jueves, marzo 24, 2011
CON PASOS COMO CÍRCULOS IMPLACABLES...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
Todo sucedió tan rápido*
Mi esposo me pidió que llevara un abrigo y saliera de la casa porque se venía el agua. Mi mirada se paralizó en su rostro, observé a mis hijos de tres y cinco años en sus brazos y sin preguntar siquiera, alcé a mi bebé y seguí a mi marido. Nos abrimos paso y caminamos entre la correntada hasta que alguien detuvo su camioneta para sacarnos del barrio.
Salí de mi hogar para adentrarme en un mundo de espanto y caos. En la calle me aturdieron el sonido de las sirenas y los gritos desgarrantes. Por las calles circulaban en forma desordenada ambulancias, coches de policía y otros vehículos, algunos con lanchas a remolque. Unas personas corrían atropellando y pidiendo ayuda, otras permanecían quietas gritando nombres. Familias abrazadas sin saber adónde ir. Hombres encaramados en los techos de sus viviendas. Y la ciudad en tinieblas bajo una lluvia torrencial.
El agua: protagonista principal. El agua arrasando las pertenencias. El agua borrando los recuerdos. El agua ahogando las ilusiones. El agua tragando los hogares. El agua cobrando vidas. El agua, monstruo devorador que nos hundió a todos en su gigantesco remolino de devastación.
Seguía paralizada mientras me alejaba del horror. La angustia me invadió más tarde, cuando nos encontramos amontonados en los patios y aulas de una escuela. La tristeza al ver el rostro de quienes llegaban buscando familiares y se marchaban desolados. La desilusión al observar el cielo gris plomizo cada noche y comprobar que al otro día la lluvia nos acompañaría. La aflicción al conocer la desesperación de quienes se quedaron en los techos y luego pedían ser rescatados pues el agua helada ya cubría sus piernas. La impotencia al saber de aquéllos que no tuvieron la menor posibilidad de salvación.
Por las noches casi no dormía, abrazaba a mis hijos, sus caritas contraídas en un sueño intranquilo. La tibieza del brazo de mi esposo sobre mis hombros me envolvía con incierta seguridad. Me rodeaban rostros de desolación, tristeza, dolor, impotencia, preocupación, rabia, soledad y el llanto desgarrador constante. La ropa empezaba a formar parte de mi piel humedeciéndome hasta el alma. A lo lejos una radio transmitía nombres de instituciones convertidas en centros de evacuados y me recordaba que había gente desaparecida, así como todos aquellos artículos que necesitábamos para sobrevivir en medio de esta tragedia. Sin embargo las necesidades del corazón no se podían expresar, no se transmitían por ninguna radio: nadie las cubriría, nadie taparía los huecos del dolor.
Poco a poco nos fuimos acomodando y reconociendo unos a otros, aprendiendo a convivir y a compartir. Pronto reconocimos a quienes pretendían estar en un hotel y exigían cierta deferencia. Otros sólo dormían: la forma más sencilla para no pensar, no sentir. La solidaridad de la gente nos proporcionó algún tipo de bienestar físico y también nos reconfortó, con su calidez nos secó la humedad del cuerpo y nos acarició el corazón.
La bronca me estremecía cuando escuchaba acerca de los saqueos cometidos por los buceadores nocturnos. Retenía con mayor fuerza a mis hijos cuando observaba el rostro deshecho de quienes no encontraban a sus allegados; mi pecho se cerraba cuando una voz entrecortada rogaba: “por favor… tal vez hubo un error, por favor… tal vez no lo vio en la lista, por favor… busque otra vez”. Todavía los escucho clamar por sus seres queridos, todavía oigo el lastimoso “por favor… por favor…”, con un deseo vívido en sus palabras: “por favor… hermano querido, madre mía, hijo amado, que estés vivo por favor…”.
Ya pasaron varios días y el agua está bajando. Algunas personas volvieron a sus casas para comenzar con la penosa y lenta reconstrucción. Observo regresar vencidos a quienes susurrando cuentan: “Afuera sólo hay barro y mal olor”; hablan de viviendas asoladas, saqueadas, y lo poco que quedó se reduce a trapos, trozos de madera, suciedad y más suciedad. Todo, todo destruido.
Sonrío cansadamente al mirar a mis hijos y a mi esposo. Le agradezco a Dios, a la vida, al destino, por estar juntos y vivos. Agradezco porque sobrevivimos a la desesperación, la angustia, la impotencia y la tristeza de la pérdida material. Agradezco por la gente solidaria, por el sol, por la vida.
Sí, todo sucedió tan rápido… Y aunque de nuestra casa no queda absolutamente nada, me siento afortunada porque jamás perdimos nuestro hogar.
*©Analía Pascaner. analiapascaner@gmail.com
Junio 2003
Subsuelo*
En el puesto de diarios del subte, me sobresalto, las tapas de los diarios de ayer son una pregunta callada. Me mira el diariero, un rostro inexpresivo con ojeras y barba incipiente.
Nadie sale, las mujeres se retocan el maquillaje ajado.
Pido en el bar un café con medialunas, están viejas. Todos circulan con la ropa arrugada. La señora elegante con el último rastro de Paloma Picasso desvaneciéndose.
Desde el celular un hombre avisa que va a faltar a una cita. Se lo pido prestado, dejo un mensaje "Estoy cerca, no puedo llegar"
Fisuras siempre hay*
Por la fisura salgo, claro que no a la superficie. Del cielo se sabe poco, algo algodonoso, un poco celeste, pero no. Siempre ando en el aire, pero hay un dejo de tristeza en ese lugar. Es una manera de no estar, quisiera entrar en el mundo, caer, hacerle el amor, meterme, dejar en alguna piedra roseta unos jeroglíficos. Quisiera.
Tierra*
Esa selva húmeda de lluvia corrupta, esas escaleras, esos diarios que te regalan, esos uniformes ¿Ahora seré como todos, salida de mi misma? Desde mi interior, desde el cielo de cuadernos perdidos me muevo hacia la calle. Ruidos, tipitos, listo el dedo que toca el botón donde se forman las mentes. Atentos a cualquier desvío me miran. Los que gritaron tierra desde los barcos y encontraron gentes extrañas, tenían una mirada así. La angustia sigue.
Fuego*
El incendio de la llanura pone en rojo la tarde. Un escenario de fuegos cruzados. El calor relee mi pensamiento rojo de ira, de amor, de lucha, rojo de banderas, las llamas iluminan el cielo posmoderno. Todo se mezcla en la intimidad ¿la sorpresa será la única salida ?
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
MUJER*
La copa refleja
El nuevo horizonte,
Las luces de nubes
Que vuelan en fiesta.
Brindamos por ella,
La reina, la madre,
Es dulce, es tierna
Con broche y encanto.
Mujer inocente
Con brazo de hierro,
Fundes en el tiempo
La historia y el sueño
*De Mario Quiroga Fernández. jossuexy56@yahoo.com
La muerte argentina*
*Por Osvaldo Bayer
Se cumplen treinta y cinco años. Escribo esto para los jóvenes que no vivieron ese pasado. Es una síntesis para tener en cuenta. Sólo queda el recuerdo del dolor ante crímenes como nunca habían ocurrido antes en la Argentina. De militares que se creyeron dueños de la vida y de la muerte.
Con una sociedad civil cómplice. Una dictadura de la quema de libros y de la "desaparición". De campos de concentración, de torturas y robos de las pertenecias de las víctimas. De personajes uniformados que se creían omnipotentes. De sectores económicos, intelectuales y religiosos que apoyaron desembozadamente ese sistema para "pacificar el país". Miles de exiliados. La Muerte con todo su rostro de cinismo.
Pero las Madres.
Increíble el heroísmo de esas mujeres que dieron un ejemplo al mundo. Pocas veces en la historia humana se ha visto nacer un movimiento así, del dolor, solas ante una sociedad enemiga con miedo. Salir a la calle y reclamar por el destino de sus hijos.
Esos dos son los ejemplos que nos quedan de un período tan aciago. Los crímenes más inimaginables y el coraje de esas mujeres. Como resumen final del extremo de la crueldad, nada mejor que expresarlo en la muerte de las tres madres fundadoras de ese movimiento: Azucena Villaflor, Teresa Careaga y María Ponce: después de torturas indecibles, arrojadas al mar vivas desde aviones. ¿La humanidad ha asistido alguna vez acaso a un acto que supere algo tan sádico? Esto ocurrió en la Argentina.
Todo para asegurar un sistema económico de base liberal-capitalista que tiene un apellido imborrable: Martínez de Hoz.
Pero no nos detengamos sólo en la realidad de esa dictadura militar perversa y voraz, sino preguntémonos cómo fue posible. Fue posible por el fracaso de la sociedad civil. El horror ya había comenzado antes. Las Tres A fueron el símbolo de lo que luego iba a llegar al extremo. Prólogo: matar al enemigo político. Prefacio que terminaría en la desaparición de personas. Los partidos políticos gobernantes fueron cavando la tumba a la democracia tan esperada luego de que el pueblo consagrara a Cámpora con su voto y su deseo de democracia y de más justicia social. Pero apenas unos días después,
Ezeiza y el reemplazo de Cámpora por el pariente de López Rega: Raúl Lastiri. Aquí ya comenzó a delinearse el espíritu de la represión que vendría poco después con toda fuerza. Tengo una experiencia personal. Mi primer libro, Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia, fue prohibido por un decreto de Lastiri. Así, sin explicaciones. Preví entonces que vendrían tiempos muy difíciles. Primero se prohibiría, luego se quemaría y luego se asesinaría a sus autores. López Rega como poder omnipotente en las sombras. Luego de nueve meses de Perón, que terminaría con su fallecimiento, comenzará ya la lucha abierta.
El 12 de octubre de 1974 no sólo se prohibió el libro La Patagonia Rebelde, cuyos tomos estaba publicando, sino también el film del mismo nombre. Hablo de mi experiencia, pero es que esto pasó a ser una regla general con algo peor todavía: el asesinato en la calle de todo aquel sospechado de izquierdista. Isabel Perón, ascendida no por su capacidad sino por su nombre.
Sí, hubo intentos de salir del pozo, como la caída de López Rega, pero igual ya se iba directamente a la caída final. Los militares. Tres nombres para recordar: Videla, Massera, Agosti.
Ensuciaron nuestra historia para siempre. No ya la Década Infame. La década perversa. La perversión desde la Casa Rosada. "No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos", dirá el general Videla a los periodistas extranjeros.
Cuando le preguntaron sobre gente que había sido detenida. Desaparecidos.
Los generales harán lo de Malvinas para salvarse ante la historia. Pero demostraron la incapacidad de su oficio. Quedaron más de 600 soldados muertos en plena juventud.
El sistema de Videla-Viola-Galtieri produjo también otro crimen pocas veces registrado en la historia del ser humano: el robo de niños. A las mujeres embarazadas detenidas les quitaban el hijo en el momento del parto. El destino: esos niños iban a parar a matrimonios de militares, policías o adeptos al sistema que no podían tener hijos, bueno, pues a ellos iba el recién nacido. La madre que acababa de dar a luz, en casi todos los casos, era asesinada. En un país católico, con cardenales, arzobispos y obispos.
Todo esto es ya sabido. Ha salido todo a la luz. Pero nos empecinamos en repetirlo para que no se olvide de ninguna manera. Tuvieron que pasar más de dos décadas de la dictadura para que en nuestro país se comenzara a hacer verdadera justicia. Ni obediencia debida ni punto final ni indultos. La verdadera justicia.
Toda una historia trágica. Las dictaduras militares típicas de la Argentina.
Tres décadas y media hace que comenzó a gobernar el cinismo más cruel. La lección nos dice que sólo nos queda el camino de la verdadera democracia, que no sólo debe conformarse con dar la libertad de poner el papelito en la urna cada dos años, sino lograr una sociedad en libertad, con derechos igualitarios. Todavía mueren niños de hambre en la Argentina. Cuando ya no haya estadísticas con esa vergüenza nacional, cuando ya las villas miseria pertenezcan al pasado, podremos decir que cumplimos con los principios de nuestros héroes de Mayo.
El nunca más a la Muerte Argentina.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/especiales/subnotas/164788-52698-2011-03-24.html
Madres*
Ellas escriben en el cuaderno de la Plaza. Eran tiempos tan feroces que daba miedo todo, hasta mirarlas. Ellas escriben solas con pasos como círculos implacables.
Quien quiera leer que lea.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
La historia*
*Por Leopoldo Brizuela
"uno scandalo che dura da diecimila anni"
Elsa Morante
I
Cuando en 1902 se anunció que el famoso asesino Ranquilef, indio pupilo dela Misión Salesiana del Neuquén, sería trasladado al asilo Don Bosco de Tierra del Fuego, los ancianos allí alojados se amotinaron contra su director, el padre don Bartolomeo Anchietta.
Un recio decoro de pioneros -acostumbrados, en sus tiempos, a diezmar tribus enteras- impedía a los viejos demostrar cualquier tipo de temor, pero convocados una noche a la rectoría, los viejos denostaron largamente las costumbres de las tribus nómades, que aborrecen celdas y jardines y que no sólo descuidan a sus viejos sino que, cuando éstos ya no pueden acompañarlos en sus largas migraciones, los estrangulan. El reverendo padre Anchietta, con su política sonrisa, replicó que el traslado de Ranquilef era "una decisión tomada": la congregación salesiana no podía permitirse que uno de sus tutelados inaugurara el flamante Penal de Ushuaia ni, mucho menos, que la mujer y los dos pequeños hijos del asesino quedaran solos en el mundo.
Alelados, los viejos amenazaron entonces con abandonar el asilo, y al padre Anchietta le bastó con volver a sonreír: aunque los hijos, nietos y bisnietos de los viejos pagaran puntualmente las cuotas del establecimiento, éstas eran menos el testimonio de un recuerdo personal que un tributo a la historia, y no había lugar para los fundadores en la próspera ciudad de Ushuaia.
Entre los internos más notables se hallaba Miss Emily Fairchild, aquella célebre naturalista que, de niña, había revelado a Charles Darwin los senderos más secretos de la isla, y hasta lo había librado de una de esas trampas que los indios onas tendían bajo la nieve. Según cuentan las crónicas, fue ella quien ahora ideó un plan de resistencia civil, que aunque adecuado a las limitaciones físicas de los sublevados habría resultado muy efectivo, porque prescribía que cada anciano se encerrara en su celda, dispuesto a rechazar comida y atención médica, desde la llegada del indio y hasta que el padre Anchietta decidiera su expulsión. Pero sucedió que tan pronto se vio en la celda Ranquilef enloqueció, rompió una botella de jarabe y empuñando un pequeño vidrio roto conminó al padre celador a dejarlos escapar; el cura estaba armado pero pudo más la fama del asesino y los cuatro indios saltaron por la ventana y se perdieron en los bosques en el preciso instante en que el barco del presidente de la Nación, de paso para la inauguración del penal de Ushuaia, entraba majestuosamente en la bahía.
Se dice que el general Roca era de naturaleza afable, y que la edad lo había vuelto benevolente con aquellas veleidades humanistas de los curas a las que había debido las peores úlceras de su juventud, pero que tan pronto supo de la reincidencia del criminal nómade fingió perder la paciencia, y a pesar de
lo innecesario de toda represión (porque se acercaba el invierno, es verdad, y los indios pronto habrían muerto de hambre y frío o comidos por los lobos) ordenó que una cuadrilla de fusileros lo acompañara en la persecución de los fugitivos y que fuera el mismo padre Anchietta quien los guiase por el laberinto del bosque. Y así, desde su encierro en la celda y en lugar del escándalo que hubieran querido provocar, los viejos oyeron espantados los vaivenes de una cacería que, merced a la inexperiencia de los indios pampas en aquel paisaje, se desarrolló con una celeridad de pesadilla.
Cuentan las crónicas periodísticas que Ranquilef, ya al saberse perseguido, intentó que el niño mayor, Nipau, regresara a la Misión con los brazos en alto, pero éste, tan pronto sintió los tiros que sobrevolaban su cabeza, volvió sobre sus pasos y se internó nuevamente en la fronda donde ya no lo
esperaban sus padres sino una manada hambrienta de lobos. Atardecía cuando el propio general Roca divisó a Ranquilef y a su mujer a la entrada de una cueva, tan cerca que bastó el primer tiro para que el indio rodase por la ladera entorpecida de colihues. La mujer, atontada por el dolor o el miedo, sólo atinó a buscar refugio en la caverna y hubo que internarse en las sombras con antorchas y, cuando por fin intentó abalanzarse sobre el general, ensartarla por la espalda de un bayonetazo. En el asilo, los curas
disponían de ataúdes en abundancia, y sobre la blanca cubierta del barco presidencial, flanqueados por el general Roca y la severa fila de soldados, los cajones con los cuerpos de los indios parecían guardar un secreto sobre el que los ancianos habían construido la Nación, y que los tiempos actuales habían olvidado ignominiosamente.
Y, sin embargo, no todas las palabras de esta historia habían sido articuladas: porque tan pronto se retiró el último de los visitantes y el silencio -ese silencio sobrehumano que precede a las nevadas- volvió a reinar sobre la isla, un berrido débil y lejano empezó a taladrar la paz del bosque, y fue obligando a los ancianos a salir uno a uno de sus celdas y a internarse entre los árboles, tan seguros de su rumbo y tan ignorantes de su destino como las últimas bandadas que cruzaban el cielo hacia el Norte. Con una obstinación de sabuesos, los viejos pasaron largo rato siguiendo las huellas de los indios en el piso del bosque, y dos horas después, mientras la propia Miss Emily recogía una vinchita ensangrentada que flotaba en un charco, un llanto debilísimo la hizo volver la vista hacia la rama más alta de una araucaria de donde, colgada de una pierna, pendulaba la pequeña Likán, la hija menor del asesino.
El reverendo padre Anchietta, corroído por la culpa, ordenó descolgar a la niña moribunda con la unción con que, el Viernes Santo, las mujeres de Jerusalén arriaron el cuerpo de Jesús, y aunque dudó en ponerla en brazos de los viejos, fueron éstos quienes le rogaron que la entregara, y la llevaron
cuidadosamente a la enfermería. Mirándolos volver en fila, oscuros y contritos bajo los primeros copos del invierno, el padre agradeció a Dios que al fin la caridad hubiera reemplazado al odio en aquellos corazones curtidos. Pero en el fondo lo dudaba: según la antigua costumbre protestante de leer en cada vericueto del destino una palabra del oculto lenguaje de Dios, los viejos no creían que fuera una trampa ona la que había salvado a Likán del exterminio. Para ellos, Likán era un mensaje, ese mensaje por el
que tanto habían rogado para entender el sinsentido de su propia historia.
II
"En realidad -escribe el padre Anchietta en sus memorias-, a nosotros que no éramos, confesémoslo, ni indios ni pioneros ni ancianos, nos costará siempre entender la razón última por la que ese atisbo de humanidad llamado Likán concentró tan exclusivamente la atención de los viejos, y los congregó en
torno de su camilla de enferma como una hoguera en lo peor del invierno."
Sin haberlo planeado siquiera, los viejos ya no volvieron a parapetarse horas y horas en el embarcadero, ni a deambular largamente bordeando la alambrada, ni a proclamar antiguos méritos que ya nadie quería reconocerles, ni a hostigar a los enfermeros con exigencias absurdas, como si quisieran vengar en ellos el olvido en que el mundo los tenía. Durante horas y horas, los viejos clavaban los ojos en ese magro cuerpo desnudo como se mira al río o al fuego, sin esperanza alguna pero sin mengua de interés, con la secreta
confianza en que la duración nos revelará por sí sola el misterio de la vida. "Y fue así que los curas comenzamos a fomentar esa vigilia llevándoles sillas y mantas y comida, porque a la vez que suprimía la agresividad del motín mantenía intacta su mancomunión, y porque, en verdad, a fuerza de mirar y remirar a la niña, los viejos aprendían y cambiaban."
En aquellas primeras horas de agonía, cuando la fiebre montaba alrededor de la cama de Likán los escenarios de su pasado y ella gesticulaba y aullaba en su idioma incomprensible, los ancianos fueron conociendo la tragedia de los nómades y la angustia de la persecución y el exterminio, y esa secreta
indefensión que les había ocultado siempre el rostro duro de sus enemigos. Y luego, cuando cuatro enfermeros vinieron a llevársela para amputarle la pierna gangrenada, en la violencia con que ella se resistía los ancianos comprendieron los crímenes de Ranquilef, los cuatro soldados de frontera a
los que había degollado para poder escapar del encierro en la Misión Salesiana. Durante la semana siguiente Likán permaneció abatida por la morfina y el cloroformo, pero los viejos continuaron inmóviles a su lado, olvidados incluso de dormir y de comer, como si aquel cuerpo inmóvil les hablara mucho más claramente que cualquier movimiento y el muñón fuera la palabra que mejor articulaba su propia invalidez.
El reverendo padre Anchietta, que ya había planeado hacer de la niña, en caso de que sobreviviera, un segundo Ceferino Namuncurá, empezó a visitar a menudo la salita, y viendo la pasión con que los viejos se comentaban en voz baja los miles de conjeturas que les inspiraba Likán, se preguntaba si un tal interés no ocultaría el gozo de verla sufrir tanto, "pues en verdad sólo alguien muy inocente podría confundir esa pasión de los viejos con la simple ternura o con la piedad cristianas". Pero era a todas luces una calumnia, porque los muchos ancianos que iban muriendo en esos días no tenían ya la
habitual expresión de alivio, sino el desasosiego de haber partido de este mundo antes de presenciar una inminente revelación. Y porque luego, tan pronto ella despertó y, con la expresión atónita de quien preferiría el horror de la fiebre al de la realidad, quedó librada a su destino, los ancianos comenzaron a disputarse el privilegio de ayudarla a sobrevivir.
La señora Cora Wilkins, ex madama del principal burdel de Punta Arenas, recordó sus viejos tiempos de modista en Liverpool y confeccionó para la niña un vestidito que, por victoriano, resultó exactamente igual a los que las viejas llevaban hoy. Del señor Oliver Matthew Bowles, ex carpintero de a bordo, se dice que pasó el último día de su vida fabricando una muleta diminuta con que luego la solterona Mrs. O'Connor, ex jefa de enfermeras del Hospital Británico de Ushuaia, enseñó a Likán a dar sus primeros pasos por los jardines de la Misión y por las playas de guijarros y a retomar, así, su afición atávica por el merodeo. Catherine Dobson, una poeta a quien el mal de Parkinson había obligado a abandonar su lira, la retomó brevemente para pintar en una oda la mirada de la niña que oteaba a través del alambrado de
la Misión, hacia las colinas boscosas o el horizonte del mar, como si esperara un mensaje, y dice que esa espera llenaba a los viejos de esperanza. No la amaban, no, agrega el poema de Mrs. Dobson, pero seguían sintiendo que nadie estaba más capacitado que Likán para entenderlos, exiliada de un mundo que sólo existía en su memoria. Ella tampoco los amaba, pero buscaba instintivamente su compañía, porque en aquel mundo de celdas y jardines sólo los ancianos -que apenas si permanecían unas horas junto a
ella y luego partían al más allá- sólo ellos eran idénticos a los nómades. Y porque, si en verdad podía verlos, también Likán reconocería en los viejos a sus pares, exiliados no de una tierra, sino de la comprensión, y acaso esperara de ellos un mensaje. Un mensaje que llegó, por fin, dos años después de la catástrofe, y desde la otra punta de la isla, desde la Misión anglicana de Harberton.
En efecto, una carta urgente del reverendo Clifford N. Bridges les narró cómo una noche, mientras diezmaba junto a su hija una jauría de lobos que había llegado a saciar en sus ovejas la hambruna de un invierno demasiado extenso, de pronto había descubierto que uno de los animales más aguerridos
y feroces, el que se arrojó sobre la recia Edith para morderle la yugular, no era otro que Nipau, el hijo perdido de Ranquilef, que había sido adoptado por la manada y que por lo tanto había conservado sus costumbres de salvaje y nómade. Por unos meses, según los infalibles métodos de la Sociedad
Misional, la señorita Bridges había tratado de civilizar al niño lobo, para llegar a la conclusión de que sólo podría reconciliarse al niño con su historia si se lo obligaba al único reencuentro que podía apreciar: el reencuentro con su propia hermana. Se dice que el padre Anchietta, aleccionado contra los experimentos religiosos y contra los altísimos riesgos de su publicidad, trató de impedir la llegada del niño; pero al fin debió admitirla, porque la ilusión de un reencuentro habitaba en lo más profundo de los corazones de Ushuaia: los hijos, los nietos y los bisnietos de los viejos habían heredado la ilusión de volver a esa tierra que nunca habían conocido y que cada uno llamaba por un nombre distinto: London, Rye, Cornwal... Mientras que los viejos, ahora que Inglaterra ya no existía, sólo ansiaban reencontrarse con la historia.
III
Lo que resta de esta historia corresponde a la leyenda, y si hemos de confiar en la versión que de ella dan los curas, diremos que los Bridges trajeron a Nipau dentro de una jaula de maderos, ubicada en el mismo lugar de la cubierta del barco donde dos años atrás habían yacido los cuerpos de sus padres. Rodeado por una multitud de periodistas y autoridades, de hijos y nietos y bisnietos, Nipau se batía frenéticamente contra los barrotes, lanzando tarascones a toda persona que, presa de una turbia fascinación, se le acercaba demasiado, y aullando como si quisiera convocar a la manada de lobos a que se lo llevasen de nuevo al corazón de la isla; mientras Likán, allá en su celda de la Misión, vestida como para un domingo de cien años atrás, abrazada a su muleta, lloraba ante una soledad tan absoluta y
repentina que no podía ser sino la antesala de la muerte.
Un estampido de aplausos y de marchas militares acalló los alaridos del niño cuando al fin cuatro soldados bajaron la jaula al embarcadero y lo condujeron en andas, como a un santo de procesión, por entre la muchedumbre de ancianos que, los ojos grandes como dos lunas, apenas si podían concebir
la importancia de aquel reencuentro. ("Ah la terrible soledad de aquella bestia, idéntica a la que habían visto un día en la niña, idéntica a la que ellos mismos llevaban en su recio corazón...") Prudentes, tal como mudaban sus canarios de uno a otro jaulón, los curas colocaron la puerta cerrada de la jaula de Nipau contra la ventanita abierta de la celda. La niña, al oír esos gruñidos de lobo, empezó a brincar con su único pie tratando de encontrar vanamente una salida, mientras los ancianos se apresuraban a subir
a la terraza desde donde, como una rueda de comensales en torno de una mesa vacía, habían decidido mirar el reencuentro por una pequeña claraboya. A una orden del padre Anchietta, los dos padres enfermeros abrieron la puerta de la jaula. El niño, menos por reencontrarse con su hermana, a la que aún sólo había olido, que por huir de la masa de fotógrafos y potentados, entró de un salto en la celda... Y el padre Anchietta, temeroso de un nuevo escándalo, ordenó cerrar las celosías "para respetar la intimidad de ese reencuentro", invitó a la concurrencia a tomar un chocolate y volver dos horas más tardes
a comprobar "el hermoso milagro".
Entonces.
"Ah vosotros, ancianos del mundo que padecéis el misterio de la duración", continúa el padre Anchietta en sus memorias, "tratad de imaginar la mirada con que los niños por fin se descubrieron, ellos que hasta entonces no habían parecido ver más que las fabulaciones del peligro". Como los duelistas al comienzo de la lucha (y al ver tal similitud los ancianos ya intuyeron que algo andaba mal, y se tomaron de las manos -mientras arriba el cielo, estremecido, se turbaba en tormenta-), los dos niños sólo se miden, como si tampoco su comprensión pudiera abarcar lo que sucede. Sus antepasados nunca apreciaron los reencuentros: nómades en el paisaje nómade del desierto, donde todo fluye y se disuelve y recomienza y nunca un sitio es el que será apenas un momento después, cualquier permanencia llegó a parecerles tan aberrante como a los habitantes de las ciudades nos parece atroz la fugacidad de las cosas, la incesante mutabilidad que, al fin y al cabo, es nuestra única compañera de por vida. Y ahora, por vez primera, los
niños nómades comparan lo que fue con lo que es, lo que es con lo que podría haber sido.
Ella, con su vestido victoriano de ancianita y su memoria cargada de tantas muertes inglesas, parece mucho, mucho más vieja que la vieja Inglaterra; él, con sus rasgos idénticos pero embrutecidos por la lucha, parece un familiar llegado, no de esos puertos británicos que añoran los inmigrantes de
Ushuaia, sino de aquella época remota en que también los ingleses eran nómades y las islas británicas un racimo de riscos tan hostil como la Tierra del Fuego. El, el más fuerte de los hombres, el que ha aprendido a sobrevivir el invierno más antiguo y duro de la tierra, tiembla de frío porque carece por primera vez de la peluda promiscuidad de la manada; ella, que no deja de mirarlo, también tiembla, porque de golpe comprende que ha sobrevivido contra su propia voluntad y que es la más indefensa de las mujeres. Entonces, piensa ella, ¿era esto la muerte? Entonces, piensa él, ¿esto era el amor?
De pronto, los niños intuyen -como los ancianos, escandalizados, en la terraza ventosa- que no son sino los personajes de una historia que otros han tramado para entenderse a sí mismos. Ella mira hacia arriba, como buscando en lo alto una explicación de los viejos; él, indignado, recula y se pone en cuatro patas como dispuesto a atacar, pero de pronto se vuelve también a mirar a los ancianos, que incapaces de soportar esas miradas alzan sus ojos al cielo, que está más que nunca mudo e incomprensible, y vuelven a
mirar a los niños. Que él sea el atacante parecerá a todos lo más obvio, pero no podemos ocultar que ella se entrega cuando él se le abalanza para clavarle los colmillos en el cuello, como si al fin y al cabo fuera un consuelo tener un papel en esta larga obra inentendible. Entonces los ancianos se pusieron a aullar y a correr con los brazos en alto, y según cuenta el padre Anchietta se necesitaron siete enfermeros para que Nipau, cegado como si quisiera buscar en el crimen su propia anulación, se desanudara por fin del cuerpo de la niña. Pero ya era muy tarde.
Likán, los ojos fijos en el recuerdo de su hermano, ya no volvió a salir de la enfermería. Nipau, ovillado en la misma celda, tampoco pareció tener ojos más que para su propia memoria hasta que un sutilísimo olor a carroña pasó por debajo de la puerta y le hinchó el hocico y por primera vez no sintió
hambre sino una inconcebible desesperación: entonces repitió la hazaña de su padre y echó a correr por los pasillos y pasando de largo por el velorio atestado de ancianitos se perdió para siempre en los bosques como si quisiera recomenzar su vieja historia: pero esta vez los lobos habían muerto. Algunos afirmaron que, durante muchos años, el aullido de Nipau siguió retumbando en los canales fueguinos, derrumbando las inmensas paredes del glaciar sobre todo buque parecido al barco de Roca; otros juran haber cortado con la quilla un iceberg diminuto y que en su centro, como un carozo, se veía el cuerpo del niño congelado, y que aquellos que miraron sus ojos abiertos ya no pudieron pensar en otra cosa. Pero sólo se trata de consuelos de personas que no son, en ningún caso, ni indios ni pioneros ni ancianos, y que no pueden comprender. "Oh vosotros, ancianos de un mundo huérfano de nómades -concluye el padre Anchietta-, tratad de imaginar lo que comprendieron los ancianos en aquel velorio, porque somos nosotros, y no los viejos, los exiliados de la sabiduría. Imaginad -continúa-, porque no todo ha de decirse en ningún tiempo..." Y porque los curas ya no se atrevieron a turbar con preguntas la tristísima paz en que los viejos murieron, y luego murieron los curas, y luego los hijos, los nietos y los bisnietos, y luego
cesaron los imperios y las misiones, y así pasó la historia.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161631-2011-02-03.html
El cuento por su autor*
Hay un motivo secreto por el que un escritor puede elegir un relato entre todos los suyos: la felicidad que sintió al escribirlo. Una felicidad que es mucho más que alegría, aunque por supuesto la incluya. Somos felices cuando sentimos que un secreto nos ha elegido para contarse; cuando ya no somos un
yo que elige y se aplica a contar, sino una marioneta al servicio de ese secreto ventrílocuo.
Existen escritores afortunados, digamos, por la adecuación a su época. Se sienten incómodos en ella -sin esa incomodidad no existe la literatura- pero no con los modos en que ésta se cuenta a sí misma. Desde los comienzos, en cada una de sus líneas uno reconoce el resplandor de esa virtud sin la que ningún arte es posible: la convicción. Están convencidos de que deben contar lo que cuentan, y que el lector está esperando que le cuenten exactamente eso y así. Escriben al socaire de su propia felicidad huracanada. Pero existe un segundo grupo de escritores para quienes escribir no es el trabajo de aplicar una forma, sino el esfuerzo de ir buscándola; la mayor parte de sus relatos resulta del experimento que permita expresar al rincón del mundo en que habitan. Para bien o para mal, siempre me sentí parte de esta segunda cofradía de los experimentos casi siempre fracasados: si quería ser fiel a mi rincón, debía buscar, en otras épocas y en otros ámbitos, de otros modos de contar hasta que alguno, por fin, fuera verdadera poesía.
Escribí "La historia" en 1995, poco después de terminar la novela Inglaterra. Una fábula, inspirado en alguna de tantas anécdotas fabulosas (ya no recuerdo cuál) que había descubierto en libros sobre Tierra del Fuego. Fuegia, la decisiva novela de Belgrano Rawson, me había sugerido que podía hablar de aquel pasado sobre el que de chico me hablaba mi padre, marinero de YPF, para, secretamente, descifrar y cifrar el tiempo que vivíamos. Como a tantos autores y lectores de aquel boom de la novela histórica, me fascinaban las coincidencias entre el fin del siglo XIX, la consolidación de las naciones, la división internacional del trabajo y los albores de los totalitarismos, y aquel ominoso fin del siglo XX del
menemismo y la globalización. Construir relatos inspirados en aquella época lejana, con el trasfondo del exterminio de los "pueblos originarios", me permitía hablar, en tiempos del indulto, del genocidio de los años '70 y, sobre todo, del drama cotidiano de los familiares de las víctimas, con quienes convivía, y de quienes un entramado de causas mucho más complejo que la simple coacción del enemigo impedía hablar con la claridad que hoy se ha conquistado.
En fin, "La historia" me dio felicidad porque las desventuras de esos ancianos ingleses y esos niños indios, tan distintos de cualquier ser humano real, pero sobre todo del estudiante de Letras que las imaginaba en uno de los monoblocks del Fuerte Apache platense, revelaban ciertas cosas de mí que
no habría podido revelar ninguna autobiografía, quizá porque ni yo mismo me atrevía a reconocerlas. Pero, sobre todo, porque desde la primera frase sentí que en el texto se entretejían armónicamente, como hilos en un mismo tapiz, estéticas tan diferentes que a menudo las había sentido enemigas,
señales de incurable contradicción. En primer lugar, la estética del relato anónimo, con su tono de confidencia en torno a la hoguera primigenia, sus personajes planos, su estructura musical y su crueldad sin explicación ni justicia. (Quizás, ahora, no esté hablando de otra cosa que de mi disidencia con el realismo, y quien me arrancó definitivamente de él fue el personaje del Lobo, que no es ningún lobo real, existente en la Patagonia, sino el gran Lobo de los cuentos de hadas, terror de niños y pastores.) En segundo lugar, la fabulosa profusión narrativa que admiraba en Los Simpson, donde cada escena parece esconder otra que a su vez encierra otra, en un juego de cajas chinas que suponemos infinitos; a conseguir en palabras este barroquismo veloz me ayudaron mucho las lecciones de Goffredo Parise. En
tercer lugar, la forma en que Angela Carter consigue, en su propias reescrituras de los cuentos de hadas de Perrault, evitar los riesgos del infantilismo y del didactismo, gracias a constantes estocadas de humor y causticidad feminista.
El título "La historia" es un homenaje a Elsa Morante, pero también una ironía respecto de nuestra capacidad de representarla. Mi cuento habla de un fragmento de la historia presentándola como un mito de origen que reconozcamos como artificio; sí, un mito en el que nadie puede creer, pero que pretendió introducir, en la noche de mis años '90, una pequeñísima luz de alegría, compasión y solidaridad humanas.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/161631-51789-2011-02-03.html
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Quien vive verdaderamente no puede dejar de ser ciudadano y combatir. Odio a los indiferentes... La indiferencia actúa poderosamente en la historia. Actúa pasivamente, pero actúa… Los hechos maduran en la sombra, unas pocas manos, no sometidas a ningún control, tejen la tela de la vida colectiva y la masa ignora, porque no se preocupa.
Antonio Gramsci (citado en G. Fiori, Vida de Antonio Gramsci, Peón Negro Eds., 2009 pág. 139).
Tarea escolar*
Beni me pidió que lo ayudara con la tarea del día de la memoria. Me gustó hacerlo y aunque siempre hablé con mis hijas y nietos. Tuve un desmayo, no sabía como decirle lo de los niños robados y no lo hice. Debe ser una de las peores fantasías de un chico que lo arranquen de todo lo suyo, y lo entreguen a los asesinos o cómplices de la destrucción de su mundo. Sentí tristeza, que es algo vivo, que se mezcló con la cierta alegría de ser la trasmisora de la historia... Estuve allí, lo puedo contar, nunca indiferente. Sentí el dolor, el odio, el miedo en el cuerpo. Una piedra en la garganta que no dejaba salir las palabras para salvar el resto. Piedras que nos rondaban la cabeza, no era fácil pensar cuando los dioses únicos dictaban la ley arbitraria. La locura vestida de normalidad. No lloré, salvo el día que Norberto tiró al fuego del incinerador unos cuadros hechos con afiches de películas de cine cubano. Manos con flores, belleza incendiada sin razón y sin remedio. Ellos, los despreciables, odiaban la vida que salía de esa gráfica, ellos eran cultores de la muerte, lo siniestro, lo oscuro... El año pasado estuve en el instituto del cine de La Habana, crucé a Fresa y Chocolate a comprar unos posters. Una extraña angustia que entendí más tarde, mientras miraba para elegir a Carlitos Chaplin saliendo de las flores o a ese helado que representa el amor sin rotular. Todo queda grabado, era demasiado horror para las lágrimas. Se llora en los cementerios, en los velorios donde se habla del ausente. No se podía hablar ni enterrar.
Volví a llorar en un homenaje frente al río donde tiramos flores, intentando el ritual que no tuvieron, llorar, entierro, territorio de lo humano. Los militares inventaron un lugar siniestro, sórdido, un basural espejo de sus almas... Ahora la ley endereza.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
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