martes, abril 26, 2011

SOBRE UN HILO TAN FRÁGIL COMO INVISIBLE...




*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu



CENICIENTA*


Cenicienta fue multada por dejar cristales en la escalera y calabazas en la calle. Se la tachó de incívica por no reciclar y de impuntual, pero lo que nadie le perdonó es que cambiara los delicados zapatos de cristal por unas deportivas Nike. A ella, eso no le importó porque cobró un porcentaje sobre las ventas.



*De Joan MATEU. joan@cimat.es
Barcelona - ESPAÑA










*


No soy un asesino serial sólo te voy a matar a vos.
Ella se quedó tranquila, siempre le gustó ser única .


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar







LAS HORTENSIAS*


(Parte 5 de 10)



*De Felisberto Hernández.




V


Unos días antes que trajeran a Hortensia, María sacaba a pasear a Horacio; quería distraerlo; pero al mismo tiempo pensaba que él estaba triste porque ella no podía tener una hija de verdad. La tarde que trajeron a Hortensia, Horacio no estuvo muy cariñoso con ella y María volvió a pensar que la tristeza de Horacio no era por Hortensia; pero un momento antes de cenar ella vio que Horacio tenía, ante Hortensia, una emoción contenida y se quedó tranquila. Él, antes de ir a ver a sus muñecas, le fue a dar un beso a María; la miraba de cerca, con los ojos muy abiertos y como si quisiera estar seguro de que no había nada raro escondido en ningún lugar de su cara. Ya habían pasado unos cuantos días sin que Horacio se hubiera quedado solo con Hortensia. Y después María recordaría para siempre la tarde en que ella, un momento antes de salir y a pesar de no hacer mucho frío, puso el agua caliente a Hortensia y la acostó con Horacio para que él durmiera confortablemente la siesta. Esa misma noche él miraba los rincones de la cara de maría seguro de que pronto serían enemigos; a cada instante él hacía movimientos y pasos más cortos que de costumbre y como si se preparara para recibir el indicio de que María había descubierto todo. Eso ocurrió una mañana. Hacía mucho tiempo, una vez que María se quejaba de la barba de Alex, Horacio le había dicho:
-¡Peor estuviste tú al elegir como criadas a dos mellizas tan parecidas!
Y María le había contestado:
-¿Tienes algo particular que decirle a alguna de ellas? ¿Has tenido alguna confusión lamentable?
-Sí, una vez te llamé a ti y vino la que tiene el honor de llamarse como tú.
Entonces María dio orden a las mellizas de no venir a la planta baja a las horas en que el señor estuviera en casa. Pero una vez que una de ellas huía para no dejarse ver por Horacio, él la corrió creyendo que era una extraña y tropezó con su mujer. Después de eso María las hacía venir nada más que algunas horas en la mañana y no dejaba de vigilarlas. El día en que se descubrió todo, María había sorprendido a las mellizas levantándole el camisón a Hortensia en momentos en que no debían ponerle el agua caliente ni vestirla. Cuando ellas abandonaron el dormitorio, entró María. Y al rato las mellizas vieron a la dueña de casa cruzando el patio, muy apurada, en dirección a la cocina. Después había pasado de vuelta con el cuchillo grande de picar carne; y cuando ellas, asustadas, la siguieron para ver lo que ocurría, María les había dado con la puerta en la cara. Las mellizas se vieron obligadas a mirar por la cerradura; pero como María había quedado de espaldas, tuvieron que ir a ver por otra puerta. María puso a Hortensia encima de una mesa, como si la fuera a operar y le daba puñaladas cortas y seguidas; estaba desgreñada y le había saltado a la cara un chorro de agua; de un hombro de Hortensia brotaban otros dos, muy finos, y se cruzaban entre sí como en la fuente del jardín; y del vientre salían borbotones que movían un pedazo desgarrado del camisón. Una de las mellizas se había hincado en un almohadón, se tapaba un ojo
con la mano y con el otro miraba sin pestañear junto a la cerradura; por allí venía un poco de aire y la hacía lagrimear; entonces cedía el lugar a su hermana. De los ojos de María también salían lágrimas; al fin dejó el cuchillo encima de Hortensia, se fue a sentar a un sillón y a llorar con las manos en la cara. Las mellizas no tuvieron más interés en mirar por la cerradura y se fueron a la cocina. Pero al rato la señora las llamó para que le ayudaran a arreglar las valijas. María se propuso soportar la situación con la dignidad de una reina desgraciada. Dispuesta a castigar a Horacio y pensando en las actitudes que tomaría ante sus ojos, dijo a las mellizas que si venía el señor le dijeran que ella no lo podía recibir. Empezó a arreglar todo para un largo viaje y regaló algunos vestidos a las mellizas; y al final, cuando María se iba en el auto de la casa, las mellizas, en el jardín, se entregaron con fruición a la pena de su señora; pero al entrar de nuevo a la casa y ver los vestidos regalados se pusieron muy contentas: corrieron las cortinas de los espejos -estaban tapados para evitarle a Horacio la mala impresión de mirarse en ellos- y se acercaron los vestidos al cuerpo para contemplar el efecto. Una de ellas vio por el espejo el cuerpo mutilado de Hortensia y dijo: "Qué tipo sinvergüenza". Se refería a Horacio. Él había aparecido en una de las puertas y pensaba en la manera de preguntarles qué estaban haciendo con esos vestidos frente a los espejos desnudos. Pero de pronto vio el cuerpo de Hortensia sobre la mesa, con el camisón desgarrado y se dirigió hacia allí. Las mellizas iniciaron la huida. Él las detuvo:
-¿Dónde está la señora?
La que había dicho "qué tipo sinvergüenza" lo miró de frente y contestó:
-Nos dijo que haría un largo viaje y nos regaló estos vestidos.
Él les hizo señas para que se fueran y le vinieron a la cabeza estas palabras: "La cosa ya ha pasado". Miró de nuevo el cuerpo de Hortensia: todavía tenía en el vientre el cuchillo de picar carne. Él no sentía mucha pena y por un instante se le ocurrió que aquel cuerpo podía arreglarse; pero en seguida se imaginó el cuerpo cosido con puntadas y recordó un caballo agujereado que había tenido en la infancia: la madre le había dicho que le iba a poner un remiendo; pero él se sentía desilusionado y prefirió tirarlo.
Horacio desde el primer momento tuvo la seguridad de que María volvería y se dijo para sí: "Debo esperar los acontecimientos con la mayor calma posible". Además él volvería a ser, como en sus mejores tiempos, un atrevido fuerte. Recordó lo que le había ocurrido esa mañana y pensó que también traicionaría a Hortensia. Hacía poco rato, Facundo le había mostrado otra muñeca; era una rubia divina y ya tenía su historia: Facundo había hecho correr la noticia de que existía, en un país del norte, un fabricante de esas muñecas; se habían conseguido los planos y los primeros ensayos habían tenido éxito. Entonces recibió, a los pocos días, la visita de un hombre tímido; traía unos ojos grandes embolsados en párpados que apenas podía levantar, y pedía datos concretos. Facundo, mientras buscaba fotografías de muñecas, le iba diciendo: "El nombre genérico de ellas es el de Hortensias; pero después el que ha de ser su dueño le pone el nombre que ella le inspire íntimamente. Estos son los únicos modelos de Hortensias que vinieron con los planos". Le mostró sólo tres y el hombre tímido se comprometió, casi irreflexivamente, con una de ellas y le hizo el encargo con dinero en la mano. Facundo pidió un precio subido y el comprador movió varias veces los párpados; pero después sacó una estilográfica en forma de submarino y firmó el compromiso. Horacio vio la rubia terminada y le pidió a facundo que no la entregara todavía; y su amigo acepto porque tenía otras empezadas. Horacio pensó, en el primer instante, ponerle un apartamento; pero ahora se le ocurría otra cosa; la traería a su casa y la pondría en la vitrina de las que esperaban colocación. Después que todos se acostaran él la llevaría al dormitorio; y antes que se levantaran la colocaría de nuevo en la vitrina. Por otra parte él esperaba que maría no volvería a su casa en altas horas de la noche. Apenas Facundo había puesto la nueva muñeca a disposición de su amigo, Horacio se sintió poseído por una buena suerte que no había tenido desde la adolescencia. Alguien lo protegía, puesto que él había llegado a su casa después que todo había pasado. Además él podría dominar los acontecimientos con el impulso de un hombre joven. Si había abandonado una muñeca por otra, ahora él no se podía detener a sentir pena por el cuerpo mutilado de Hortensia. La vuelta de maría era segura porque a él ya no le importaba nada de ella; y debía ser María quién se ocupara del cuerpo de Hortensia.
De pronto Horacio empezó a caminar como un ladrón, junto a la pared; llegó al costado de un ropero, corrió la cortina que debía cubrir el espejo y después hizo lo mismo con el otro ropero. Ya hacía mucho tiempo que había hecho poner esas cortinas. María siempre había tenido cuidado de que él no se encontrara con un espejo descubierto: antes de vestirse cerraba el dormitorio y antes de abrirlo cubría los espejos. Entonces sintió fastidio de pensar que las mellizas no sólo se ponían vestidos que él había regalado a su esposa, sino que habían dejado los espejos libres. No era que a él no le gustara ver las cosas en los espejos; pero el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo la tarde que asesinaron a un comerciante; en el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le hubiera sido posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado. El espejo del tocador quedaba siempre sin cortinas; era bajo y Horacio podía pasar, distraído, frente a él, e inclinarse, todos los días, hasta verse solamente el nudo de la corbata; se peinaba de memoria y se afeitaba tanteándose la cara. aquel espejo podía decir que él había reflejado siempre un hombre sin cabeza. Ese día, después de haber corrido la cortina de los roperos, Horacio cruzó, confiado como de costumbre, frente al espejo del tocador; pero se vio la mano sobre el género oscuro del traje y tuvo un desagrado parecido al de mirarse la cara. Entonces se dio cuenta de que ahora la piel de sus manos tenía también color de cera. Al mismo tiempo recordó unos brazos que había visto ese día en el escritorio de Facundo: eran de un color agradable y muy parecido al de la rubia. Horacio, como un chiquilín que pide recortes a alguien que trabaja en madera, le dijo a Facundo:
-Cuando te sobren brazos o piernas que no necesites, mándamelos.
-¿Y para qué quieres eso, hermano?
-Me gustaría que compusieran escenas en mis vitrinas con brazos y piernas sueltas; por ejemplo: un brazo encima de un espejo, una pierna que sale de abajo de una cama, o algo así.
Facundo se pasó una mano por la cara y miró a Horacio con disimulo. Ese día Horacio almorzó y tomó vino tan tranquilamente como si María hubiera ido a casa de una parienta a pasar el día. La idea de su suerte le permitía recomendarse tranquilidad. Se levantó contento de la mesa, se le ocurrió llevar a pasear un rato las manos por el teclado y por fin fue al dormitorio para dormir la siesta. Al cruzar frente al tocador, se dijo: "Reaccionaré contra mis manías y miraré los espejos de frente". Además le gustaba mucho encontrarse con sorpresas de personas y objetos en confusiones provocadas por espejos. Después miró una vez más a Hortensia, decidió que la dejaría allí hasta que María volviera y se acostó. Al estirar los pies entre las cobijas, tocó un cuerpo extraño, dio un salto y bajó de la cama; quedó unos instantes de pie y por último sacó las cobijas: era una carta de María: "Horacio: ahí te dejo a tu amante; yo también la he apuñalado; pero puedo confesarlo porque no es un pretexto hipócrita para mandarla al taller a que le hagan herejías. Me has asqueado la vida y te ruego que no trates de buscarme. María". Se volvió a acostar pero no podía dormir y se levantó. Evitaba mirar los objetos de su mujer en el tocador como evitaba mirarla a ella cuando estaban enojados. Fue a un cine; y allí saludó, sin querer, a un enemigo y tuvo varias veces el recuerdo de María. Volvió a la casa negra cuando todavía entraba un poco de sol a su dormitorio. Al pasar frente a un espejo y a pesar de estar corrida la cortina, vio a través de ella su cara: algunos rayos de sol daban sobre el espejo y habían hecho brillar sus facciones como las de un espectro. Tuvo un escalofrío, cerró las ventanas y se acostó. Si la suerte que tuvo cuando era joven le volvía, ahora a él le quedaría poco tiempo para aprovecharla; no vendría sola y él tendría que luchar con acontecimientos tan extraños como los que se producían a causa de Hortensia. Ella descansaba, ahora, a pocos pasos de él; menos mal que su cuerpo no se descompondría; entonces pensó en el espíritu que había vivido en él como en un habitante que no hubiera tenido mucho que ver con su habitación. ¿No podría haber ocurrido que el habitante del cuerpo de Hortensia hubiera provocado la furia de María, para que ella deshiciera el cuerpo de Hortensia y evitara así la proximidad de él, de Horacio? No podía dormir; le parecía que los objetos del dormitorio eran pequeños fantasmas que se entendían con el ruido de las máquinas. Se levantó, fue a la mesa y empezó a tomar vino. A esa hora extrañaba mucho a María. Al fin de la cena se dio cuenta de que no le daría un beso y fue a la salita. Allí, tomando el café pensó que mientras maría no volviera, él no debía ir al dormitorio ni a la mesa de su casa. Después salió a caminar y recordó que en un barrio próximo había un hotel de estudiantes. Llegó hasta allí. Había una palmera a la entrada y detrás de ella láminas de espejos que subían las escaleras al compás de los escalones; entonces siguió caminando. El hecho de habérsele presentado tantos espejos en un solo día, era un síntoma sospechoso. Después recordó que esa misma mañana, antes de encontrarse con los de su casa, él le había dicho a Facundo que le gustaría ver un brazo sobre un espejo. Pero también recordó la muñeca rubia y decidió, una vez más, luchar contra sus manías. Volvió sus pasos hacia el hotel, cruzó la palmera y trató de subir la escalera sin mirarse en los espejos. Hacía mucho tiempo que no había visto tantos juntos; las imágenes se confundían, él no sabía dónde dirigirse y hasta pensó que pudiera haber alguien escondido entre los reflejos. En el primer piso apareció la dueña; le mostraron las habitaciones disponibles -todas tenían grandes espejos-, él eligió la mejor y dijo que volvería dentro de una hora. Fue a la casa negra, arregló una pequeña valija y al volver recordó que antes, aquel hotel había sido una casa de citas. Entonces no se extrañó de que hubiera tantos espejos. En la pieza que él eligió había tres; el más grande quedaba a un lado de la cama; y como la habitación que aparecía en él era la más linda, Horacio miraba la del espejo. Estaría cansada de representar, durante muchos años, aquel ambiente chinesco. Ya no era agresivo el rojo del empapelado y según el espejo parecía el fondo de un lago, color ladrillo, donde habieran sumergido puentes con cerezos. Horacio se acostó y apagó la luz; pero siguió mirando la habitación con el resplandor que venía de la calle. Le pareciá estar escondido en la intimidad de una familia pobre. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas; pero las ventanas todavía eran jóvenes y miraban hacia afuera; eran mellizas, como las de María, se vestían igual, tenían pegado al vidrio cortinas de puntillas y recogidos a los lados, cortinados de terciopelo. Horacio tuvo un poco la impresión de estar viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar. En el medio de un gran silencio sintió zumbar sus oídos y se dio cuenta de que le faltaba el ruido de las máquinas; tal vez le hiciera bien salir de la casa negra y no oírlas más. Si ahora María estuviera recostada a su lado, él sería completamente feliz. Apenas volviera a su casa él le propondría pasar una noche en este hotel. Pero en seguida recordó la muñeca rubia que había visto en la mañana y después se durmió. En el sueño había un lugar oscuro donde andaba volando un brazo blanco. Un ruido de pasos en una habitación próxima lo despertó. Se bajó de la cama y empezó a caminar descalzo sobre la alfombra; pero vio que lo seguía una mancha blanca y comprendió que su cara se reflejaba en el espejo que estaba encima de la chimenea. Entonces se le ocurrió que podrían inventar espejos en los cuales se vieran los objetos pero no las personas. Inmediatamente se dio cuenta de que eso era absurdo; además si él se pusiera frente a un espejo y el espejo no lo reflejara, su cuerpo no sería de este mundo. Se volvió a acostar. Alguien encendió la luz en una habitación de enfrente y esa misma luz cayó en el espejo que Horacio tenía a un lado. Después él pensó en su niñez, tuvo recuerdos de otros espejos y se durmió.






honduras digo meterse*



ivonne digo madam
saturno digo anillos
y lobo digo está

gambito para el estigma ultra dilacerante

en los otros me velo
velotros
velos de los otros
gambito
y sigue el lobo estando
ultraño

¿extraño?
¿o entraño?

¿a madam?
y sus anillos de anillada
de consabida
de vapuleada
de saturnina
de atangueteada

lobos de farras y reviente
(lobos de palfium, pantopón y dolofina)
lobos locales comen ivonnes
cuando ellas apenas arriban
lobos chamuyan

yo
tranqui
espero
y después las canto

la cruz del cono sur
allá papusa
la nieve
hoy tan sólo detalles
y hacia el final: remordimientos


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar









Misterio y melancolía en la poesía de Leonel Calderón*



*Por Julio Pino Miyar. isla_59_1999@yahoo.com
21/4/20011



Hay una pieza del pintor metafísico de principios del siglo XX, Giorgio de Chirico, que bien pudiera servir como leitmotiv de este ensayo. La tela en cuestión tiene el siguiente título: “Misterio y melancolía de una calle”. Conversando hace pocos años en el pequeño pueblo de Jinotepe, con el poeta nicaragüense Leonel Calderón, surgió la idea de ilustrar su último poemario, con esa pintura del célebre artista italiano, precursor del surrealismo. El contubernio entre pintura y literatura ha sido siempre posible, y, de algún modo, ambas disciplinas estéticas confluyen hacia un horizonte integrador, aunque las formas específicas que adopta esta vieja relación, no hayan sido nunca convenientemente explicadas. Fiel a esto último, podríamos preguntar: ¿Qué es lo no explicado en la poesía de Leonel que la hace colindar con las plasmaciones plásticas de Chirico?
Lo común a ambos artistas, aquello que los hermana en un juego mutuo de semejanzas y aproximaciones, es curiosamente el breve entorno urbano de Jinotepe; sus viejas y gastadas calles en sombras, en las que se percibe el constante ir y venir de la inextinguible melancolía del poeta. La idea que el pintor buscó plasmar en el lienzo, refleja con sus propios recursos lo que un día fue expresado por el poeta, y en ambos casos se nos aproxima bajo la forma universal de una intuición. Porque pocas veces una poesía se asemeja tanto al lugar en que ha sido inscrita. En raras ocasiones la expresión plástica y la configuración poemática, poseen la capacidad de evocar por igual un mismo paisaje y una idéntica sensación, los cuales se disuelven entre la soledad y el hastío, y a la vez, en ese intrincado e insoluble misterio que es en sí la vida. Singular ambiente citadino sobre el que se deslizan uniformes los días de Leonel, entre tanto cumple la tarea de ser el espacio físico que contextualiza su sensibilidad, al mismo tiempo que ésta nos remite a un sentido estético más amplio, el cual realiza su significado por medio de la hondura escatológica insinuada en la pintura, y en la que se inserta una consciencia del límite más allá de la cual sólo podría estar la muerte, la locura o la eternidad.
Hay algo esencialmente poetizable en la obra pictórica de Chirico que lo acerca a la expresión poética de mi amigo Leonel. Mas, lo llamativo es que la tela del pintor no opera tanto sobre nuestra percepción sensible, sino sobre nuestra capacidad de ideación, por lo que no es una propuesta estrictamente plástica, sino una transposición al lienzo de un dilema espiritual. Lo curioso es además que en el poemario de Leonel que nos ocupa, (Ofrendas del tiempo) no aparece ninguna mención al paisaje real, al específico contexto urbano en el que fueron escritos esos poemas, ya que ese texto se aparta con desdén de toda inmediatez, para situarse en el aspecto puro de la subjetividad y construir desde ahí su propio paisaje metafísico. Esto también me trae a colación a Chirico, y es lo que al final nos hace comprender la razón por la que el poeta recordara mi sugerencia, emitida casi al azar, de ilustrar su poemario con una obra pictórica que aportaría un referente visual, el cual proyectaría a un primer plano la circunstancia existencial que sin dudas lo sostiene, e igualmente nos comunica, que aun el oficio más esmerado de la reflexión implica una realidad tangible, mensurable, y una vida recorrida a partir de una infinidad de detalles.
Saber que estamos en la vida como en equilibrio sobre un hilo tan frágil como invisible, también nos hace comprender que el oficio de la literatura es sólo uno de los modos de resistir al tiempo infinito que sin piedad nos desgasta. Porque el lentísimo transcurrir del tiempo en esos humildes pueblos de provincias perdidos en la inmensa geografía latinoamericana, nos propone un diálogo fundamental, al que, en última instancia, sólo pueden asistir los auténticos creadores. Nos dice así el poeta endosando a sus versos la intencional cadencia de una letanía:
“Se alista el hombre como todos los días/ para ir a la oficina/ se baña con cierto desgano/ y un poco cansado se rasura/ la barba de tres días/ busca la corbata ya gastada/ el desteñido pantalón/ la camisa sin ajar/ toma café y mastica de prisa el duro pan/ Hace treinta largos años (o más) que realiza lo mismo (…) camina, siempre por las mismas calles/ y el idéntico adiós y buenos días/ a los mismos vecinos…”
Sin embargo, el poeta se describe a sí mismo “/ cargado de crepúsculos y sueños (…) / con varios libros y escribiendo siempre (…)” para más adelante añadir: “Y un día fue / que escogí con amor este camino”. Leonel nos coloca con estos versos en inmediata relación con su imaginario afectivo y el inapelable utópos que persigue su condición humana, entre tanto hace de su relación con el tiempo una relación visceral y la inevitable rémora que compone su destino, en el que a su pesar hormiguean, como en todo mortal, el significado truncado y envilecido de las cosas.
Sería oportuno agregar que hay un contenido diáfanamente evangélico en la obra del poeta, el cual le impele a contemplar la vida desde una mirada primordialmente ética; mirada que, dicho sea de paso, no se encuentra exenta de implicaciones sociales. Pero de la misma manera que la religión le condiciona a Leonel su personal actitud ante las cosas, haciéndolo oscilar entre su quehacer poético y la paciente introspección, las preguntas que realiza, siempre aparecen inscritas en el horizonte creador de sus textos, y a la vez permanecen ligadas al sordo quejido existencial que emite su naturaleza. Poder ver unidas religión y poesía, es algo que entraña un contenido casi misional. Y es un hecho que no es común cuando se trata de un buen poeta, ya que termina por avecinar literatura y eticidad. Tolstoi, por ejemplo, nos dejó en Rusia ese paradigma por medio de su vida y de su obra. Pudiéramos luego volver a preguntar: ¿La intensidad de la experiencia religiosa es la que nos acerca a los valores más esenciales de la vida? Y, ¿son esos valores y no otros los que debe comunicarnos la poesía? ¿Es entonces posible, sobre todo cuando se vive en la arriesgada región del límite, un arte verdadero que sea realmente profano? Lo que podríamos responder a estas interrogantes, es que Tolstoi demostró con su vida que se podía ir de la literatura a la santidad, y creadores como Leonel nos demuestran que además es posible andar con acierto de la religión a la poesía. Quizás porque lo importante sea ir de lo uno a lo otro. O tal vez porque del mismo modo que la riqueza siempre ha hecho malas migas con la santidad, ésta se puede convertir en ocasiones, en el tesoro inestimable del poeta.
Habría que retomar el contenido histórico de nuestros pequeños pueblos rurales, hijos dilectos de las oligarquías de la tierra, para desde de ahí intentar apresar las implicaciones teleológicas que pudiera encerrar para un verdadero artista un poblado como Jinotepe; lugar de pobreza encarnecida y repleto de significados. Ese extraño y, a la vez cotidiano lugar, donde la aguda visión de Chirico se vuelve colindante con el ámbito físico donde a Leonel le fue dado hilvanar su vigilia, confluyendo así pintura y poesía hacia un mismo cauce residual, esencialmente humano del mismo modo que conceptualmente plástico.
En la tela, si la miramos con detenimiento, la avenida “abstractamente” vacía se prolonga junto a una edificación de puertas rectilíneas y ojivales, y su color mostaza, y su cielo jaspeado, así como su configuración exageradamente geométrica, le dan un aspecto frio e indiferenciado al conjunto de apariencia tan misteriosa como improbable; diseñado por el pintor para subrayar la soledad que acompaña a sus fantasmagóricos transeúntes. Nos dice el poeta, situándonos de golpe en su propio entorno espiritual: “Solo Soy, habitando en el Mundo/ en el Mundo concreto, mi casa/ y al Ser, un dolor muy profundo/ me asedia angustiante… y me abraza”. ¿Podría haber soledad sin ciudad? ¿Poesía sin soledad? Poseen las pequeñas ciudades nicaragüenses una particularísima relación con la poesía, al mismo nivel que establecen sus vínculos con el arcano mágico y doloroso de las cosas: Si la ciudad de León es la patria de la niñez impresionable de Darío; Granada, la de las plazas y portales neoclásicos y la aventura desconocida de la Nicaragua marina; por su parte, el viejo y ruidoso poblado de Jinotepe, enclavado en una alta y desarbolada planicie, es una de esas regiones en el mundo, donde se hace más patente la infinita y resignada tristeza residual de la gente, aunque también un lugar donde se vuelven imprescindibles los poetas.
Leonel es un hombre que ha sabido servirse de toda la lasitud bochornosa que colma su vida pueblerina, para dedicarse con sosiego al estudio y al cultivo de su obra, mientras a la frivolidad imperativa e insustancial de la Modernidad, ha sabido oponer su convicción de seguir siendo el humilde ciudadano de un lugar hechizado, hundido en el polvoriento marasmo de los siglos. No obstante, éste es el dictamen que desde su pueblito esencial el poeta le hace al individuo informe de Occidente. “(…) contemplemos solo y absorto/ al hombre desolado de Occidente/ con su esterilidad interior/ con la sequedad insondable de su alma/ y el íntimo derrumbe de sus sueños”.
Es sugestiva la autoridad que confiere la poesía frente a esos grandes mundos aculturados que componen la esfera de acción del hombre moderno. Esta actitud marcadamente imprecatoria aparece en ciertos lugares del poemario que nos ocupa, y alcanza sus mejores acentos cuando habla de “los hombres de paja”: “Silencio que cae con la luz de la luna/ sobre techos y lóbregas calles/ mientras plácidos duermen los hombres de paja/ y roncan felices…/ -entes ciegos que tienen el sueño de la dura piedra- (…)” Mas, será obviamente la particular visión sobre las cosas, el sentimiento estrictamente personal, el que va a primar en estos versos, y de este modo observará reflejada en la pupila de Vallejo su propia imagen: “Me han contado con dolor y mucho sentimiento/ el por qué de tu angustia en carne viva/ y la causa de tus ojos dolorosos (…)” Y es esa misma mirada, como pupila que refleja la imagen mítica, la que el mundo nos devuelve y es además su cuadro metafísico y desarbolado, como si el artista hubiera salido al descampado para contemplar en el cielo de Jinotepe la noche más obscura de Chirico: “La luna en añicos ya no sale / y el Sol es un espejo opaco/ y moribundo/ los parques son eriales/ no hay árboles ni pájaros/ y hay sombras/ y ruidos fantasmales/ y púberes doncellas moribundas (…)”
Pero si son claramente discernibles eticidad y melancolía en la poesía de Leonel, ¿dónde es que radica su particular misterio? Este debería ser explicado a partir del correlato establecido con la pieza de marras del creador italiano: Las gastadas callecitas de Jinotepe, son por hipérbole las calles universales de la poesía, mientras la pintura –por la que desanda la sombra fugitiva de una niña solitaria con su aro–, es la imagen intuida de un lejano arquetipo. De esta manera, la imagen fue vivida por el poeta desde su interior, habitada en sus predios por su intensidad:
“En un cafetín y casi en la penumbra/ y en una de sus mesas ya gastadas/ unos ancianos de rostros enjutos/ (y en sus cabezas/ algunos ralos cabellos/ entre canosos y amarillos)…/ beben café y lentamente conversan/ de algo que no se sabe/ que nadie se da cuenta (…)” ¿Qué es eso “que no se sabe”? ¿Qué es aquello de lo “que nadie se da cuenta”? El autor de estos versos no nos lo dice, sin embargo sospechamos que es algo esencial, como lo pueden ser los fantasmas lares que nos rondan, o en la noche una música muy lejana que nos trae un recuerdo de la infancia que no termina de llegar, que quizás no recuperemos nunca.
¿Qué es eso “que no se sabe”? ¿Qué es aquello de lo “que nadie se da cuenta”? Creo nadie responderá jamás esta pregunta. Intentado rodearla, Antoine de Saint Exupery nos propuso la alegoría de una casa de la que en su niñez decían se encontraba oculto un tesoro; por más que lo buscó nunca pudo encontrarlo, no obstante ese tesoro secreto invadió su casa por mucho tiempo de un aura de misterio. Conversando con Leonel Calderón en su pequeña casa de Jinotepe, pude compartir por breves momentos de su compañía y afectuosa amistad, y después de leerme su poemario me pidió que lo prologara. Escasos años después, releyendo con esa intención sus versos, me aproximé un poco más a la evocación de ese tesoro prudente y misterioso que ronda la vida de ciertos hombres; a la secreta intuición de su forma. Hay así en la tierra y en el cielo tesoros inimaginables, aunque nadie jamás podrá hallarlos, sólo los poetas pueden darnos noticias de ellos; por eso es que son imprescindibles.



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