sábado, agosto 13, 2011
ESTACIÓN SANTOS UNZUÉ
InvenTren.
La leyenda que germina entre el polen*
“Santos Unzué”
Se leía en la pared de ladrillo,
Con letras grabadas muy limpias y nítidas,
Que guardaban los recuerdos lejanos
De las tantas personas que pasaron frente a ellas:
Y las leían para saber
Con qué nombre era llamado aquel lugar.
Las nubes en el cielo parecían borregos
Traídos hace tiempo en vagones por las vías,
Hoy cubiertas bajo concreto,
Y dejados en libertad para hacer lo que desearan:
Como subir al cielo en agua condensada.
La estación del tren,
Visitada por los vientos,
Se preguntaba si aquellas letras en su muro,
Que anunciaban la llegada a la estación ferroviaria,
Darían también nombre al cielo que la cubría:
De ser así,
Los animalillos de nube coloreada en la estratósfera
Deberían de ser capaces
De leer el nombre desde las alturas.
Nunca nadie dijo que una estación clausurada
No debiera sentir algo de vanidad o de nostalgia,
Y mucho menos alguien antes
Había visto una pequeña estación de tren,
Tan orgullosa de su letrero.
Por las noches,
Al principio como pasatiempo,
Le enseñó al pasto a leer el letrero,
Luego a las estrellas,
Al viento, al frío, al calor...
Sus enseñanzas se hicieron numerosas,
Y abrió un turno matutino
Para la enseñanza de lo que se conocía como
“Lectura de letrero”.
El Sol aprendió,
La luna, la lluvia, los animales, y las flores,
Estaban entre sus mejores alumnos.
El pasto,
Que le costaba trabajo entender la cátedra,
Tomaba clases durante ambos turnos:
Nocturno y matutino.
Sólo en las tardes se suspendían las clases.
El método de enseñanza era siempre el mismo:
Leer todos los asistentes,
Y al mismo tiempo,
El letrero del muro.
La enseñanza continuó con éxito,
A tal grado que comenzaron a llegar
Nuevos estudiantes,
Y se consiguió el apoyo de becas.
Hoy día,
La modesta estación imparte cursos
Con los mismos horarios,
Y si algún viajero llega sin interrumpir las clases,
Podrá escuchar por las noches y por las mañanas
Cómo por todos lados,
Y de diferentes modos,
Hasta las sombras
Que los cuerpos proyectan en el suelo
Llenan las horas de colores diciendo:
“Santos Unzué”.
Y la estación
Muestra de nuevo el letrero grabado en el muro,
Y hasta uno mismo repite,
casi sin darse cuenta y en voz baja:
“Santos Unzué”.
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Estación Santos Unzué
LA ESTACIÓN*
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Salí al aire frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía tomar un tren.
Pocos días antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje. Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se hubiese resistido a ese instintoque siempre nos lanza hacia lo inesperado con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación, dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad, me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga humana, partiendo raudos en busca de otros
pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle, de ésos que luego resultan ser
trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.
Ya en el interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá afuera. Al fondo, al otro lado de las
ventanillas ante las que el gentío formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país, cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el espacio,
entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado, un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario previsto yel número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las escalerasmecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había, en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá maravilloso y excitante.
A mi lado, una mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse
un deje de rutina y melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de aquel lugar, de este lugar en el que
ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada mente!)
Sonó la campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un
tren equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es más que un vago recuerdo y las
certezas no existen) Sin embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya el tren hacia Santos Unzué.?
- No puedo estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces ¿Llegó usted hace poco?
Iba a responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:
- ¡Estás loca! - Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que la resignación o la locura.
- Yo nada espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia la luz.
- ¡Cállate! - Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo, quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes. En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por las calles. Dentro se notaban, decuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda, que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito de vagones vacíos y silenciosos;
vi vagones repletos de gente y detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé que estaba
soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan - hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras del viejo delineaban los contornos
precisos de la pesadilla:
- Se dice que allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas - Es por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? - Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda. Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada mañana...
- Muchos días y muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero, obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco otro camino.
- Sin embargo, yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede, en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así. Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar? ¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo, de negármelo a mí?
Me sentí derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo
pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada, reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por una vía muerta.
Como todos he intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos
cansados de tanto mirar en la misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza sincera y real, monasterios...
Y sin embargo, sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una
sórdida invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí,
igualmente abandonados por la suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría, porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún, con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito, sabiendo que es esta misma escalera por la que voybajando hacia el andén desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino que viene a reclamarme.
TRES ESTACIONES Y UNA MENOS*
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Es de noche y hace frío.
El hombre mastica escarcha.
En sus manos tiembla el viento sur.
Es interminable el camino de la soledad.
Es de día y el calor es bochornoso.
La boca de la mujer es un desierto salino.
El viento zonda se enrosca en sus pies.
El camino de la soledad termina en el horizonte.
El hombre entibia su boca en colinas pródigas.
Su cabeza descansa en valles fértiles.
La mujer refresca su boca en el pico de un pájaro.
Sus cabellos mojados se adhieren a su rostro.
El hombre y la mujer exploran.
Una geografía de carbón y obsidiana, los alberga.
El camino de la soledad es una anaconda quieta.
PRIMER ÚLTIMO TREN. EL TREN*
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
El tren no se detiene jamás, por el fuera las cosas carecen de realidad. Sólo hay aquí el ritmo de los sacudones constantes que ya no se sienten, el ruido que forma un continuo, el olor de los vagones y la gente sentada eternamente, comiendo de envoltorios que terminan arrugados en los pasillos.
Yo camino buscando ese cine móvil, que se mueve porque el tren se mueve y se mueve porque sorprendentemente aparece a diferentes distancias de la locomotora, que, como el vagón de cola, son los hitos inmóviles que a la vez se desplazan.
Encuentro la puerta que comunica con la oscuridad. La película de ahora es japonesa. Ya ha comenzado, jamás logro ver los títulos de inicio, siempre los finales.
Hay gente en un enorme edificio rodeado por el otoño. Los jardines son memorables, tienen esa sutileza oriental en el dibujo de las ramas tenues sobre cielos blancos.
Las personas, lo adivino después, están muertas. Han llegado a un lugar de tránsito donde deben escoger un instante, el instante más feliz que hayan vivido, para pasar en él la eternidad. Tienen un tiempo para hacerlo.
Los vemos recordar, buscar, debatirse entre instantes afortunados. Hay quien fue un mujeriego desapegado, pero decide que la eternidad será un momento con su familia. Hay el joven desdichado que no puede recordar un solo momento de felicidad plena, pero descubre que puede pasar la eternidad en el recuerdo dichoso de otra persona, esa otra afortunada persona que fue feliz gracias a él. Y hay una ancianita.
Hay una ancianita, una viejita que no escucha lo que le dicen, que no responde, que en un momento hace callar a su instructor para poder oír el bello canto de un pájaro que llega por la ventana. Ancianita japonesa, minúscula viejita de manos de niña, levanta el dedito y señala la ventana, para que el joven calle y se dibuje en amarillo el trino que llega de afuera. Recoge piedritas en el jardín, y las coloca sobre el escritorio notando la belleza de esas simples piedras tan poco valiosas para la mirada del hombre que la estudia con aire preocupado.
Y el hombre estudia a la ancianita, a la minúscula viejita de rostro de muñeca cuarteada, hasta que descubre lo evidente. Dice que pensó que sería la más difícil, y es, en cambio, la más simple. Ella ya ha escogido en qué lugar pasar la eternidad. Lo ha escogido desde antes de morir. Como casi todos, se ha vuelto a la infancia, donde la absoluta y plena felicidad es posible.
Y dónde, me pregunto, adónde elegiría, yo, detener el tiempo para siempre. En qué lugar, me pregunto, pasaría yo la eternidad. Cuándo fue el momento de felicidad que desearía proyectar en el presente absoluto, futuro y pasado fundidos en un único instante continuo.
El tren se aleja, o se acerca. El tren sigue su marcha traqueteante por la llanura mientras pienso esto, sentada yo en una butaca de un vagón en penumbras.
Me sobresalta la carcajada de Oliver Reed, que ha muerto; la sonora carcajada de Oliver Reed que ha vuelto hacia atrás la cabeza, me mira con fijeza y súbitamente, bruscamente, brinda por mí bebiendo del pico de su eterna botella siempre llena.
El Dueño*
*De ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
Alexis bajó del tren bastante inquieto. La sucia mochila negra se le aplastaba contra la parte inferior de la espalda, tironeándole los hombros hacia abajo a causa del considerable peso de cargar con tantos libros. Sabía que si no se deshacía de ellos no podría comprarle a su novia los textos de Saramago y de Cortázar que anhelaba desde hacía ya muchos años. Tampoco quería regalarlos en la primera oferta que le hicieran. Si bien lo que llevaba no representaba gran cosa -algunas novelas policiales y de ciencia ficción, un par de volúmenes de una enciclopedia en fascículos encuadernables que jamás terminó de comprar, varias revistas viejas pero bien conservadas-, eran suyas, y su valor, quizá, fuera más sentimental que comercial. Aún así, caminó a paso lento y desgarbado hacia la librería de usados de la calle principal del pueblo, ansioso por concretar su amado regalo.
Al ingresar al local, lo recibió el característico aroma de libros viejos, junto al tintineo de una campanilla en el extremo superior de la puerta.
Varias mesas repletas de ejemplares, estantes que se perdían en las oscuras alturas del cielorraso, volúmenes que se arracimaban hasta en el piso.
Aquello era un verdadero paraíso. Recobrando las esperanzas, se encaminó decidido hacia el mostrador.
Un hombre entrado en años, que lucía anteojos de media luna sobre el puente de la nariz y cara de pocos amigos, con un voluminoso libro de oscuro lomo cosido y hojas en papel Biblia sobre las rodillas, lo observó con recelo.
-Me dijeron que Ud. compra libros -comenzó Alexis, con un tono de voz que gradualmente adquirió seguridad.
El hombre, de ralo cabello cano, lo escrutaba en silencio. Luego, como si recordase algo, murmuró:
-Depende de lo que traigas.
-Le muestro -se envalentonó Alexis, aunque con cierta posible desilusión acechándolo desde lo alto de los anaqueles a su espalda.
Extrajo el material de la mochila, lo depositó en el mostrador, y aguardó expectante. El hombre, sin abandonar la banqueta alta en la que se hallaba sentado ni cerrar el grueso volumen, hojeó cada libro con una sola mano, comprobando el estado del interior de las hojas y del lomo, para luego apartarlo y realizar la misma operación con el siguiente. Al final, con expresión desdeñosa, cotizó un valor.
-Por todo esto, son treinta pesos.
La frase cayó como una piedra en el estómago de Alexis. No esperaba recolectar una pequeña fortuna a cambio de sus pertenencias, pero treinta pesos por semejante peso en libros le parecía una broma de mal gusto. Varias posibilidades se le cruzaron por la mente: volver a guardar los libros en la mochila y marcharse con el peso de la derrota sobre sus hombros; regatear el precio; deshacerse de aquel material de inmediato. Incapaz de confrontar, y pendiente de la imaginaria sonrisa de su amada al recibir el literario regalo, optó por esta última.
El hombre le indicó que los únicos libros que tenía para canjear tenían un código escrito en lápiz en la primera hoja y estaban ubicados al fondo del local, debajo de un vetusto cartel que tenía impresa la palabra USADOS, en grandes letras de imprenta.
-Y nada de buscar entre las novedades -le advirtió, con la misma desdeñosa mirada del principio.
Alexis dejó con desgano la mochila sobre el mostrador y se alejó rumbo a las bibliotecas del fondo. Al acercarse y leer los títulos, por poco no se derrumba de desilusión. Los libros que él traía en oferta eran mucho más interesantes y vendibles que aquel material de descarte que le ofrecían.
Respiró hondo, y aunque le costó unos minutos recuperarse y hacerse a la idea de que no llevaría quizá nada de lo planeado, comenzó a revisar los lomos en los estantes y las tapas sobre la mesa, emplazada en medio del cuarto y rodeada por varias bibliotecas.
Pero aunque puso todo su empeño, no encontró nada. Abundaban las novelas románticas, los policiales baratos, los títulos que ya poseía o había leído, nada rescatable. Estaba dando una última recorrida, haciéndose a la idea de volverse con lo puesto, cuando sintió algo que se restregaba contra su
pantorrilla izquierda.
La sorpresa y el ronroneo fueron casi simultáneos. Por un instante creyó que algo desconocido lo atacaría. Sin embargo, al mirar hacia sus pies, contempló enternecido la grácil silueta de un gato que se paseaba entre sus piernas y alzaba la cabeza para escrutarlo atentamente con profundos ojos oscuros. Alexis se arrodilló y lo observó con detenimiento. El gato no le despegaba los ojos de encima.
Si Alexis hubiese sabido algo de razas felinas, hubiera reconocido al instante al Sagrado de Birmania que tenía delante. Para él, sin embargo, aunque creía adivinar que era un siamés, poco le importaba catalogarlo. Lo encontró hermoso, receptor incondicional de cariño, y eso era lo único importante. Extendió con cautela una de sus manos y le acarició la cabeza.
El gato no se alejó. Alexis aprovechó entonces para prolongar la caricia hacia el lomo y los costados. El ronroneo felino se hizo muy intenso, al tiempo que entrecerraba los párpados. Se habían gustado de inmediato.
Permaneció unos minutos jugueteando con él, aprovechando que el animalito se había echado de costado sobre el ajado suelo de parquet para que él lo acariciase, hasta que recordó, emergiendo de un tibio ensueño, el verdadero motivo que lo convocara allí. Y murmuró:
-Ay, gatito, gatito. ¿Qué me puedo llevar de entre todo esto?
El Sagrado de Birmania alzó las orejas y volvió a escrutarlo, como si reconociera su voz de algún lado; o más extraño aún, como si pudiese comprenderlo. Parpadeó, bostezó enseñando brevemente los afilados colmillos, olfateó alrededor, se incorporó moroso, saltó decidido sobre la mesa y caminó sigiloso por encima de los libros, olfateándolos, dueño y señor de todo lo que hubiera a su alrededor. Alexis lo siguió de cerca, muy intrigado.
Entonces el gato se detuvo y lo miró por encima del hombro, volvió a mirar el libro que tenía delante y golpeó repetidas veces la portada con una de sus patas, volviendo la cabeza hacia él. Alexis se acercó, y para su asombro, se encontró delante de una percudida edición en tapa dura de los "Nueve ensayos dantescos", de Borges, que le pasara desapercibida por completo minutos antes, confundida entre un mamotreto de Mallea y un perimido libelo de Wast.
El recuerdo de su novia se le impuso demasiado nítido delante de los ojos, como si ella estuviese a su lado. Había buscado sin resultado aquel libro en varias librerías "de viejo" de la Avenida Corrientes, y ninguno de ellos podía permitirse el lujoso gasto de adquirir las Obras Completas borgeanas.
Siempre les había quedado pendiente -a ella, de leerlo; a él, de obsequiárselo-. Y la simple certeza de tenerlo al alcance de la mano lo estremecía de amor.
Estaba a punto de tomarlo cuando el gato maulló tímido junto a su mano extendida. Alexis lo miró, y el animal lo fulminó con otra de sus profundas miradas. Volvió a maullar, y con sigilosos movimientos caminó sobre la mesa atestada de libros hacia una de las bibliotecas, hacia donde saltó con insuperable destreza, se aferró del borde de los estantes y los trepó uno a uno, como eximio equilibrista, hasta alcanzar la cima, donde la luz de la lámpara ya no llegaba. Maulló desde las alturas, con ojos brillantes en la oscuridad, y movió una de sus patas a fin de alcanzar el extremo del lomo de un libro que no parecía guardar la línea con los demás, colocado boca arriba encima de los otros. El movimiento, lento pero decidido, consiguió acercar el volumen hacia el borde de la pila, hasta que por fin se desplomó cerca de Alexis, desplegando en la caída una nube de polvo que lo hizo toser.
Alexis se inclinó, incapaz de creer la proeza del gato, y observó el libro, caído boca abajo, ambas tapas desplegadas y a punto de remontar vuelo otra vez. Se notaba que ya hacía un buen tiempo que dormía el sueño de los justos, allí en las alturas, a juzgar por la gruesa capa de polvo acumulada sobre él. No podía leerse bien la tapa, desdibujada por la mugre, pero las letras impresas en blanco sobre el lomo oscuro eran inconfundibles: "Cuarteles de invierno", de Soriano.
Alexis alzó la cabeza, maravillado y absorto. ¡Había querido leer ese libro durante años, y nunca había encontrado un ejemplar accesible! Miró con fijeza al gato, los ojos siempre brillantes en las alturas. Y la pregunta, murmurada y sorprendida, brotó sin pensarla siquiera:
-¿Cómo sabías que lo estaba buscando?
El gato tembló en las alturas y saltó hacia una biblioteca más baja, para lanzarse desde allí hacia la mesa, temerario y con un leve quejido de esfuerzo. Alexis levantó el libro del suelo, sopló el polvo depositado sobre él, volvió a toser y hojeó las páginas. Allí, en la primera página, estaba escrito el código en lápiz que atestiguaba su condición de "usado". Se giró hacia el ejemplar de Borges, lo abrió, y allí había garabateado otro código similar. ¿Por qué no figuraban en el anaquel de USADOS?
Miró al gato. Sus profundos ojos lo atravesaban de lado a lado, hasta que uno de sus párpados bajó, creando un guiño cómplice, que para Alexis significó un inequívoco pacto entre ambos.
Parecía que el esfuerzo de haber viajado hasta allí estaba más que compensado, pero nuevamente el gato se puso en movimiento, saltando al suelo y escabulléndose entre los estantes inferiores, por debajo del nivel de la mesa. Alexis se agachó para ver cómo se esfumaba la cola peluda entre los libros, oír el rasguido de las uñas sobre las superficies de papel, seguido de algunos empujones, y finalmente contemplar aparecer entre libros deslomados y en desorden un volumen tan añorado como valioso: "La conjura de los necios", de Toole.
-¡No lo puedo creer!!! -exclamó Alexis, y al escucharse enmudeció, temeroso de que el librero del mostrador lo hubiese escuchado, sospechando lo peor.
Ansioso y esperanzado, abrió la cubierta y allí estaba el tan codiciado código para el canje. ¡Con lo que ambos habían buscado este libro, tan recomendado por sus amigos! Aguardó a que el gato emergiese del interior del estante y lo mirase, para entonces ponerse de pie y recolectar su cosecha literaria. El corazón le latía con fuerza, sentía la boca seca, y rogaba que el milagro se produjese completo, sin abandonarlo en mitad de un sueño que ya se perfilaba imposible de olvidar.
Y antes de marcharse, volvió la cabeza. Como era de esperar, el Sagrado de Birmania lo siguió sin perderle pisada.
Al aproximarse al mostrador, donde el librero revisaba ahora una colección de fascículos discontinuos, con la misma expresión desdeñosa del principio, temió por un instante una reacción adversa. Sin embargo, allí estaba su cómplice felino para socorrerlo. El gato saltó encima del mostrador, se sentó sobre sus patas traseras, envolvió sus patas delanteras con la cola y contempló alternativamente al comprador y al librero, casi tan ansioso como él por completar el canje de ejemplares.
El librero se sorprendió de ver aparecer al gato, sospechando de soslayo que algo raro ocurría aquella tarde. Bajó la mirada hacia los libros que Alexis había depositado delante de él, y entrecerró los párpados. Definitivamente: algo raro ocurría allí. Alexis tragó saliva, incapaz de hablar. Las manos le
temblaban, un sudor frío cayó desde sus axilas hacia las costillas, y el suelo amenazaba con abrirse debajo de sus pies. El hombre lo miró por encima de sus gafas de media luna y preguntó:
-¿Dónde encontraste esto?
Alexis no supo cómo responder. Su cabeza era un torbellino que lo proyectaba muy lejos, seguro de haber perdido toda posibilidad de apoderarse de un pequeño tesoro. Había enmudecido de pronto. El gato lo miró, desvió sus enormes ojos para contemplar al librero, y emitió un tierno y ronco maullido, quizá de aceptación.
El librero lo miró fijo, acercando sus ojos a cinco centímetros de distancia de las pupilas del gato. Proyectó el labio inferior hacia delante, frunciendo el mentón con expresión ceñuda, evaluando la reacción del felino, y se volvió hacia el comprador, con una fugaz suavidad en la mirada.
-Parece que estás de suerte -sentenció. -Al Dueño le caíste bien. Y el costo de los libros cubre el precio del canje. Así que estamos a mano.
"¿Dueño?", alcanzó a preguntarse Alexis. Aunque el suspiro de alivio que experimentó eclipsó cualquiera de sus dudas, haciéndose casi audible, como si se derrumbase en un mullido sillón luego de una agotadora caminata bajo el sol del verano. Sin embargo, la tranquilidad le duró poco.
-Pero ni se te ocurra volver por acá -masculló el tipo del mostrador, con el desdén recrudeciendo su mirada, como si la reciente suavidad le resultase ajena. -No me parece que haya más libros que te interesen.
En completo silencio, con mano aún temblorosa, Alexis recogió los tres libros y los arrojó al fondo de la mochila, sin despegar sus ojos de los de aquel hombre, retrocediendo de espaldas hacia la puerta. Casi derriba un exhibidor giratorio de ediciones de bolsillo que había a un costado, hecho fortuito que consiguió liberarlo de aquel hipnótico enlace, impulsándolo a huir a gran velocidad.
Pero antes de que llegara a la puerta, un maullido lo alertó a sus espaldas, ofendido de que se marchase sin saludar. Alexis se detuvo, ya con la mano sobre el picaporte, y se volvió para contemplarlo, allí en el ajado piso de parquet, con un porte brillante y majestuoso, sentado sobre sus cuartos traseros, escrutándolo como siempre.
Se arrodilló, y el Sagrado de Birmania se acercó ronroneante para recibir una última caricia, fregándose con deleite contra las botamangas de sus pantalones.
-¡Gracias, Amigo!!! -alcanzó a articular en un murmullo, sintiendo en lo más profundo de su alma que aquella amistad, aunque jamás volvieran a encontrarse, duraría por toda la vida.
El gato le lamió el dorso de la mano con que lo había acariciado y volvió a guiñarle un ojo. Tal vez él, en las profundidades de un misterioso idioma felino, sintiese lo mismo.
No muy lejos de allí, se oyó el silbato del tren. La hora de marcharse estaba próxima.
*
Entre algunos versos
de este libro,
sin ninguna palabra que los nombre,
cruzan trenes en la
noche.
-¿Estás despierta?
-te pregunto,
mientras los árboles
murmuran
y los silbos revuelan
en nosotros.
Entre algunos versos
y olvidos,
el aire trae un tono,
un augurio
-sones y ecos de las sombras-,
que respiramos y se
pierden
en lo lejano y lo
impensado,
sin ninguna palabra
que los nombre.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-De "Nidia". Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires. 2007
*
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