lunes, enero 31, 2011
Y, ENTONCES, DE PRONTO, LLEGUÉ AQUÍ...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
Y, ENTONCES, DE PRONTO, LLEGUÉ AQUÍ...
-Selección de textos en prosa de Sergio Borao Llop. sbllop@aragoneria.com
UNA BODA
una huella serpenteante de pequeños
cráteres de arena conduce hacia el desierto.
Michael Ende. El espejo en el espejo.
Todos saben que nunca asisto a las bodas.
Aunque no por ello dejan de enviarme invitaciones. Algunas, de lo más extravagantes. Los escenarios elegidos también son diversos: Iglesias tradicionales, juzgados, templos decadentes y ya abandonados, ayuntamientos, locales dedicados a otros cultos, incluso una vez recuerdo que el enlace se celebraba en una vieja ermita construida en lo alto de una montaña, a la que sólo se podía acceder tras una caminata de cuatro kilómetros cuesta arriba y bajo el sol. Esto último, al menos, despertó mi simpatía y, con la
pertinente nota declinando la invitación, envié un profuso ramo de flores, no todas ellas, según me hizo notar la empleada de la floristería, apropiadas para la solemne ocasión. Mándelas no obstante, respondí. Todas las flores son hijas de la tierra. Y a ella tornarán un día, como nosotros mismos, ninguna merece ser discriminada durante el brevísimo periodo que le ha sido dado para mostrarse al mundo.
Detesto las bodas. Una boda -dice Silvio WJ- es el acontecimiento social donde se concentra la mayor cantidad de idiotas por metro cuadrado. No es que sean idiotas siempre -explica-; lo son, con obstinada insistencia, mientras dura el evento. Gente que se siente obligada a mostrarse sonriente, como si en realidad hubiese un motivo. Gente que saluda con la mayor y más fingida cordialidad a otra gente totalmente desconocida, burbujas que un instante flotan en la superficie para hundirse de nuevo en la inmensa vorágine del anonimato sin haber llegado siquiera a pronunciar su sentencia, aquella para la cual fueron creadas. En la conversación, inevitable en cualquier reunión prolongada, abundan los lugares comunes, la intrepidez oratoria y el aburrimiento. Realmente me repugna todo ese circo: el protocolo de fingir que nos interesa el suceso y cuanto con él se relaciona, de verse casi obligado a esgrimir frases estándar, del tipo No has cambiado nada desde la última vez, que ellas interpretan como un halago cuando en realidad se trata de una crítica bastante ácida, porque lo normal sería haber cambiado, haber evolucionado, y en cambio, helas ahí, sonrojadas y satisfechas a causa del presunto piropo recibido, y en verdad tan huecas y lineales como siempre. No se nos podrá acusar de haber mentido. Pero no hay que alarmarse: Toda palabra dicha en uno de estos eventos es barrida junto con las colillas de los cigarros y los restos de comida, ni rastro quedará de lo uno ni de lo otro, brisa imperceptible que pasó, haciéndonos sentir apenas un leve escalofrío; ni eso, ya no nos acordamos.
A veces, sin embargo, no tengo otro remedio que ir: Cuando se trata de un familiar o un amigo, palabra ésta que un día también perderá del todo su sentido. En esos casos, extraigo el disfraz de su lugar en el fondo del armario, me acomodo en su interior lo mejor que puedo, coloco en mi rostro la sonrisa apropiada para que nadie pueda distinguirme entre la multitud y, durante el tiempo imprescindible, adopto los modales convenientes. Después, con un pretexto cualquiera (nada es del todo inverosímil cuando a nadie le importa), me retiro. En general, agradezco que el restaurante donde se celebra la comida o cena esté cerca de un río. La contemplación de la corriente, ya sea desde un puente o desde la ribera, contribuye a limpiar los restos del fatigoso episodio: Imágenes ya en descomposición, frases
truncadas, risas fingidas, poses; sombras, en suma, reflejadas en el muro inmaterial y milenario.
La última vez, lo recuerdo como si fuese hoy, no había río alguno. Tuve que ir caminando hasta casa para despejar mi mente, tal era la cantidad de despropósitos y estupideces que habían violado mis oídos. Aun así, la caminata (algo más de cinco kilómetros), resultó excesivamente corta.
Horrorizado aún, me tumbé en el sofá con los ojos cerrados y un disco de David Anthony Clark (Terra Inhabitata, claro) sonando a través de los auriculares. Sólo después de un buen rato pude recuperarme. Me prometí no volver a dejarme arrastrar hacia ese abismo.
Por eso mismo, resulta más bien extraño que hoy esté preparándome para acudir, una vez más, a la ceremonia. No sabría explicar (aun si hubiese de hacerlo) los motivos. Ni siquiera conozco los nombres de los contrayentes.
La invitación llegó hace un mes, en un sobre de color azul, sin membrete ni remitente. Sin franquear. El cartero, al preguntarle, me miró con gesto altivo y aseguró no saber nada del asunto. Si bien al principio pensé que se trataba de una broma, con el paso de los días se fue apoderando de mí ese sentimiento de fatalidad que me ha llevado a cometer los mayores disparates, pero que, al mismo tiempo, me ha permitido ver en ocasiones el rostro descubierto de la vida -tan distinto en el fondo a esa máscara doliente y cotidiana-, el bello rostro que tan fácil resulta amar porque tiene el inconmensurable valor de lo irrepetible.
Para evitar ese desasosiego, metí el sobre en un cajón de mi escritorio. A pesar de los años cumplidos, de las inequívocas repeticiones -parece mentira- aún no hemos aprendido que esa táctica sólo sirve para olvidar cosas que hubiésemos olvidado de todos modos y sin el menor esfuerzo, por carecer de importancia alguna. En el presente caso, como en todos, el encierro reforzaba aún más la presencia impalpable de la carta, le concedía la solidez de lo inquietante, la hacía aun más patente por el vacío dejado en el lugar donde debería estar y, sin embargo, no estaba. Se convirtió en una incómoda obsesión, como esas cancioncillas que, a veces, aunque las detestemos, se nos quedan pegadas en la memoria sin motivo aparente y resuenan dentro de nosotros durante horas. La música, al final, siempre cesa, pero la invitación se dibujaba constantemente en mi cabeza, hasta en sus más difusos detalles. Cuando al fin la saqué de allí y la coloqué sobre la mesa del salón, apoyada en el florero, la sensación angustiosa
desapareció. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Algo que no era yo había decidido por mí.
Me miro en el espejo. La transformación se ha producido sin incidentes.
Ahora ya puedo marcharme. Al cerrar la puerta de casa, y mientras bajo las escaleras, me asalta una molesta sensación de ingravidez. Me sorprendo al reparar, quizá por vez primera, en el rostro sereno de la portera del edificio. Aunque sus ojos reflejan una tristeza cuyos motivos se me escapan, son hermosos. En su juventud debió ser una mujer linda, pienso. Parece ir a decirme algo, pero sólo me mira con esos ojos enormes, se queda un instante en suspenso, como tratando de hallar las palabras exactas, acaso palabras que no conoce o que se le han olvidado, y luego, impotente, se da la vuelta y desaparece en el interior de la portería, provocándome, sin que atine a discernir el motivo, una sorda melancolía.
La boda es en otra ciudad. Un estremecimiento me recorre de arriba abajo al tomar el tren. Eso me sucede siempre desde que un buen amigo (a cuya boda no pude acudir para no cometer un imperdonable anacronismo) me dejó leer algunos de sus cuentos, en los cuales el tren no es un lugar tan idílico como pueda parecer a un viajero ocasional. Es sólo un momento. En cuanto el cuerpo se acomoda, la sensación opresiva desaparece. En cualquier caso, no conviene dormirse. Uno nunca sabe dónde va a despertar. El viaje es corto y el paisaje, amable. El trayecto me resulta relajante, pero agradezco su conclusión. Antes de salir de la estación, entro un momento en los lavabos y echo un vistazo a mi aspecto. El traje no se ha arrugado. Me ajusto el nudo de la corbata (un extraño se ajusta el nudo de la corbata, ahí en el espejo) y salgo al exterior, donde amenaza lluvia.
No conozco el lugar, así que detengo un taxi y le doy la dirección. El taxista me mira, o para ser exactos, mira mi reflejo en el retrovisor.
Parece algo desconcertado, pero se encoge de hombros y partimos. Calculo que no tardaremos mucho en llegar, es una ciudad pequeña. Después de algunos giros y rotondas, percibo que estamos alejándonos del centro. Luego, tomamos una estrecha carretera en dirección al norte. Muy pronto los edificios desaparecen de la vista. El lugar, deduzco, está en las afueras, o tal vez en una pequeña aldea cercana. El viaje es corto. Al detenernos, no puedo evitar un gesto de sorpresa. A nuestra derecha no hay más que una sucesión de campos de cultivo que se prolonga hasta el horizonte. A la izquierda, el panorama sería idéntico, a no ser por una larga nave, tal vez un viejo almacén, que se extiende paralela a la carretera. Parece abandonada. El taxista vuelve a mirarme por medio del espejo. Aquí es, dice. Contemplo los ajados muros y los campos circundantes. Demasiado real para ser una broma de mal gusto. En las bromas, todo es más o menos correcto excepto uno o dos detalles, que desentonan. Ahí radica la gracia. Pero aquí existe una uniformidad en el despropósito. Hay algo desagradable en todo esto. Lo más
sensato sería pedirle al conductor que diese media vuelta, volver a la estación, tomar el tren, olvidar la existencia de este lugar y este día. Sin embargo, pago la carrera, no sin añadir una generosa propina, desciendo del automóvil y cruzo la carretera desierta. Por el rabillo del ojo, distingo la sombra del taxi poniéndose de nuevo en movimiento, dando la vuelta y acelerando rumbo a la ciudad. Juraría que los ojos del conductor siguen fijos en mí mientras se va alejando, como si fuese incapaz de entender lo
que aquí sucede o como si estuviese tratando de indicarme algo con esa mirada, algo que él sabe pero que yo, por algún motivo secreto, no puedo comprender. Muy pronto, el auto desaparece tras una curva, dejándome tan sólo esa extraña sensación.
Al internarme en el camino de tierra que conduce a la enorme construcción, me remango un poco el pantalón, pero es inútil: Mis pasos levantan pequeñas nubes de polvo que luego flota en torno a mí hasta quedarse pegado en mis ropas. Fue una mala idea no pedirle al taxista que me acercase, al menos, hasta la puerta de la nave, si es que la hay. Un poco antes de llegar al final del muro, escucho voces, ecos, no sé si resuenan en el interior o al otro lado del edificio. Giro la esquina y puedo ver la fachada, que da al
norte. Al otro lado de la nave distingo numerosos coches aparcados.
Reconozco algunos, aunque no me molesto en tratar de recordar a quién pertenece cada uno. En la fachada, hay un portón verde, abierto de par en par. Junto a él, algunas personas charlan. Reconozco a mis primas. Por lo tanto, debe tratarse de una boda familiar. Trato, inútilmente, de evitarlas.
Pocas cosas hay en el mundo tan insulsas como una conversación con ellas.
También veo a dos o tres antiguos compañeros de juergas, lo cual me sorprende un poco. Al percibir mi presencia, sus sonrisas se ensanchan ostensiblemente. Me saludan con una cordialidad que considero excesiva, aunque no les preste demasiada atención. Las voces se multiplican al acercarme a la entrada. El interior está alfombrado y lleno de gente.
Docenas de lámparas inundan de claridad el ámbito, sólo el techo y las paredes quedan velados por una tenue cortina de penumbra. Hay flores por todas partes -aquí, en medio de este desierto, el contraste aún resulta más evidente-. Al fondo, en un discreto segundo plano, están los fotógrafos, esperando el momento de ponerse a disparar sus cámaras. Me resulta chocante reconocer a la mayoría de los invitados. Es algo infrecuente, máxime cuando uno intenta vivir apartado del mundo. Me gustaría preguntar quiénes son los novios, pero sería una imprudencia. Temo hacer el ridículo, puesto que no sé
si todo el mundo recibió la misma invitación o, por el contrario, finalmente sí fui objeto de una broma. Por eso miro a uno y otro lado con disimulo, a pesar de los constantes saludos, abrazos y palmadas en la espalda, que me impiden concentrarme en mi objetivo. Oigo palabras que no me molesto en descifrar, me siento guiado por manos y cuerpos que se arremolinan alrededor. Todo esto me marea un poco.
Las manos, las risas, las palabras, me conducen, sin que sea capaz de advertirlo, hasta el lugar central, allí donde la iluminación resulta aún más deslumbrante. Distingo, encima de una plataforma elevada a la que se accede mediante dos amplios escalones, una especie de altar (¿un altar destinado a sacrificios rituales?). Por un momento, siento como si formase parte del reparto de una película de Luis Buñuel y no pudiese hacer nada, salvo representar mi papel lo mejor posible. Me sorprendo esperando el eco
de un grito de pánico en alguna parte, pero es sólo una ilusión. En las bodas no hay pánico, sólo alegría, no importa ya si verdadera o falsa. De repente, al lado del altar aparece un individuo alto y serio. No tiene aspecto de sacerdote. Sospecho que se trata de un simple funcionario, su rostro muestra el inexpresivo cansancio propio de ese gremio. Viste un traje negro que parece muy antiguo. El rostro y el traje, sin embargo, son extrañamente compatibles. Si esto fuese una película, pienso, él sería Anthony Perkins; un Perkins con disfraz de Bartleby.
A mi lado (no me había dado cuenta antes) se encuentra el menor de los hermanos de mi difunto padre, un hombre bajo y de mirada pícara, cuyo nombre no logro recordar. Bajo su fino bigote, una sonrisa muy expresiva me abre las puertas de la comprensión. Justo entonces, la gente que hay a mi alrededor se mueve unos pasos hacia atrás y el pasillo central se despeja.
Mi tío hace un gesto. Ante mi sorpresa, nosotros no nos movemos. Se hace el silencio y, sólo un instante más tarde, la música comienza a sonar. Es un tema de Luis Delgado, del disco El hechizo de Babilonia. Exquisita ironía.
Parece un mensaje, y tal vez lo sea. Desde el fondo de la nave, la novia avanza hacia donde estamos. No hubiera hecho falta mirarla, pero aun así, lo hago. Sus ojos sonrientes, sus labios húmedos, confirman mi sospecha. Sé que se detendrá junto a mí y después el estirado funcionario nos dirigirá una serie de palabras inútiles y nos hará una pregunta simple. Sé cuál será la respuesta. Es impensable pronunciar otra palabra. Por un momento, me aferro a la esperanza de estar soñando.
Mas no es un sueño. El sudor que corre por mi frente es real, como lo son el polvo de ahí afuera y las risas forzadas de los invitados. Antes o después, tenía que suceder. Prometí no recaer e incumplí la promesa. Por eso, sé que cuando todo esto acabe, cuando pase la ceremonia y termine el convite y no
consiga encontrar un río junto al que recuperar la armonía, cuando finalmente llegue a casa (que inevitablemente será otra) e intente quitarme la máscara, podré comprobar, sin asombro, que esta vez no es como las otras, que esta vez la máscara y el rostro son una misma cosa, conglomerado inerte
que no cede ante estirones ni arañazos. Será sólo una anécdota verificar que mi querida colección de música, en efecto, ha desaparecido.
INVENTRÉN
Al amigo Coiro, que sueña trenes.
Lo que vemos desde aquí no es más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece ser un impreciso conglomerado de restos de pintura, con diversos colores mezclados de forma aleatoria, como lo haría un niño. "Ese estrago no es obra de niños" dice el Gringo. El Gringo era actor.
Vino hace casi treinta años a participar en una película, descubrió la melancólica noche de nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia insaciable de escenas por grabar, de mundos por descubrir y relatar.
Si nos acercáramos un poco más, veríamos que se trata de la oficina ya inútil de un apeadero abandonado, último residuo de un pasado que se nos va marchando lentamente. Un poco más cerca, observamos que la puerta, que alguna vez fue verde y ahora es un mero trozo de madera reseca, ha sido
abierta, quizá forzada, y que las ventanas no tienen cristales. Pensamos que acaso alguien se los llevó para venderlos, o que estarán esparcidos por el suelo, fragmentados en miles de pequeñas astillas transparentes que dentro de un rato, cuando el sol esté alto, sembrarán de reflejos el entorno,
multiplicando la aridez de este paisaje.
Nuestros pasos, lentos, resuenan sobre la calma del amanecer austral mientras nos vamos aproximando a la caseta. A pocos metros hay un auto, que parece tan abandonado e inútil como todo lo demás. El volante y el cambio de marchas han desaparecido, así como tres de las ruedas. La cuarta está destrozada. También faltan la puerta del conductor y los espejos. Ese auto tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías por
las que una vez circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también las vías han emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro. Algunas traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca marcando el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia, una vieja balada de destierros y encuentros.
Dentro del inmueble en ruinas hay alguien. Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le llaman así porque siempre parece estar durmiendo. La realidad es que padece una suerte de insomnio crónico, que le impide dormir durante la noche. Eso hace que se pase el día dando cabezadas. Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó, como todos nosotros, en el ferrocarril.
Fueron años dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina. Ganamos algo de plata, hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso, vivimos.
Luego todo terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar el tren de las once, que iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la tibia
región del duermevela, el que venía atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de que el mundo seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo supo todo el país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos
quedamos sin trabajo. Aquella primera noche sin trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante horas, esperando, sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando desde que tenía conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde entonces, cada noche no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla de la que no le es posible despertar.
Por eso no es extraño que haya sido el primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un armario desgajado y un par de sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o cinco chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También hay un diminuto baño con las paredes desnudas.
Habrán aprovechado las baldosas. "No es mucho, la verdad" murmura el Gringo.
"Hay que ser cautos" dice alguien. "No sabemos bien de qué va esto. Ya se verá".
Todavía falta gente, no sabemos cuánta. Nos sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero es el lugar más agradable para esperar.
Fumamos en silencio, con la mirada perdida en un punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve en esa intersección imaginaria.
Un rato más tarde aparecen dos mujeres con un bulto. A lo lejos, parece una especie de alfombra enrollada. Se oye un susurro: "Son ellas". Caminan despacio, quizá el peso les impide avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan, tiran sus cigarrillos al yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro de las mujeres. El tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a pasar, como si ya lo hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que ver una y otra vez esa misma
escena: Se encontrarán a mitad de camino, o un poco más lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste inclinado todavía indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima, insignificante, señala la dirección a seguir.
Después, ellos se ofrecerán a llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero firmemente, rechazarán la propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión.
Luego, ellos regresarán a paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van aproximando con lentitud, saludando con la mano de vez en cuando y parándose a descansar un par de veces.
Cuando llegan, apoyan el fardo sobre uno de los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda olvidado el incidente de unos minutos antes. Somos una misma cosa, las pequeñas contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y
charlamos durante algunos minutos. En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese momento es el sonido de las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado del exilio al que nos sometimos, o al que no pudimos escapar.
Luego, todos callamos. En el horizonte ha aparecido el Catalán. A esa distancia parece más pequeño, pero así y todo, no pasa desapercibido.
Alguien pregunta "¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?". Es una pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea,
mas el hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego. "¿Y no es siempre así en la vida?" se pregunta uno de nosotros, imposible saber quién.
Ha ido llegando más gente. Unos charlamos, otros permanecemos callados mientras oteamos la lejanía por si vienen más. La mañana va floreciendo.
Nadie mencionó una hora concreta; no obstante, algunos empezamos a estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a volver sobre sus pasos, eso no lo dudamos. Así que nos ponemos a esperar. Fumamos y charlamos; caminamos y fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va transcurriendo. Hay quien piensa que tal vez sería hora de regresar a su casa; sin embargo, aquí nadie se mueve. No sabemos qué, pero en el fondo todos confiamos -o nos dejamos mecer en ese espejismo- en lo que ha de venir, aunque nos sea imposible cifrarlo o definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se extiende en torno; creemos adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos que van o vienen, aunque sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la primera penumbra del crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es
posible aún esperar algo. Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada ha sucedido. Sobre el murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que entona una milonga, otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten los ecos nocturnos de los lugares abandonados para siempre. Entre
todos estos ruidos tan familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. "Habrá sido un camión" farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato después, el sonido se repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano aún, pero inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos del oficio. "El viento lo habrá traído desde la ciudad" musitamos, tratando de negarnos esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la inutilidad de nuestra solícita
vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta esperanza de ver aquello que deseamos, distante quimera que nos alzó de nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el que todo va a tener sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco aumenta su volumen. Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos inquietos, miradas interrogantes, cierta confusión.
De pronto alguien grita mientras señala un punto luminoso en el sur: "Allí, allí". Ya no es sólo el traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se nos va acercando, una luz que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos.
Nos gustaría ensayar una hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está sucediendo y que no tiene explicación, mas nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta resultar casi insoportable. El círculo de luz también ha aumentado ostensiblemente su tamaño. No puede ser, pensamos. Pero es: Una locomotora antigua, cubierta por la tierra de todos los caminos, erosionada por todas las lluvias que el mundo ha visto, se acerca, poderosa y desafiante, hacia el lugar en que estamos, hacia este apeadero inútil, hacia
este yermo desolado, provocando un rechinar, una agria resonancia, fantástica música que escuchamos con el corazón encogido. Con un chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se detiene justo al lado de este barracón donde esperamos, arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo general. La voz, resuelta, garabatea en el aire un pensamiento común: "Vamos subiendo. Es la hora".
Antes del fin 2.0
Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí.
Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo, balanceando un pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe identificar. La miré mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando la mano libre en señal de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar donde su moto la pudiese llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el escenario había cambiado, que ya no podía hacer aquello para lo que había venido hasta el río. Que no tenía derecho mientras esa mujer siguiese caminando por el mundo con su
bidoncito para gasolina y esa tonta canción germinando obstinada entre sus labios.
DE LA FUERZA DEL NOMBRE
I
El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice: "¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la provincia
limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito, y
nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.
Así que al otro día meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?". Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado visitarlos. El
primero es el Plan d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando
estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. "Te gustarán", le digo.
Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.
Por la estrecha carretera que conduce a Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me
impidió recordar hasta ahora que es una de las próximas estaciones del Inventrén) y lo peor es que está anocheciendo (es otoño y los días acortan).
Por suerte, al fondo puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.
Al fin, distingo un vago destello al fondo de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse, pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.
II
Una sensación de irrealidad me atenaza. No acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el idioma. No
sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de pop, uno de
esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera, sin embargo, esa ausencia.). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es, como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?" digo en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido,
y tal vez sea lo mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.
Pasado un instante, levanta la vista del barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice: "¿Acaso quieres tomarme el pelo?".
Entonces me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el Inventrén y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta. "¡Poeta!" dice él.
"¡Poeta!" repite. "No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces, sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca el Inventrén, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.
Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una novia que tuvo y perdió, "¡qué linda era!", exclama.
Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo.
La miro y hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos
conversando, dos latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca a la vez, tenues fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración: "...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo por todas partes.
En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador, que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento. Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche, como ahora.
Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".
No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni combustión parece.
Moebiana
Para verificar que venía siguiéndome, ensayé itinerarios imposibles. Así, ejecutamos con precisión idénticos vaivenes, idénticas elipses, recortes y tirabuzones. Recorrimos extraños vericuetos, laberintos y desiertos. Inventamos rutas, estaciones y nombres de ciudades.
Como era previsible, nos perdimos; y lo que es peor: Después de tantas vueltas inútiles ya ni siquiera sabemos quién es el perseguido y quién el perseguidor, ni qué motivó esta situación, ni adónde nos dirigimos.
*Moebiana. De Moebius.
La banda o anillo de Moebius es una superficie de un sólo lado, donde envés y revés son la misma cosa.
FOTO
La foto, en apariencia, no tiene nada de especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy bien el porqué. La ausencia de color nos hace suponer que es antigua; también el hecho de estar rasgada en algunos puntos y arrugada en otros. Los años han gastado las esquinas; en una de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito minúsculo, tal vez demasiado pequeño para afirmar que la imagen está incompleta. Al mirarla por primera vez, se tiene una ligera sensación de frío, tan leve que casi no la percibimos. Sólo más tarde (pero ¿cuánto más tarde?) seremos conscientes de ello.
Muestra un pequeño edificio de una sola planta, con una especie de porche o tejadillo exterior que da a un andén. Sabemos que es un andén por la presencia de las vías en la parte inferior de la imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar es una estación. En un lateral del tejadillo hay seis letras que nos indican el nombre, seis mayúsculas irrebatibles: ANDANT.
Quizá sea esa media docena de letras, que parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el color apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo cierto es que nos asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos impide seguir mirando la
foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un poco no saber definir o señalar con precisión.
La visión de líneas paralelas sugiere el infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente cortadas en los bordes izquierdo y derecho de la foto, negando con violencia esa abstracción, segmentando una mínima parcela de realidad -o de ese conjunto de percepciones que llamamos realidad. En el andén hay seis
personas. Posan (la contemplación de una foto puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e intrincados; hacernos pensar, por ejemplo, en la actitud del que posa, en la perpetua repetición de ese momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es pose). Cinco de ellos miran directamente a la cámara.
El otro, el primero por la izquierda, está con los brazos cruzados y parece tener la vista clavada en un punto inconcreto, hacia la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle (¿porque insinúa una ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está mirando exactamente. ¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija la vista en el centro? (si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos atrevernos a presumir la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí, fuera del ámbito de la foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no ven lo que él está viendo? Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose diferente, una obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara, y tal vez no sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.
-Cabe preguntarse si en realidad tenemos derecho a asomarnos a una foto. No me refiero al vistazo casual o efímero, al frívolo escrutinio de un momento, que con frecuencia provoca una sonrisa o un rechazo o mera indiferencia.
Hablo de mirar una foto como quien mira un cuadro, durante un tiempo que no se puede medirse con cronómetros o calendarios, el tiempo dúctil de quien pinta un atardecer a lo largo de infinitos atardeceres o el de aquellos que esperan, agazapados durante toda su vida, el instante exacto del resplandor que les justifique. Esa contemplación, que en el fondo es una búsqueda, ¿no sería una forma de intrusión en ese otro orden que nos es ajeno? ¿No serán, pues, nuestros ojos invasores -camuflados tras el objetivo y el tiempo- lo que miran esas cinco personas, preguntándose acaso el motivo de tal
insistencia?
La wikipedia nos cuenta que hace más de treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en Andant, el pueblo, apenas quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, sólo son cifras. Pero la lenta despoblación de todos estos lugares nos da qué pensar. Pensamos, por ejemplo, si eso que mira el primero de la izquierda, eso que parece estar un poco a la derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va limando con paciencia los bordes de las fotos, oscureciendo los paisajes y los rostros, devastando, centímetro a centímetro, los campos y las calles asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los pueblos y devolviendo al desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.
-Y así, la inmovilidad de la foto desborda el ámbito del papel y se expande implacable por la realidad (por este lado de la realidad). Pienso que debería ponerme de una vez a escribir algo sobre ella. Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí, delante de mis ojos, dejándose mirar mansamente, permitiéndome atisbar cada detalle, acaso contemplándome, o contemplándose a sí misma a través de mis ojos un poco cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa: sólo mirar la foto y dejarme contagiar esa parálisis, esa suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo instante desgajado para siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario periplo por las avenidas de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que ni siquiera me molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia atrás, a mi derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante, eso que está mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso que siempre ha estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a través de un
reflejo, una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra difusa atravesando océanos y décadas.
Una conversación
Kafka pareció sorprenderse un poco al verme.
- Creí que seguías vivo - dijo sin preámbulos. El tuteo le salió natural, como si ya nos conociéramos de antes, como si, en cualquier otro lugar o tiempo, tal vez posibles pero inequívocamente teñidos por un aura de irrealidad, hubiésemos sido amigos.
- Anoche, al acostarme, lo estaba - respondí sin mucha convicción - Así lo creo, al menos. Como sabes, no es tan fácil fijar con precisión los límites entre un estado y otro.
Se quedó pensativo unos instantes. Luego sonrió levemente antes de volver a hablar:
- Probablemente estás durmiendo y esto no es más que un sueño.
- Esa me parece la explicación más lógica. - concedí. Él sabía o sospechaba que no era eso: sólo trataba de ser amable, permitiéndome a la vez tener algo más de tiempo para adaptarme a mi nueva circunstancia. Pensé que ese gesto exigía de mí una respuesta un poco más extensa - Sin embargo, tampoco me atrevería a asegurar que sea yo el que sueña. Como ambos sabemos, en este mundo gelatinoso el cálculo de probabilidades no existe y nada es más cierto que su opuesto. Acaso en realidad (si es que hay realidad) se trate de tu sueño y no del mío.
- Podría ser... Aunque no recuerdo muy bien dónde leí, o escuché, que los muertos no soñamos, luego si es sueño ha de ser por fuerza tuyo, salvo que haya un tercero en todo esto y ambos no seamos más que meras formas que su delirio ha creado por motivos que jamás nos serán revelados. Imágenes, sonidos, sombras que danzan en la imaginación de un desconocido, sin esencia propia. Simples figurantes en un teatro que nos es ajeno.
- Esa descripción se asemeja bastante a lo que llamamos vida.
- Cierto. Y no obstante...
Ambos callamos durante unos segundos. Me miró sin sonreír, esperando mis palabras. Como si todo estuviese ya escrito desde mucho tiempo antes. Dije:
- De cualquier modo, sea sueño o no lo sea, y en el primer caso, sea uno u otro el soñador, hay dos cosas que siempre quise decirte y éste me parece el mejor momento para hacerlo. No sé si habrá otro. Quizá, después de todo, el que está soñando sea un dios sin suerte, un dios anónimo que ve llegar su hora postrera y que, como un último acto generoso, a modo de despedida, ha querido concederme este instante y estas palabras.
- Habla pues. Te escucho.
- Lo primero que he de decir es que yo, que te he leído, sé cuál fue realmente el motivo por el que ordenaste quemar tus textos. Mucho se ha escrito sobre ello, pero creo que nadie hasta ahora ha mencionado lo esencial. Puesto que ambos sabemos de qué estoy hablando y no hay aquí nadie más a quien pudiera interesar éste, nuestro pequeño secreto, me parece innecesario dedicarle una palabra más.- Hice una breve pausa, quizá algo teatral, para observar la reacción de mi interlocutor. Kafka enrojeció
levemente. Después se encogió de hombros y, adoptando una pose un tanto patriarcal, dijo:
- No hay escritor que no crea saberlo. Incluso la mayoría de los lectores silenciosos. Cada uno tiene su opinión, todas igualmente respetables. Alguna de ellas, sin duda, se acercará más o menos a la verdad, lo cual tampoco importa; si lo miramos bien, verdad y mentira pueden ser sinónimos, sólo la perspectiva del que contempla o escucha o lee cambia. Pero siento curiosidad: ¿Qué es lo otro que deseas decirme?
- Lo segundo es que, gracias a tus obras no quemadas, pude finalmente hacer caso al impulso que desde niño me había estado empujando a escribir. No es probable que alguna vez sepamos si esto fue algo positivo para mí o, por el contrario, una más de las causas de mi desgracia, pero en uno u otro caso,
así sucedió, y por ello, ahora que tengo la oportunidad de hacerlo, te doy las gracias.
- Agradécele a Max. Como ya sabes, yo había condenado a la hoguera hasta la última línea. Pero no comprendo del todo bien el motivo de tu agradecimiento. Por un lado, me parece que escribir no es algo que te haga demasiado feliz; por otro, tú mismo acabas de decir que acaso el hecho de haberte decidido a emprender ese camino pueda estar ligado a tu propia desdicha.
- Tienes razón. Escribir no es algo que me cause una especial satisfacción.
Si bien tampoco puede decirse que me resulte detestable, en ocasiones llega a molestarme un poco tener que hacerlo. Tú sabes a qué me refiero. Me alegra poder hablar de todo esto contigo, porque a casi todo el mundo le resulta extraña, incluso incoherente, la idea de que un escritor pueda no disfrutar con lo que hace. Para la mayoría, esto debería ser una especie de juego o distracción.
- Es comprensible. Sin duda, ellos no han padecido las pesadillas, la obsesión por transformar lo indefinible en términos concretos, el irrefrenable impulso de completar aquello que, aunque no lo sepamos, es, en esencia, incompleto.
Durante un larguísimo instante escuché. Ni el más leve sonido perturbaba nuestra charla. Luego respondí:
- Y sin embargo, aunque intuyamos que hay vacíos que no se pueden llenar, no queda otra opción que seguir en el empeño.
- El camino en sí será suficiente... Creo que tú mismo dijiste eso o algo parecido alguna vez, en un poema.
- Es posible. Ya no me acuerdo.- Hice un gesto vago con la mano abierta. - Palabras escritas, reflejo de palabras leídas u oídas, reflejo al cabo. No tiene importancia... Pero me alegra que lo hayas leído.
- En realidad ya no recuerdo si lo leí yo mismo o alguien me habló de él.
Como puedes imaginar, aquí todo resulta un poco confuso. En especial, los nombres. De hecho, no conozco el tuyo. - Hizo un leve gesto de impaciencia.-
Pero no hace falta que te molestes en pronunciarlo; lo olvidaría en pocos segundos. Importan las obras, los nombres son tan sólo una más de las muchas máscaras que solemos usar en nuestro deambular por el mundo. Aquí carecen de importancia.
- El tuyo, no obstante, ha perdurado. Incluso ha dado para acuñar un término -kafkiano- que mucha gente utiliza sin el menor reparo -y en muchos casos de forma arbitraria- aun desconociendo por completo tu obra.
- Mero accidente. Reflejo de la superficialidad que gobierna las cosas del mundo de los vivos. Más acentuada en tu época que en la mía, según he podido escuchar por ahí.
- Creo que así es. El culto a la apariencia nos ha llevado a valorar la forma y olvidarnos casi por completo de lo importante. Somos, en esencia, lo que aparentamos ser. Lo demás es abstracción, algo que no goza de la simpatía general.
Después de un corto silencio, Kafka preguntó:
- ¿Cuál sería entonces la razón que te impulsa a escribir contra viento y arena, según tu propio testimonio?
Uno nunca está preparado para una pregunta como ésta, pero por alguna razón, no me incomodó. La respuesta surgió de forma natural, sin siquiera pensar lo que estaba diciendo.
- No es fácil saberlo con certeza. Yo mismo me lo he preguntado muchas veces y no me atrevo a afirmar que conozca la respuesta. Podría inventar algunas explicaciones más o menos verosímiles, pero ninguna de ellas sería del todo cierta; como mucho servirían, quizá, para mitigar la incomodidad de algunos
lectores y disimular vagamente la impenetrable verdad. Sólo puedo decir que, mientras escribo, hay momentos en que estoy fuera del tiempo. Mientras eso dura, presiento que soy inmortal, invulnerable. Aunque entonces se viniese todo abajo, el verso que acabo de terminar es único y es mío, y yo suyo.
Sólo por un instante, algo trasciende, va más allá del mero devenir inconsistente de esta parodia que habito o que me habita; por un instante, o una mera fracción del mismo, hay un resplandor. El mundo, durante esa millonésima de segundo, parece tener un sentido. Ahora mismo...
- ¿Ahora? ¿Estás, pues, escribiendo en este momento?
- En este sueño, si sueño es, escribo que tiene lugar esta conversación. Tal vez en otro seas tú quien dialoga con el fantasma de un oscuro autor no nacido. Si hay alguien más, tal vez sea ese alguien quien finalmente cuente que tú y yo, en un tiempo inconcebible, brindamos en algún lóbrego bar de una ciudad que ninguno de los dos conoció en vida.
- Sea como dices, pero ahora ¡despierta! Está amaneciendo.
Santateresa
Los humanos nos juzgan crueles, pero ¿qué valor puede tener en estos tiempos la opinión de los humanos?
Consideran que nuestras costumbres sexuales son violentas, pero ¿hay algo más violento y sanguinario que ellos sobre la faz de la tierra?
Cierto es que matamos a nuestros amantes durante la cópula, pero ¿qué mayor homenaje a sus caricias? Puesto que la muerte ha de llegar forzosamente ¿no es mejor su advenimiento durante el delirante clímax?
Que nadie vea en estos argumentos una justificación. No hay tal cosa. Si arrancamos la cabeza de nuestros amantes durante el acto es simplemente porque hay en nosotras un impulso que no puede ser reprimido, y que proviene sin duda de la voluptuosidad del instante. Pero no hay engaño. Saben que así
debe ser, y cumplen su papel sin la menor queja. Amar y morir son una misma cosa para ellos. No hay traiciones, ni deslealtades, ni malentendidos. Sólo el placer, y después la nada. A nosotras, en cambio, nos queda la amargura de la soledad, la certidumbre del desencuentro.
Uno tras otro, van pasando por nuestras vidas. Llegan, nos aman y se van, sin posibilidad alguna de regreso. Casi no da tiempo ni a juntar un puñado de recuerdos. Por eso siempre estamos profundamente tristes; en nuestro abatimiento, parece que rezamos.
Hay voces que afirman que nuestra conducta sexual está basada en el antiguo principio que dice que todo macho es infiel por naturaleza, y que sólo tratamos de protegernos del inevitable abandono. Pero estos teólogos carecen por completo de credibilidad. Una hora de irrefrenable lujuria con una de nosotras bastaría para desmontar la más sofisticada teoría al respecto.
Los humanos nos miran por encima del hombro, pero en la intimidad nos envidian, y en el fondo les gustaría poder imitarnos, sentir el vértigo del instante, paladear esa espesa mezcla en la que miedo y deseo son una misma gelatina multicolor, habitar, apenas un momento, esas zonas oscuras de su alma a las que ni siquiera en sus horas más desoladas se han atrevido a asomarse.
-Para leer más a Sergio Borao Llop, visitar:
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