lunes, agosto 15, 2011

ESE MISMO NO EXISTE...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu





Ella no era atea de maravillas*


Ella frota la maravillosa lámpara. Surge un genio alto y fuerte que se tiende a su lado, se expande para olvidar la estrechez en que estuvo guardado tanto tiempo, la roza apenas de mil y una forma y le dice: “No te preocupes tanto en pensar los deseos, esta vez van a ser mas de tres”



*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com












A la sombra del ahuehuete*



*De Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com



Era bellísima esa mujer morena, sus ojos rasgados del color del azabache, de mirar profundo, presentaban esa mañana una tristeza especial. Sus manos finas acariciaban la trenza tan negra como sus ojos, que caía sobre el hombro izquierdo. Pegada a la sien, una dalia iluminaba su rostro sin lograr opacar la belleza que aún sin esos pétalos suaves, de por sí, irradiaba.
Su cuerpo envuelto en una túnica blanca hacía parecer que que la mujer flotaba dentro de una nube, dejando al descubierto la mitad de su espalda; rodeaba su cintura una faja de satén que entrelazaba los vivos colores de tres franjas, una verde, la del centro, blanca y otra roja. En la franja blanca resaltaba un bordado delicado producto de las manos mágicas de artesanas de amor en tiempos lejanos. Sólo mirándolo de cerca se podía observar que se trataba de un águila real devorando a una serpiente. Símbolo del triunfo sobre la traición. Símbolo que jamás se convirtió en realidad.
La brisa matinal agitaba como hebras de hilos finos los cabellos que se soltaban del trenzado como si quisieran danzar el ritmo de la libertad. La mujer los acariciaba pretendiendo mantenerlos en una forzada quietud. La sombra del ahuehuete no lograba apagar la imagen de tanta belleza apostada allí, besada por el aire fresco en medio de un calor agobiante.

Emiliano se despidió de sus padres y hermanos, comenzaría un largo viaje para el cual sólo llevaba una carga de esperanzas y muy pocas pertenencias. Debía caminar mucho y lo mejor sería hacerlo livianito, sin bultos que pudieran disminuir la marcha demorando el paso. Apenas menos de lo justo y necesario. Las pocas cosas con carga afectiva las había dejado, como herencia en vida, a sus varios hermanos y hermanas que no llegaban a comprender por qué Emiliano emigraría hacia otra tierra en la que ni siquiera entendería el idioma.
No iba solo, Diego, su amigo de toda la vida lo acompañaría en la travesía con las mismas esperanzas y los ojos hambrientos por ver plasmada en realidad la aventura impostergable. Los jóvenes compartieron infancia, familias y sueños, de la misma forma que compartían miseria. Desde pequeños realizaban tareas rurales junto a sus familias, cuando ello era posible.
-Si la oportunidad se niega a llegar, toca ir a buscarla, manito, dijo Diego convencido que a veces no quedan muchas opciones cuando la situación económica se convierte en la cuerda que aprieta el cuello de los pobres.
Aventura que tanto planificaron en esas noches en que los jóvenes son capaces hasta de asaltar la vida de cualquier manera. Mucho más cuando el presente agobia, desmantela, abofeteando crudamente los sueños frente a la realidad de los días grises que parecen hemipléjicos.
-Cuídese madre, en un tiempo enviaré dinero para ayudarlos. La Virgen de Guadalupe nos acompañará porque sabe que no estamos haciendo nada malo. Ni bien pueda volveré con regalitos para todos, tal vez, quien no le dice, hasta pueda llevarla conmigo o quedarme de nuevo aquí, con usted y para siempre.
-Cuídense ustedes, muchachos, la vida no es tan fácil. A nosotros nos tocó este destino, no sé por qué no lo comprenden. ¡Ganas de ir a tentar el infortunio! sollozó la mujer mientras los muchachos saludaban a sus hermanitos. Su instinto maternal susurraba en su oído frases que no quería comprender, ¡Eran tantas las noticias que llegaban desde la frontera!
-Hasta pronto, madre, dijo Emiliano besando su frente y acariciando su cabello enredado.
Las manos de la mujer se negaban a soltar las de su hijo, parecía que pretendiera pegarlas a las suyas, guardar la textura de su piel para recordarla cuando él ya estuviera lejos.
-No se olviden de rezarle a Santo Toribio, él puede ayudarlos también, dicen que es muy poderoso, aconsejó la madre secando sus ojos antes que los muchachos se alejaran del todo, quien sabe por cuánto tiempo y si lo habría.
Las manos de los jóvenes se agitaron pero ellos no se dieron vuelta, también rodaban lágrimas por sus rostros curtidos por el sol de esa tierra que quema haciendo hervir hasta al sudor.

La mujer, desde lejos, observaba la escena y gruesas gotas se enredaban en sus espesas pestañas arqueadas. ¿Hasta cuándo? Preguntaba, mientras el ahuehuete balanceaba sus hojas pretendiendo calmar la angustia invitando a la brisa a soplar sobre ese rostro hermoso.
Desde su puesto, a la sombra del añejo árbol, ella parecía saber todo lo que ocurría, aún donde ningún ojo humano podría llegar desde ese ángulo limitado. Y cuentan los habitantes del lugar que ella es capaz de conmoverse ante cada cosa que suceda con los hijos de esa tierra con pasado de bravura y presente de ignominia.

-Va a ser largo el camino, Diego, siento un nudito aquí, me pregunto si estaremos haciendo bien o no sé, estoy medio confundido. Es como que algo se me estalla en la cabeza, como si se rompieran vidrios aquí adentro, dijo Emiliano tapándose el rostro y frotándose los ojos.
-¿Qué pasa, mano? Esto ya no da p’a más, allá todo será diferente. Recuerda a mi primo Joaquín que nunca dio señales de vida cuando cruzó la frontera mojado, nadie supo más de él, seguramente le fue tan bien que ni tiempo p’a saludar tendrá. Pero nosotros no seremos iguales, manito. Por ahí hasta lo encontramos y nos ayuda, yo se que él nunca nos olvidó del todo, musitó Diego en voz muy baja, casi como pensando hacia adentro.
-Nosotros volveremos cuando juntemos un dinero y ayudaremos a las familias. A nosotros no nos dominará la divisa, sólo pretendemos un trabajo, nada que nos regalen. No me vengas con temores ahora, el futuro está adelante, mano. Atrás quedan las cosas que queremos pero somos jóvenes, merecemos vivir mejor y sin hacer daño a nadie. Pretendía convencer a su amigo que no había lugar para retrocesos.
-No sé, volvió a decir, Emiliano, siento como un nudo, hay algo que no me deja tener tu alegría pero descuida, ya pasará, tal vez es la nostalgia por ver los ojos de mi madre queriendo contener las lágrimas.
Los amigos fueron bordeando un riacho de aguas transparentes, donde aprovecharon para darse un baño reparador. Pasaron por caminos donde las piedras parecían clavadas, como tatuadas sobre esa tierra, negándose a abandonarla ni por un instante.

La mujer, desde la sombra del ahuehuete, miraba la escena mientras acariciaba los pétalos de la dalia sobre su sien, entrelazada con el cabello azabache.
Dicen los viejos del pueblo que ella nunca duerme, que pasa las horas un poco acá, otro poco más allá. Dicen que sus ojos son tan poderosos que pueden ver tanto de día como de noche lo que ocurre en el norte y en el sur. Que no la mojan las lluvias ni la oscurece la noche. Dicen que nunca la vieron triste y que puede atravesar ríos y montañas, desiertos y bosques. Dicen que sus hermanas tienen el mismo poder y dicen que son varias, todas sobreviven hasta a las heridas más crueles que puedan asestarles. Aunque no puedan verse entre ellas, aunque traten de separarlas, aunque pretendan mencionarlas como diferentes, ellas mantienen su amor unas por las otras.
Dicen que cuando una siente un dolor la otra sabe que ella está sufriendo aunque no pueda abrazarla. Dicen que el aire es el mensajero que las une y el hombre fue el segregador que generó barreras para alejarlas.
Eso dicen los viejos del lugar y dicen que repiten lo mismo allá donde están sus hermanas. En sitios iguales, aunque con diferencias.
Fue muy larga la travesía, los muchachos dormían donde podían a medida que se les iba esfumando el escaso dinero que habían juntado para emprender la retirada de su pueblito. A medida que avanzaban el cansancio se hacía más fuerte, Emiliano seguía con el nudito “aquí”. Diego, mucho más esperanzado, trataba de darle ánimos para que ni se le ocurriera querer pegar la vuelta. Ambos se sostenían, se cruzaban con otra gente que parecía seguir sus mismas fantasías. El sueño de comer todos los días, el sueño del trabajo asegurado estaba cada día más cerca.
El anhelo de un futuro tranquilo que les daría lo que no podían alcanzar en sus lugares de nacimiento. El sueño de las maravillas del que hablaban los que se fueron antes y regresaban por poco tiempo. El sueño, también, de los que jamás volvieron cuyos nombres quedaron atrapados para siempre, en el muro que delimita hasta dónde pueden llegar las esperanzas. Hasta dónde deben separarse las hermanas.

Los muchachos sentían que la vida era ir hacia el rumbo prefijado, imaginando que los estaba acompañando y que no los dejaría librados a la mala suerte. Atrás fue quedando la tristeza junto a los sueños postergados enredados en las matas de las quintas del campo donde dieran sus primeros pasos, entre terrones endurecidos por las lluvias y el calor de un sol que convierte en sudor a los cuerpos.
La belleza de los lugares que atravesaron era como un bálsamo capaz de permitirles recobrar las fuerzas mientras por el camino dejaban atrás los nopales, las biznagas y las palmas.
Emiliano juntó unas piedrecillas, pocas, para llevar como recuerdo de sus ríos y caminos. Diego, más audaz, dejó atrás la nostalgia ávido de futuro y trató, aunque sin suerte, de transmitir sus fuerzas al amigo cuando la tristeza parecía atraparle los tobillos impidiéndole dar un paso hacia adelante, obligándolo, casi, a emprender el regreso a los brazos de su madre.
Eran esos los momentos en que se aferraba a la advocación mariana y Diego compartía esa fe aunque sin dejar de pensar en el futuro añorado.
-“Virgen de Guadalupe, linda Madrecita mía, Virgen de Guadalupe, somos morenos Virgen, Virgen de Guadalupe, tu color me has heredado…” cantaban ambos a coro, mientras a lo lejos el eco sacudía las ramas antes de estrellarse en las aguas del río.
-Sabes Diego, comentó una mañana, Emiliano, antes de retomar el camino hacia la lejanía. Anoche tuve un sueño tan feo. Estaba mi madre llamándome, rogaba que regresáramos pero nosotros no hacíamos caso. Ella seguía rogando y mencionaba cruces. Yo no quería mirarlas y de pronto desperté, mi sudor era frío. ¡Mano, qué sueño! Pues supieras que no dejo de recordarlo ¿será que nos avisaba que correremos algún peligro? Preguntó con esa angustia que lo acompañó durante todo el viaje.
-Oye Emiliano, eso es la nostalgia, mira que ya pronto llegaremos a la frontera, del otro lado nos espera la vida, muchachas bonitas, está lleno de mexicanos la zona y encontraremos alguna que esté sin dueño. ¡Imagínate tú! Sigue soñando esas cosas que yo me largaré de parranda con alguna, respondió tratando de dar fuerzas al amigo.

La mujer bajo la sombra del ahuehuete desarmó su trenza de azabache, su larguísimo cabello se desparramó por sobre sus hombros y la espalda. Quitó la dalia de su sien y la besó. Nuevamente las lágrimas bañaron sus mejillas, aunque nadie pudiera verlas, mientras miraba a los muchachos a punto de llegar a la tierra promisoria que les abriría sus puertas, según ellos pensaban. Sólo deberían atravesar el muro que los hombres habían erigido pretendiendo ser dioses fronterizos, centinelas de cemento y alambre obstaculizando los pasos que no eran bienvenidos.
Pasos mulatos.
Pasos pobres.
Pasos buscando el pan que les negaran.
El árbol volvió a agitar sus hojas para refrescar el rostro de la mujer, haciendo volar sus cabellos como banderas que parecían querer escapar hacia donde se encontraban los muchachos, para abrazarlos. Para rogarles que se queden en ése, que al fin de cuentas era su lugar, su nido, donde estaba su raíz y su historia.

Los ojos de la mujer, de mirada profunda, rasgados y poblados por arqueadas pestañas negras, miraban hacia la frontera. Vieron también a la patrulla de caza inmigrantes practicando tiro, apuntando a cualquier cosa que tuviera movimiento. El muro interminable se erigía imponente. La mujer sabía que la Operación Guardían era implacable y por allí pasarían Diego y Emiliano.
La mujer veía las más de tres mil cruces adheridas a sus paredes, recordatorio de lo que ayer fueran vidas tratando de cruzar la frontera de Tijuana. Ella supo que pronto habría dos más. Nada pudo hacer para evitar que los muchachos fueran el centro de la mira de los cazadores.
Lloraba esa mujer hermosa, que parece vestida de nube con una faja de satén en su cintura con tres franjas entrelazadas. Una verde, el centro blanco y otra roja. En la franja blanca resaltaba un bordado delicado, sólo mirándola de cerca se podía distinguir que se trata de un águila real devorando a una serpiente.
Esa mujer que según los viejos del pueblo, nunca duerme, la que pasa las horas un poco acá, otro más allá. Esa que dicen que sus ojos son tan poderosos que pueden ver tanto de día como de noche, lo que ocurre en el norte y en el sur, que no la mojan las lluvias ni la oscurece la penumbra.
Lo que nunca dijeron por no saberlo, es que suele llorar muchas veces, arrinconada, a la sombra del ahuehuete amigo, cuando sus hijos parten donde hay otra mujer, que es también su hermana aunque hable y piense en idioma diferente.
Esa, que fue parida en el odio y por esas cosas que puede explicar la miseria solamente, es como un imán que arrastra a los hijos de la otra mujer. Y a los de sus hermanas.
-¿Cuándo terminará este espanto? Preguntaba la mujer bellísima, mientras el ahuehuete agitaba sus ramas para que la dalia volara hacia donde los muchachos miraban el cielo con ojos sin luz. Fragmentos de sueños rotos se acurrucaron bajo los pétalos.
Emiliano y Diego cruzaron otra frontera interminable, la que una vez atravesada no tiene camino de regreso.
Un águila real de color café oscuro, como la piel de la mujer, batió sus alas sobre ella. Casi rozó su rostro como queriendo secarle las lágrimas antes de posarse sobre el ahuehuete.
-¿Cuándo terminará este espanto? Seguía murmurando ella, mientras el ave abría sus alas hacia el cielo.


- http://textosnechidorado.blogspot.com







Una Mirada*


*Cuento de Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar



De nuevo aquel hombre fue y vino por el barrio sin hallar en su paisaje un solo recuerdo que recuerde o un rasgo convocador de su memoria. Y en esa última tarde del otoño bromeó que su caminata no detendría los planetas del espacio ni a los autos que apuraban la calle; ajenas realidades.

Por ahí vivía Maritza que cargaba un apellido eslavo de varias consonantes, estudiaba astronomía y le brillarían algo más sus ojos claros al culminarse juntos. adheridos y siendo ‘más nosotros’. Los dos eran cercanos a los treinta años y convivían ese regocijo de ser un cuerpo sólo. Unidos en la cúspide y en el silencio de la ternura; y forzar hacia la memoria ese aliento a homenaje es idea improbable, se dijo el hombre que tras tantos años retornara a su origen tan cambiado.

Tal vez el ayer es una sombra astuta, un recuento de sumergida lluvia o incierto fotograma que no lleva a destino. Y así ni es retornable el gesto de silencio con que Maritza le abriría la puerta y sus padres fingían ser ajenos al encuentro. ¿Siempre él saldría cauteloso a la calle al amanecer o los vecinos lo cruzarían ya bien crecido el día? Sin ambages, recuperar caricias o la furtiva voz de una mujer que amamos es intención perdida; el pasado se nutre de tiempo congelado.

- Espero que tus viejos no llamen a la puerta.
- Ellos duermen arriba y yo en planta baja, nos respetamos y además mis viejos nos envidian. – se habrían reìdo y contenidos en un abrazo.

Rescatar amoríos es para dioses antiguos y no obra de comunes, se reiteró por aquel ámbito de jardines desaparecidos y que él apreciara en algún amanecer de ir por su auto estacionado cerca. No pocas veces habrá comprado un diario en el camino de luego repasar en el desayuno sin apuro, demorando llegar muy temprano a la financiera de su padre. Toda añoranza se supone más amable que un recuerdo, pero sin escarbar en presunciones huecas, existir hade ser saberse de algún ámbito, reconocerse dentro de él y recordarse. Por eso cada tenaz olvido nos desgaja; nos hace menos en tanto toda especie, acaso, ha de saberse y recordarse dentro de ella. Más otros acertijos que recordara haber hablado con Maritza…

En una ráfaga vio y revivió las cerámicas que exhibían un gato atigrado jugando con un ovillo de lana y reconoció esa pared que alguna vez lo inquietara a detenerse y a recordarse él mismo. Una secuencia que quizá aconteciera la misma noche que al llegar nomás le dijo a Maritza que se iría. .
- ¿Estás enfermo?
- No, mi viejo está muy grave.
- Avisame como anda todo – y prometieron verse por más que en esa misma tarde con su padre, - un incurable enfermo final- y su abogado juntaron los papeles financieros que él se llevaría a Europa. ‘No a un país cualquiera sino a todos’, se decía como cínica pretensión de preservarse del íntimo debate. Así que sumar su vida al quebranto de la especie sería llenarse de una moral barata y devaluada de la que tanto discurseara Maritza entre un momento y otro. Le dolían las ideas y agradeció al diarero que lo animara con un gesto.

- ¿Usted busca el chalet de los polacos? Era en la cuadra donde hay dos edificios. A esa gente yo la recuerdo bien, era muy buena. La hija estaba buenísima, una rubiecita hermosa – y ahí el tipo cambió el discurso a un chamuyo firme, sin rodeo, de mirarle los ojos bien de frente al hablarle-. Pero usted sabe señor- y endureció la voz- un hijo de mil puta que nunca falta los estafó que perdieron la casa y debieron irse lejos – retuvo la mirada y al callarse entró en los ademanes de reordenar su quiosco de diarios y revistas.


-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.









EL MAIZAL ENCANTADO*



*Por Juan Carlos Cena. ferrocena2011@gmail.com


A Samuel Sánchez, por deslumbrarnos con sus invenciones.


Era como viajar entre dos murallones verdes, erectos y en permanente balanceo, sólo la faja negra del asfalto y nosotros rompíamos esa monotonía especial del maizal, que se unían allá, en los confines, con la traza del camino. Ni pájaros, ni cantos, ni trinos, ni zorrino cruzando la ruta, ni lagartijas aplastadas y secas, nada.
-¿Por estos lugares se vino a vivir el Cina-Cina?
-Si. No le quités la mirada al croquis, que en una de esas por charlar nos pasamos.
-Hay que tener ganas y no se qué en la cabeza, para elegir este paraje para vivir y decir, cuando te mandó el croquis o esa especie de semi mapa en la carta, que le encantaba el lugar. Vaya encanto.
-Lo que pasa que vos no lo conocés al Cina-Cina, es un tipo especial, ya vas a ver, te va a encantar.
-Pero debe ser de antaño, si era conocido del Porfirio, tu Viejo, y ya era nombrado, -insistía la mujer del Negro que viajaba incómoda y medio de prepo.
A pesar de los diálogos que mantenía con su mujer, el Negro se andaba rodeando de silencios, orillaba ese territorio, solo eso, por ahora; pensaba, y pensar así, orillando los silencios, era una señal no visible de que en cualquier momento se rajaba, no cualquiera, desde afuera, detectaba ese tránsito. Todo se mezclaba en el Negro, era un revoltijo de cosas pasadas, presentes, el devenir, como si una cinta transportadora los expusiera, cuestiones mixturadas con anhelos, frustraciones, interrogantes.
El silencio avanzaba. Rumiaba. Le molestaba la incomodidad de su mujer, no entendía nada. Decidió, por fin hablarle del Cina-Cina, en una de esas se calma y lo deja masticar los silencios tranquilo más tarde.
-Es un tipo especial, -comenzó- siempre lo fue. Lo conocí por los sesenta.
Se presentó en la oficinas Centrales del Ferrocarril Belgrano. De entrada, como pidiendo contraseña, me preguntó sí yo era hijo del Porfirio y sobrino del Cacho. Al responderle que sí, que lo era, dio media vuelta y se fue. Al rato regresó.
-Fui al mingitorio, no daba más. Tengo derecho a mear, y en definitiva prefiero pasar por guarango y no que se me reviente la vejiga, además, el aguantar te jode la próstata.
Se paró bien de frente a mi escritorio. Estaba trajeado, por esos tiempos fumaba, de piernas abiertas balanceaba el cuerpo, de manera que su badajo cayera a plomo, y se moviera libre. Se vestía como un ciudadano, pero era un tape (gaucho del noreste), la parada lo denunciaba. Me interrogó, preguntó
por mi viejo y mi Tío, sus amigos, eran amigos del pago, San Cristóbal, al norte de la provincia de Santa Fe. Vaya a saber desde cuando, la misma maestra, los tres ferroviarios. Yo escuchaba. Y lo seguí escuchando desde ese día siempre, en sus cuentos, narraciones, invenciones, en sus fantásticas mentiras; toda una cultura, donde se mezcla la imaginación del que escucha con la del que transmite, en su narración o cuento, y que es, seguramente, parte de la imaginación colectiva. El arte de escuchar y acumular, es primario al de inventar, es que por esos parajes, primero se aprende a escuchar y luego, cuando el escuchador se siente pleno habla, todo un encantamiento.
El Cina-Cina, anduvo y vivió por todos lados, se jubiló en Córdoba, se había hecho medio cordobés, pero seguía siendo un tape.
Enriqueció por esos aires su caja de cosas escuchadas, y en una de esas aparece en Mendoza. Los hijos lo convocaron con sabiduría, querían que sus descendientes, es decir, los nietos del Cina-Cina, aprehendieran cosas que sólo el sabía y podía contar.
-No debe ser para tanto, -dijo la mujer del Negro que se llamaba Isabel- debe ser medio charlatán, engrupidor y encima de andar chocheando; también, con los años que calza, como para no.
-Fíjate en el croquis no sea cosa que nos pasemos, el callejón tiene un cartel que dice: Estación El Maizal. -Mirá el nombre que le vino a poner al callejón, original.
-Lo volví a encontrar en tierras mendocinas. Estaba igual, -mi mujer me fastidiaba, así que decidí seguir hablando- parece que de noche dormía dentro de un tonel con grasa, ni una arruga, lisito, la misma percha, pero siempre tape; andaba medio incómodo con los menducos (mendocinos), no lo entendían, decía: -Fijate mi rutina, me levanto temprano, verdeo en la cocina, hojeo el diario "Los Andes", salgo a caminar, al regresar me dedico al jardín, a los pájaros -me miró y prosiguió, yo comenzaba a abrir la boca en trance de ser pitonizado- Les cambio el agua a los pájaros, es que les puse unos tarritos en las horquetas de los árboles junto a otros con alpiste, mijo, maíz partido, cuando termino la preparación ritual, les silbo y se desprenden de los álamos, aguaribay o los eucaliptos en bandadas y es una sinfónica de trinos; aunque yo esté encaramado todavía entre las ramas invaden el árbol, pasan por encima de mi osamenta y si tengo algún granito de suelto lo picotean, no se asustan. Eso sí, ellos esperan mi silbido y recién se largan como escuadrillas en picada. Me bajo, los miro, los escucho y me digo: -No tenés pajarera Cina-Cina... A veces se descuelga algún atrevido gorrión antes que los otros, lo reto, pero no se vuela, me mira con ese rostro plumudo y percibo sus gestos de avergonzado en el movimientos de sus
pequeñas plumas. El otro día, esperando al menduco que camina conmigo todas las mañana encontré a dos perros atorrantes meándome los rosales. Cuando salí por la puerta que da al patio, embocadura por donde mi mujer me indica que la mateada ha terminado y me raja, ya no me soporta, es el momento
cuando comienzo a volar con mis fantasías mañaneras, tantos años escuchando lo mismo, como para no. Bueno, decía que salía y es cuando sorprendo a dos perros callejeros con las patas levantadas meta mear. Me quedo quieto, por eso de que es muy jodido y hace mal interrumpir el meo de golpe, sea perro o
humano. Esperé. Bajaron la pata y salí. Se sorprendieron. Quisieron rajarse. Les grité:
¡Alto!, quedensé donde están. Se quedaron. Se acomodaron frente a mí, patas y manos abiertas, las cabezas medio gachas y con los ojos bien abiertos. Les dije y bien fuerte: se me sientan -se sentaron-, no les da vergüenza andar meando plantas ajenas, esos son mis rosales. Vean, vean como los cuido, tiene hasta un anillo de algodón en el tronco con DDT para las hormigas, ustedes vienen lo mean y a la mierda el DDT, las hormigas agradecidas, no me vengan con el verso de que quieren marcar territorio.
El menduco que camina todas las mañanas con el Cina-Cina presenciaba la escena desde la iniciación con la boca abierta, un rato más y se le llenaba de moscas. Los perros ante cada afirmación del Cina-Cina se miraban de reojo girando un poco el pescuezo, movían sus cejas, gruñían despacio pero escuchaban atentamente, con la cola tiesa.
-Yo nunca los agredí -proseguía el Cina-Cina-, ni les tiré piedras, ni les puse carne envenenada como algunos hijosdeputa de por aquí, que cuando los vi, fui y los putié, la recogí y la enterré, y ustedes vienen ahora y mean mis rosales, que sea la última vez, ahora tomensen el raje. Los chocos se pararon en posición normal, antes de girar contestaron con dos ladridos, esa fue la respuesta, saltaron el cerco de ligustrines y se perdieron por un callejón.
-He visto todo, -dijo el menduco- usted es igual que Esopo, habla con los animales.
-No, yo no soy igual, él escribió sobre animales, yo hablo con ellos, no se si catea cual es la diferencia.
-¿...?
-No me mire así compadre, entienda, todos somos animales, la diferencia está en la palabra, hay que entenderse, esa es la cuestión; algunos tienen plumas, otros ladran, otros tienen escamas y viven en el agua, yo estoy parado, tomo mate y camino con usted. Digo, ¿comprenderán estos plumudos o
ladradores porqué salgo a caminar con usted?, Yo todavía no, pero, a pesar de todo, lo espero todas las mañanas.
-Al otro día, no se porque cuestión, salgo más temprano al jardín, hago la rutina, regreso a la cocina a tomarme otro verde, estaba fresco, el Tunpungatito enviaba un aire seco. Uno veía desde donde yo vivía, Chacras de Coria, el recorte del cerro precordillerano, azul, muy azul. Cuando estaba adentro siento unos ladridos, salgo y veo, los dos perros atorrantes en medio de la calle, me ven, dan dos ladridos más y corren hasta dos enorme eucaliptos, levantan la pata y lo mean, arañan la tierra con las manos, dos
ladridos más, esta vez si mueven la cola, y se van lo más campantes por el callejón.
-Hasta más ver, les contesté, nos vamos entendiendo. Entré de nuevo a la casa, busqué una palangana vieja de aluminio, la llené de agua y la coloqué debajo del eucalipto meado, donde marcaron su territorio.
-¿Eso te contó el Cina-Cina ese? Vos, seguro que lo escuchaste embobado, y te imaginaste perro o pájaro, menos mal que no habló de lagartijas o de iguanas, ya te veo con la cola larga...
Es mi mujer, no es mala, pero no entiende, es una urbana que no comprende que detrás de ese mundo masivo hay otro, distinto y hermoso, pensaba para adentro el Negro, como iniciando un camino. Al hablar de esa forma, la Isabel, daba la sensación de que un pequeño temor la iba penetrando; debía
ser por la convocatoria del Cina-Cina, el maizal y por él mismo, ya que para ella era un desconocido. El temor a sentirse desprotegida, digo, porque la conozco. Es que uno al vivir en esas inmensas ciudades y educado en ellas, cree ser poseedor de grandes y pequeños pensamientos, pero uno no se da
cuenta que no son de uno, sino de la multitud que cree ciegamente en las fuerzas de las instituciones y de su moral, y no percibe el poder de policía de esas instituciones que te moldean el pensamiento y tu opinión a través de la supuesta protección. Por eso, el valor, la compostura, la confianza, las
emociones y los principios están regidos por esa urbanidad que el mismo hombre ha creado para defender sus intereses. Por eso la existencia de Isabel y de otros, y la mía, -a pesar de haber vivido en zonas rurales, y haber sido educado con sus maneras- en las grandes urbes se vuelve insignificante y se puede vivir únicamente dentro la compleja organización de las multitudes organizadas. Por eso el sólo contacto con la naturaleza, a Isabel, le producía súbitas y profundas inquietudes en su corazón. Es que uno se siente solo, aislado de su especie urbana, a ésto se le suma la percepción de soledad, sus propios pensamientos y las sensaciones urbanas que lo abandonan, porque por aquí, por estos parajes, son inútiles. A la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual que es lo peligroso. Miraba a Isabel de soslayo y la veía en franca transformación, un rictus distinto aparecía, duro y profundo. Comencé a aflijirme. No sea cosa que por mis locuras encantadas arruine a la otra
persona que vive conmigo, que es mi mujer, pero que no entiende algunas cuestiones. El paisaje le era extraño, hostil, a lo que se le sumaba, la desconocida personalidad del Cina-Cina.
-Este monte de maíz..
-No es un monte, -le contesté.
-Bosque de...
-Tampoco es un bosque.
-¿Entonces, qué es?
-Un maizal, eso, un maizal.
-¿...?
-El maizal es compacto, uniforme, no tiene lugares ralos, es disciplinado, nacen casi todos los granos al mismo tiempo, sus penachos se mecen como una danza, no es un mar verde y tiene una gran vida interior, es silencioso a las brisas, es una de las plantas más antiguas de América. Guarda en sus entrañas toda la sabiduría de las civilizaciones pasadas y seguía con mis desvaríos.
-Parece que vos fueras de maíz. Mirá que hay que tener ganas de venir a vivir en medio de un maizal en la soledad más absoluta, sin televisión, sin vecinos, ni cine, ni teatro, ni revistas...
-Fíjate en el croquis no sea que nos pasemos...
-No nos vamos a pasar, vamos a llegar. Hace horas que vamos dentro de este callejón de maíz. Vos fíjate en la ruta y en los caminos de la izquierda. Se conversaba, como una distracción. Ella era cada vez más consciente de que todo se volvía inexplicable, al maizal misterioso lo sentía, y esa sensación la hacía insignificante. Una fuerte inquietud avanzaba sobre Isabel, más, sabía por el tiempo que en cualquier momento aparecería el cartel que diría: Estación El Maizal. Venía de muy lejos y sentía cada vez más la aprehensión de desamparo, impresión que nunca había avistado en su mundo interior, y la presunción de que una misteriosa vida albergaba en el maizal. El Negro se tornaba cada vez más silencioso, observaba mortificado el asfalto y el maizal. Sabía que el Cina-Cina enfrentó este cambio con entereza, a pesar de ser un tape hecho y derecho. Enfrentarse con la naturaleza, aunque sólo sean problemas materiales, exige una cuota mayor de coraje y serenidad de espíritu. Ellos dos eran incapaces de una lucha semejantes, venían de otro lado. De otra sociedad, que por otras razones, no de ternura precisamente, había cuidado de ambos prohibiéndole todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de rutina. Solo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora libres, en medio de un maizal inacabable, no sabían como utilizar su libertad, su verdadera libertad. Sus facultades urbanas no funcionaban, eran inútiles, no detentaban otras, y cuando aparecía el desamparo, no sabían qué hacer. Todo ocurría en silencio. Los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos, de balbucear un pensamiento nuevo. La aflicción ante lo desconocido los iba abrumando, los hacía impenetrables, aunque en forma desigual. Una especie de arrepentimiento invadía al Negro por arrastrar a la Isabel a esta locura de ver al Cina-Cina. Es que la carta invitación más el croquis los había encantado, era como una expedición de esas que se ven en las películas, que ni hormigas hay en el campamento, donde Deborah Kerr se pasea envuelta en gasas, Steward Granger de botas limpias y lustrosas y presume a la pelirroja y un negro les sirve un whisky con hielo, (¿hielo?).
Aquí por el momento no había hormigas, pero los rodeaba una soledad verde del carajo. Iban cada vez más adentro en ese mar de especulaciones, no había contención alguna.
-El cartel, -gritó Isabel- el cartel, doblá, doblá...
Encararon por el callejón de tierra negra, apretada por el peso de los carruajes de llantas de hierro, cóncava, huellas secas. Aquí sí apareció la vida, pájaros revoloteando, cuises corriendo de orilla a orilla, espantados por el ruido del traqueteo de la camioneta; de pronto, la aparición sorpresiva de algún campesino saliendo del interior del maizal como si fuera un desprendimiento, saludaba con el machete en una mano y con la otra hacía flamear un manojo de maloja, estaba desyuyando los surcos. Otros, les hacían señas de que más allá estaba la Estación, como si supieran que ellos vendrían...
La tranquera era un paso a nivel, como Dios manda, con la barrera y el gancho para el farol, los contrapesos y una campana como llamador. Pintada de negro y amarillo como dios manda, o mandaba. Los privados le cambiaron el color.
El Cina-Cina estaba ahí, sonriente, acicalado, lustroso, con su camperita de cuero, parado a lo tape, con el badajo al medio sintiendo el balanceo en el entrepiernas, los recibió con un abrazo de aquellos, bien apretado, lleno de gusto; sin soltarme le dio la mano a Isabel en forma reverencial, bien a lo tape, respetuoso, los invitó a trasponer el paso a nivel, digo, la tranquera.
-Mi señora nos espera, está desde esta mañana temprano metida en la cocina, no quiere que falte nada. Pasemos, yo voy en la bici, son como doscientos metros hasta la casa. Desde lejos se veía a la estación partida en dos en forma longitudinal, se recortaba sobre el verde maizal que daba al norte;
todo era bien nítido, un andén, las palancas de las señales, una balanza para pesar encomiendas, una carretilla para llevar equipaje, campana, dos faroles de barreras y otros enseres. Todo me intrigaba a medida que íbamos cruzando el cuadro de la estación. Al llegar vi dos letreros, uno en cada costado, Estación El Maizal, recién pintados, con letras y medidas reglamentarias.
Una parte del edificio era la estación, el otro, es decir la otra mitad, la casa donde vivía el Cina-Cina. Los ladridos de los perros alertaron a la señora de Cina-Cina que salió refregándose las manos en un repasador.
-Pasen, pasen, refresquensén un poco, en el baño hay agua limpia y fresca, hay una palangana y toallas, apuren, la mesa está servida. Todo pasaba repentino, como si el tiempo se acelerara. La palangana enlozada como los viejos baños de los coches dormitorios, con el contorno labrado con espigas
de trigo en relieve, y en el fondo, una dama envuelta en gasas o una rosa gigante, toallero, inodoro, ducha, era un baño ferroviario; al ver esto me dije y muy afligido, que algo desconocido y no tanto, aparecería. A pesar de ser ferroviario, presagiaba que se venía un viaje fantástico, digo: viaje, porque uno siempre viaja y sabe de los misterios que guarda el tren y lo que lo rodea, es la alienación del ferroviario, incurables.
Isabel, poco a poco entró en la cocina, se preocupó de los aromas nuevos e ingredientes. Lo miré al Cina-Cina, movía la cabeza y éste me respondió con una sonrisa de tape ladino, como diciendo: después viene lo mejor. Comimos humita en chala, choclos asados, otros hervidos, sopa de crema de maíz, un corderito con ensalada de granos de choclos y porotos, todo bien regado. El Cina-Cina ante mi llegada se había pertrechado de un buen vino. Era la ocasión, se festejaban años de amistad y de reencuentros. La
sensación de soledad fue mermando con la presencia de esta gente, el rostro de Isabel mejoraba, pero a mí me entraba otra intriga, despacio, como un puñal de hielo.
El Cina-Cina sonreía. Esperaba el tape, eran sus tiempos, llenos de pausas, en cambio los míos estaban cargados de ansiedad ciudadana. Años cargando comportamientos tabulados, llevándolos a cabo como si fueran propios, personales, opinaba y creía que mi opinión era original, inteligente, independiente; pero no, opinaba como el aparato de la sociedad estipulaba, decía las mismas boludeces que todos pronunciaban y votaba al candidato de todos, aunque portara otro apellido, que lo parió. Estaba libre de toda atadura y no sabía que hacer con mis manos libres. Liberadas. Con Isabel no sabíamos, éramos incapaces de poner en funcionamiento los mecanismos de la verdadera libertad, que estaba allí, en medio de un maizal. Éramos la inutilidad urbana.
Se durmió la siesta, digo, ellos, yo despierto y elucubrando sobre como el Cina-Cina había superado el cambio de la ciudad al campo, y me preguntaba, ¿qué fuerza interior lo empujó y determinó que ése era su lugar? Cuántos interrogantes. El Cina-Cina dormía. Viejo apodo que le venía de niño. Mi viejo comentaba que era tan flaco que se le asomaban los huesos por la piel como espina de cina-cina, un arbusto espinudo. Yo no sé bien si era de San Cristóbal, pero podía haber nacido por ahí cerca, Huanqueros, Ñanducita, Ceres, porque mi viejo nació en San Cristóbal pero mi abuela Elena, que era
toba, lo anotó en Ceres y por las dudas, porque no se acordaba bien, lo anotó también en San Cristóbal, en Ceres como Pedro Alejo y en San Cristóbal como Porfirio. De grande mi viejo eligió, se quedó con el Porfirio, éste tenía historias. También era contador de historias de ajenas, propias, inventadas, mentirosas y de las que raye, era de la zona, por donde dicen , anduvieron mucho los andaluces. Me arrullé pensando en mi viejo; se mezclaba el sueño, el Cina-Cina, el Porfirio, el maizal y me inquietaban las reacciones de Isabel. Siesteamos, luego mateamos, y empezó un largo viaje narrativo del Cina-Cina ante una pregunta, que él ya esperaba.
-No me llevaba con los menducos, no son mala gente, sólo que no me llevaba, sólo éso. Conversé con ella y rumbié para Buenos Aires. Fui a ver a tus amigos de la Administración de los Ferrocarriles, los que manejan los inmuebles, y como estaban vendiendo de todo, escuché que se vendían estaciones, ¿estaciones? ¡qué los parió! Me atendieron bien. Algunas la tienen las municipalidades, funcionan como oficinas de turismo, otras son museos, las conservan y las han arreglado, otras son criadores de chanchos, otras no las quiere nadie, otras se venden por dos mangos.
-El Negro me dijo que ustedes me aconsejaran.
-Bueno, mirá, aquí hay una que se vende con el cuadro de estación y todo, de barrera a barrera, es mucho terreno. -Macanudo, ¿cuánto vale?
-Casi nada, el precio es simbólico, es casi nada.
-¿Cómo que simbólico?.
-Si, tiene la estación partida, partida por la mitad, en forma longitudinal, hay que arreglarla. Mirá el plano. Está cerca de la Estación Monte Maíz, en medio de un maizal, se te puede hacer llegar luz eléctrica como tenía antes.
-¿Por qué se partió la estación? -fue la pregunta de rigor del Cina-Cina.
-A esa estación la construyeron los ingleses. Aquí cargaban la cosecha del maíz, trigo, cebada; todo el cuadro de estación era un lugar de acopio, en tiempos de recolección era un gigantesco campamento de cosechadores, crotos, linyeras bohemios que no eran otros que anarquistas sembrando sus ideas.
Hacían representaciones teatrales con sus conjuntos filodramáticos, donde actuaban los cosechadores y participaban en la construcción de los guiones para la obra. Cuando fueron a construirla se encontraron con un gigantesco magín...
-¿Qué es una magín?
-Es un inmenso agujero en la tierra, más grande que una vizcachera, algunos tienen fin otros no. Por el medio pasaba la traza de la vía, pero los constructores, creyendo que era peligroso la corrieron y en su lugar edificaron la estación con una base antisísmica, es decir un encofrado de cemento y ladrillo bajo tierra, por medio de este sistema construyeron la estación. En cambio si el tren lo atravesaba, por su estrépito y vibración podía hundirse, por eso desplazaron la traza, para evitar accidentes.
-Sí, pero no me dicen porque se partió longitudinalmente y no transversalmente la estación, eso es lo que quiero saber. Sino, no la compro.
-Nadie lo sabe, solo se sabe que justo por entre los dos edificios pasaba el viejo diseño de traza, entre ellos cabe el gálibo de un vagón de trocha ancha... Aquí el Cina-Cina sospechó. Esto no es cosa de humanos simples, aquí anda el duendaje suelto. Esto es cosa de ellos, están volviendo, y no es casual que yo esté justo con estos planos, en este lugar y que me haya enviado el Negro, no, no es casual.
-La compro, hagan el recibo. Todos sonrieron. Mas sospechó el Cina-Cina del duendaje, se habían soltado, era tiempo. Vine a verla, estaba derruida, la medí con los pasos, trancos largos, pedazos de cañas añadidas, me asomé al magín, y me dije aquí me quedo. Otro se hubiera rajado. Un sulky esperaba
con paciencia, su dueño le aflojó el freno al matungo para que pastoreara, mientras observaba, no se le escapó ni uno de mis movimientos. Regresé al pueblo y le envié un telegrama a mi mujer: empacá todo, que el Ñato te haga la mudanza, encontré el lugar. Y aquí estamos, disfrutando de la naturaleza.
Reparé los edificios, los peones de por aquí me ayudaron, cavaron alrededor del magín, corrieron la Estación con rollizo de troncos, ya que se podía desplazar, la calzamos y como ves, le hicimos un andén. Desde Buenos Aires me enviaron una mesa de auxiliar, un manipulador para el telégrafo, el teléfono de pared y el aparato stays para colocar la vía libre, los arcos para dársela a los maquinistas, el mueble portaboletos, un fechador, en fin, como ves está completa.
Lo miraba y lo miraba al Cina-Cina, porque además era cierto, estaba todo reconstruido, e imaginaba a la vez que algo en mi estadía iba a comenzar.
-Al comenzar la reconstrucción, se arrimaron comedidos para ayudarme y contarme, así es, contar era el interés central de éstos ayudantes, narrar sin afirmar, sino diciendo: ¨dicen que...¨
-Fijesé Don, dicen que en temporada el tren del maíz pasa por aquí. -Dejó colgando el fijesé Don, uno de ellos, el más suelto de lengua. Esperó mi reacción, se la manifesté con rapidez, no iba a andar tanteando, si el había jugado fuerte.
-¿Y cuándo es la temporada?, así nos preparamos, que joder, - dije desafiante.
-Para el fin de la cosecha. Cuando ésta termina, el tren cosechero o el maicero aparece; viene recogiendo la siega en las estaciones acopiadoras. Por eso este inmenso playón. En el galpón esa noche, antes de que pase el último tren, se hace una fiesta, una galponeada como le dicen, con choclo
asado, unos corderitos, vino, se viene el canto y los abrazos de los cosechadores que tienen el mono listo y se van para otra colecta: Algunos se separan, y eso es doloroso, laburando de sol a sol juntos, hablando de a sorbos todos los días, y de noche a tragos largos, y ahora la necesidad los separa, es fuerte el desgarro porque ha sido fuerte la amistad, fijesé Don.
-Entonces, cuánto tiempo tengo ¿ah?
-Veamos, se labra la tierra, rastrilla, se surca, se limpia donde se siembra, aparecen los sembradores, y a partir de los primeros brotes cuente, no es el mismo tiempo cada año, según las lluvias, seis meses, depende, aquí el tiempo se mueve de otra forma.
-Comencé a laburar mirando el crecimiento del maíz, este me marcaba los tiempos, todos los días los observaba, el horizonte se alzaba verde lentamente, y yo, meta aflijirme, -nos contaba el Cina-Cina- y la gente de campo que seguía viniendo a echarme una mano. Aparecieron los maquinistas, ferroviarios no, sino los que manejan las cosechadoras, las trilladoras, las sembradoras, esos. Con ellos creció la solidaridad, y cuando la fecha se aproximó dijeron:¨ nos vamos a la cosecha, esté atento cuando vea que
voltean la trinchera del último maizal, que antes se pone amarillento, -es un aviso- justo por donde pasa la traza de la vía, y los loros ya no revolotean por esa zona, son señales, el tren ya se aproxima, repitieron.
Isabel y yo con la boca abierta. Era la primera tarde del primer día, todos los temores de la ruta, el miedo a lo nuevo se fue diluyendo, nos entraba una especie de encantamiento, incrédulos en un principio, luego, crédulos a medias. Isabel se volvió hacendosa, su rostro se enterneció, dejó de rezongar, a mí me entró por pensar de otra manera. Salía a caminar sólo cuando los interrogantes me atoraban, el Cina-Cina, sonreía, siempre sonreía este carajo, algo veía en mí que yo no percataba. Cada vez echaba de menos más y más lo cotidiano de la ciudad, el club, las librerías, algunas charlas de café, monótonas, estériles, los chismes del laburo, las pequeñas enemistades, la cuestiones familiares, todo se diluía. Isabel ni se acordaba de sus amigas. Verla a ella era un poco como verme en un espejo. Nos renació el amor, la pasión y el deseo de estar juntos, ya no nos abarcaba la histeria diaria que anulaba todo acto de ternura. Era como si todo recién empezara...

-¿Cómo fue el primer tren que viste pasar Cina-Cina?
-Dentro de unos días te cuento, todavía no, falta poco para que te cuente y te transmita, y falta poco para que sientas, no para que veas al primer tren. Comenzó la cosecha...
Pasaron unos días y el Cina-Cina comenzó a limpiar toda la estación, silbando, canturreando. Apartado lo observaba, sino me convidaba al silbo yo me quedaba así, haciéndome el distraído. Cayó la última trinchera de maíz, se amarilló el horizonte y se aplanó, se llenó de máquinas y de ruidos metálicos. Los maquinistas pasaron por medio del playón, ¡estense atento Don! en dos días pasa, ¡estense atento! Partían hacia otro maizal.
-A los dos día, por la tarde, el Cina-Cina preparó el arco de la vía libre, llenó los faroles con kerosén, les recortó la mecha, los prendió y al atardecer se fue solo, sin convidarme, primero a la del sur, luego a la barrera norte. Iluminó la estación, regó el andén, todo estaba listo.
-Hoy pasa el tren. Vamos a comer, de paso les digo algo. Nos sentamos en silencio. Él silbaba, su mujer canturreaba y nosotros intrigadísimos.
-Esta noche pasará el primer tren de la cosecha. Cuando esto ocurra, ustedes se quedarán aquí adentro, porque aunque salgan no lo van a ver, y si ellos los ven y ven que son extraños y no gente preparada, se disuelven, porque se va el encanto, yo les explico después. Eso sí, lo van a sentir, cuando pase el tiempo lo podrán ver, pero para éso falta.
El Cina-Cina era de esos ferroviarios que se había tragado al ferrocarril con gente y todo, con sus fantasías, imaginerías y las esperanzas de décadas. Era su sujeto, y el misterio del tren se le incorporó en todo su ser, como a otros muchos, el misterio de adiós que guarda el tren, se le ampliaba. Es cierto, el tren circula de noche lleno de misterios, va cargado de vida y muerte, de noticias amargas o dulces, se nutre y siembra a su paso. Las mejores historias se desarrollan dentro de él, las más grandes
confabulaciones, asesinatos, amores, con música de fondo que es el traqueteo de su rodar. Sino que le pregunten a la Agatha Cristie, si hasta ella es ferroviaria, ningún otro medio está tan lleno de misterio y encantamiento como el tren, ninguno. Y nosotros, los ferroviarios, éramos parte de ese misterio y de ese encanto. Entendí, casi antes de que pasara el tren, que no por casualidad estaba ahí, que no por casualidad me invitó el Cina-Cina a pasar unos días con él en ese lugar y en ese tiempo, si éste hablaba con los perros, yo era cosa fácil.
Terminamos de cenar, bebimos bien, todo medio en silencio; nosotros mudos, el Cina-Cina y la señora normales, sólo nos miraban más de la cuenta.
Nosotros éramos la preocupación, no el tren, él, ya era rutina en tiempos de cosecha.
De repente comenzó a vibrar todo, suavemente, un sonido de cosas rozándose, el poderío crecía y el roce se transformó en tintineo sin interrupciones, era un tembladeral.
-Es el tren, -dijo el Cina-Cina- no salgan, recomendó de nuevo, tomó el arco con la vía libre y un papel enrollado, como si fuera un mensaje, de esos que les dan a los maquinistas con observaciones, y se paró en el andén de la estación con las piernas abiertas, haciendo balancear su badajo de puro tape no más. El jadeo estrepitoso del tren se aproximaba, era como un ronquido que brotaba de la tierra. Cuando pasó el tren parecía que entraba al comedor, todo un estrépito, el silbato a pleno y un olor azufrado penetró
en la habitación como un vapor, pero no era vapor, era humo de caldera, la locomotora era a vapor. Entró el Cina-Cina sonriente, con la otra vía libre en la mano, la que le tiraron los conductores del tren. Se sentó, se calmó, se tomó un largo trago de vino y por fin nos miró y escuchó nuestro silencio. Eso sí, ni nos acordábamos de la sociedad de multitudes, esto nos superaba.
-Pueden salir, -nos dijo. Salimos. La noche estaba clara, fresca, se iba terminando el verano, se doraban las plantas, y el cielo y las estrellas y la miniatura de uno ante tanta inmensidad, y de qué me caliento si sólo soy apenas un grano de maíz y no entiendo un carajo....
-Mañana la seguimos, trabajé mucho hoy, es el primer tren de la temporada, después todo es rutina, hasta mañana.
Cina-Cina, viejo zorro del monte, nos dejó cargados de interrogantes, nunca en mi vida había tenido tantos. Pero eso de la inutilidad ciudadana frente a la naturaleza se iba acabando, y este acabar era obra de él, me la pasaba reflexionando y hurgando mi vida anterior, todos los días me daba pie. Y la
Isabel andaba cavando estacas para armar un gallinero, punteaba la tierra para sembrar verduras; de noche venía cargada de aromas verdes, uno podía adivinar los andares de su día de solo olerla, de hocicar entre sus cabellos, de verla extenuada pidiéndote amor.
-Buenos días, ¿durmieron bien?, preguntó el zorro. Y estaba mateando sentado en la galería de la casa.
-Escúchame Cina-Cina, anoche escuchamos el tren, no lo vimos, pero ¿y las vías?, y el maizal del norte aún está en pie, nadie lo aplastó, ¿cómo es todo ésto?
-Todo esto tiene que ver con la terquedad de la esperanza, como dice mi amigo Luis, que es de Córdoba. Las vías están ahí, debajo del maizal, el maizal no es aplastado porque se acuesta al paso del tren, si te fijás está medio inclinado, recién para el medio día se pone derechito. El tren aparece y se esfuma con la complicidad del maizal, de la gente que lo habita, de los maquinistas de las máquinas agrícolas, de su solidaridad, de soñar juntos, de recrear lo mejor de nuestro pasado, para no olvidarnos, nunca de nuestras raíces; el maíz es el símbolo de la unidad, de la vida y todo esto alimenta nuestra imaginería, se potencia de tal manera que hacemos regresar el tren, a los crotos, a los anarquistas cantando en los fogones como docentes, llenos de fuego y pasión. Es una manera de vivir, la de no dejarse vencer nunca. Escuchar el tren es un paso, verlo es otro. No dejarse arrebatar ni los sonidos, ni los sueños, ni los cantares, ni el anhelo de ser hombres libres, esto tan sencillo es una proeza, como la pretensión de ver al tren. Isabel y yo, casi en ayunas escuchábamos atentos. Absortos ante las palabras del Cina-Cina, embrujados. No éramos los mismos, nunca más lo seríamos, pero las dudas del mundo nos carcomían. ¿Cómo qué es pura pasión?, si yo escuché el pito de la locomotora, la casa trepidó y percibí el olor a
humo de leña. ¿Era el misterio que guarda el tren, el encantamiento del maizal?, o somos nosotros y nuestra terquedad, esa que portan los ferroviarios hace más de cien años.
-Dicen que por Avía Terai, Rincón del Quebracho, Pluma de Pato, Negro Quemado, Añatuya, Chañar Ladeado y otros lugares, anda apareciendo el tren.
Que los tanques y cisternas tienen agua y que sus mangas gotean de nuevo. Que todo recién empieza, que es cuestión de tiempo, el tiempo de la gente. Como siempre, casi todo se inicia por los sueños, luego a uno le renace la esperanza, más tarde la aspiración por concretarlo y aunque parezca lejano, nada es lejano cuando los hombres y mujeres sueñan sueños que tienen que ver con la vida. Por eso, querido Negro, estás en este lugar, nos cobija el encanto del maizal, el encanto de sus habitantes es tan grande que hace
funcionar el tren, como un deseo fuerte que toma cuerpo y forma, aroma y música en su trepidar, como el que tenemos nosotros, los ferrucas, la gente de los pueblos sedientos, los que se quedaron sin agua, sin poder visitar al de más allá: víctimas de la desconexión entre pueblos...
-¡Frená, frená, pará! estás alucinado, ¿no te diste cuenta de todo lo que hablaste? Tenés los ojos vidriosos, estás tieso. Has hablado sin parar todo el viaje ¿Te acordás de lo que contaste sobre el tren fantástico que pasó por el medio de la casa del Cina-Cina? -¿Te acordás? le reclamaba Isabel a
viva voz para hacerlo volver, se había ido el Negro en el relato o monólogo, o lo que sea. El Negro sintió el reclamo, comenzó a volver, abandonaba poco a poco el territorio de los silencios; frenaba pausadamente la camioneta, pestañeaba de nuevo, salía de una rigidez particular, aspiraba profundo;
retornaba lentamente de algún lugar de silencios que solo él conocía.
Porque a pesar de haber parloteado sin parar, no había sido claro, es que no podía ser claro, aquí no había transmisión oral de una imaginación a otra, el que da y el que espera, el intercambio, la mixtura no se producía, la imaginería colectiva no cuajaba, todo era incoherente. Sus palabras estaban llenas de encantamiento, partían de otro sitio, venían de muy adentro, o de muy afuera, adentro estaba él, afuera el maizal. Detuvo la marcha, y le dijo a Isabel: yo vi y sentí el tren que pasó por la casa del Cina-Cina, por el medio de la estación partida. Vi y sentí el tren, olí el vapor de los cilindros y el humo denso de la caldera. Isabel, acordate, todo oscilaba, todo era vaivén...vos estabas conmigo. La miró, abrió más los ojos y se calló.
El Negro temblaba, estaba como afiebrado, apoyó la cabeza sobre el volante, lo aferró fuerte con sus manos, tomó mucho aire y gritó: ¡qué lo parió, era un sueño carajo! y quedó jadeante, se fatigaba, y en cada espasmo, miraba a su mujer solicitando cariño, afecto, tolerancia. Isabel lo miró con una
inmensa ternura, lo acarició y despacio, paso a paso, lo calmó, lo apartó de la excitación, aprovechó ese momento de sosiego y le dijo:

-Tranquilo, calma, aún no llegamos a la casa del Cina-Cina, todavía vamos por entre los murallones del maizal, descansá, es largo el viaje; es que el maizal y el asfalto se parecen a una larga traza de vía, y esto te confundió, es eso, el maizal y el asfalto te desorientaron y te vino el desconcierto; por eso te alucinaste, digo, te confundiste...es eso, nada más que eso; mejor dicho: es por el maizal y los sueños del Cina-Cina.





Jovenzuela mira a veterano*


Mi espíritu se eleva porque
fijamente
estás mirando cómo
esto que yo tengo
todavía
se me eleva

Se me eleva por el cómo
me mirás
fijamente

Esta materialidad
traqueteada
que yo tengo por acá
me eleva
el espíritu

Le debo
a la transparencia de tu mirada
mi espesa
elevación

Esperaría que ya
mismo me permitas complacerme
y así despejarte alguna curiosidad
simplificándome el descenso
hipnopómpico a tu abismo
apretadito
o craso infierno.


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar





Correo:




Ciclo de Cine FODEHUPSI 2011 "La Identidad"


“En el lugar que ocupa cada hombre, con los mismos materiales de carne y de espíritu,
una diversidad de personalidades son posibles. Uno se cree el mismo, pero nunca es el mismo;
ese mismo no existe”.
Paul Valery. (1871 - 1945) poeta francés.


…el yo en todos y en cada uno de los sujetos, tiende insistentemente a encontrar referencias concretas y positivas que le aseguren una identidad que no tiene, ya sea el nombre y los apellidos que le digan ‘quién es’ y a qué familia o linaje pertenece… Toda instancia psíquica yoica busca construir una identidad a partir del cuerpo propio, de la historia autobiográfica y/o la memoria individual y colectiva (‘validada’ por la psicología, historia y el Estado), mientras que la ciencia pretende ‘decir la verdad última’ de la identidad apoyándose en los caracteres únicos del ADN, en aquellos acontecimientos que convienen al régimen en el poder.

Eleazar Correa González Carta Psicoanalítica ISSN: 1665 - 7845


· Miércoles– 07 de septiembre, 19 hs: “Un secreto” (2007)
Dirección: Claude Miller, sobre una novela de Philippe Grimbert
· Miércoles – 05 de octubre ,19 hs: “Potestad” (2003)
Dirección: César D´Angiolillo, sobre obra teatral de Eduardo “Tato” Pavlovsky

· Miércoles– 02 de noviembre, 19 hs: "Género y Transgénero" Video producido por Proyecto de identidad de género y Centro de Medios. Centro Comunal LGBT de la ciudad de Nueva York.
Directora: Rosa Juel Nordentoft

Las funciones contarán con las reflexiones de la Mgr. María del Carmen Marini,
Abuelas de Plaza de Mayo filial Rosario y miembros del Área de Diversidad Sexual de la Municipalidad de Rosario. Responsable ciclo: Ps. Laura Capella

Lugar: Auditorio del Colegio de Psicólogos – Dorrego 423 -2000-Rosario
Entrada libre y gratuita

Se solicita la inscripción previa por mail a la dirección del Foro para facilitar la organización del evento: fodehupsi@yahoo.com.ar
Cuenta de Facebook: Foro En Defensa DerechosHumanos


-Organiza: Foro en Defensa de los Derechos Humanos del Colegio de Psicólogos de la Pcia. de Santa Fe 2ª Circ. Coordina: Ps. Carla Valverde





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