viernes, agosto 19, 2011

INTENTOS DE LIBERTAD QUE CAEN AL VACÍO...




*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




MORADA MIRANDO AL SUR*


I


Quiero descansar. Pon tus manos sobre mi corazón y no las retires hasta que adviertas que él también duerme. Luego tranfórmate en esencia que se diluya en un rayo de luna y sin ruidos penetra el universo, desde allí podrás poseerme.



II


Las estrellas fugaces son intentos de libertad que caen al vacío, desfallecen en el silencio que nos habla de fracasos, se adormecen en el infinito sin nodrizas ni cobertores tibios.
La libertad perdió su madre el día que abrió sus ojos a la realidad.


III


Me tiendo sobre un páramo de ruidos para invocar los sonidos del silencio..
Me descubro fragmentada, sin rumbo y no escucho mi propia voz interior porque perdí el camino del reencuentro.
Tal vez duendes maliciosos dibujan su negrura en mis oídos, destruyen el canto de los pájaros, amordazan al violonchelo del mar, conviertan el seseo de la brisa en un zumbido despiadado.



IV

Las hojas del otoño susurran despedidas, abandonan el vientre materno y ocultan llanto de rocío, van a morir y aceptan su transmutación en simiente sin que su rebelión produzca indicios de neblina. Sólo dejan un manto amarillo, sólo ofrecen belleza a nuestros ojos.



*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar












La balada del álamo carolina*



*De Haroldo Conti.


A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,
y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.




Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
Anónimo japonés




Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aun­que el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.
Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.
Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. Tam­bién ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.
A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descan­só un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol floreci­do de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi­tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.
Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces.
Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.
Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las des­cascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comuni­caba a través de aquel húmedo corazón.
Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los ár­boles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aque­lla dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma­nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duer­men propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela­do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.
En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol com­pleto, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.
Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al co­mienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había apren­dido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vue­los.
El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol mú­sico.
Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.
Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.
Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.






El golpe*


El golpe había sido tan duro que el reino sangraba sin cesar.
Sangró tanto que la sangre llegó hasta unas islas lejanas, y Blanca Nieves se vistió de rojo


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com








Con qué se hace el cine*





*Por Juan Forn


Alexander Kluge recorre Beirut en guerra. No ha filmado todavía su versión de diez horas de El capital, de Marx, pero ya ha hecho suficientes cosas en la televisión pública alemana para merecer los destinos que nadie más quiere (la televisión alemana prefiere tener lejos a Kluge). Beirut es noticia de ayer entre los corresponsales de guerra. Kluge no sabe qué está buscando, hasta que encuentra, caminando entre las ruinas, el cineclub Eldorado.
Funciona en un edificio derruido. Sus dueños han apartado los escombros y levantado una precaria tienda de lona sobre la losa de hormigón, donde han instalado el proyector. Si se corta la electricidad (cosa que sucede seguido), el proyector sigue funcionando a manivela. La pantalla es un patchwork de sábanas cosidas. La gente se sienta en sillas de plástico todas diferentes, rescatadas de bares bombardeados. No hay boletería. El matrimonio va silla por silla, el precio de la entrada es a criterio de los espectadores. Las funciones sólo son diurnas y empiezan cuando se ocupan más de diez sillas (hay una treintena en total pero algunos llegan con su propio asiento). El ruido de los bombardeos se mezcla con el sonido de la película.
Kluge pregunta si no temen que les caiga una bomba. Mejor estar en las ruinas, le explican: los edificios derrumbados rara vez son atacados de nuevo. No hay mejor lugar en la ciudad para aquellos que no tienen los medios para irse de Beirut. El matrimonio que regentea el cineclub le dice a Kluge que no es fácil conseguir películas en una ciudad en guerra, así que a veces repiten varios días seguidos la programación. A la audiencia no le importa, son habitués, no preguntan qué película dan, van al cine como si fueran a misa.
Kluge vuelve a Alemania, conoce de casualidad a un viejo oficial del ejército que estuvo en el bunker de Hitler, le pone una cámara delante para entrevistarlo. El viejo oficial dice que fue destinado allí el mismo día en que se supo la muerte de Roosevelt (por la mañana) y el fracaso de la columna Steiner para frenar a los rusos en las afueras de Berlín (al mediodía). Los pasillos de la Cancillería estaban vacíos, todos estaban bajo tierra, en el bunker. Después de señalarle un catre para que dejara sus escasas pertenencias, al oficialito le dieron una entrada para la función de cine que habría esa tarde. ¿Cine? Sí, el propio Führer ha elegido el programa. El oficial va con su papelito en mano a la sala donde se
proyectará la película. Es en la superficie, en uno de los enormes recintos de la Cancillería. El techo no existe. Los ventanales están rotos. Hay filas y filas de sillones traídos para la ocasión. En cada uno un número, confeccionado con la misma tipografía que la entrada, por la imprenta oficial del Reich. Un viento helado mueve las únicas luces de la sala, una ristra de lamparitas adosadas a cables clavados precariamente de las paredes. Los generales están con los abrigos puestos, las damas con sus
tapados de piel. El proyeccionista espera una señal del comando antiaéreo.
Cuando éste le anuncia que las condiciones climáticas han mejorado (con cielo despejado hay menos ataques aéreos), comienza la proyección. El Führer no se ha presentado. El viejo oficial le dice a Kluge que todavía recuerda la película, así como el canto de los pájaros que llegaba de los jardines y
las miradas furtivas al cielo y a los relojes de parte de los asistentes a la función.
Kluge le pide que hable de la película pero el viejo oficial le pregunta en cambio si recuerda a Harry Liedtke, la gran estrella masculina de la UFA, el Hollywood alemán de los años '30. Liedtke estaba en su villa de las afueras de Berlín en aquellos días de abril de 1945, cuando oyó gritos de la casa vecina, se vistió rápido, manoteó una Browning que tenía en un cajón y se aventuró al jardín vecino, donde se encontró a un puñado de soldados rusos que estaban violando a la dueña de casa. Alto o disparo, dijo Liedtke. Los rusos lo miraron morosamente y lo acribillaron a balazos. Cuando se acercaron al cadáver descubrieron que la Browning era un arma de utilería.
Si Liedtke hubiera bajado las persianas de su casa, como tantos alemanes de aquellos días, habría sobrevivido, dice el viejo oficial. Pero en ninguna de las películas en que actuó había tenido un papel así: sólo sabía hacer lo que hizo. Lo que me gustaría saber, agrega, es si alguno de aquellos rusos lo reconoció, teniendo en cuenta que las películas de la UFA eran muy populares allá antes de la guerra.
Estaba por hablarme del film que vio en el Reichstag aquella tarde, le dice Kluge. Ah, sí, reacciona el viejo oficial. Era una vieja película muda, con Liedtke y Asta Nielsen, si mal no recuerdo. Una dama mantenida por un hombre mayor que se enamora de un joven trotamundos. El joven mata a su rival y va
a prisión. Ella le escribe y lo espera. Pero los años pasan, se queda sin dinero y es una vieja en harapos cuando su amado sale por fin de la cárcel.
El recién liberado busca con los ojos a la amada, se decepciona cuando sólo ve delante de los portones de la cárcel a esa vieja, escupe al piso y se aleja. La cámara muestra fugazmente la expresión de la mujer, pero prefiere hacer foco en su mano, que se alza para llamar la atención del amado y enseguida se contrae en un puño blando que aferra el paño del abrigo raído como si se estuviera estrujando el corazón. El viejo oficial no dice que así estaba toda la audiencia de aquella función. Está pensando en otra cosa: que el recién liberado no reconoció a su amada al salir de la cárcel tal como aquellos rusos no reconocieron a la estrella de la UFA en aquel viejo de 67 años que los amenazaba con una pistola de utilería.
Habrá puristas que digan que Liedtke no actuó en ninguna película con Asta Nielsen (que sí protagonizó aquel film mudo, titulado Desplome y estrenado en 1921) y que, si bien puede suponerse que fueron soldados rusos los responsables de la muerte de Liedtke, no hubo ni pistola de utilería ni intento de socorrer a una vecina: su cadáver fue descubierto con la crisma rota por una botella, en la cocina de su villa en las afueras de Berlín (no había otras señales de violencia, ni de saqueo, en la casa). Pero al viejo
oficial esos detalles no le interesan. Y a Alexander Kluge tampoco. Marx dijo alguna vez que todo es a la vez subjetivo y objetivo en última instancia. Kluge ha intentado transmitir esa idea toda su vida: en su
versión de diez horas de El capital, en sus diecisiete largometrajes, en sus treintipico documentales y más de tres mil horas de programas culturales para la televisión pública alemana. "Pero mi obra principal son mis libros", dice él. En particular uno, llamado 120 historias del cine, en el que ofrece
esta declaración de principios: "Para mí, el cine es inmortal, y más antiguo que el arte de filmar, y creo con firmeza que incluso cuando los proyectores hayan dejado de traquetear, habrá algo que funcione como cine. Porque lo que yo llamo cine es aquello que antes de producirse nadie se lo podría haber
imaginado y después no admite repetición".


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-174812-2011-08-19.html









A priori*



Amo a priori tu sexo tus pensamientos

amo tu juventud a priori

esa manera reminiscente que tendrás de ceder

la perspicacia que proviniendo de vos

me incluya amorosamente.



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar






Pájaro*


*De Antonio Dal Masetto.


Mirando a través de la ventana de mi departamento veo un pájaro cruzando el cielo de la ciudad. Entonces acude el recuerdo impreciso de cierta vez en que yo también anduve por el aire y creí sentir cómo era ser pájaro. Sé que en aquella experiencia hubo tambien un dolor. un dolor pequeño, como el
pinchazo de una aguja o de una espina. aunque no consigo saber con exactitud qué oculta esa sombra todavía desdibujada en la memoria. No puedo precisar cuándo fue, dónde fue. Continúo en la ventana, otro pájaro pasa por encima de los edificios. Y otro más. Y yo sigo sin lograr recuperar. Después,
poco a poco, la bruma que oculta los detalles del recuerdo se diluye y entonces puedo comenzar a ver. Había llegado a una pequeña ciudad, lejos, y después de andar arriba y abajo por sus calles empedradas tomé el funicular que iba desde la base a la cumbre del cerro. Estaba parado dentro de un canasto
metálico, la baranda me llegaba a la cintura y era como estar en un balcón circular suspendido sobre el mundo. Me desplazaba hacia la cima y a los pies del cerro iban quedando los techos rojos apiñados y más allá había un valle con un largo camino recto y algunos autos que lo recorrían como hormigas.
Debajo de mí desfilaba la pendiente abrupta, rocas, arbustos y árboles.
También pasó una capilla, perdida en el bosque, con su campana y las tejas del techo destrozadas. Entonces fue cuando pensé en aquello de ser pájaro.
Deslizarse en silencio por el aire, solo, sereno, apenas unos metros por encima de las copas de los árboles, indagando, descubriendo algunos nidos ocultos entre las últimas ramas. así, me dije, era como se verían siempre las cosas si uno fuera pájaro. seguía subiendo y me sentía bien. Cada vez más alto. Permanecia atento, disfrutaba, registraba, absorbía, devoraba, era todo ojos y sensibilidad alerta. El trayecto hasta la cumbre era largo, tenía tiempo por delante. De todos modos, junto con el placer, no podía evitar que que me acompañara la sombra y la pena anticipada de saber que a medida que seguía elevándome, también me acercaba al final del recorrido.
Entonces algo vino en mi ayuda. Ocurrió un milagro. Hubo un desperfecto o un corte de energía, vaya a saber. Lo cierto fue que la maquinaria que me transportaba por el aire y me convertía momentáneamente en pájaro se detuvo.
Me di vuelta hacia la cima y vi la doble hilera de canastos detenidos, los que iban y los que venían, y en uno de ellos una figura. Estaba lejos, aunque podía adivinar que se trataba de una mujer. Eramos los únicos pasajeros. Los canastos oscilaban un poco por el viento. Yo la miraba y me parecía que ella también me miraba. Estuve a punto de levantar una mano para saludarla, pero no lo hice. Permanecimos así, solos allá arriba, ella, yo y el sol, en el silencio de la montaña.
Al cabo de un buen rato, sorpresivamente, sin que nada lo anunciara, comenzamos a movernos. Nos fuimos acercando y cuando su imagen se definió y la tuve frente a mí, vi que era la criatura más hermosa con que me había cruzado nunca. Vi también que sus ojos, que efectivamente no cesaban de mirarme, estaban llenos de promesas. Y despues, mientras yo seguía hacia la cima y ella bajaba hacia el valle y su cara se borraba para siempre en la gran luz de la tarde, supe que estaba súbitamente enamorado y que en mi vuelo inaugural como pájaro, la vida acababa de herirme con un desconcierto nuevo.





*

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