domingo, julio 18, 2010

EL MUNDO QUE ORILLAS...



*ILUSTRACIÓN DE WALKALA: http://www.walkala.eu


(XI)
MENDIGA*



Peregrina de la dádiva
habitas la ciudad sin escrúpulos
barriendo sus veredas por una monedas.


Tu mirada se pierde mirando a nadie.


¿Dónde se guarece tu mente ante tanta intemperie?
¿Dónde, tu andar cobijado en anchas polleras, acude?
¿Dónde, el mundo que orillas, te dejó afuera?

¿Dónde?



*de Cacho Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar









EL MUNDO QUE ORILLAS...











Semáforo*




Y cuando el pan es un zumbido
de monedas en fuga,
una brecha de frío en las mañanas,
esos rostros reunidos por el vidrio
que tratan de limpiar, sin conseguirlo;
las manos, como nidos agrietados,
desprendiéndose de sus palomas
en el páramo sin lindes de la infancia.
Allí queda esa sonrisa,
con su futuro de intención ya averiguada.




*de Abel Edgardo Schaller. abelnegroschaller@yahoo.com.ar
Paraná, mayo de 2009















Banda de pibes*





Ellos…



Códigos de supervivencia



Solitarios paco dolor



Mestizaje de América en horror…



Llovizna sobre la barriada



Los he visto olido sentido



Son la verdadera humanidad



Descarnada hecha pájaros de



Desasosiego…




-Para mis hijos que intentan ver la Realidad


*Mónica Laurencena. monilaurencena@hotmail.com







Paisaje - Caricia*


La mano se arquea apenas, busca la suavidad, las señales de la vida del otro, roza la cara, toma el pelo, se despliega, lo inunda de un vaivén casi canto o cuna.
Sobre esa cabeza, con pequeñas lomitas.Las uñas rojas de ella rozan como una gran magia las ideas y las sensaciones del interior de él, se toca con los sueños. Bordea los sueños... La mano protege, libera, se ilusiona, se pierde en los laberintos del otro. Hechicera ella aprende, se entibia, se transforma. Los dos se transmiten un idoma extraño como formado por lo inexplicable
Visto desde lo alto unas colinas surcadas por hilos de nieve con diez fuegos encendidos, alumbrando.



*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar







El perro amaestrado*

Con prólogo de César Aira, se publica por primera vez en la Argentina Diez (Mansalva), narraciones del chileno Juan Emar, uno de los escritores latinoamericanos más originales del siglo pasado. Aquí, uno de esos relatos



*Por Juan Emar


Desiderio Longotoma, Baldomero Lonquimay y yo somos amigos. Esto nada tiene de extraño, pues juntos jugábamos en nuestra infancia.
¿Eran propiamente juegos los nuestros? Los de Desiderio Longotoma y los míos, sí. Los de Baldomero Lonquimay..., dudoso. Baldomero Lonquimay era, ya de niño, extremadamente serio y reflexivo y era, además...
En fin, sobre los subestratos anímicos de su ser he hecho ya un esbozo que daré a la publicidad alguna vez. Repetirlo aquí me fastidiaría.
En nuestra juventud juntos los tres emprendimos nuestras primeras calaveradas.
¿Calaveradas? Puedo notar lo mismo que para los juegos de infancia respecto a Desiderio Longotoma y yo, por un lado; Baldomero Lonquimay, por otro.
Más o menos por la época de nuestros veinte años, Desiderio Longotoma compró un perro recién nacido y lo amaestró. Le puso como nombre Piticuti. Piticuti era pequeño, de cuerpo largo, de color pardo oscuro.
Desiderio Longotoma nos dijo un día:
-Todo transeúnte es un absurdo. Cada ser humano cuando está quieto o cuando se entrega a sus actividades o satisface sus necesidades vitales, puede ser razonable. Pero al convertirse en transeúnte se convierte en un absurdo.
Amigos, ¡hay que vengar tal absurdo!
Entonces hicimos lo siguiente:
Cada noche, en una habitación oscura de la planta baja de mi casa -cuya ventana sobre la calle estaba protegida por una reja colonial- nos agazapábamos nosotros tres y el perro.
Silencio. Larga espera. Mi calle era tranquila.
De pronto un transeúnte venía. Pasaba frente a la ventana. Desiderio Longotoma murmuraba:
-¡Zus!
Piticuti saltaba sobre la reja y ladraba. El transeúnte creía desfallecer.
Esto, todas las noches durante más de un mes.
Otro día nos dijo:
-Todo esto es una venganza al corazón de los transeúntes. Todo esto venga por intermedio de un sentimiento, que tal es el susto. Pues bien, ¡no! Es necesario vengar con el dolor. Amigos, ¡a las piernas!
Y salimos por las noches, los tres y el perro, a recorrer las calles apartadas.
Designamos como víctima al decimosexto transeúnte que nos cruzara; luego, al trigésimo segundo; luego, al cuadragésimo octavo, etc. Siempre de dieciséis en dieciséis.
Al cruzarnos una víctima, Desiderio Longotoma murmuraba:
-¡Zus!
Y Piticuti mordía en un tobillo. Luego escapábamos los cuatro.
Yo, al salir cada vez, me preguntaba con ansiedad indescriptible:
-¿Quién irá a ser el decimosexto? ¿Cómo irá a ser? ¿Qué ocupaciones y preocupaciones ha tenido durante el día? ¿Cuál de entre ellas lo ha empujado a entrar en la noche de las calles? Si es hombre, ¿tendrá mujer? Si la tiene, ¿la amará? ¿Y si es mujer? (Porque a las mujeres tampoco las perdonábamos; una mujer, al ir por las aceras, es igualmente transeúnte que un hombre.) Al regresar a su domicilio, ¿irá a encontrar en él a un niño indiferente a su herida? ¿O a una viejecita que va a alarmarse hasta la
insensatez? ¿O a dos amigos burlones que van a reír por lo ridículo del hecho? ¿O no va a encontrar a nadie?
Iguales preguntas para el trigésimo segundo, el cuadragésimo octavo, etc.
Producíanse a veces alternativas que aumentaban la ansiedad hasta la angustia:
Viene el decimosexto. De pronto se vuelve y se aleja. No era su destino.
Viene el decimosexto. De pronto aparece en una esquina otro transeúnte que queda precediendo al primero, convirtiéndose de este modo en el decimosexto.
Ha arrebatado la numeración fatal.
El destino era para él; no para el anterior.
Etc.
La angustia ahora. La angustia, como el ahogo -si uno se fija bien-, se compenetra con la voluptuosidad. De ahí lo que hablan los que han estado a punto de morir ahogados. De ahí las añoranzas -al parecer paradojales- por ciertas épocas pasadas de nuestras existencias en que se ha vivido entre las garras de la angustia.
Todo ello es voluptuosidad.
Pero resumamos, al menos en lo que a mí me atañe:
Érame el total de estas andanzas una sensación ahogante de destino.
Porque sentía su realidad, su vivencia, como un monstruo que, aunque invisible, se posaba -pesado, hosco, mudo- sobre la ciudad.
Era un monstruo hecho de hilos.
Estos hilos iban tejiéndose por todas las calles.
Cada transeúnte iba dejando tras de sí un hilo a veces como el humor plateado de la babosa, a veces como el bramante fino de la araña que se desprende.
Estos hilos les eran visibles como experiencia, como recuerdos. Yo los veía casi con los ojos. Éranme visibles en la zona límite entre la vista interior y la exterior.
A menudo los vi -fuera, puros- a lo largo de las calles negras, temblando.
En cada extremo de cada uno, un hombre caminaba.
Todo transeúnte echaba hacia adelante otro hilo. Le era apenas visible como volición, como deseo. Este hilo, diferentemente al anterior, estaba acechado por imprevistos.
¡Nosotros éramos imprevistos para todos los seres que caminaban por la ciudad!
Mas no teníamos contacto directo con ellos. Nos era necesario otra criatura de otra especie: Piticuti.
Estos hilos éranme apenas visibles. Los percibía sólo por la vista anterior.
En cambio mi tacto los sentía mejor que los quedados atrás. Pues sentía nítidamente cómo me atravesaban el cuerpo a la manera de finísimas y muy largas agujas.
Una noche noté alarmado que todos ellos me atravesaban, o tendían a atravesarme, por el sexo.
Quise comunicar esta observación a mis amigos: Desiderio Longotoma reía y reía con su reír menudo; Baldomero Lonquimay era inviolable en su seriedad de mármol.
Nada les comuniqué.
Y Piticuti volvió a morder.
Al fin tanto atropello a nuestros conciudadanos empezó a pesarnos en la conciencia.
Para absolvernos decidimos juntar dinero. La suma total la dividimos en cuatro partes iguales para entregarlas cariñosamente a los transeúntes decimosexto, trigésimo segundo, cuadragésimo octavo y sexagésimo cuarto.
Y nos dirigimos al barrio más indigente de la ciudad.
Piticuti quedó en casa encerrado.
Con estupor noté que no sentía ni hilos que se quedan, ni hilos que se anticipan, ni sexo.
Sabía que, al dar dinero, tenía que producirse lo mismo que al herir. Lo sabía... Nada más.
No sé qué ocurrió con mis amigos. El caso es que Baldomero Lonquimay dijo:
-No vale la pena hacer esta caridad.
Y Desiderio Longotoma:
-Vamos a tomar una copa. ¡Basta de necedades!
Y volvimos, la noche siguiente, a nuestras correrías con Piticuti.
En otra ocasión Desiderio Longotoma nos dijo con aire misterioso:
-Tengo un nuevo proyecto que realizar con nuestro fiel compañero. Mañana lo comunicaré solemnemente.
Pero al otro día amaneció muerto Piticuti.
Lo enterramos en el jardín de la casa de su amo. Sobre su cuerpo echamos tierra. Sobre la tierra, una lápida de cemento.
Desiderio Longotoma cayó en gran tristeza. No quiso jamás revelarnos su proyecto. Sólo repetía:
-Ahora... ¿para qué?
Y yo no volví nunca más a sentir la profunda, la desgarradora voluptuosidad de esos hilos nocturnos y temblantes.
¡Pobre Piticuti!
Veintitrés años más tarde.
Hace hoy una semana.
¡Volví a sentir!
Avanzaba yo hacia el cerro que hay en el centro de esta ciudad. Eran las 8 de la noche. Pasaban muchos transeúntes, muchos coches, autobuses y tranvías. Brillaban faroles y letreros luminosos. Aquello mareaba.
Al costado izquierdo del cerro hay un dédalo de callejuelas bastante complicado y que han complicado aún más con la apertura de nuevos pasajes y plazoletas y con la construcción de complejos y enormes edificios residenciales.
Mas yo conozco bien ese barrio.
Mi intención era llegar a uno de ellos en donde tiene su departamento una mujer que me inquieta y me atrae.
De pronto, a pocos metros ya del cerro, me ofusqué.
Vacilé por un centésimo de segundo. Todas aquellas vías se me confundieron, se me enredaron en un embrollo tan súbito e inesperado que me punzó la sensación aguda de un misterio -oscuro, temible, efervescente- que surgía en todo aquel barrio.
Y en aquel misterio que así bulló, Ella estaba.
Ella lo vivía con su cuerpo entero. Con su sexo.
Y yo, a pesar de embrollos y complejidades, seguiría adelante y llegaría como un sonámbulo, suspendido por una voluptuosidad angustiosa.
Entonces el barrio todo, al revolverse con Ella, rebotó en mi sexo.
¡Había vuelto a sentir!
Durante el espacio de un centésimo de segundo. Poco importaba.
¡Había vuelto a sentir!
Y había aprendido que existe una relación entre la configuración de una ciudad y nuestros más encubiertos deseos. Así, como antes, gracias a los colmillos de Piticuti, había aprendido que, desde cierto ángulo de vista, hay también relación clara entre ellos y los seres que van caminando por las calles.
Pensé entonces volver a la tumba de nuestro antiguo compañero y, como ofrenda a su memoria, depositar algo sobre ella.
Pero, ¿qué depositar?
No lo sé.
Todo cuanto he imaginado me ha presentado acto continuo varias fallas.
Ahora creo que lo mejor será colocar en un extremo de la lápida un caracol.
Y quedar allí, de pie, inmóvil, hasta que la cruce entera, de largo a largo, quedar allí hasta que se pierda de vista, lejos, ojalá en el mar.



ADN JUAN EMAR
Un dandi surreal
El chileno Álvaro Yáñez (1893- 1964), inteligente promotor del arte contemporáneo, publicó en los años treinta, con el seudónimo Juan Emar, una serie de libros narrativos que son hoy objeto de un culto afortunado.


*Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1284985







Cosas dormidas*



No sé si despierten
las cosas dormidas.
Una mesa que tiemble si cargan su lomo.
Un poste de luz, con miedo a tropezar.
Y los caminos
esquivando los autos
Y las cucharas
flotando en la sopa
Que tal el obelisco con vértigo,
los almanaques con amnesia,
libros tartamudos,
y los molinos de viento
girando en cuartos cerrados.
Quizás despierten las cosas dormidas
y una piedra se estire
para tirar una gomera.
Y los alambrados de los campos
como redes gigantes
pesquen ovejas.
Que hay si las guitarras tienen vergüenza.
Si las palabras se agarran de los labios
para no salir
o escriben de papel sus letras.
Que tal si los juguetes dejan de jugar a la escondida
con los niños descalzos.
Qué pasa si las balas tienen pánico.
Y las banderas, en un globo gigante,
se llevan volando todos los imperios.
No sé si despierten
las cosas dormidas.


*de Carlos A. Caposio. carloscaposio@hotmail.com
Octubre 2005








SíNDROME DE ESTOCOLMO*



*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com


Un vacío histórico se extiende, cuando el jazz lentamente gira, trepa, rompe, extiende, murmura. Hay cosas tan normales que dan miedo. Las señoras con alma de acacias repiten el mismo paseo cada domingo. Dan sus pasos de árbol mientras mueven apenas los brazos como ramas. Los señores las acompañan buscando de reojo guirnaldas de muchachas blancas y de mujeres rojas o rememorando el jazz que extiende, rompe, murmura. ¿Habrá un modo de salir ilesos del silencio?


*

Hay una extensión de tiempo que nos lleva. Según la enciclopedia virtual, "el síndrome de Estocolmo es una reacción psíquica en la cual una persona retenida contra su propia voluntad, desarrolla una relación de complicidad con quien la ha secuestrado". Hay una extensión interna que nos define. Los pasos conocen nuestro abismo.


*

Emula. Desnuda en el parque solitario, desnuda en un lenguaje violentado, en un lenguaje de mil puntas y pocas palabras. Desnuda entre los asesinos del único rey, con sus guantes púrpura, sus dientes sangrientos. Firme y desnuda ante el turbulento síndrome de la oscuridad, fuera de la especie, obligada a amar en herrumbrosas camas. Boca abajo desnuda, al borde del aburrimiento, buscando algo que todavía no ha encontrado.


*

En ocasiones, la palabra ave tiene alas tan largas, que pasa volando sobre la ciudad con su cabello de mujer y con los ojos tan abiertos que las personas secuestradas, acaban ayudando a sus captores para salvarse del peligro de la libertad.


*

El amor yacía abstracto en un libro, con huesos ornamentales, con la boca moribunda mamando de las ubres de la noche, rumiando soledad.


*

En el Kreditbanken, las sayas de encaje de leche cruda no cabían ni en la memoria de alguien. Los gigantes subterráneos se ahogaban en su propio suelo. Cuatro hombres debajo de un escritorio no desafiaban la gravedad. Una lágrima caía como una gota de mercurio sobre la alfombra. Seis días después, de los almuerzos compartidos, de las respiraciones próximas, de las desconfianzas mutuas, el beso agradecido. Y los hombres con la linterna ciega queriendo iluminar la noche.


*

Especies de calles, especies de caminos, especies de lagos, especies de personas, especies de noches, especies de cielosà una especie de mundo, Choubert, toda especie de especies, Magdalena, ¿lo único que podemos hacer es pagar y aplaudir más fuerte? Una nostalgia, dos desgarrones, tres restos de universo, un agujero abierto, los pies más abajo del suelo, ¿cómo se llama el actor que desempeña mi papel? Choubert. ¿Dónde está la belleza? ¿Dónde está el amor? He perdido la memoria. ¿Aquí no hay un apuntador?


*

Tanto el captor como el rehén procuran salir ilesos del incidente de estar unidos en matrimonio, por eso cooperan. (Bueno, esta no es una cita textual).


*


Hay que salvar a los niños antes de que sean hombres. Tengo unas cuantas cosas que decirte: el acontecimiento es una cosa que se pliega y que se repliega. Hay otras cosas que se extienden en el espacio. En tiempos remotos los hombres comían a los hombres. Un rumor de cosas negras va rodando en el fondo de los ojos. Negras como un asesinato o una religión. De hormiga a pez, de pez a pájaro, de pájaro a mujer, de mujer a palabra. En el transcurso, los hombres no dejaron de comerse hombres. "Hay que encender fuego en la cabeza para recoger el hollín de las palabras." Hay que salvar a los niños antes de que sean hombres y quieran gobernar el mundo. Hay que detener este hábito alimenticio.


*


Los rehenes tratan de protegerse, en un contexto de situaciones que les resultan incontrolables, por lo que tratan de cumplir los deseos de sus captores. Enciclopedia virtual oportunamente citada.


*

Podrías morir. Podrías no morir. Podrías arrancarte ese ramillete de nervios que llevás por cabeza. Podrías ofrecerte en tu propia piedra de los sacrificios para salvarte. Los que comen hombres son capaces de muchas cosas. Se comen los unos a los otros y hablan con la boca llena. Podrías poner tu corazón boca abajo, a la altura del yo, a la altura del sexo sin fondo que excede la desgarradura. Podrías hacer algo a tu favor ya que siempre pagás y aplaudís tan fuerte. Podrías no pensar que todo debe ser así porque siempre fue así. Podrías dejar de una vez por todas, esa pesada costumbre de morir bajo la misma sombra. Aunque admito que el no morir está lleno de dudas.


*

Y en el autosecuestro, ¿uno siempre coopera consigo mismo?



*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-24469-2010-07-17.html








*


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