martes, febrero 01, 2011
A CADA SUEÑO LE CORRESPONDE UNA CRUZ...
-Dibujo: Sueño de perro alado
de Ray Respall Rojas.
ALMAS GEMELAS*
A Marié Rojas
Todos los viernes, a las trece horas, Endrina coloca en un cordel del balcón trasero, bien sujetado con pinzas, su mantel del té; casi al mismo tiempo pasa el barredor de hojas, con sus zapatos gastados y su escoba siempre nueva, cantando canciones que nadie oye, dos minutos antes la vecina de los altos le gritaba a su hijo por tercera vez que subiera a almorzar, que la comida se pondría helada y no la calentaría más y yo, el fantasma de un perro atropellado, lo miro todo desde este rincón del parque, esperando mi momento...
Son las 13 y 16, Endrina ha terminado de lavar la tetera bajo el chorro tibio del grifo, enciende una vela frente al retrato del Marinero y se sienta en el sillón a rascarle la cabeza al gato. Ni ella, ni los otros, saben de mí, pero estoy aquí por algo importante, hoy viernes, justo a las 13 y 46, un extraño pasará por su puerta siempre abierta, para que ella le escriba una carta de amor.
A los 15 años Endrina puso un anuncio en el periódico. “Se escriben cartas de amor gratis” le agregó la dirección de su casa más abajo y firmó como Madame Beatriz. Pero nadie fue, porque era gratis, solo un hombre desesperado se había atrevido a ir dos meses después de salido el anuncio, pero ella, con solo una mirada supo que el visitante era un suicida. Así que tomaron el té de las 12, pusieron juntos la vela al Marinero, y luego ella lo invitó a sentarse en la mesa de cinco patas; consultaría primero los Arcanos del tarot.
-¿El nombre de ella?
- Emilse... se llama Emilse.
Endrina le advirtió que con ese nombre sería una carta muy larga, pero sin post data, usaría tinta roja, para la ternura, perfumaría el papel con albahaca para las buenas intenciones, y el sobre sería de papel de china...
- Pasa por ella mañana.
Y la carta quedó, como muchas, en promesa. El suicida nunca más volvió, pero se marchó silbando de felicidad esa tarde en su bicicleta azul.
El anuncio siguió saliendo, por fuerza de costumbre, en la sección de clasificados del diario local.
Son ahora las 13 y 45 con 58 segundos; yo, el fantasma de un perro atropellado, sonrío cuando veo llegar al extraño...
- Vengo por una carta de amor.
El gato saltó de las piernas de Endrina al dejar ella de rascarle, en el balcón trasero el mantel de té, casi seco, dejó de ser agitado por el viento y Endrina, espantando a las mariposas nocturnas que comenzaban a posarse entre su pelo, le ofreció una taza de té al extraño. Yo, el fantasma del perro, lo miro todo ahora desde la ventana. Pude ver como a Endrina le temblaban los dedos al inclinar la tetera, para el extraño no fue evidente, estaba demasiado ocupado en disimular el poderoso escalofrío que me ha dado al verte, Endrina, estas ganas de decirte que soy yo, que llevo trescientas tres vidas buscándote, que llevo meses, largos como siglos, tratando de decidirme a venir a verte, estas ganas de apretarte contra mí, ahora mismo, de decirte lo mucho que te he extrañado...
Pero él, el extraño, enmudece, teme romper el silencio, teme que ella se asuste y derrame el té sobre la mesa sin mantel, sobre las cartas del tarot, arrugadas de pronto, como las manos de un anciano.
- “Tantos siglos, tanto mundo y tanto espacio....” - canta el barredor de hojas mientras pasa su escoba, pero nadie lo escucha.
Endrina va en busca de incienso y sabe que algo pasa detrás de esos ojos enormes de él, que me miran así, como en el sueño, como si de pronto estuviera frente a un proyector de juguete y su vida pasara como pasa el rollo de film por la lupa, y se siente desnuda, aliviada y a la vez tensa, le da náuseas pensar, la vela del Marinero se ha apagado, y el barredor de hojas sigue su canto, tantas vidas, tanto espacio...
Y el mundo es muy grande para que seas tú, hay tanta gente que puedes dormir contándolas como ovejas, hay tanto mundo para que vengas a echarme en cara tu existencia, para gritarme sin hablar que eres tú, y aunque yo lo sepa muy bien, aunque vea las señales, y aunque te haya estado esperando desde siempre... Endrina sigue pensando. Regresa con el incienso, se sienta frente al extraño y abre el mazo de los Arcanos.
- ¿Cómo se llama ella? - disimula de pronto al comprobar que los naipes están en blanco por ambos lados, sólo la Reina de Copas la mira, sarcástica.
Pero él insiste en callar, solo mirarla, mirarla y pensar. Ella tose, sacude su cabello, mira el reloj detenido desde hace dos años en la hora nona, y le pregunta de nuevo. De pronto él se levanta, le agarra las manos, casi que se las besa, pero yo, el fantasma del perro atropellado aprovecho para colarme por la ventana abierta espantando al gato que se sube a las piernas de Endrina huyendo de mi boca vacía, y ella comienza a rascarle la cabeza... Justo en ese momento, y por primera vez, comienza a escucharse al barredor de hojas que ha dejado de cantar, el hijo de la vecina tuvo que comerse la comida helada y ahora, mientras hace la siesta tiene pesadillas, el mantel de té ya está seco y la puerta, siempre abierta, se ha cerrado tras la espalda del extraño.
Son las 14 horas en punto. Endrina ha cerrado las ventanas, ya colocó el mantel sobre la mesa de cinco patas y sale a la calle a comprarse un collar de cuentas, dos pasteles de queso y leche para el gato. Mañana, a las seis y 16 de la mañana, cuando el primer lector del diario llegue a la página de clasificados mientras fuma un tabaco rancio, notará que hay un espacio vacío. “Un error de imprenta”, pensará. A lo lejos en la radio, alguien con voz gangosa de disco viejo, cantará una canción que nadie oye.
*De Yordán Rey Oliva. cartasylibelulas@gmail.com
Ciudad Habana, Cuba
MOEBIUS*
Tengo en mis manos tres cristales circulares
Como el destino, transparentes como el sueño,
Como el soplo de los dioses, caprichoso,
Que regresa y se repite, soplo eterno.
En uno, claro como las almas,
Atrapé el bosque, el amarillo sendero,
Nuestro árbol, sus guardianes, mi trébol de cuatro hojas,
Mis duendes y mis tapices, el oráculo del viento.
En otro, de colores turbios,
Guardé todo nuestro océano,
Tu rosa en la que cabe el desierto, el mechón de tus cabellos,
Tu barquito hecho de nueces, tus remos de marinero.
En el tercero, el más amado,
He capturado la nube que vimos aquel mes de enero
Bajel de elfos donde comenzaste el viaje de regreso,
A la isla en que te espero.
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
Endrina*
Tus aguas saben a primavera,
A té de milenrama,
A viernes con un beso.
Quien beba de ti se marchará sin sed.
¿Conjurarás la lluvia
para danzar entre naranjos?
*De Yordán Rey Oliva. cartasylibelulas@gmail.com
La Habana, Cuba
A CADA SUEÑO LE CORRESPONDE UNA CRUZ...
CACERÍA*
Era día de caza. Preparamos los arneses necesarios, no sin recelo. Debíamos ser rápidos y contundentes. La intemperie era malsana, entre otras cosas, por los hedores. Visualizamos la presa y en diez minutos estábamos celebrando.
Fuimos recibidos como siempre: aplausos y que se repita. Comimos hasta saciarnos. Guardamos el resto, ya cocido. No hay, en esta época, refrigeradores; no hay bosques, no hay animales ni aves y pocos insectos.
Escasea el agua sana.
Debemos estar atentos, dijo el líder del grupo. En cualquier momento somos presa de alguien.
*De cacho agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
¿Se está muriendo la Naturaleza?*
*Por Juan Gelman
Es misterioso y todavía no hay explicación científica: desde los últimos días del año pasado se registran muertes casi simultáneas de peces, aves y otras especies en cuatro continentes. El primero de estos fenómenos que se hizo público aconteció en Maryland, a fines de diciembre: dos millones de peces aparecieron muertos en las playas de la bahía de Chesapeake. Días después, en Arkansas: amanecieron 5000 mirlos muertos en las calles y 200.000 peces muertos en el río Arkansas. Noticias parecidas comenzaron a venir de diferentes rincones del mundo.
En la playa inglesa de Thantet, condado de Kent, se encontraron estrellas de mar, cangrejos, esponjas, langostas, caracoles y anémonas sin vida; en Nueva Zelanda, centenares de peces y decenas de pingüinos; en el sur de Vietnam, 150 toneladas de peces; pulpos en el puerto de Vila Nova, Portugal, centenares cada mañana desde el 3 de enero; 400 tórtolas caídas de los árboles, muertas, en Faenza, al norte de Italia, el 6 de enero; pérdidas similares en Argentina (100 toneladas de peces en el río Paraná), Brasil (15 toneladas de sardinas, corvinas y peces gato), en Chile (más de un millón y medio de langostinos en la playa de Quenchi, Chiloé), en Canadá, Alemania y otros países. Son hechos que se han registrado antes. Lo que hoy llama la atención es su coincidencia en el tiempo.
Abundan las explicaciones más diversas de esta supuesta anomalía, aunque lo cierto es que las investigaciones no han arrojado resultados firmes. Más bien al revés: despiertan nuevas preguntas. ¿Una suerte de envenenamiento general? No se han hallado hasta ahora elementos que confirmen esta hipótesis. ¿El uso de pesticidas? Esto se podría aplicar a las aves, difícilmente a los peces. Hay inferencias místicas: se acerca el año 2012, portador del Apocalipsis. Otras son francamente disparatadas. Un veterinario sueco explicó así las muerte de unos cien grajos en Suecia: "Nuestra teoría principal es que los fuegos artificiales asustaron a las aves y éstas se posaron en la ruta, pero el cansancio les impidió levantar vuelo y las atropelló un coche" (www.rawstory.com, 5-1-11). Debe haber sido un automóvil formidable.
Algunos expertos proponen que la causa radica en la brecha abierta en el polo norte del campo magnético de la Tierra, que la envuelve y protege de los vientos solares y de la caída de asteroides y otros objetos que vagan en el espacio (//earthfrenzyradio.com, 6-1-11). Para las aves, va. ¿Y los
peces? El vocero de la Comisión de Pesca de Arkansas, Keith Stephens, opina que los peces tambor que terminaron en Chesapeake podrían haber sido víctimas de una enfermedad, dado que todos pertenecían a la misma especie.
No deja de ser una especulación. También se menciona el calentamiento global y es bien probable que todos esos factores influyan. Pero el problema de base radica en otro lugar.
El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés) acaba de dar a conocer una lista de las diez especies que corren el mayor peligro de extinción: el tigre, el oso polar, el gorila de la montaña, el pingüino magallánico, el rinoceronte de Java, entre otras (www.tlegraph.co.uk, 25-1-11). Son víctimas desde hace años, siglos, de la depredación humana. La tortuga laúd, la más grande de todas, que ha logrado sobrevivir 100 millones de años sobre este planeta, está diezmada por la caza y su hábitat corre peligro por el aumento del nivel de los mares. Hay peces cuyo destino es convertirse en sushi: "Un solo ejemplar de atún rojo se subastó en Tokio al precio record de 32,49 millones de yenes, aproximadamente 400.000 dólares por un solo pescado" (www.treehugger.com, 15-1-10). ¿Cuánto tiempo le quedará al atún rojo antes de desaparecer?
Unas 900 especies vegetales y animales se han extinguido en los últimos 500 años, según una infografía del sitio Mother Nature Network, y más de otras 10.000 corren el peligro de seguir su suerte (www.mnn.com, 5-3-10). Pero es de un siglo a esta parte que este lance se acelera: la acción del hombre es más rápida que el ritmo de reproducción natural de la flora y la fauna. La ballena gris no está precisamente a salvo y tampoco ecosistemas como el mayor arrecife de coral del mundo, la Gran Barrera de Coral, a veces calificada como el ser animal vivo más grande del planeta. Ubicado frente a la costa australiana de Queensland, se extiende a lo largo de 2600 kilómetros y es visible desde el aire. La Unesco lo declaró Patrimonio de la Humanidad en 1981, pero no faltan los que prefieren el patrimonio propio.
La súbita muerte de aves y de peces era en la antigüedad un presagio seguro de catástrofe que no siempre se cumplía. En el siglo XXI es una realidad tangible. La Naturaleza, ¿se muere o la están matando?
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-161241-2011-01-27.html
*
La lluvia
Se cuela por los agujeritos del alma
vuelve hermosa la tristeza.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
Rojo, amarillo y negro*
*Por Liliana Bodoc
Descubrimiento de pinturas rupestres en la cueva de Altamira, y rechazo de la ciencia oficial hasta varios años después de la muerte de su descubridor.
Ultimos años del siglo XIX, Santander, España.
–Se nos murió don Marcelino, mire qué pena.
–El buen don Marcelino, tan loco.
–Quién lo iba a decir, todo un señor de hacienda con la cabeza al revés.
–Ojalá allá arriba se le quite el peso de la locura, y deje de andar hablando de hombres monos que dibujaron animales en la cueva del barranco.
–Así sea.
Marcelino Sautuola murió cuando terminaba el siglo diecinueve, en una hacienda de Santander. Cerrada para el mundo la entrada de la cueva en la que, años atrás, había encontrado dibujos de bisontes pintados en tres colores.
–Como le cuento, el finado decía que los monos pintaban mejor que maestro de escuela. Muy de rojo, y de amarillo azafrán y de negro; tal cual este luto que llevamos por él. En paz descanse.
Marcelino Sautuola murió loco. O por lo menos, más loco que viejo. Y más triste.
Todo había empezado nueve años antes, cuando don Marcelino era un señor de hacienda con la cabeza al derecho.
Santander es una tierra de cavernas, pasadizos y cuevas que se disimulan entre grandes rocas de cal.
Una de esas cuevas, oculta en el fondo de un barranco, era parte de la hacienda de Altamira, propiedad de Marcelino Sautuola quien, en ratos libres, se entregaba a su afición por las nuevas ciencias.
La cueva se enredaba en tres largas galerías de techo muy bajo; tan bajo que don Marcelino estaba obligado a recorrerlas agachado, casi de rodillas.
–¡Y ya estaría mal para ese entonces...! Porque mire que andar a gatas todo un señor.
Don Marcelino iba por las tardes a la caverna y la andaba despacio, deteniéndose con curiosidad en cada grieta. Ya casi había terminado con la galería más grande, sin encontrar más que algunas piedras en forma de hojas de laurel.
–Y él, emperrado en que eran puntas de flecha.
Una tarde de esas, Sautuola llegó hasta la cueva con su hija. La misma María que encabezaba el entierro, lo siguió aquel día por los estrechos pasillos de piedra, a la luz de una lámpara. La niña, a diferencia de su padre, podía andar de pie, y aun así quedaba espacio entre su cabeza y el techo.
–Si apenas se levantaba del suelo, la chiquitina. Y usted, don Marcelino, qué poco seso. ¡Entrar con la criatura a semejante oscuro! Y a ver si deja de hablar frente a la niña de monazos que tiran flechas, que después la tenemos con pesadillas.
María con espacio sobre la cabeza, de a pasos cortos y entretenidos, se fue demorando. Entonces hizo lo que su padre no había podido, porque era un hombre muy alto que sólo podía andar agachado por la cueva: miró para arriba. Desparramadas por el techo, y apenas alumbradas por la lámpara que avanzaba, María vio figuras de colores.
Corrió hasta don Marcelino para contarle que había dibujos bonitos allá encima. Sautuola volvió sobre su camino de mala gana, creyendo que el asunto era algo entre el susto y la buena imaginación. Pero cuando llegó y consiguió acomodarse para mirar el techo, pudo ver lo que no había alcanzado a soñar. Alguien que sabía trazar había dibujado animales severos, orgullosos de sus tres colores. Revisó trabajosamente todo el techo de la galería: eran doce bisontes echados sobre sus patas, dos caballos, un lobo y tres ciervos.
Don Marcelino temía que fuera un engaño de esos que le venían con el cansancio. Don Marcelino no podía creer lo que veía porque don Marcelino estaba empezando a entender –era hombre de ciencia en los ratos de ocio– que esos bisontes llevaban más de diez mil años echados a la sombra.
Cuando salieron de la cueva era de noche, y Altamira parecía más bella con su viejo secreto.
–Cómo no recordarlo... Desde ese punto se nos puso lunático. Y fue decir cosas extravagantes, y mirar para el lado de la cueva como si allá se le hubiese quedado el corazón.
El señor Sautuola buscó de inmediato a los hombres de ciencia. Cuando notó que no alcanzaba con describirles los hallazgos de Altamira, decidió llevarlos para que pudieran ver por sí mismos. Así lo hizo, en espera de que se les llenaran los ojos de lágrimas frente a los viejos bisontes. Esperó en vano.
Los sabios movieron la cabeza y se pusieron de acuerdo. Falso, jamás había pasado por allí un pintor de otras Edades. En todos los idiomas dijeron inexacto, afirmaron irracional, sentenciaron estafa.
–Ya ve, don Marcelino. No es que lo diga una, que ni lee de corrido. Olvídese de esos mamarrachos y ocúpese de lo suyo: la hacienda y la niña.
Años pasó don Marcelino buscando quien le creyera que la cueva de Altamira guardaba dibujos más viejos que la historia. No pudo encontrarlo. Las lupas de Europa se volvieron sobre él con el ceño fruncido. Por fin, cuando la ciencia se llevó un dedo a los labios, don Marcelino se quedó callado.
Tapó la entrada de la cueva con grandes piedras y no habló nunca más de bisontes echados sobre sus patas. Pero tampoco le duró la vida. Sentado en una mecedora, frente a la ventana, repartió su agonía entre el amarillo de los girasoles, el rojo de allá y los ojitos negros de María.
Más loco que viejo. Más triste que loco.
–Tantos libros, don Marcelino, y, ¿para qué? Ni siquiera le valió para saber que a cada sueño le corresponde una cruz.
Salomón Adret*
* Por Liliana Bodoc
Expulsión de los judíos de España por decreto de los Reyes Católicos. Año 1492.
Tu locura también me pertenece, Salomón Adret. Y deseo contarla.
Loco como cualquiera se hubiese vuelto después de sufrir la traición más inesperada. Porque no fue la cárcel ni la expulsión, eso hubieses podido soportarlo. Fue la traición de alguien a quien amaste como a un hijo.
Cuando salía yo para visitar a los pacientes, me pediste un tazón de caldo; el tercero que tomabas esa tarde. Dejé mis cosas sobre el banco y fui al pasillo ennegrecido donde teníamos el fogón. Mientras esperaba el hervor, me acomodé contra el marco de una puerta que faltaba para mirarte en tu sillón de cuero.
Encorvado y sombrío, en el único mueble importante de la casa, dormitabas de a ratos, Salomón Adret, y te despertabas repitiendo la última palabra que habías dicho.
–Caldo. Pero no tan salado como el de ayer. A propósito, Yehiel, ya podrías enjuagar el salivero. Y a ver qué hacemos, porque esta saliva no tiene buen color. Necesito una purga... Aunque va a ser para peor si es como la que preparaste el mes pasado. Mal hecha, muy mal hecha.
Yo era un médico joven y tú un médico viejo, así que me senté a esperar que bebieras tu caldo sin dormirte. Entonces, y como siempre sucedía, recordaste a tu antiguo ayudante.
–Tampoco él consiguió hacer purgas como las mías. Y eso que le enseñé hasta los últimos secretos. Pero no aprendió. Las cargaba demasiado, igual que tú.
Sorbiste el caldo con ruido. Luego continuaste.
–Cómo no iba a enseñarle si lo tuve conmigo desde los seis años, y lo seguí queriendo cuando se hizo cristiano. Hasta lo defendí diciendo: Dios lo juzgará y no nosotros. Y agregué para quien quiso escucharme que si el pobrecito había cambiado su nombre judío pudo ser por miedo.
Me adelanté antes de que el caldo se volcara, y te sequé las chorreaduras.
–Empezó limpiando los morteros, y al poco tiempo ya sabía hacer purgas mejores que las mías. Mejores que las tuyas, porque a ti, Yehiel, te salen demasiado cargadas. A los ocho años me acompañaba en la recorrida por los enfermos. A los diez, era capaz de realizar sangrías y emplastos para forúnculos.
Me di cuenta de que juntabas fuerzas para seguir recordando.
–A los doce años declaró en mi contra ante la Inquisición. “Blasfemias contra la virgen y crímenes rituales”, decía el documento que había firmado con su nuevo nombre cristiano.
Llegué a tu puerta recién acreditado como médico y buscando trabajo. Para ese entonces, hacía ya algunos años que te habían expulsado de España. Los pacientes que tenías en Portugal eran pocos, pero porfié para quedarme porque tu fama era grande y, aunque tu cordura ya estaba resquebrajada, tenías mucho por enseñar a un médico inexperto. Por fin logré que me aceptaras y aquí estoy, sirviéndote caldo y oyendo la misma historia a cada momento.
Me devolviste el tazón vacío.
–Este caldo no puede tomarse de tan salado, Yehiel. Ya ves, tú tienes un buen nombre. El también lo tenía. Un dulce nombre judío que cambió por aquel otro nombre cristiano que nunca pude pronunciar. ¡Eso no!, nunca pude. Cuando se convirtió lo dejé conmigo; pero jamás pronuncié su nuevo nombre. ¿Qué hubieras hecho tú? Fue en los años que siguieron a la nueva Inquisición. Lo recuerdo perfectamente, como tenerlo delante, como mirar la lluvia por la ventana. ¡Yehiel!, ¿vas a traerme ese caldo?
Me contaste que habías salido de España cuando el decreto aprobado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, obligó a los judíos a dejar de serlo o partir.
–El 9 de agosto nos vencía el plazo. Y ahí estaba yo, con algunos libros. Fui de los últimos que cruzaron la frontera. Me dejaron pasar los de medicina, pero mi Biblia se quedó allí.
Me contaste que en la frontera con Portugal retenían los libros sagrados y cobraban ocho cruzados por cabeza.
–Ocho, ni más ni menos. Dime, Yehiel, ¿has visto un viejo que tenga esta memoria? Cuando nos ganemos un día de descanso, voy a contarte todo sobre los años que pasé en la celda. Se van soportando detalle por detalle, lo mismo que cualquier dolor. Pero con un día de descanso no alcanzaría para contarlo todo... Aunque yo hablase sin parar apenas si llegaría al decreto de piedad: destierro a cambio de calabozo. No les di las gracias, Yehiel. ¿Qué hubieras hecho tú?
El día de tu exilio terminó un encierro que había durado cinco años.
–Y tres meses. Cinco años, tres meses y dos días. Es importante la exactitud, Yehiel, si quieres ser un buen médico.
La Inquisición encontró causa, cuando tu ayudante testificó en tu contra bajo los cargos de hechicería y firmó el pliego de la declaración con su nuevo nombre.
–No quiero recordar aquella declaración que leí, o me leyeron.
En el pliego se te acusaba de blasfemar contra la virgen y practicar ritos diabólicos.
–¡Mentir así! Me habían advertido que podía esperarse cualquier cosa de quien cambia su nombre. Pero yo les decía que el nombre no es el alma. Yehiel, corre la cortina, que este frío portugués me hace tiritar como un viejo.
Me levanté para cumplir tu deseo.
–Yehiel, ¿adónde vas?
Volví a sentarme.
–¿Te sientas sin traerme un tazón de caldo? A veces, no sé en qué me ayudas. A veces, lo perdono. Tuvo miedo. También recuerdo el miedo... Bien pensado, era un niño contra una montaña, y Dios sabrá qué palabras le dijeron.
Te sacudiste por un tiritón de frío. Te cubrí con una manta y te anuncié que debía marcharme porque tenía muchos pacientes que ver y quería estar de regreso para acostarte.
–Vete, Yehiel. ¿Quién te detiene?
Llegué un día para ofrecerme como asistente pero ese título te pareció muy pretencioso y me tomaste como discípulo, advirtiéndome que aún no estaba listo para llamarme médico. Y tenías razón. Desde entonces he aprendido mucho, también he escuchado a diario la historia de la traición que te arrebató la cordura.
–Vete ya... y regresa cuando te parezca. Me las arreglaré para hacerme un caldo.
Como era habitual me detuviste una vez más antes de que lograra partir.
–Aguarda, Yehiel, y escucha. Es verdad que nunca lo llamé por su nombre cristiano y, tal vez, el pequeño esperaba que lo hiciera. Quizás esperaba su nombre como una absolución. ¿Qué hubieras hecho tú como buen judío?
No esperabas respuesta así que salí al frío. Tenía mucho por andar y debía darme prisa si quería estar de regreso para acostarte.
Es posible que, al quedarte solo, volvieras a dormirte murmurando el nombre que nunca me dijiste.
–No demores en regresar, Santiago.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161138-2011-01-26.html
El cuento por su autor*
Elegí estos dos relatos, pensados y escritos bajo un mismo plan, porque tienen dos cosas en común: la historia y la locura.
Siempre me ha interesado hacer ficción literaria partiendo de una situación histórica, de unas coordenadas espaciales y temporales, sociales y políticas. En todo caso, mentir desde una verdad. Suponer episodios que jamás ocurrieron pero que hubiesen podido ocurrir.
Para hacerlo, proyecto desde una situación que me conmueva (creo muy difícil hacerlo de otro modo) y le agrego a eso la premisa de unas constantes en los comportamientos humanos (reconocibles, al menos de una buena parte de nuestras sociedades). Leyendo la antigüedad se puede verificar que nuestras reacciones y nuestra emocionalidad se han modificado infinitamente menos que nuestros contextos materiales. Del vapor a la cibernética, ¿cuánto habrán cambiado el miedo, la furia, la codicia, la ternura?
Quizás sea bueno aclarar que cuando hablo de leer la antigüedad no me refiero solamente a las muy idolatradas Grecia y Roma. Me refiero también al clasicismo azteca, a las épicas orientales, a la lírica oral de algunas etnias africanas, etc.
Y después está la locura. Esa que en palabras del extraordinario maestro Antonio Machado sirve para purgar un pecado ajeno: la cordura. “La terrible cordura del idiota”. La locura por soledad, por traición, por desesperanza. La locura que a todos nos pisa los talones. La que ya preparó el café cuando nos levantamos.
Los personajes de estos dos cuentos, Marcelino Sautuola y Salomón Adret, provienen de la historia. Uno de ellos, el primero, fue de “carne y hueso” y yace entre las tantas injusticias que se le pueden endilgar a la soberbia. El otro, en cambio, es un hombre posible en una situación real que yace, también, entre las tantas injusticias que se le pueden endilgar a la soberbia.
Como suele ocurrirme, no me detengo demasiado a pensar en la edad de los lectores. Prefiero detenerme a pensar en mi propia edad y decirme que, a los cincuenta y dos años, lo mejor es deshacerse de los rótulos, caminar al ritmo del alma, obrar por convicción apasionada.
Y es así como procuro escribir.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/161138-51646-2011-01-26.html
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