el día más pensado, nos volvemos tan poco, cajita de cenizas: construcción de los otros. Morirse es, también, convertirse en un cuento que otros van tejiendo. ¿Quién nos dirá de quién, y quién será el que era? Mi maestro Tomás se murió hace unos días.

Lo hemos llorado, lo hemos saludado, le hemos dicho que lo vamos a extrañar -y es tristemente cierto. Tomás era cariñoso, pícaro, generoso, malévolo. Tomás era absolutamente querible, interesante, culto, atento a sus amigos: uno de esos raros grandes conversadores que no se olvidan de hacer preguntas y escuchar respuestas. Tenía un arte del relato oral que envidiaría cualquier tía solterona, y le gustaba tanto charlar de libros como de chismes, de política y películas como de bueyes muy perdidos; contaba chistes malos. Y, sobre todo, le interesaban con pasión los hombres y mujeres, las historias. Ahora se ha vuelto, finalmente, una.

Me gusta pensar que le interesaría ese pasaje: que podría, como solía, reírse, sorprenderse, enfurecerse incluso escuchando lo que empieza a ser.
Él, que lo hizo con otros muertos, con grandes muertos de la patria: él, que inventó algunas de las formas más precisas de Juan Domingo Perón, de Eva Perón -y tantos otros. Nada le gustaba más que recordar cómo ciertos episodios que imaginó para Perón en su Novela, para Evita en su Santa eran citados aquí y allá como historia verdadera. A mí me gusta recordarlo así: como un gran inventor de historias verdaderas. Cualquiera inventa historias; es muy difícil inventar historias verdaderas.

(Este martes, al lado de la lluvia, su cuerpo muerto tronaba en medio de la sala y en un rincón, en una mesa, descansaban sus libros. A las dos de la tarde unos señores se llevaron el cuerpo; los libros se quedaron. Sólo la realidad puede hacer metáforas tan malas; Tomás la habría tachado o mejorado. Pero es cierto que, de ahora en más, él va a ser, sobre todo, esas historias verdaderas que inventó.)

Tomás empezó a escribir en serio en la Argentina de los años sesentas. Era un gran periodista, jefe de redacción de una de las mejores revistas argentinas, donde cada nota era obsesivamente reescrita para que mantuviera el estilo de un autor colectivo que se llamaba Primera Plana -y donde nadie creía que los lectores fueran a asustarse frente a páginas rebosantes de letras porque en esos días todos -periodistas y lectores- se creían gente inteligente. En medio de esos alardes -de esas facilidades, diría alguna
vez-, Tomás Eloy Martínez se buscaba.

Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran. Si el nuevo periodismo -entonces nuevo- consistía en retomar ciertos procedimientos de la narrativa de ficción para contar la no ficción, él se apropió lo más granado del momento. Sus crónicas
fueron un raro encuentro entre Borges y García Márquez: sus frases tomaron préstamos del ciego, sus climas del realismo mágico. Y, muy pronto, consiguió lo más difícil de alcanzar: un estilo -una música, ritmos, una textura de la prosa.

Tomás -como muchos de los mejores- se pasó muchos años escribiendo, de alguna forma, el mismo texto. Ya en Lugar Común anunciaba su intento: "Debo acaso explicarme: las circunstancias a que aluden estos fragmentos son veraces; recurrí a fuentes tan dispares como el testimonio personal, las cartas, las estadísticas, los libros de memorias, las noticias de los periódicos y las investigaciones de los historiadores. Pero los sentimientos y atenciones que les deparé componen una realidad que no es la de los hechos sino que corresponde, más bien, a los diversos humores de la escritura.
¿Cómo afirmar sin escrúpulos de conciencia que esa otra realidad no los altera?".

Con ese programa, contra la práctica notarial del periodismo chato, escribió sus crónicas de entonces y, obstinado, entusiasta, ligeramente escéptico, creyente, sus dos libros más celebrados, los Perón. Donde terminó de romper los límites entre ficción y realidad, porque entendió que la realidad puede comunicarse mejor con la dosis necesaria de ficción, y la ficción se enriquece con su parte de realidad -y que esa mezcla desafía al lector, lo obliga a no creer, lo convierte en un cómplice activo. Fue su consagración o, dicho de otra manera, su hallazgo de sí mismo. Desde entonces se pasó dos décadas fecundas componiendo una Argentina que -vaga, complaciente- aceptó ser la que él contaba. Tomás, mientras tanto, se dejaba vivir, gozaba de la vida, sufría de la vida -y escribía escribía escribía más.

He conocido a pocos tan ferozmente escritores. Hace unos años, cuando leí su despedida de su mujer, Susana Rotker, me impresionó que, en medio de tal dolor, pudiera escribir esas palabras. Hace unos días, la última vez que nos vimos, me dijo que, contra la enfermedad, seguía escribiendo, y entendí cómo una metáfora gastada puede volverse realidad: escribía porque era la única forma en que sabía vivir, porque escribir era seguir viviendo.

Ahora, ya desembarazado de la obligación de ser real -esa torpe necesidad de comer, querer, ganarse el sueldo, elegir la camisa-, será puro relato. Por eso ya no importa quién era aquel Martínez. Importará, de ahora en más, cómo lo hacemos: ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos
despedido?

Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesionario. Si traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante sin decir todo lo que le debo", escribió Tomás alguna vez. Hace muchos años le dediqué mi primer libro de crónicas. Ayer encontré, doblado dentro de mi ejemplar de Lugar común la muerte, Caracas, 1978, el papelito donde había ensayado esa dedicatoria: "Porque/ si no hubiera sido por aquel Lugar Común,/ jamás me habría atrevido/ a suponer este libro./ Gracias". Otros harán otros Tomás; yo seguiré escribiendo, en cada texto, acechado por mis limitaciones, éste: el que nos permitió escribir lo que escribimos, el que nos inventó. Por eso me gusta pensar que leería estas líneas con su sonrisa pícara, con el brillo guasón de sus ojitos claros, y me diría que no he inventado suficiente.
Tiene razón, maestro. Denos tiempo. Total, por fin, ya no lo apura ningún cierre.



*Fuente: Crítica digital
http://criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=37119







TÚNEL*



A paso lento, muy lento se alejaba. Fue en madrugada que la espera cesó. Los ojos permanecieron abiertos ávidamente para saber qué había al concluir de ese túnel, puente o subterráneo por el que hundía sus pasos. El lugar inhóspito era medroso, ceniciento y ambiguo. Las paredes oblicuas cubiertas de polvo, cuya estructura rocosa permitía reflejar la sombra. La amantada sombra de tantos años, acompañándolo en las calles de invierno.
Pudo observar la luz, y se sintió cada vez más cerca del sol. Era una luz incandescente y cálida por la que sintió cobijo tras cada paso. Hubo un momento de incertidumbre: había recorrido mucho camino para llegar; se encontraba agotado con respirar forzoso, detuvo la mirada y vio otras huellas hundidas que iban hacia el encuentro. De poco el aire no lo fue necesitando, sintió en el cuerpo una liviandad como la de un ave y su sombra se fue haciendo más pequeña hasta apagarse. Con ojos encendidos, percibió el significado de estar ahí frente a lo desconocido, ante la luz que en un solo pestañeo podía apagar tantos años. Entonces fue el momento de la certeza, de la revelación, de la extrema lucidez que lo aconsejó seguir, caminar hacia ella. Hacia la luz que lo esperaba desde el comienzo.



*de Melisa Ferraris. flordeloto1980@hotmail.com






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Apreciadas amigas, queridos amigos,


El número 90 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL "Estrella Errante", edición Enero/Marzo/2010, puede ser ya consultado en nuestra página en internet www.euroyage.org
bajo el link:

http://www.euroyage.org/es/xicoatl-90

CONTENIDO:

+ ENSAYO: El amor eficaz: el cine de Marta Rodríguez. Guadi Calvo.
+ POEMARIO: Poemas. Flobert Zapata.
Poemas. Jorge C. Corcho Padrón.
+ NARRATIVA: Cuentos. Amado Storni.
+ AUSTRIA: Poemas. Hubert Tassatti.

La edición impresa de XICóATL # 90 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail a la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).

Cordial saludo,

YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur
www.euroyage.org
Schießstatt-Str. 37 A-5020 Salzburg
AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067



*


Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 7 de febrero del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del Carnaval de Rio de Janeiro 2010. Las poesías que leeremos pertenecen a Eva Durán (Colombia) y la música de fondo será del Carnaval de Rio de Janeiro 2010.
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at (Link: MP3 Live-Stream).
Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
(Recomendamos usar http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Freundliche Grüße / Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.org

Schießstatt-Str. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067



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