lunes, marzo 28, 2011

ESE ENLACE DE MOMENTOS BRILLANTES Y OPACOS...




-Ilustración: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba




Habanecer*



Portazos, cazuelas, la radio que no cesa,
Una oración a un dios que vive tras las puertas.
Añoranza de ti, ausencia…
El vendaval que lleva a Oz no llega.
Música de mi barrio, trinos, azucenas,
Por causa de la luz, no veo caer una estrella.





Si somos la materia creada en el Big Bang,
¿Desde cuándo nos sabemos de memoria?





La única magia cierta es la que inventan los niños
Con piedras, agua, una rama y flores secas.





Alguien pasa volando y se apodera de mi sombra.
Soñé, de nuevo, con el ángel que me abraza,
Cuyo rostro, familiar, no veo.
¿Es aquel que me espera tras la luz?
(¿Será que no deseo reconocerte?)





Hemos asesinado La Vida, triste paradoja.
Peter Pan no entiende y vuela inconsolable,
De ventana en ventana,
Buscando historias.





Fui destinada
A vivir en el nido del cuco.
Ningún lugar me pertenece.





*Micropoemas de Marié Rojas.
-La Habana. Cuba.











Un momento feliz*


Uma llega a casa el día de su cumpleaños. Su cabeza es una fiesta de trencitas y cintas de distintos colores. Hay una femenina disposición a la belleza. No es natural pienso, nadie es hermoso sin una mirada que lo señale. Es un lazo en movimiento y esa alegría de festejar la propia vida. que la dispone. Se celebra una historia, esa rara escena de ser el mismo y distinto. ¿qué tenemos en común con el bebé, el niño, las distintas etapas de la vida. ¿Se festejará el hilo que enlaza?. Ella contenta, hace música con un instrumento que le regalaron. Me muestra su vestido, lee un cuento con pocas palabras y muchas imágenes, ese libro lo lee. Antes había dicho que no sabía leer pero sabe. Lee en mis ojos que está encantadora. Lee cosas que entiende y que no, en los tonos de voz. Lo que no se comprende es un misterio a desarrollar, abierto, un largo cuento.
Uma habla como si no cerrara los sentidos, dice algo de la vida.
La vida, ese enlace de momentos brillantes y opacos: La vida esa sorpresa como cuando esta tarde ella del otro lado de la puerta me mostraba sus 5 años rutilantes de recién estrenados.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar








REGRESO DE MI ARCO IRIS*



"Si las lágrimas
se tornan arco iris,
¿valdría la pena haber llorado?"
Marié Rojas Tamayo




Tuve miedo
y cerré mis diques.
Mis ojos secos
veían fantasmas.
El lago interno
amenazó desbordes
y me urgió
a que abriera mis ventanas.
En mi delirio
cumplí la exigencia
y dos ríos lavaron
mis párpados ciegos.
Ya libres al viento
encendieron luces
y como arco iris
elevaron vuelo.



*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






Empantanado*




En 1984, seguramente en apuros, Gabriel García Márquez publicó un artículo en el que se preguntaba cómo se escribe una novela. Su testimonio dejaba entrever un trasfondo de angustia: no hay escritor -al menos de cuantos se tenga noticia- que no se haya encontrado alguna vez con la temible sospecha
de que ha perdido el don de la palabra.
Mientras escribía las primeras páginas de A sus plantas rendido un león, me hice mil veces la misma pregunta: ¿Cómo demonios se hace para escribir algo que merezca llamarse literatura?
Los pánicos revelados por García Márquez me daban vueltas en la cabeza.
Entonces me di cuenta de que en mi desasosiego yo estaba haciendo lo mismo que hacen todos los escritores ( aunque uno cree ser el único y se avergüenza ) cuando la novela -o simplemente una idea- se empantana: correr a la biblioteca y buscar el auxilio del libro más amado. El escritor impotente saca, por ejemplo, Tifón, de Conrad, y empieza a recorrer al azar las páginas del capitán MacWhirr. Pero, claro, Conrad fue marino y ha vivido todo lo que cuenta. No sirve como modelo. Entonces uno toma a Simenon, La escalera de hierro, sin ir más lejos, y al cabo de unos pocos capítulos se da cuenta de que no pasa gran cosa, de que la historia fluye y se acumula como la arena de los relojes. El personaje es un pobre tipo, seguramente uno de los más estupendos pobres tipos descritos en este siglo, pero tampoco eso es lo que uno está intentando hacer.
A ver, probemos con uno nuestro, Julio Cortázar, Rayuela, o más simplemente, Final de juego. No, nada que hacer: el hombre tiene una música propia, intransferible, tan mezcla de jazz y de tango que uno se queda atrapado en el relato y olvida su propia novela trunca. No hay caso. No hay libro ajeno que sirva.
Entonces el escritor vacío va y prueba con los libros propios, si es que ya tiene alguno.
Peor todavía. Cada vez que uno repasa algo ya publicado se tropieza con la dificultad de reconocer que alguna vez fue mejor, o bien de que nunca fue lo suficientemente bueno como para que valga la pena seguir adelante.
Conozco muchos escritores -en realidad la mayoría- que trabajan con un plan previo. Manuel Puig me contó un día que nunca se sentaba a escribir hasta que no sabía lo que iba a ocurrir en la novela paso a paso, capítulo a capítulo, con un comienzo y un final insustituibles. Otros toman apuntes. En servilletas de papel, en blocks que esconden en los bolsillos del saco, al dorso de la última carta de la amante, o sobre un rollo de papel higiénico.
En general, me dice Antonio Dal Masetto, los apuntes sirven. Como yo estaba impresionado por la precisión del montaje de Siempre es difícil volver a casa, le pregunté cómo había trabajado para lograrlo.
Fue así: una noche se sentó a la mesa con una damajuana de vino y una caja de zapatós vacía. Sacó o copió todos los apuntes que había juntado en los fondos de los bolsillos, en los bordes de las sábanas y hasta en las paredes del departamento y dispuso cuatro pilas, como si fueran naipes. En una puso
todos los apuntes que, se le ocurría, cabrían al personaje A; en otra los del B, en la siguiente los del C y en la última los del D. Planchó pacientemente los papeles con el dorso de la mano, los enrolló como un
matambre y ató cada uno con un trozo de piolín. Después los metió en la caja de zapatos y la guardó en un armario hasta que le vinieran ganas de escribir. El día que la pereza lo abandonó, metió la mano en la caja y empezó a sacar los rollos al azar. Personaje que salía, personaje que entraba en acción. "Es un método como cualquier otro", me dijo al final y sacó del bolsillo los arrugados apuntes que está juntando para su próximo libro.
Scott Fitzgerald, en cambio, era un hombre meticuloso y la prueba está en el apéndice de El último magnate. Como Raymond Chandler, el gran Scott reescribía cada capítulo hasta el hartazgo y supongo que ésa fue una de las causas para que los dos se dieran a la bebida con tanto fervor.
En cambio, Erskine Caldwell, a quien me acerqué en París para agradecerle algunos de mis mejores momentos de soledad, era bastante desprolijo y los más inolvidables momentos de El camino del tabaco se deben al fino olfato con el que captaba el idioma y los gestos de los granjeros del sur.
De joven, Scott Fitzgerald despreciaba lo que Caldwell hacía, pero terminó admirándolo. Lo cierto es que el autor de La chacrita de Dios nunca tuvo problemas para sentarse a trabajar y allí quedan más de cincuenta libros -de lo mejor a lo peor- que lo prueban.
Quien resultó un verdadero caso de empantanamiento fue Samuel Dashiell Hammett. Ya en 1931 tuvo que encerrarse en el hotel que regenteaba Nathanael West para poder entregar a tiempo El hombre flaco, que le habían pagado por anticipado. Después se empacó como una mula y en treinta años sólo
consiguió escribir una docena de páginas.
Yo no sé si a Juan Rulfo le pasó algo similar. Escribió un libro de cuentos, El llano en llamas, y una novela, Pedro Páramo, que son obras maestras. Luego, durante tres décadas guardó silencio. En un bar de Berlín, hacia 1980, Rulfo me dijo que estaba escribiendo algunos cuentos. Pero muchos sospechábamos que se burlaba de nosotros y sobre todo de Octavio Paz, su blanco preferido.
Rulfo no creaba expectativas sobre obras futuras y esto fue aprovechado por los editores que se hacían un deber en no pagarle sus derechos de autor. Yo le propuse en otro bar, el Suárez de Buenos Aires, que hiciéramos circular la voz de que estaba terminando una novela. Automáticamente, sus editores del mundo entero correrían a pagarle los derechos atrasados para tener alguna posibilidad de publicar la nueva novela que, sin duda, sería un acontecimiento para las letras del continente. Sin embargo, Juan Rulfo sólo parecía preocupado, ese día, por comprar toneladas de aspirinas fabricadas en la Argentina, porque, me decía, las de México son malas y escasas.
Creo que he leído Pedro Páramo veinte veces y mi admiración por Rulfo no tiene límites. Sé que él gustaba de mis novelas, pero cada vez que me pongo a escribir pienso que si Rulfo había dejado de hacerlo debía ser porque creía que no valía la pena. Y si pensaba eso, ¿qué diablos hago yo frente a
la máquina de escribir?
Más tarde, sentado frente a doscientas páginas llenas de ruidosos guerrilleros que parecían ir al fracaso, ante un cónsul argentino que la cancillería olvidó en un lugar perdido del África, me preguntaba cada día qué hacer ahora, de qué manera seguir mañana, cómo terminaría esa historia que escribía a ciegas llevado de la mano de un puñado de personajes que parecían divertirse como si vivieran por su cuenta.
Tarde o temprano, a casi todos los escritores nos persigue el síndrome de Dashiell Hammett. Salvo que no se tenga el menor sentido autocrítico y uno decida que todo lo escrito bien escrito está, van a parar a la basura decenas o cientos de páginas que uno sabe irrescatables aun para los amigos más fieles. Y con cada página se va un pedazo de corazón. No porque la literatura esté perdiendo algo: simplemente porque para escribir cualquier cosa que tenga algún sentido hay que encorvar la espalda y entabacarse,
y vomitar el café recalentado de la madrugada. Y cada vez que algo va al cesto de los papeles y uno puso en la máquina otra página en blanco con la esperanza de que el ángel iluminador pase ante sus ojos, vuelve a aparecer el fantasma de Dashiell Hammett.
Por supuesto, hay escritores que no se empantanan jamás. Son, casi siempre, los más prolíficos y vanidosos. No hay en ellos la menor duda sobre las bondades de lo que acaban de enviar a su editor. Conozco a varios. En general, le entregan a uno el original de una novela (o de un cuento, o de un poema), con un gesto severo y esta frase en los labios: "Estoy seguro de que te va a gustar."
Sin embargo, mi breve experiencia de novelista me dice que no hay manera de convencer a todo el mundo de que lo que uno hace está destinado a la posteridad.
Cuando le envié Triste, solitario y final a Julio Cortázar, recibí una de las más bellas cartas de elogio que he tenido en mi vida. Al mismo tiempo la leyó Juan Carlos Onetti, quien me la devolvió con el gesto adusto que siempre llevaba puesto y mientras viajábamos en un ascensor, me comentó, despectivo: "Esa cosa va a andar muy bien en Estados Unidos."
Onetti fue uno de los más grandes escritores de este continente y una de las personas menos sociables del oficio. En 1979, en Barcelona, presentó esa obra cumbre que es Dejemos hablar al viento. El salón estaba colmado de público que asistía a una mesa redonda para oír hablar al maestro. Era hora de salir a hacer cada uno un discurso sobre ya no recuerdo qué tema, cuando nos informaron que estaba prohibido fumar en la sala. Allí nomás, Onetti se plantó. Sin un cigarrillo en los labios él no podía hablar. Como a mí me sucedía algo similar, apoyé su rebeldía y estuvimos media hora negociando en vano mientras la gente batía palmas para recordarnos que estaban allí.
El bombero de la sala, como buen catalán, no quiso dar el brazo a torcer y entonces yo disimulé un cenicero entre el saco y la camisa y le avisé a Onetti -que se había atrincherado en un rincón- que bien podíamos desafiar a la fuerza pública. El asunto lo entusiasmó y cuando apareció en la sala la
gente lo aplaudió tanto que encendimos diez cigarrillos cada uno sin que el bombero pudiera impedirlo. Lo que más turbaba al catalán era que alguien hubiera colocado un cenicero sobre la mesa y con ello legitimara nuestra transgresión. Desde entonces, Onetti aceptaba tomar el teléfono cuando lo llamaba, una vez por año, o cuando estaba de paso por Madrid. A veces pienso que hasta me tenía alguna simpatía porque habíamos bebido juntos y compartimos el amor por Chandler y por los diluidos suburbios de
Montevideo y Buenos Aires.
Pues bien, Juan Carlos Onetti era de esos escritores que se empacan pero insisten. En aquel 1979 me dijo que estaba escribiendo una novela de cien capítulos cortos y que nunca el trabajo le había salido tan rápido y tan bueno; sin embargo, esa novela se quedó empantanada en alguna parte y Onetti la cambió por Cuando entonces, esa maravilla. Como él tenía una envidiable capacidad para matar personajes y resucitarlos cuando se le da la gana, no hay manera de tomarlo como modelo. Igual que a Borges, sólo se puede admirarlo, nunca usarlo de referencia.
Jorge Musto, otro uruguayo, me reprochó por carta que yo, como jurado, no hubiera votado por su novela en un concurso que ganó en La Habana en 1977.
Luego trabamos relación y me contó su manera de escribir: Musto nunca pasa a otra página antes de haber dejado terminada, impecable, la que está escribiendo. Si comete un error de máquina tira el papel y vuelve a empezar.
Entonces entendí por qué su novela no me había invitado a premiarla. Tengo para mí que la escritura tiene un ritmo y una respiración que sólo se sostienen cuando el autor se desliza por ella como por sobre una correntada.
Es imposible detenerse a contemplar el río sin que a uno se lo lleve el agua. Hay que nadar sin pausa y corregir la dirección a medida que se dan brazadas. Por supuesto, hay que ir hacia la costa sin perder el estilo: "Deben pelearse los personajes, no las palabras", ha dicho García Márquez y tiene razón.
Ese maravilloso mecanismo de relojería que es Crónica de una muerte anunciada fue escrito a una página por día, sudando, metiéndose en la piel de Santiago Nasar y en los odios de sus asesinos. Es posible que el "mierda", al final de El coronel no tiene quien le escriba, haya demandado años de maduración.
Lo cierto es que cuando García Márquez se quedó empantanado, me di un susto mayúsculo y me gustó leer aquel artículo en el que pedía auxilio cuando él sabía, como sabemos todos, que no hay Dios ni poderoso señor sobre la tierra capaz de sacarlo a uno de semejante atolladero.
Es frecuente, también, que el escritor se sienta acabado después de cada libro. Le pasaba a Scott y creo que le pasaba a Italo Calvino como también me pasa a mí.
Cuando lo conocí, Calvino acababa de terminar Si una noche de invierno un viajero, y aún no sabía que había hecho un libro magistral. Recuerdo que me animé a preguntarle si estaba conforme con la novela, e hizo un gesto de duda sincera. Como Calvino era de poco hablar y yo tenía veneración por él, siempre que lo visitaba me guardaba las preguntas que hubiera querido hacerle. Me pasa lo mismo con casi toda la gente que hace lo que yo soy incapaz de hacer. Creo que con Juan Gelman he hablado muy poco de
poesía porque me intimidaba su talento. Lo mismo me ha ocurrido con Bioy Casares.
Con Giovanni Arpino hemos visto fútbol y hemos tomado copas sin mencionar su novela La monja joven. Cuando me animé a decirle al brasileño Joao Ubaldo Ribeiro todo el placer que me había dado leer Sargento Getulio me contestó que en Brasil hay otro escritor joven mejor que él y que se llama Mario
Souza, el autor de Mad María.
Los brasileños son un capítulo aparte. Se quieren mucho entre ellos y eso los distingue del resto de los mortales, pero sobre todo de los argentinos.
Cuando conocí a Souza, me dijo que Ribeiro es el mejor de todos ellos y hasta Jorge Amado y Nélida Piñón proclaman que lo suyo es tan bueno como lo que hacía Guimaraes Rosa. Tengo para mí que los brasileños no se empantanan nunca. Porque de eso se trataba al principio, de los escritores que alguna vez nos hemos quedado mirando por la ventana esperando a que Dios provea. En mi caso son siempre los gatos quienes me traen las buenas noticias. Es una constante y una certeza en mi vida y algún día escribiré sobre ellos.
Así como Triste, solitario y final existe gracias a un gato, otro -blanco y negro- llegó ese año a sacarme del apuro cuando no sabía dónde ir con el cónsul que Pasquini Durán me había revelado en una charla de madrugada.
El verano de 1985, mientras estaba en aprietos, dejaba a cada rato la máquina para ir a darle de comer a la araña que vive en el resquicio de la puerta de mi escritorio. Eso me distraía de mi empantanamiento y me gustaba verla salir a buscar su alimento deslizándose sobre la transparente tela que rodea su cueva. A cada momento me decía que iba a aplastarla, pero algo, una burda superstición, me detenía.
Luego, en pleno invierno, salía a pasear por el marco de la puerta, satisfecha porque le sobraba comida para llegar a la primavera. En ese momento, yo estaba escribiendo la página doscientos de mi historia y ya me llevaba bien con los personajes. Entonces les avisé a los gatos que esa araña no se tocaba, porque tenía que acompañarme en ese cuarto hasta que la novela estuviera terminada y le encontráramos un buen título.




*de Osvaldo Soriano.
-Texto incluido en "Piratas, fantasmas y dinosaurios" Editorial Norma. Bs As. 1996.








Epifanía*


Puede ser que la lluvia vista con diamantes una tela de araña
que la planta cubra su verde desnudo y
destelle como poblada de astros.

Es posible que mi ojo la vea

y acaso me olvide de la muerte

por un rato.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar






La página en blanco*


Una sábana inmaculada en un viejo convento europeo esconde una historia que sólo el lector podrá escribir


*Por Isak Dinesen


Junto a la puerta de entrada a la antigua ciudad solía sentarse una anciana de piel color café, cubierta con un velo negro, que se ganaba el pan contando historias.
Decía la mujer:
-¿Queréis un cuento, señora gentil, caballero? He contado muchas, muchas historias, mil y una más, desde los tiempos en que dejaba que los muchachos me contasen a mí el cuento de la rosa roja, los dos suaves capullos de azucena y las cuatro serpientes sedosas, cimbreantes y mortalmente enlazadas. Fue la madre de mi madre, la bailarina de ojos negros a quien tantos poseyeron, la que hacia el fin de su vida, arrugada como una manzana de invierno y escondida detrás del piadoso velo, me enseñó el arte de
relatar historias. La madre de su madre se lo había enseñado a ella, y ambas eran mejores narradoras que yo. Pero esto ahora no tiene importancia, porque, para la gente, ellas y yo somos la misma persona y me tratan con gran respeto, puesto que vengo contando historias desde hace doscientos años.
Después, si se le ha pagado bien y está de buen humor, seguirá diciendo:
-La de mi abuela -decía- fue una escuela bien dura.
»-Sé fiel a la historia -me decía la vieja bruja-. Sé eterna e inquebrantablemente fiel a la historia.
»-¿Por qué, abuela? -preguntaba yo.
»-¿He de darte razones, desvergonzada? -gritaba ella-. ¿Y tú quieres ser cuentista? ¿Tú vas a ser cuentista y yo he de darte razones? Pues bien, escucha: cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final es el silencio quien habla. Cuando la historia ha sido
traicionada, el silencio no es más que vacío. Pero nosotros, los fieles, cuando hemos dicho nuestra última palabra oímos la voz del silencio. Lo entienda o no una mocosa impertinente.
»¿Quién es -prosigue la mujer- el que relata un cuento mejor que todas nosotras? El silencio. ¿Y dónde se lee una historia más profunda que en la página mejor impresa del libro más valioso? En la página en blanco. Cuando la pluma más finamente cortada, en su momento de mayor inspiración, ha escrito su cuento con la más preciada tinta, ¿dónde podrá leerse un cuento aún más profundo, dulce, alegre y cruel?: en la página en blanco.
La vieja arpía calla un momento, suelta una risita y mastica algo en su desdentada boca.
-Nosotras -dice finalmente-, las viejas que contamos historias, sabemos la historia de la página en blanco. Pero no nos gusta contarla, porque entre los no iniciados podría mermar algo nuestra fama. Aun así, voy a hacer una excepción con vosotros, dama hermosa y gentil y caballero de generoso corazón. A vosotros os la contaré.
»En las altas y azules montañas de Portugal existe un viejo convento de monjas de la Orden Carmelitana, que es una orden ilustre y austera. En tiempos pasados el convento fue rico, las monjas eran todas nobles señoras, y se producían incluso milagros. Pero con el correr de los siglos las damas de alto linaje fueron perdiendo la afición al ayuno y la plegaria, las ricas dotes dejaron de fluir a las arcas del convento y hoy apenas quedan unas pocas hermanas humildes y pobres que viven en una sola ala del vasto y decaído edificio, que parece querer fundirse con la roca gris que lo rodea.
Sin embargo, la comunidad es aún viva y alegre. Sus devociones son fuente de gozo inextinguible, y las hermanitas se dedican alegremente a la tarea que hace muchos, muchos años, deparó al convento un único y singular privilegio: cultivar el mejor lino de Portugal, con el que fabrican la tela más fina del país.
»El vasto campo frente al convento se ara con bueyes blancos como la leche, de manso mirar, y la semilla es sembrada hábilmente por virginales manos endurecidas en la labor, con las uñas llenas de tierra. En la estación en que florece el lino, el valle entero se tiñe de un color azul de aire, el mismo color del delantal que llevaba puesto la Sagrada Virgen para ir a coger huevos al gallinero de Santa Ana cuando el Arcángel San Gabriel, con su aleteo poderoso, descendió hasta el umbral de la casa y en lo alto, muy
en lo alto, una paloma, con las plumas del collar enhiestas y las alas vibrando, se recortaba en el cielo como una pequeña estrella plateada.
Durante ese mes los aldeanos de muchas millas a la redonda alzan los ojos hacia el campo de lino y se preguntan: "¿Ha subido el convento al cielo? ¿O han logrado las hermanitas que el cielo baje hasta ellas?".
»Cuando llega la estación, el lino se recolecta, se agrama y se rastrilla; después la fibra delicada se hila, el hilo se teje y, por último, la tela se extiende sobre la hierba para que se blanquee, y se lava una y otra vez hasta que parece que haya nevado en torno a los muros del convento. Toda esta labor se lleva a cabo piadosamente y con precisión, y con ciertas aspersiones y letanías que son un secreto del convento. A ello se debe que el lino, que se carga a lomos de pequeños asnos grises y, pasada la puerta de las monjas, desciende y desciende hasta llegar a la ciudad, sea blanco como una flor, liso y suave como era mi pie cuando, a los catorce años, lo lavaba en el arroyo para ir al baile de la aldea.
La diligencia, queridos señores, es buena cosa, y la religión también, pero el germen último de la historia procede de algún lugar místico ajeno a la historia misma. Así, la virtud del lino del Convento Velho le viene del hecho de que la primera semilla fue traída por un cruzado de la propia Tierra Santa.
»En la Biblia, las gentes que saben leer pueden aprender cosas sobre las tierras de Lachis y Maresa, donde crece el lino. Yo no sé leer, y nunca he visto este libro del que tanto se habla. Pero la abuela de mi abuela, cuando era niña, fue la favorita de un viejo rabino, y sus enseñanzas se han guardado en la familia y se han transmitido de generación en generación.
Así, en el libro de Josué podéis leer que Axa, hija de Caleb, se apeó del asno y gritó a su padre: "¡Dame bendición! ¡Pues que me has dado tierra de secadal, dame también fuentes de agua!". Y él le dio entonces las fuentes de arriba y las de abajo. Y en los campos de Lachis y Maresa vivieron, más tarde, las familias que tejían el lino más fino de todos. Nuestro cruzado portugués, que descendía de una familia de grandes tejedores de lino de Tomar, cabalgando por esos mismos campos quedó impresionado por la finura de las plantas de lino, y se ató un saco de semillas al pomo de su silla de montar.
»Así se originó el primer privilegio del convento, que era el de suministrar las sábanas de matrimonio para las jóvenes princesas de la Casa Real.
»He de deciros, queridos señores, que en el país de Portugal las viejas y nobles familias observan una costumbre venerable. A la mañana siguiente a los esponsales de una hija de la casa, y antes de que se entreguen los regalos de boda, el chambelán o el gran senescal cuelgan de un balcón del palacio la sábana de la noche de bodas y proclaman solemnemente: "Virginem eam tenemus" . "Declaro que era virgen." Esta sábana no se lava ni se utiliza nunca más.
»Nadie observaba esta costumbre venerable más estrictamente que la Casa Real, en la que ha persistido casi hasta nuestros días.
»Desde hace muchos siglos también, y como señal de gratitud por la excelente calidad de su lino, el convento de los montes ha gozado de un segundo privilegio: el de recibir de vuelta el fragmento central de la sábana blanca como la nieve, que lleva el testimonio del honor de la desposada real.
»En el ala principal del convento, desde la que se divisa un inmenso panorama de colinas y valles, hay una extensa galería de suelo de mármol blanco y negro. De los muros de la galería cuelga una larga hilera de
pesados marcos dorados, rematados cada uno de ellos por una cartela de oro puro en la que figura inscrito el nombre de una princesa: Donna Christina, Donna Ines, Donna Jacintha Leonora, Donna Maria. Cada uno de estos marcos encierra un retal cuadrado de una sábana real de boda.
»En las manchas borrosas de las telas una persona de cierta imaginación y sensibilidad podría reconocer todos los signos del Zodíaco: la Balanza, el Escorpión, el León, los Gemelos. O discernir imágenes de su propio mundo de ideas: una rosa, un corazón, una espada, o acaso un corazón atravesado por una espada.
»En los viejos tiempos podía verse en ocasiones una larga, majestuosa y colorida procesión que avanzaba por el paisaje de rocas grises en dirección al convento. Princesas de Portugal, que ahora eran reinas o reinas-madres de otros países, archiduquesas o grandes electoras con sus espléndidos séquitos llevaban a cabo un peregrinaje de naturaleza a la vez sagrada y secretamente jubilosa. Pasado el campo de lino la ruta se hace empinada; la dama real tenía que bajar de su carroza para recorrer la última parte del camino en un palanquín regalado al convento precisamente con esta finalidad.
»Después, y aún en nuestros días, ocurre a veces, como puede ocurrir cuando se quema una hoja de papel, que después de que todas las chispas han corrido por el borde del papel para ir a morir a un extremo surge una última chispa, pequeña y reluciente, que va corriendo detrás de las otras, que una solterona muy anciana, de alto linaje, emprenda la ruta hacia el Convento Velho. Hace muchos años fue la compañera de juegos, amiga y doncella de honor de una joven princesa de Portugal. En el camino al convento, va contemplando el panorama que se extiende a sus pies. Llegada al edificio, una monja la conduce hasta la galería, frente al marco que lleva el nombre de la princesa a la que sirvió un día, y se despide de ella, comprendiendo que quiere quedarse sola.
»Lenta, muy lentamente, una procesión de recuerdos desfila por la pequeña, venerable y cadavérica cabeza bajo la mantilla de negro encaje, que se inclina en señal de reconocimiento. La leal amiga y confidente recuerda la vida de casada de la joven princesa con el consorte real elegido. Revive los
momentos alegres y los tristes, coronaciones y jubileos, intrigas cortesanas y guerras, el nacimiento del heredero del trono, los matrimonios de los príncipes y princesas de las nuevas generaciones, el orto y el ocaso de las dinastías. La vieja dama recuerda las profecías a que dieron lugar las manchas de la sábana: ahora puede comparar la realidad con la profecía, con una leve sonrisa y un ligero suspiro. Cada pedazo de tela con el nombre inscrito en el marco que lo encierra tiene una historia que contar, y todos han sido puestos allí por fidelidad a la historia.
»Pero en medio de la larga hilera hay una tela que no es igual que las otras. Su marco es tan hermoso y pesado como los demás, y ostenta con el mismo orgullo la placa dorada con la corona real. Pero en la cartela no hay ningún nombre inscrito, y la sábana enmarcada es de lino blanco como la nieve de una esquina a la otra: una página en blanco.
»¡Os ruego, buenas gentes que venís a escuchar historias! ¡Mirad esta página, y reconoced la sabiduría de mi abuela y de todas las mujeres que narran historias!
»Porque, ¡qué lealtad eterna e inquebrantable ha hecho colgar este pedazo de tela junto a los otros! Ante él, las narradoras de cuentos hemos de cubrirnos con el velo y guardar silencio. Porque si el padre y la madre reales que un día ordenaron que se enmarcase y colgase ese retal no hubieran conservado en su sangre una tradición de lealtad, quizá no habrían dado la orden.
»Es frente a este pedazo de puro lino blanco donde las viejas princesas de Portugal, reinas, viudas y madres con experiencia de la vida, con sentido del deber y con una larga historia de sufrimientos, y sus viejas y nobles compañeras de juegos, doncellas y damas de honor, permanecen de pie más tiempo.
»Y es frente a la página en blanco donde las monjas jóvenes y viejas, y la propia madre abadesa quedan sumidas en la más profunda reflexión.


*Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1359865-la-pagina-en-blanco







Niña Luz niña oscuridad*




Los tambores te estallan en el alma
Junto a tu rabia de pájaro soñador
Todo en tu silencio se escucha

...Hermosas cadenas que atan
A tu cordura la locura de tu fervor

Ambas están en vos luz y oscuridad
En bella armonía
Portadora de susurros
De esperanza.


*De Adrian Retamoso
poeta santafecino.

-Enviado para compartir por Elsa Hufschmid. elsahuf@yahoo.com.ar






Correo:



EL DERECHO DE LOS HÉROES*

Quizá, primero que nada, debería definir al adjetivo (Por lo menos para la razón de estas líneas). Héroe: individuo que hace algo que beneficia o le cae bien a la Sociedad. Por caso, estos héroes de hoy en día, tienen que ver más con "la Gente" que con "el Pueblo" ó "el Público".

Hace mucho, pero mucho tiempo, un mayor me dijo que los combatientes de las revoluciones nunca deben ser quienes conduzcan los gobiernos en el triunfo. Me tocó en propia persona aprender sobre la certeza de esa aseveración.

Suelen decir "pero Don Manolo hace tanto tiempo que es el Presidente del Club, que quién lo va a reemplazar?"; "...pero él es el único que sabe de ese tema, elr esto de los directivos dependemos de él..."; "...pero él luchó tanto porque hiciéramos esta institución..."; "...es que ella siempre condujo este movimiento..."; "...pero es que hace algunas cosas muy buenas, de lo otro no le podemos decir nada...".

Y así, el Presidente de un club de barrio lleva 30 años en la Presidencia y unos 20 en la Cooperadora de una escuela en la que no tiene ni hijos ni nietos. Así el Director de una Institución se lleva puestos empleados, proveedores y negociados; o el Político es el único con privilegios para seguir siendo jefe o candidato a cualquier cosa.

Hay dirigentes sociales que, desde que asumieron la conducción de su institución, vieron jubilarse a más de uno de los que ellos mismos pusieron como cadete cuando era adolescente el mismo.

Al mejor de esos héroes, tornado gobernante de una institución o lugar del Estado, se le van pegando aduladores. Personas que, con el tiempo, aseguran su lugar sosteniendo al Héroe. Esos mismos aduladores, suelen decirle al oído "vos quedate, nosotros hacemos. Despreocupate" o, peor ahún, "nosotros te sostenemos, vos hacé lo que decimos".

Del Héroe ideal en la conducción formal, al tirano o monigote, hay un solo paso. Más, cuando el período de su gestión pasa los 4 o 6 años. De allí en más, héroe con derechos hereditarios: sus hijos nacen, crecen y se crían como principes. Sea en el Club del Barrio o en la cumbre del Poder Político en la Sociedad.

Hoy lo aprendí: Las gestiones sociales, en cuanto a cargos formales de conducción, no deben superar los 4 a 6 años de gestión, sea funcionario designado o electivo, sea en una institución de barrio o en el gobierno y la relación genética debe ser más una prohibición que el derecho que culturalmente se arrogan hijos y parientes.

El único Derecho de los Héroes debe ser el portar la mochila de sus actos y, si no se transforma en un Gerontes Mediocre, su narcisismo podrá transformarse en docencia para enseñar a los que vienen, mas no para conducirlos.


Marzo 28 de 2011 -


*Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
-Ingeniero White - Buenos Aires




*


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El Inventren sigue su recorrido por las siguientes estaciones:


ORDOQUI.

CORBETT. / SANTOS UNZUÉ. / MOREA. / ORTIZ DE ROSAS. / ARAUJO.

BAUDRIX. / EMITA. / INDACOCHEA. / LA RICA. / SAN SEBASTIÁN.

/ J.J. ALMEYRA. / INGENIERO WILLIAMS. / GONZÁLEZ RISOS. / PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN. / PLOMER. / KM. 55. / ELÍAS ROMERO. / KM. 38.

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. / LIBERTAD. / MERLO GÓMEZ.

RAFAEL CASTILLO. / ISIDRO CASANOVA. / JUSTO VILLEGAS. / JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. / ALDO BONZI. / KM 12.

LA SALADA. / INGENIERO BUDGE. / VILLA FIORITO. / VILLA CARAZA.

VILLA DIAMANTE. / PUENTE ALSINA. / INTERCAMBIO MIDLAND.


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Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.

Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.

Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.

Es gratuito publicar ?
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