jueves, enero 06, 2011
EN SU VIAJE SIN FIN...
*Ilustración: Ray Respall Rojas.
EL DÍA*
Para mi princesa Sarah
-Oh, eso no lo puedes evitar - repuso el Gato-. Aquí todos estamos locos.
Alicia en el País de las Maravillas
Lewis Carroll
¡Hoy es el día! Pasaban gritando todos rumbo a la plaza…
Ella no necesitaba escucharlo: había esperado demasiado este momento.
El castillo bajaba a la tierra.
Extraño acontecimiento que sucedía bajo una conjunción excepcional, que nadie vivía para presenciar dos veces. Cualquier testigo sería polvo en el viento cuando regresara aquel lapso, tan esperado que los habitantes del pueblo alargaban su estancia en este mundo para verlo.
El castillo en las nubes permanecía suspendido sobre la ciudad. Para los forasteros era solo una nube más, un cúmulo nimbo de base plana y figura que se alargaba hasta perderse de vista, tomando curiosas formas que semejaban torres, almenas, muros... Pero los que corrían a su encuentro tenían otra verdad.
Nelly corrió al centro de la plaza, tan espaciosa, con todo colocado alrededor: la fuente, los tenderetes, los cafés, los bancos, como esperando esa hora inverosímil, pero cierta.
Nadie llevaba la cuenta, era imposible predecir la fecha, pero el golpeteo de su corazón le había dicho al despertar: ¡Corre, este es el día!
Solo había que acechar que la puerta se abriese ligeramente y…
No se había creído con el valor de hacerlo, a pesar de estar ensayándolo en su mente desde que acumulaba recuerdos. Aprovechando la abertura había saltado al interior.
- Vengo a ofrecer mi corazón – dijo al alto joven que la miraba entornando los ojos, desde un butacón.
- ¿Y para qué puedo querer tu corazón, mi pequeña visitante no invitada? – le dijo, sonriendo con sorna.
- Todos saben que no tienes corazón, que para vivir necesitas el de una doncella de alma pura, que cuando la fuerza de éste se agota, bajas a la tierra por una hora, tiempo que te basta para atrapar alguna, haciendo uso de tus artes oscuras.
- Ajá, ¿eso dicen de mí? – siguió sentado, balanceando una pierna.
- Tengo una hermana menor, aún no arriba a la mayoría de edad, los demás se han apurado en casar a sus hijas para que no te las lleves, no puedo arriesgarme; ella es la alegría de vivir de mis padres.
- ¿Ah, sí? Y tú, ¿quién eres? ¿La oveja negra?
- Nadie me extrañará, nadie me espera en casa. Dicen que no tengo la cabeza en mi sitio, que soy una inútil. Hoy tal vez les demuestre, con mi sacrificio, que de algo valió mi nacimiento.
- ¿Sólo por eso has venido?
Nelly sintió que el rubor la invadía.
- Estoy… estoy dispuesta, no hace falta más – balbuceó.
Él le hizo señas de sentarse en una butaca al lado de la suya, ella obedeció, sintiendo que las piernas podrían haberle fallado si se mantenía un segundo más en pie. El corazón latía tanto que parecía querer escapar de su pecho… ¿Así de apurado estás por abandonarme?, le preguntó en silencio.
- Déjame contarte algo – sonrió de nuevo -, debes saber que una historia es como un diamante de mil facetas, cambia de rostro, dependiendo de quién la cuente y quiénes la escuchen: Hace mucho tiempo, demasiado, me llevé a una doncella, solo a una…
- ¿Myriam?
- Entonces lo sabes – se inclinó ligeramente hacia ella.
- Mi abuela me lo contó, ella entregó su corazón para salvar a su hermana menor.
- Y tú creíste la historia sin pensar en que nadie fue testigo del encuentro, ¡para colmo pretendes repetirla! – un relámpago cruzó su mirada - Solo había bajado a recoger semillas para replantar mi jardín… Y la vi: supe al instante que pertenecía más a mi mundo que a este donde había nacido. No la rapté: le tendí la mano. Ella obedeció a su corazón. Tuvo tiempo de volver sobre sus pasos y no lo hizo. Mi castillo se elevó, regresó al sitio donde está desde el inicio del tiempo.
- Pero tú… - Nelly sentía un ominoso deseo de romper en lágrimas - ¡Dicen que no tienes corazón!
- No lo tengo. Se marchó con ella, cuando llegó su hora final. Solo teníamos la duración de una vida humana para compartir. Ambos lo sabíamos – se levantó y le señaló el salón contiguo -. El resto es leyenda, tejida alrededor del silencio en que me encierro. Sígueme, verás el lienzo que de ella pinté, intentando atrapar el halo de magia que la envolvía…
- Descuida, conozco el camino – dijo Nelly levantándose.
Petrificada al escuchar sus propias palabras, lo miró asustada.
- ¿Por qué he dicho esto?
- ¿Quién quiere ser eterno cuando vive sin corazón? - le tendió la mano - Ayer te vi en la plaza, mirando hacia las nubes. ¿Dirán de nuevo que lo haces por salvar a tu hermana?
- Sueño contigo desde que tengo memoria de mis sueños - entrecerró los ojos –… sabía como iba a ser tu rostro, el brillo de tus ojos, el aroma de tu aliento, el tacto de tus dedos en los míos.
- ¿Tendrás la paciencia y el amor de envejecer de nuevo al lado de un hombre condenado a permanecer siempre joven?
- Y tú – ella tomó su mano -, ¿tendrás la paciencia de esperar de nuevo mi regreso, luego del inevitable adiós?
Rieron y marcharon a contemplar el cuadro de la bella Myriam, que en nada se parecía a esta muchacha despeinada, con gafas, camiseta y jeans negros, calzando zapatillas de cordones.
(¿Cómo la reconoció, podríamos preguntarnos? ¿Cómo la vio desde tal altura? ¿Cómo ella adivinó su rostro en sueños? No hay respuesta para ciertas preguntas: Así es el amor, aprende a ver con los ojos cerrados).
El castillo cerró sus puertas y se elevó.
Los habitantes del pueblo, saliendo de sus escondites, comenzaron a alabar el sacrificio de Nelly, tan inocente que se le podía tomar el pelo sin vérsela ofendida, siempre rodeada de libros, de gatos, de aves y de flores, tarareando con la mirada perdida en las nubes, dibujando esa sonrisa que no obedecía razón alguna.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
TÚ, CONMIGO AMIGO*
Tú, conmigo, amiga.
Al alcance de mi mano te he sentido.
Porque he sido, otra vez yo, por vos.
Porque los maizales maduros, se alargan en tu sombra.
Y me albergan.
Porque esto, que pretende ser un poema.
Está escrito como yo, alocadamente.
Y me enuncia, me llama, me bautiza.
Y me dice, tu nombre, que es el mío.
Y me encuentro, me nace y me dice buen día.
Refunda mis médanos y me llama Lázaro.
Y canta y baila. Y soy bolero, zamba, castañuela.
Resurrección de pajonales agobiados.
Santa. Prostituta. Bruja. Madre. Hermana.
Mira, sé que hay laureles en flor y designios.
Y perros flacos y niños con ojos huecos.
También se, que en este, desamparado mundo.
Hay vendimias y cosechas caseras.
Y panes y palomas y flores de cuarzo rosa.
Por todo eso, por muchos ríos más.
Yo te bendigo, hermana.
Y siento que me llegas, aunque no se de donde.
Como la lluvia, como el amor.
Con una grafía de mares y de soles
Que me besa las manos y las ramas
Y reinscribe mi nombre... y reinscribe mi nombre.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
La puerta de Aljalil*
*Por Vlady Kociancich
Qué raro, pensó Irene, esas ráfagas de verse bruscamente y no reconocerse.
Porque se estaba viendo en el reflejo de una ventana sucia, en el atardecer de este lunes de octubre, en un bazar de El Cairo, delante de una tienda, la mano derecha levantada y cerrada en el instante de golpear la puerta.
Vio una mujer de pelo corto, madura y corpulenta, en un vestido suelto y sin gracia, cuando ella era -había sido hasta este minuto- una joven delgada, de pelo largo, de movimientos leves. Tampoco la cara de la mujer era la suya.
No del todo, pensó. Más ancha y con un sesgo de tensión, de incipiente amargura, la primera marca del cansancio que acumulan los años. Solía ocurrir a gente de su edad esta experiencia de desdoblamiento, pero la hirió como un zarpazo. Se vio mayor, pasada del tiempo de ser madre. Se vio, nítidamente, horriblemente, sin su hijo al lado.
Inspiró hondo y razonó, todavía estremeciéndose, que la visión nacía de una borrachera de calor. Cuarenta grados a la sombra zarandeaban un cuerpo acostumbrado al frío de los acondicionadores de aire del hotel, removían del fondo esas piedras mohosas. Porque el hijo -su hijo- estaba ahí, fuera de
cualquier espejismo. Pero tuvo que bajar la cabeza y nombrarlo para tranquilizarse.
-Gus.
El chico se apretó contra los pliegues del vestido y la miró en silencio. A Irene no le gustaba traducir a miedo la seriedad atenta de los ojos negros, una expresión que repetía como una palabra favorita desde que llegaron a El Cairo.
Está confundido, se dijo. Era natural. Tenía tres años y venía del orden europeo a este laberinto de colores y de gente desconocida, demasiada gente para el estrecho cauce de las calles tapiadas por el amontonamiento de edificios modernos sobre la negra filigrana de los palacios medievales y las
mezquitas del Islam. Sin contar el otro laberinto, el de las voces que zumbaban una lengua extranjera, acompañando la monótona, imparable orquesta de la bocina de los autos.
Curiosamente, ella también estaba un poco confundida, aunque había cumplido los cuarenta, aunque no era su primer concierto en Egipto y llevaban casi quince días en la ciudad. Debía ser el verano que todavía reptaba en la estación más fresca como una serpiente del desierto en busca de una roca.
Por momentos la desesperaba la falta de aire, la desagradable sensación de que una mano inmensa le tapaba la cara. Pero el calor egipcio no había afectado al chico. Le hace bien, pensó con alivio, orgullosa.
La piel blanca de Gus, piel de encierro en un departamento de Londres, de cielos exangües, siempre grises, se había puesto más oscura, más áspera.
Hasta parecía haber crecido rápidamente al sol, estirándose fuera de su tamaño, igualándose en la robusta delgadez a esos chiquitos del bazar que iban de la mano de mujeres veladas, reflejos árabes de su propia maternidad en estado de alerta.
"Los chicos siempre de la mano en Aljalil", le había recomendado Anna, la cellista. "Y los grandes también, en lo posible." Era fácil perderse en esos patios sin salida, con tantas escaleras truncas y falsos muros de ropa y de alfombras colgando delante de las tiendas.
Siempre de la mano, se repitió, mientras acariciaba esa mano tan chica que cabía entera adentro de la suya. Así lo llevaba, de concierto en concierto, de país en país, madre e hijo inseparables como la música y el instrumento, la música y el niño que viajaban con ella. Siempre de la mano, desde que el hijo había aprendido a caminar, antes en brazos, cargando el cochecito a los aviones, pagando una niñera para que cuidara de él mientras tocaba, siempre vigilante y experta en no alejarse más de lo necesario del bebé que dormía, del violín ya guardado en su estuche.
Golpeó la puerta nuevamente, esperó. La puerta de la tienda no se abría.
Por primera vez lamentó el impulso de quebrar la rutina de su estadía con una tarde de compras. Había cedido a la insistencia de la cellista italiana, la única del grupo de músicos con quien se sentía cómoda. Anna también era soltera, también había adoptado y conocía las dificultades. Pero Chiara, su hija, estaba en casa. Ahora recordó, con algo de resentimiento, una conversación de las dos en la confitería del hotel.
-Puedo dejar a Chiara en Roma. No hace falta un padre mientras tengas una mamma, y la mía es enorme. La pasta -dijo Anna, y se echó a reír. Tenía una risa fácil, simpática, de dientes grandes y separados-. ¿Y tu familia? Claro que la Argentina está muy lejos.
-Vivo en Londres. Pero da igual, no tengo familia en Buenos Aires. Mis padres murieron en un accidente cuando era muy chica. Me crió una tía, que hace tres años...
-Hoy nadie tiene familia -interrumpió Anna con naturalidad, como si perder padre y madre en la niñez fuera un mero dato de estadística-. Todos somos uno más uno. Chiara y yo, Gustavo y tú. Y basta. ¿Te casaste? ¿No? Yo traté.
Dos veces, de más joven, cuando creía que esta vida de locos podía compartirse. Vete con la música, me dijeron. Y me fui. ¿Por qué no? Pero quería tener hijos. ¿Por qué no? Ahora tengo a Chiara. Y basta.
Y basta. Impaciente, empujó la puerta de madera despintada, que no cedió.
¿Pero y si esa no fuera la tienda que Anna había marcado con una cruz en el tosco planito de Aljalil dibujado en una servilleta? No tenía nombre ni cartel, como no lo tenían ninguno de los innumerables negocios del bazar. Y no hubiera sido tan secreta sin esa puerta lisa, de un blanco turbio que la
asimilaba al muro, parte de una antigua casa deshabitada, porque las telas que ahí se vendían llamaban estrepitosamente la atención.
Eran telas beduinas que hacían un largo camino zigzagueante antes de llegar a esta tienda escondida en la hojarasca de Aljalil. Sedosas, irisadas, el color ondulaba en la trama como la arena de un desierto fantástico, azul, rojo, violeta, con dunas y hondonadas que cambiaban de tono bajo la simple vista. Extraordinariamente bellas, eran también misteriosamente baratas.
"Cuestan tres golpes y esperar que te abran la puerta", le había dicho Anna, exagerando.
De pronto sintió que debía irse, que se le daba la oportunidad de resistir a una codicia inútil. Ni siquiera se había preguntado, al ver la tela que su amiga desplegaba sobre una silla, para qué la querría, justamente ella, ignorante de costuras y de modistas, compradora de confecciones, habituada a tomar lo necesario de los estantes y las perchas que daban la vuelta al mundo. Solamente miró y quedó atrapada en la telaraña de colores, en un vértigo de deseo.
-Welcome to Egypt -dijo una voz de hombre, ronca y plana.
El hombre estaba de pie, atrás de un mostrador. La tienda era tan chica que parecía circular. No había un solo blanco entre las telas impecablemente dobladas y apiladas en los estantes que cubrían las paredes. El brillo multicolor, a rayas, en esa diminuta pieza oscura, la deslumbró un segundo.
Parpadeó. Antes de darse vuelta, oyó el ruido seco de la puerta que se cerraba. Sobresaltada, ¿por qué se imaginaba afuera?, se acercó al hombre que la saludaba con esa frase convencional de bienvenida al extranjero.
Era bajo y gordo, de pelo negro y con bigotes, y hablaba por teléfono, el tubo sostenido en el hueco del hombro, mientras sin preguntarle nada tomaba los cortes chatos, apretados como las páginas de un libro y los desplegaba sobre un mostrador tan angosto y endeble que Irene no se atrevía a apoyarse.
Las manos hábiles desenrollaban velozmente las telas, que fluían sobre el mostrador, desbordándolo. Ella se apartó un poco --caían ya sobre la falda del vestido, deslizándose al piso- y sonrió. Por favor, está bien, dijo en inglés, pero el hombre no la miró siquiera y siguió hablando y bajando más cortes de aquel inagotable arco iris.
Con intenso disgusto, Irene comprendió que la conversación telefónica, iracunda y en árabe, tampoco cesaría. Debía elegir, pagar e irse. No pudo.
Esa voz asida tenazmente a una disputa como un hueso entre los dientes de un perro, la acorralaba en su urbanidad y en su ignorancia del idioma. Tal vez hubiera un código de gestos y unas pocas palabras en inglés, imperativos, terminantes, pero ella no los conocía. Resistiéndose a una inquietud que
empezaba a envolverla como una aureola dolorosa, Irene tocó ese río de seda.
El placer la estremeció. Con las dos manos tomó un montón de género. Sólo quería sentir el roce contra la mejilla pero hundió en él toda la cara y cerró los ojos.
Era increíblemente suave. Olía bien. No tenía perfume. No tenía el áspero olor de los telares. Huele a nada, pensó. Huele al desierto, a la arena seca. Al silencio más puro...
Antes de abrir los ojos, de soltar la tela, el terrible silencio estalló en la oscuridad, ensordeciéndola. Se miró las manos vacías. Gus no estaba en la tienda. La conciencia de la falta del niño fue inmediata y violenta. Se vio sola en esa pieza circular que giraba y giraba. Lentamente, como si un paso mal dado pudiera separarla aún más del niño invisible, se dirigió a la puerta. Gus, por Dios, Gus.
La calle, llena de gente, le pareció infinitamente desolada. Se quedó ahí, en el umbral de piedra de la tienda, temblando. Gus no podía estar lejos.
Era tranquilo, tímido, quieto para su edad. Miró el largo de la calle a izquierda y a derecha, cada uno de los puestos, cada una de las vidrieras que hubieran podido atraerlo. Un chico de tres años caminando perdido, llorando, nada más fácil de distinguir, pensó desesperada, nada más fácil. Y esa ilusión le dio coraje para arrancarse del umbral y salir en su busca.
La primera vuelta la hizo con suficiente calma. Doscientos metros de cacharros de bronce, túnicas de lino, collares de plata, perfumeros de cristal, escarabajos de piedra verde y gatos de ámbar, un velo oriental de fruslerías que fue apartando con cuidado de los minúsculos negocios, de los pasadizos, de las escaleras derruidas y de los patios laterales donde el niño hubiera podido internarse. No sabía la hora, no había mirado el reloj.
De pronto, una luz se encendió. La de un café empotrado en ese único muro que sólo arriba, contra un poco de cielo, en el perfil irregular de techos, torres, balcones, mostraba las casas originales sobre las que se levantaba el bazar. Oscurecía. ¿Cómo encontrar a su hijo en la noche de Aljalil?
Delante del café iluminado había tres hombres en tres sillas. La miraron con sonriente curiosidad. Fumaban de esas inmensas pipas orientales, el narguile de bronce con su tubo de seda entre cada uno de los hombres. Bajo el alero, sobre un saliente de madera, colgaba un cocodrilo barnizado, brillante y
escamoso.
-¿Han visto un niño solo, aquí?
Preguntó aturdida, en castellano. Los hombres contestaron en árabe. Sabía que era inútil y sin embargo insistió en inglés, escuchando su voz como un eco mientras se alejaba del café, una voz que rebotaba contra las puertas infranqueables de gente que no la comprendía, de vendedores que le ofrecían
baratijas, de un mísero segundo de atención prestada sobre la gritería con que tentaban a los turistas, de una sonriente, empalagosa indiferencia.
Welcome to Egypt. Y cuando ya había perdido toda esperanza de encontrarlo, lo vio.
Estaba ahí, en una curva de la calle empedrada, de la mano de una mujer vestida de negro que cargaba otro niño en los brazos.
-¡Gus!
La mujer se dio vuelta. Los ojos oscuros, enormes en la cara cortada a la mitad por el velo, la miraron inexpresivamente. Gus no había oído el grito porque no se movió. De espaldas, se apretaba contra el cuerpo de la mujer, bien agarrado de la mano, como si temiera que lo separasen de ella. Había apenas unos treinta metros entre Irene y su hijo, pero corrió hacia la curva de la calle con la sensación de que nadaba en un mar tormentoso, dando largas brazadas, conteniendo la respiración, luchando para no perderlos de vista en el oleaje de caminantes que rompía contra una escollera de tiendas, de alfombras, de cacharros.
-¡Gus!
Los alcanzó cuando la figura de negro se escurría en un pasadizo lateral, en la noche profunda. Tomó a su hijo de los hombros, lo arrancó de la mano de la mujer, repitiendo el nombre, llorando. Y simultáneamente oyó el grito de la mujer, un grito de sorpresa y de alarma. Había una luz de farol, muy
arriba. El débil haz amarillento iluminó la cara del niño, que la miraba con tranquila inocencia.
-Oh, Dios.
Retrocedió como si la luz la hubiera golpeado. No era su hijo. Bajo el impacto de la vergüenza entendía algo peor. Que Gus, crecido, adelgazado, oscurecido por efecto del sol, con sus ojos latinos, en la remera de algodón egipcio más común, ahora se parecía a todos los chicos del bazar, ya era como una uva en un racimo, indistinguible.
Fuera de Aljalil, en la gran playa de estacionamiento, el atardecer persistía, suspendido de una línea violeta sobre el contorno de edificios modernos. Un policía de uniforme blanco anotaba en un papel el número del celular que Irene le dictaba y que él cuidadosamente repetía. Ahmed. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Llamar a Ahmed, el organizador, el intérprete. Pedir auxilio a quien correspondía, al hombre del lugar, el eficaz enlace entre recién llegados y anfitriones, un mundo dividido por el
idioma y las costumbres, amalgamado provisoriamente en el lenguaje de la música pero que volvía a desgranarse cuando entraba en contacto con la vida cotidiana.
Llegó, ese muchacho bien vestido, de perfectos modales, que hablaba un castellano con acento español, y la encontró sentada en el borde de concreto que protegía el tronco de una palmera polvorienta. Era de noche, definitivamente. Hacía frío también. Irene sintió la noche y el frío en todo el cuerpo. Gus sólo llevaba puesta esa remera de algodón.
-Una remera de algodón, pantalones cortos, zapatillas.
No, no recordaba si había un dibujo en la remera, los pantalones eran nuevos, beige o grises, las zapatillas las había comprado en una tienda del hotel, unas zapatillas baratas, de género, por el calor. La voz de Ahmed al traducir la descripción del niño perdido al policía sonaba lejos, a destiempo, cortada y retomando una elusiva melodía, un ensayo de orquesta donde a ella sólo le quedaba esperar una señal, las cuerdas mudas, el arco del violín en el aire.
La señal no se dio. Ahora estaba segura de que el momento de resolución, la noticia de que su hijo había sido entregado a los policías que custodiaban las calles circundantes del bazar, que se encontraba en uno de los patrulleros estacionados en esa misma plaza, se salía del tiempo, fuera de la noche, del ya inconcebible día siguiente.
Helada, silenciosa, escuchó las instrucciones de Ahmed, que proponía rehacer el camino, interrogar al vendedor de telas. Quizás el niño hubiera regresado, quizá, seguramente, alguien, a esa misma hora, recorría el bazar en busca de la madre. Irene sacó del bolso la servilleta con el dibujo de las calles cruzadas donde estaba la tienda y fueron juntos.
Tardaban en llegar. Aunque Ahmed sonreía para no preocuparla, caminaba indeciso, como si la noche hubiera volcado las piezas de ese tablero de ajedrez, los puestos del bazar en su orden diurno, obligándolo a retroceder de un callejón sin salida, de una inesperada plazoleta, y a mirar, con creciente inquietud, el plano manoseado de Anna. A ella no le importó. Sabía que sólo un milagro le devolvería a su hijo. El azar, pensó. Y los ojos se le llenaron de lágrimas.
De algún modo, durante los últimos tres años, había esperado este cruce de la fatalidad, una sombra que la seguía desde el primer abrazo a la criatura envuelta en una manta azul, que le trajeron a la habitación de un hotel en Buenos Aires.
Nunca olvidaría la felicidad de aquel momento de la entrega y sin embargo la sombra estaba ahí. Una silueta informe, proyectada por el sórdido trato con la enfermera, la intermediaria de esa mujer de la que quiso no saber el nombre, el dinero corriendo en cuentas que se apuraba a cancelar, pagos por
comunicaciones, por traslados, por medicinas, por documentos obtenidos de un registro civil en una provincia lejana.
-¿Qué venden en la tienda? -preguntó Ahmed.
-Telas -dijo y la sola palabra le dolió.
¿Acaso no había mirado a Gus recién nacido con el mismo deslumbramiento? Era singularmente bello. Irene no esperaba belleza, apenas buscaba una ternura en que anidar la suya, y tuvo miedo. En esos rasgos delicados creyó adivinar, como la marca de agua en un papel, los de la madre joven, hermosa,
miserable, reclamando desde el grabado de su cara a trasluz la posesión del hijo que vendía.
-Ahmed.
Le señaló el cocodrilo sobre la cornisa del café. El muchacho asintió. A la izquierda, se alargaba el muro de puertas cerradas, de vitrinas desnudas y toldos a medio recoger, entre los que estaría el hueco de telas maravillosas donde Irene había soltado al niño. Lo vio mirar el muro y detenerse, con abatimiento, ante la larga pared ciega, desprovista de vida, y comprendió que eso era todo.
-Por el momento -dijo Ahmed-. Hay que tener paciencia. Alá es compasivo.
Oyó la última frase como una última cuerda que se rompía. Alá es compasivo.
Aquí no había otro Dios que ese Dios. Llegaba del desierto para mostrarle en el bazar, esta noche, el silencioso infierno de los niños robados. Niños de toda edad, absortos en los juegos monstruosos de un prostíbulo, mutilados en un quirófano, devueltos con una cicatriz, niños esclavos de la codicia más
aterradora, llenando el blanco sacrificial del mundo con cuerpos inocentes, apilados en los estantes de una oculta tienda circular, su belleza en oferta, siempre nueva, deseable y sin origen.
El grito la puso de rodillas. Doblada en dos, gritó el nombre de su hijo perdido, gritó de dolor y de rabia, clamando justicia a ese Dios injusto que se vengaba de la flaqueza de una mujer en una criatura de tres años, gritó con la frente apoyada sobre las piedras de la calle, suplicando el regreso del niño a sus brazos, prometiendo todo lo que el destino le exigiera con tal de verlo, de tocarlo, de estrecharlo contra ella una vez más.
-Señora...
El día era gris. Sin una nube, amanecía de gris. Polvo, humo y concreto, la mañana de El Cairo al otro lado del vidrio, en su habitación del séptimo piso del hotel. El gran río era gris, entre las avenidas y su correntada de autos.
-Sí -dijo, pero no se apartó del ventanal.
También ella era gris, como un hilo de esa telaraña de esperas que había tejido durante una semana, que se doraba con falsas noticias para arder y desintegrarse en un minuto, para segregar la punta de otra ilusión inútil.
Se había despertado mil veces de la visión aterradora en el bazar, del sueño frágil en la cama, y había respondido a llamados como el de este momento con un salto de animal salvaje. Ya no. Tampoco dejaba de tocar, encerrada en su cuarto, la música que había tomado el espacio del grito, las cuerdas que llamaban a la piedad, humildemente, desde el desierto de su cuerpo.
Se echó un sweater sobre los hombros, guardó el violín en el estuche, siguió al empleado del hotel por el corredor, dócilmente, insensible al voluntarioso entusiasmo del hombre, como lo hacía cada vez que la venían a buscar, a mostrarle una foto, a tomar datos, a consolarla con probables hallazgos de una pista.
La gente en la sala era mucha. Fugazmente, reconoció la cara de Ahmed entre los otros, iluminada de ansiedad, y la de Anna, seria, pálida. En el centro del círculo que se abrió para dejarle paso, había una figura diminuta.
No lo creyó. Tendió una mano a ciegas hacia él antes de adelantarse, sin voz, sin aire, ahogada por el estupor y el pánico de perderlo nuevamente en la distancia que los separaba. Parecía más alto, más moreno, extrañamente endurecido en la túnica azul, gastada, de otro niño, que traía del mundo de
su ausencia. Quieto, la miraba con una expresión de solemne tristeza, de infinito reproche.
-Gus...
La hermosa cara se arrugó bruscamente al oír el nombre, luego se echó a llorar, la boca abierta y mojada contra el cuello de Irene, el olor inconfundible de la piel del niño, de la piel de la madre, envolviendo a los dos en el milagro del reconocimiento, finalmente a salvo.
En algún momento de ese último día, a Irene le informaron cómo, dónde y con quiénes -una buena familia de Giza- había estado su hijo. Irene agradeció, recompensó, se mostró amable y conmovida por todos los esfuerzos de la gente que le habían restituido al niño.
Pero nunca creyó, ni creería jamás, en la casualidad de la pérdida, en la simpleza de una tienda que vendía telas maravillosas en el bazar de Aljalil, en el fuego sin intención de una tarde de otoño, en el gesto común, difícilmente condenable, de levantar la mano y golpear una puerta.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-159833-2011-01-04.html
El cuento por su autor*
G. K. Chesterton decía que los narradores debemos agradecer de rodillas los pedidos de un artículo o de un cuento que a veces nos llegan de diarios y editoriales, porque el rasgo distintivo del escritor es la haraganería. Sin ese reclamo a corto plazo, afirmaba, buena parte de nuestros proyectos de ensayo y de ficción seguirían dando vueltas en un limbo de postergaciones.
En la humorada de Chesterton hay algo de verdad, al menos en mi caso.
Originalmente, "La puerta de Aljalil" fue pensada para una antología de cuentos sobre un tema unitario: los nuevos pecados capitales. Yo elegí la codicia. Me pareció que este vicio y sus aberrantes consecuencias signaba claramente nuestro siglo. ¿Pero qué tipo de codicia es la peor entre sus muchas manifestaciones? ¿La del dinero, que lleva a la corrupción y al crimen? ¿La del poder, que aplasta a los más débiles para encaramarse en la cima? ¿La del sexo sin límites? Claro que no. Afortunadamente, al menos en nuestro lado del mundo, ya olvidamos a san Gregorio Magno y su amenaza del infierno que castigaba una elección privada, y la lujuria, uno de los siete pecados capitales de hace mil años, ha perdido importancia con el uso.
Pero de juicios morales o religiosos no se hace un cuento. De modo que tuve que explorar ese limbo del que habla Chesterton en busca de una nueva codicia que a mí me conmoviera personalmente y que deseara escribir en forma de relato. La encontré en el tráfico de niños. Niños robados en un hospital, de padres de condición humilde a quienes les dicen que el recién nacido ha muerto para venderlo a otros padres, ignorantes de la horrible maniobra.
Secuestros de niños que sólo reaparecen después de pagar un rescate y de angustiosas negociaciones o que no vuelven nunca. Abuso de niños pobres, extraviados o sin familia, víctimas de la monstruosa codicia de pedófilos.
Niños como mercadería.
Es comprensible que este delito atroz, que no es una leyenda urbana y es global como lo prueban tantos casos en distintos países, agrave el miedo instintivo de perder por unos momentos al hijo pequeño que una madre o un padre lleva de la mano, y lo convierta en el terror de una ausencia definitiva.
"La puerta de Aljalil", aunque es una historia de apasionado amor maternal, tiene en su ficción la marca de esa sombra. Pero se me ocurrió -escenario, argumento, personajes- gracias a un detalle infinitamente menor. Unas telas beduinas de colores que me fascinaron y que compré de pura codicia,
deslumbrada por su belleza. Todavía las guardo, dobladas, intactas, sin darles ninguna utilidad, como si su único propósito hubiera sido el de inspirarme el ámbito y la acción de este cuento.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/159833-51243-2011-01-04.html
EL TREN DEL POTASIO*
El gobierno no ha sido creado para hacer ganancias, sino para hacer justicia, no ha sido creado para hacerse rico, sino para ser el guardián y centinela de los derechos del hombre, el primero de los cuales es el derecho al trabajo, o bien sea la libertad de industria.
Juan Bautista Alberdi
*Por Juan Carlos Cena ferrocena2003@yahoo.com.ar
INTRODUCCION PARA CONTEXTUALIZAR
El robo de nuestras riquezas naturales continúa, no hay ley ni decisión política que las detenga. No hay políticas de Estado para tal fin. Si hay políticas de Estado para permitir el saqueo de nuestros minerales, ventas de tierras fronterizas a extranjeros, tierras ferroviarias, desvío de aguas para las mineras o inundar arrozales de las multinacionales como el caso del Ayui, la construcción de diques en parques nacionales, desmontes salvajes...
Indudablemente, hemos llegado al bicentenario siendo un país dependiente depredado, donde la degradación política y ética es una constante, nada sosiega ese precipitar, vamos barranca abajo, podemos decir también que las aguas bajan turbias cada vez más nauseabundas.
La llamada oposición continúa con su actitud protestataria, entretenida en pronósticos, lecturas de horóscopos varios y presagios. Está prohibido pensar, elaborar una idea, preocuparse diseñar un bosquejo o proyecto de un país desarrollado, ni pensar. La religión de los mediocres no se los permite. Hablan de la República, pero ella se construye con republicanos, no con intolerantes progresistas o de los otros Andan como barrilete sin cola, al antojo de las brisas, montarse en un viento ni soñar. Todos van montados en el soplo de las conveniencias, sin sustentación, se desvanecen el aire.
Vale un ejemplo: Decir algo sobre la estafa binacional por la compra de material ferroviario a España y Portugal, nada. La denominada madre patria y los vecinos peninsulares nos estafaron, y nadie de la oposición señala nada contra esta madre perversa y los lusitanos. Sólo se les ha ocurrido proponer una comisión bicameral.En general opinar sobre los dirigentes políticos y sus quehaceres es entrar en el terreno pantanoso de las puerilidades, la pequeñez los ahoga.
Otro tema son los conversos de todos los pelajes que saltaron con la garrocha y se transformaron en intelectuales, políticos y gremialistas K, abandonando bibliotecas completas, sueños e ideologías adquiridas allá por las décadas de los sesenta y setenta. Hoy, después del brinco, hacen y dicen lo que los K puros no se atreven decir ni hacer, de esta forma quieren mostrar sinceridad.
Parece el tango Cambalache, todos arrinconados, todos recitan la misma letra con salidos de una probeta donde los unificaron a través de un ADN artificial, eso sí con coberturas y amparados en un sobre sin pegar. Que al estar abierto han dejado una vía de escape, uno nunca sabe cuando se incendia el rancho.
De los no K, o sea los otros, entre académicos, bien leídos, continúan en el ejercicio de las prudencias. Pero eso sí, todos alegres aunque llenos de vacilaciones y esquivos por eso de opinar fuerte y con sentido crítico y republicano. Se entretienen, como vía de escape y no hablan de la realidad que nos circunda, para ello se enfrascan en elaboraciones como: "las fantasías de los izquierda kichnerista": La Nación 03-01-11.
Si están preocupado en cuidar todas las impecabilidades de sus curriculum, asistiendo todos juntos a todos los eventos para que los vean, confundiéndose en una ronda de abrazos. Asisten al templo de los sigilos, es su religiosidad. Son templarios del me reservo. Entre ellos se premian y se citan, todo un ejercicio de hipócritas y cobardes. Están saqueando el país y el silencio cómplice aturde.
Eso sí, dan cursos sobre la clase obrera a la cual califican como clase subalterna, con el aval de las universidades nacionales. Son propaladores colonizados de las ideologías del colonialista dominante. Tema para otro capítulo.
No hay ni un solo discurso vigoroso que plantee basta al saqueo de nuestras reservas naturales, ni a la represión encubierta por las patotas gremiales, futuros camisas pardas, ni a las muertes de nuestras comunidades originarias.
Este es un gobierno que no aplica los Derechos Humanos que dice defender, a las comunidades originarias que son avasalladas, asesinadas para despojarlas de sus tierras y así favorecer los desmontes. Tampoco hay una aplicación de los derechos humanos a los pobres y desamparados.
Sobre los niños, ni hablar. Un poema de Armando Tejada Gómez, nos pinta toda una certeza: A esta hora exactamente hay un niño en la calle.
Ni que hablar sobre el padecimiento del hambre. El hambre es el más elocuente dominador social, doblega las voluntades; luego, el dominador trafica con ella, con la hambruna colectiva. Sino obedecen. El que hambrea los reprime, se reprime al hambriento por desobedecer.
Sobre los dirigentes gremiales podemos explicar que los grandes negociados han significado tanto en su concebir, que debieron estructurar otro modelo sindical. El viejo no les servía. Se acabó la democracia obrera. Somos todos socios, o accionistas.
Ellos pasaron a ser los ejecutores de la aplicación de la flexibilización laboral a través de una de las tantas herramientas de explotación llamadas tercerizaciones.
Esta transformación alumbró al sindicalismo empresario. Entonces, para demostrar sinceridad por la acrobacia dada, ¿podemos pedirles a estos patrones vestidos de trabajadores que opinen sobre las reservas naturales y menos del hambre?
Creo que era necesario pintar este apretado contexto, para sí entrar en el tema de los ferrocarriles nacionales y populares; y el de poder describir y comprender mejor el porque del Tren del Potasio. Vamos por el.
"La colonización fabrica colonizados, del mismo modo que fabrica colonizadores"
Albert Memmi. Libro Retrato del Colonizado
Veamos, primero los pasajeros colonizados de este tren del bicentenario, ellos son dos gobernantes. Con regocijo el gobernador Jorge Sapag anunció en la ciudad mendocina de Malargüe, durante los festejos del 60 aniversario de esa ciudad, adonde concurrió también el gobernador de Mendoza, Celso Jaque,
de que se realizaría un tendido ferroviario para trasladar el potasio de la zona.
Estos administradores federales de la dependencia festejaron la novedad del tendido ferroviario, este se iba a realizar por parte del Estado nacional para extraer y transportar la producción del potasio, recurso natural propiedad de la Nación Argentina.
Pero este valioso mineral es explotado por una multinacional, todo este anuncia comenzaría su construcción en marzo del presente año.
El papel de ambos gobernadores es sin error a equivocarse, de cónsules criollos de las multinacionales. Es decir, no ya de un Estado extranjero sino de una empresa internacional. Además, son obedientes y adherentes a las políticas del estado nacional: no sólo apañan el saqueo sino que lo ejecutan, vigilan y rinden cuentas, luego lo festejan. Es el festejo de una depredación más.
Lo volvemos a reiterar: el estado nacional invertirá en la construcción de un ferrocarril para beneficiar a una multinacional que se llevará el potasio, es decir nuestra riqueza para otras latitudes, para beneficio de otros, dejando campos yermos como lo que hoy pasa con nuestras riquezas mineras, aclarando que la Ley de Glaciares no ha sido aún reglamentada por el PEN.
Si seguimos contabilizando esa ausencia, la del ferrocarril, veremos a los productores como los ajeros (productores de ajo), los fruti cultores de la zona de San Rafael, Alvear, Malargue, los olivicultores de la Rioja y San Juan, es decir, toda la zona de Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y Neuquén, que no tienen transporte para sacar su producción. Antes, toda esa producción era transportada por el ferrocarril.
Como corolario decir que el Estado nacional dependiente invertirá en un tren para transportar el potasio y la empresa que se beneficiará es una multinacional de origen brasilero: Vale Do Río Doce. Esta compró a la angloaustraliana Río Tinto la mina de potasio en el sur mendocino, en cercanías a Rincón de los Sauces, sumado a un proyecto en estado de exploración en Canadá, por u$s 850 millones de dólares, y la mina de hierro en Corumbá Brasil por u$s 750 millones de dólares, llegando a invertir u$s 1.6 billones por todo.
Es decir, se compra y se venden nuestras riquezas con total desfachatez y descaro en nuestro propio territorio y en nuestras propias narices, sin que el gobierno nacional actúe ni la oposición mediocre balbucee, ni hablar de los pensantes progresistas, ergo, a nadie le interesa que nos transformemos en una nación libre y soberana.
La empresa Vale adquirió el proyecto completo de Potasio Río Colorado, ubicado al sur de la provincia de Mendoza, en cercanías de la localidad de Rincón de los Sauces, en la provincia del Neuquén.
Río Colorado comprende el desarrollo de una mina con una capacidad nominal de 2,4 millones de toneladas de potasio (cloruro de potasio, KCl) y con posibilidades de ampliarlo hasta el 4,35 millones de toneladas.
Por eso dicen, los gobernadores cónsules de las multinacionales que se debe estimular la construcción de un ferrocarril de 350 kilómetros, las instalaciones portuarias y una planta de energía. Los recursos estimados ascienden a 410 millones de toneladas.
¿Qué tal? ¿Quién lo paga?
La empresa Vale también tiene un proyecto de explotación de potasio en territorio mendocino y esta adquisición le permitirá potenciar el uso del transporte hacia el puerto de Bahía Blanca, pudiendo transportar por las mismas vías férreas toda su producción: Fuente (Río Negro On Line - 17/11/2010).
El tendido de rieles atravesará Mendoza, Neuquén y Río Negro, hasta Chichinales. En la víspera, tras las actividades protocolares por los festejos, Sapag tenía pautado encuentros con los directivos de la empresa brasileña Vale para abordar el programa de responsabilidad social empresaria que asumirá la firma "para ver cuáles van a ser las obras que se van a hacer por parte de la empresa en el norte de Neuquén para asegurar que esta responsabilidad social sea cubierta", señaló ante los periodistas.
El colonizado de Sapag especificó que el emprendimiento impactará "en Rincón de los Sauces, Chos Malal, Buta Ranquil y Barrancas, será una inversión productiva muy importante que habrá que complementar con la inversión que se hará en Neuquén en potasio". Lo sostuvo en Mendoza en el acto por el aniversario de Malargüe.
Las obras del megaproyecto que se instalará en Malargüe abarcan todas las fases de producción y distribución del potasio: la extracción y procesamiento en el yacimiento y la construcción de la infraestructura logística, lo que implica ferrocarril y puerto para su transporte.
Deberíamos leer el Manual del Perfecto Idiota, para ver si estamos encuadrados. Porque infiero que ellos, los funcionarios colonizados, piensan que nosotros somos eso: Idiotas.
Ser o no ser idiotas está en nosotros. La idiotez, idiotismo o idiocia es, en términos médicos, una enfermedad mental que consiste en la ausencia casi total de una persona de facultades psíquicas o intelectuales.
A una sociedad anómica se suma un Estado colonizado, y no ausente como por ahí se dice eludiendo decir la verdad, en el mejor de los casos, con acciones meramente espasmódicas y por lo general superficiales. Toda una simulación de que si tiene proyectos políticos no declarados, como es la de la sumisión colonial.
Por otro lado, podemos observar que la empresa REPSOL - YPF (le acaba de vender acciones a don Ezkenazi ¿con dinero argentino? Esta, YPF se asociaría con la minera brasileña Vale para explotar gas no convencional. El gas es clave para el proyecto minero Potasio Río Colorado que quiere explotar Vale
al sur de Mendoza y próximo al río Colorado. Destinarán u$s 150 millones para desarrollar un yacimiento de 'tight gas' (*) en la cuenca neuquina. El plan es destinar ese dinero a alcanzar una producción diaria de aproximadamente 1,5 millones de metros cúbicos de gas en 2016. Se repartirán
en partes iguales el gas que obtengan: Fuente: diario El Cronista 07/12/2010.
El gigante minero Vale, líder mundial en la producción de mineral de hierro y segunda mayor productora de níquel, está desarrollando en la provincia de Mendoza el megaproyecto minero Potasio Río Colorado con una inversión prevista de u$s 4500 millones.
El acuerdo con YPF le permitirá asegurarse uno de los puntos clave de su proyecto: el abastecimiento de energía. Es que una vez que entre en funcionamiento -el arranque de las operaciones se prevé para 2013- se estima que la mina requerirá una alta cantidad de metros cúbicos de gas por día.
Por eso, la compañía necesita garantizar el suministro de energía de una forma más segura que a través de un simple contrato de compra de gas, que puede correr el riesgo de quedar interrumpido por alguna decisión del Gobierno.
La producción de tight gas se hará en un bloque de 110 kilómetros cuadrados concesionado a YPF, empresa que será la operadora del proyecto. La asociación entre ambas compañías se extendería hasta 2027.
De acuerdo con la información a la que pudo acceder El Cronista, un 50% del gas que se obtenga será propiedad de YPF y un 50% de Vale, que lo destinará a su mina de potasio. Según la fuente, se trata del primer plan masivo para explotar tigh gas en la Argentina. Consultados en YPF y Vale, no hicieron
comentarios al respecto.
Potasio Río Colorado, ubicado en Malargüe, unos 400 kilómetros al sur de la ciudad de Mendoza, es un proyecto integral que abarca todas las fases de producción y distribución del fertilizante cloruro de potasio: la extracción y procesamiento en el yacimiento, el desarrollo de la cadena logística que
permitirá transportar por ferrocarril el fertilizante al puerto de Ingeniero White, en la provincia de Buenos Aires, y la construcción de las instalaciones portuarias. Con una producción estimada de 2,4 millones de toneladas de cloruro de potasio por año, posicionará a la Argentina entre uno de los principales productores de ese fertilizante en el mundo.
¿Esto es lo que reclaman los políticos en general sobre la radicación de capitales? T´amo en el horno, dijera un plebeyo.
En el marco de este proyecto minero, Vale ya firmó un acuerdo con Ferrosur (ex Roca), que pertenece al conglomerado brasileño Camargo Correa, por la transferencia de la concesión de 756 kilómetros de vías que conectan la ciudad de Zapala, provincia de Neuquén, con General Cerri, en la provincia de Buenos Aires.
Aparecen los primeros problemas. A punto de iniciarse las tareas vinculadas con la radicación de la empresa Vale do Río Doce -que exportará desde Ingeniero White cloruro de potasio obtenido en el sur mendocino- el Municipio plantearía serias objeciones al proyecto ya definido por la minera y el Consorcio de Gestión del Puerto. El Municipio no quiere que las formaciones ferroviarias -compuestas por unos 50 vagones- transiten áreas densamente pobladas como la estación Bahía Blanca - Noroeste.
El Municipio considera inaceptable la utilización de dicho tramo y planteará que las formaciones, muchas de ellas compuestas por hasta 50 vagones, circulen por la vía al Neuquén (los rieles más próximos a la ría).
Así es como están las cosas, entre los colonizados y los colonizadores brasileros, llamados por los propios investigadores brasileros, peruanos y mexicanos: el nuevo subimperialismo brasilero (*) Creemos que no pasará a mayores. Depende como se resuelvan las contradicciones entre colonizadores y
la fábrica de colonizados. Es todo un final abierto.
* Ver La expansión del subimperialismo brasileño - * La acumulación capitalista mundial y el subimperialismo. - México, n.12, abril-junio 1977.
** Tight gas a es el gas natural que es de difícil acceso debido a la naturaleza de la roca y la arena que rodea el depósito. Minera Vale planea utilizar dos millones de metros cúbicos de gas por año para calentar el agua que inyectará a alta presión en su yacimiento de sales de potasio, y de esa manera extraerlas a la superficie.
Reyes magos*
Las fiestas de fin de año siempre las pasamos en casa de mi hermana, en Salto. Nos reunimos todos, abuela, hijos y nietos. Después de cenar, después de la sobremesa, acostumbro sentarme afuera, solo, en un banco de madera, en el jardincito del frente de la casa que da a la calle. Me llevo una botella y me quedo horas. Me gusta escuchar cómo los rumores del pueblo se van aquietando y luego abandonarme al silencio y mirar el cielo estrellado sobre los oscuros árboles quietos.
Desde el banco donde estoy sentado, si dejo la puerta abierta, puedo ver en el living el pesebre que mi hermana arma cada año. Pequeño, ocupa poco espacio en un rincón. El pesebre: proyección de un hábito que nos viene desde la niñez. Y tiene sabor a eso, a niñez. El detalle curioso es que las estatuillas de yeso son precisamente las mismas de nuestra niñez. Esas estatuillas viajaron con nosotros en el barco que nos trajo a América. Es increíble que se hayan conservado tantos años. Esto es mérito de mi hermana. Pasadas las fiestas, las envuelve con cuidado y las guarda en una caja, bien protegidas, hasta la Navidad siguiente. Por lo tanto ahí están, las mismas de entonces, el pastor con sus ovejas, el pescador con la caña al hombro, el montañés que toca la zampoña, la mujer que lleva un ganso en los brazos, el leñador con su hacha y la carga de ramas. Y por supuesto el niño, María y José. Y los tres Reyes Magos.
Cuando yo era chico las figuras que me interesaban y me atraían no eran ni el niño ni María ni José. Estas no me transmitían nada. No les veía nada especial. Sentía que eran gente como uno. Como mi padre, mi madre, como cualquier recién nacido. En cambio los Reyes Magos me deslumbraban, me inquietaban. Esos sí que eran personajes misteriosos, tenían luz propia, trascendían su diminuta estatura de yeso, venían de lejos, de países desconocidos, de Oriente, los guiaba una estrella, traían regalos preciosos, mirra, incienso, oro. Un vago eco de ese misterio todavía resuena en mí cuando me detengo un segundo a mirarlos en el pequeño pesebre del rincón del living.
También este año fui a sentarme en el banco del jardincito del frente y dejé que el tiempo pasara y me perdí en divagaciones que me llevaron lejos. Tal vez estuviese próximo el amanecer porque se insinuaba una vaga claridad en el horizonte cuando los vi aparecer. Los tres Reyes Magos. En el cielo. Venían desde la derecha, altos por encima de las casas. Iban uno detrás de otro, en fila india, ni muy cerca ni muy distanciados, encorvados, lentos, como si arrastraran un gran peso. Y su ropaje no era el que yo le conocía. Se los veía de aspecto más bien miserable.
Me pregunté hacia adónde se dirigían, en qué dirección iban. Tuve la impresión de que en ninguna dirección. No se los notaba para nada seguros, más bien parecían extraviados. Iban hacía adelante, eso sí, con esfuerzo y obstinación, era lo único que uno hubiese podido decir de ellos.
La palabra que se me ocurrió para describirlos fue cansancio. Se los veía cansados. Quizá cansados de su tarea rutinaria y del espectáculo de violencia y muerte que desde hace dos mil años fueron encontrando en su viaje sin fin. Cansados de atravesar un mundo que siempre está ardiendo y desangrándose en alguna parte. Tal vez cansados, desilusionados, de ir a adorar cada año al salvador de la humanidad, de quien, pese al gran sacrificio, pese a los muchos esfuerzos que pudiera haber realizado, hasta ahora no llegó ninguna señal alentadora.
Los tres Reyes Magos pasaron allá arriba frente a mí y luego llegaron hasta donde calculé que se acababan las casas del pueblo y comenzaban los campos, cruzando el río, y todavía durante un buen rato pude seguir su desplazamiento trabajoso, penoso, por encima de la tierra avergonzada.
*De Antonio Dal Masetto.
-Publicado en Página/12 el 18-02-2003.
*
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