miércoles, septiembre 28, 2011
NADA ES LO QUE PARECE EN ESTE LABERINTO DE DUDAS...
*Dibujo: Ray Respall Rojas.
-La Habana. Cuba.
PALOMO BLANCO **
*Por Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Hay un árbol en mi casa, que llegó hace años.
No se su nombre.
Una planta rara, "con ramas tremendas"
"florece en blanco, en los veranos"
Yo la llamo, hey!
Y acude con mansedumbre de paloma.
Y me angustia no saber su nombre.
Y me angustia y me inquieta y me zozobra.
Si en la calle me chiflan o me dicen hey! No respondo.
Ella, en cambio, siempre llega y ronronea, como un gato.
A veces cuando el cansancio de vivir me agobia.
Hablo con sus brotes, y ella me responde.
Comparo.
Ella brota en vida y esplendor sin mengua.
Yo, a veces, broto en números, extenuados.
La sombra de su frente me cobija.
Vuelvo los ojos a mi antigua llanura.
No lo desconozco ni lo niego.
Recuerdo el zumo cálido, descarnada inocencia.
Aquellas cabalgatas, ardiendo siempre.
Su sonrisa fresca, mis pómulos amargos.
Y la ausencia de sus ojos, fantaseados, lo sé.
Y mí asumida pena, y la congoja de ser, el que no soy.
Y un olvido forastero de lluvia.
Y otros anhelos.
De ramas. De flores blancas.
De hablar sin lengua y de volar si ramas.
Y el verano ha llegado como un tren crujiente.
Y la llamo y me llama.
Es mi paloma blanca, mensajera de vida.
Y no soy menos hombre porque lloro.
Y escapan de mis ojos pétalos de inocencia.
Y soy rama, y soy árbol y soy pájaro.
Y aunque, aun, no sepa de mi nombre.
He de librar la cruel batalla que es la vida.
Y he de llamarme riel, esperanza, anhelo.
Quizás palomo blanco.
** Un guía le cuenta a Simón Bolívar, que su esposa; Casilda, sueña que le regalan al libertador un caballo blanco y con él gana cien batallas. Tiempo después, en medio de la batalla del pantano de Vargas, recibió Bolívar el potro prometido en sueños por Casilda y le dio el nombre de "PALOMO" por su color característico. Siendo éste uno de los incentivos para su triunfo en esta batalla, cuando Bolívar regresó a Venezuela se detuvo en Santa Rosa y visitó a Casilda, dándole las gracias por aquel "Palomo".
MORADA DE LA NOCHE*
NOCTURNO I
Tejió la noche mis fibras
en su rueca de aventuras,
cubrió mi sangre caliente
tiñiéndola en claroscuro.
Le dio forma de gaviota
a mi búsqueda del día,
contrajo mi expectativa,
borró el amanecer.
El retorno inapelable
fue volver al punto de partida.
Los engendros de la noche
me tiñen de oscuridad.
NOCTURNO II
El ocaso, otra distancia.,
Guiños azules filtró el firmamento
en un lento goteo de hojarasca.
Las lágrimas lavaron el camino,
imagen le dejaron al recuerdo...
Otro adiós en la mañana...
Revoloteo de tiempo.
NOCTURNO III
Pueden mis manos
clamar contra la muralla
con lacerantes alaridos.
Pueden mis horizontes retorcerse
en rebeldes remolinos.
Llega la noche y me promete el día,
secuencia en ciclos
que alimentan mis espejismos
y sólo pregunto ¿por qué?
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
LA RISTRA DE CHORIZOS Y EL PAN CASERO.*
*Por Celso Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Audino tiró con fuerzas el freno de mano y el pequeño camión hizo sus dos o tres últimos pasos y quedó murmurando al costado derecho del recto camino de tierra, al borde de la cuneta.
-Vamos a esperar que se enfríe un poco.-; se refería al motor, que venía bufando como si estuviera enojado, amenazando romperse en alguna parte, mientras de la tapa del radiador empezaba a emanar blancuzcas nubes de vapor reverberante. Por un momento hubo un siseo sibilante, que fue mermando poco a poco, como si el motor se fuera calmando, acariciado por un soplo de brisa tibia que venía del norte.
Era una tarde calurosa de verano, cercana a la Navidad, y yo con mis ocho años vivía esos días anhelante como cualquier niño, pensando que muy pronto veríamos qué nos deparaba la mañana navideña, imaginando los juguetes que seguramente tendríamos entonces para jugar con mis hermanas y hermano menor.
Con Audino no, porque él ya era "grande", tendría trece o catorce. El ya manejaba el camión, era capaz de hacerlo como un adulto; además era desarrollado y alto como un hombre.
Hacía casi dos horas que viajábamos, y teníamos por delante un buen trecho.
Mamá hubiera querido que saliéramos de casa más temprano, porque temía que se nos hiciera de noche para regresar; pero papá dijo que no, que hacía demasiado calor y que el camión podría recalentarse. Y tenía razón, si no fuera por la cautela de mi hermano, que sabía cuando el motor necesitaba descanso, quizás el noble artefacto se hubiera rebelado, y nos hubiera dejado de a pie en alguna parte.
A ese costado, pasando el alambrado, había un grupo de paraísos umbrosos y un molino de altísimo esqueleto metálico, coronado por una rueda alabeada que allá arriba, donde la brisa le daba de lleno, giraba rauda y mansamente; y abajo un caño donde vertía un grueso chorro de agua cristalina a un
inmenso estanque "australiano", un poco elevado del nivel del suelo, rodeado por el verdor del pasto, que algunas vacas y terneros comían indiferentes.
-Vamos a tomar agua fresca.- dijo mi hermano adelantándose, trepando al alambrado de púas, y saltando ágilmente del otro lado. Un momento después estábamos sintiendo la frescura del agua en el chorro que salía vigorosamente del caño, y al caer al agua que ya desbordaba el estanque, se zambullía mezclándose en un profundo borboteo, rumoroso y cautivante.
Alrededor flotaba una pequeña lluvia que la brisa esparcía acrecentando la sensación de frescor y bienestar. Con las manos juntas en cuenco, tomamos y nos refrescamos una y otra vez la cara, el cabello, el cuello, los brazos.
hasta que mi hermano se sacó la ropa y me invitó a hacer lo mismo: -No es hondo, - me dijo,- ¡Vamos a bañarnos, que hace mucho calor!
¡Dale!...- Y alzando su larga pierna pasó dentro dando un grito estremecido por el frío del estanque y la alegría de la aventura. El agua le daba a la cintura y me convenció ayudándome a pasar sobre el borde acanalado, y sentí lo que me pareció por un momento que me atrapaba un mar helado. Al poco tiempo estábamos a nuestras anchas, chapaleando, salpicándonos, nadando de una orilla a la otra, zambulléndonos y jugando despreocupados; mientras el sol, lento, declinaba imperceptible pero sin pausas hacia el poniente.
Cuando advertimos el tiempo que habíamos estado distraídos en el refrescante recreo, reaccionamos tratando de remediarlo, pero el sol nos mostraba que por más que nos apuráramos el día estaba terminando. Volvimos presurosos queriendo recuperar lo perdido, subimos al camión y arrancamos bruscamente en silencio. Hasta el motor, ya frío desde hacía largo rato, parecía sentirse culpable y marchaba casi imperceptible y sin protestas, pese a que mi hermano pisaba el acelerador a fondo.
Llegamos con las últimas luces del atardecer, que moría envuelto en un manto granate, azulado primero, y ennegrecido luego, a medida que iba aproximándose la noche. No recuerdo si descargamos alguna carga que llevábamos o cargamos alguna que fuimos a buscar. Sé que terminamos cuando estaba bien oscuro, y nos disponíamos a volver prontamente, con un nudo en la garganta por la hora en que íbamos a llegar a casa. Imaginábamos la angustia de los demás, especialmente de mamá que era proclive a ver tragedias por doquier, si no estábamos a la vista, o como ahora; lejos, de noche y quizás expuestos a "algún peligro", como ella decía.
La gente de la casa donde fuimos, nos trajo un envoltorio, con algunos productos como una atención, y además saludos y recuerdos cariñosos para toda nuestra familia. Mi hermano decía a todo que sí, apurado por iniciar el regreso. Apenas transpusimos la tranquera nos enfrentamos como dos pequeños
titanes, en plena noche, y en pleno campo, a la soledad de aquellos caminos de entonces. La pobre luz del pequeño camión temblorosa y amarillenta, parecía la de una luciérnaga en aquella vastedad tan oscura y silenciosa.
Sólo el estridente chillido de los grillos, el croar de las ranas y el bochinche del bicherío de las cunetas, se levantaban como un coro cacofónico a los costados del camino, haciéndonos una monótona y ruidosa compañía. Si teníamos miedo no lo decíamos.
De pronto Audino se acordó del paquete que traíamos.
-Debe haber chorizos allí en ese cartón, por el aroma que siento.- El "cartón" era una bolsa que en los almacenes de entonces ponían cinco o más kilos de azúcar, o harina, fideos, o arroz; que se expendían "sueltos". En medidas menores se usaban bolsas y bolsitas de papel marrón.
Al abrirlo vimos y me apuré a levantar, una larga ristra; como de veinte chorizos secos, lozanos y rechonchos, de grueso picado y de factura casera; que emanaban un agradable aroma a especias, picante y apetitoso. Debajo; un gigantesco pan casero esponjoso y tibio, ligeramente tostado en su corteza
superior, de forma redonda y abovedada, mezclaba sus aromas a los cárneos, llenando la cabina de una presencia irresistible, que hacía agua la boca. El ruidito de nuestras tripas nos recordaba que hacía horas que no comíamos nada. Pero como dijo mi hermano, eso era para llevar a casa.
Claro que el camino era largo, al menos para el tranco que llevábamos, lento y cansino, ya que de noche, en esos caminos, con aquella dirección agarrotada, y esos frenos tan poco efectivos, había que tener paciencia y prenderse bien al volante sin quitar los ojos de la huella, en partes zigzagueante.
-Podríamos probar uno- y señalé el primer chorizo de la larga ristra. -total no saben en casa cuántos nos dieron.-
Audino cayó en el lazo, pero no dijo nada, por un rato; luego sonrió y un poco más serio consideró sabiamente:
-Sí, pero tendríamos que cortar un trozo de pan; y allí sí que se va a notar.
-Bueno, vos tenés tu cortaplumas, ¿no? Si cortamos una tajada bien prolija, podría ser que nos dieron un pan cortado.
-¡Dale!- dijo él, y aminoró aún más la marcha, como para que yo pudiera cortar el pan con toda pulcritud. Corté como pude la tajada con la pequeña hoja, apurado más en la urgencia del apetito despertado de golpe, que cuidando la estética prometida, y le di la mitad a mi hermano, junto al medio chorizo, desgarrado más que cortado, que ahora emanaba más que nunca sus sabrosos olores.
Comimos en silencio, disfrutando aquellos bocados, que para nuestros estómagos hambrientos, eran migajas, sólo un aperitivo; y ahora las ganas se sumaban en tropel al apetito insatisfecho. Nadie dijo nada por un buen rato.
Los dos teníamos miedo de mostrar la debilidad y la tentación de comer otro poco. Aún faltaba un buen trecho para la mitad del camino. Otro medio chorizo y una tajada de pan, tal vez un poquito más grande esta vez, ya que si el pan estaba empezado, daban lo mismo un trozo más chico o más grande.
Así que volvimos a comer. Y con el mismo razonamiento al rato, a medida que avanzábamos, volvíamos a cortar un nuevo chorizo y otra buena tajada, y así una y otra vez, hasta que estuvimos más que satisfechos; sin medir en ningún momento la magnitud de nuestro voraz apetito.
Sólo cuando apaciguados miramos el pan y la ristra de chorizos sobrantes, caímos en ver nuestro descontrol, rendidos ante la gula; uno de los pecados capitales, según mamá que siempre nos explicaba el catecismo. Los gestos que intercambiábamos en silencio y en la semi oscuridad de la traqueteante
cabina, no eran precisamente de orgullo; y no acabábamos de entender porque no conseguíamos restarle importancia, al fin y al cabo eran sólo unos chorizos y unas rodajas de pan.
Tampoco entendíamos por qué al bajar del camión en casa, ya muy tarde, con la menguada bolsa de cartón, con poco más de medio pan, y con la mitad de los chorizos; sentíamos los dos la cara ardiente, colorados como pimientos.
*Texto incluido en el libro "Pintando mi aldea" de Celso H. Agretti.
Avellaneda, Santa Fe.
Porque una tarde reventé los muros*
Porque una tarde reventé los muros de mi encierro
dispuesto a devorar el horizonte.
Porque bebí del cáliz celosamente oculto
que entreabre las puertas de la dicha.
Porque cerré los ojos y me lancé al vacío
de otros ojos que incitaban a la vida.
Porque violé los estatutos de los presos
y prendí fuego a los viejos pergaminos
que cercenan los sueños.
Porque ungí sagradamente mis alas oxidadas
con el verbo balsámico de otro labio lejano.
Porque corrí, dancé, canté sobre el asfalto,
porque amé, deliré, caminé junto a ríos
y habité otras ciudades y atravesé fronteras,
y dejé que mi piel ardiera entre las brasas
de una incierta quimera
mientras Kronos devoraba los segundos
que conducen al valle desolado
que los ángeles llaman Despedida.
(Mi último dios espera entre las sombras
del rincón oriental; no dice nada.
No queda nadie más, sólo nosotros:
su sombra y mi delirio.
Sólo uno
podrá salir con vida)
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
EL ÚLTIMO CARRERO*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Los callejones que en aquellos años lejanos eran recorridos por los carros de ruedas gigantescos, con su lanza que tiraban doce caballos sólo quedan en el recuerdo del recuerdo de los que nos contaron los mayores.
Antes que los camiones se popularizaran, el cereal de las chacras a las casas acopiadoras del pueblo las llevaban estos vehículos pintorescos, casi copia de las antiguas carretas, esas cerealeras , que siempre tenían acceso a las vías donde paraban los trenes de carga. Los carros se cansaban de levantar polvareda, con su paso lentísimo. Iban en largas caravanas, con sus peones, su enjambre de perros ladrones, amaestrados para robar algunas gallinas que engrosaban en los guisos que se llamaban precisamente, “carreros”. Mi abuela me supo contar que eran el terror de las chacras donde iban a cargar el cereal en bolsa o a granel. Que no había tropelía menor que no hicieran, todo giraba alrededor de los animales domésticos que corrían peligro si había un descuido. Al parecer las mujeres de las chacras no veían la hora de que se fueran. Entre los tantos carreros del pueblo, nosotros conocimos, al portugués Teixeira, porque fue el último resistente que competía aún con desventaja con los pequeños camiones de entonces:-Chevrolet, Ford, Diamond- que ya los habían largamente desplazado en sus trabajos de traslado de mercaderías El carro del portugués era una auténtica rémora del pasado. Demasiado grande y pesado para repartir mercadería por el pueblo, quedaba como último recurso para cuando todos los demás estaban ocupados y amenazaba lluvia y había que sacar el cereal del campo o cuando los caminos estaban intransitables para los camiones, esas ruedas pesadas, a duras penas y cavando zanjas en los caminos traían los granos a tiempo para llevarlos al tren y al embarque en Rosario.
El portugués era un tipo odiado por todo el mundo y no sólo por los que habían tenido un problema con él.
Yo lo conocí. Yo lo recuerdo. Vivía calle de por medio frente a la casa de mi tío Berto y mi tía María, hermana de mi padre. ¡La dulce e inolvidable “Tía Ita”!. Quien sacaba de su delantal tan hondo esas inmensas peras de agua, las únicas por otra parte que había en el pueblo. También supo hacer para mis años breves alguna torta de naranjas, como regalo de cumpleaños.
El portugués entonces tenía los ojos chicos, huidizos y mezquinos, nunca miraba de frente. Vestía eternamente con unas bombachas grises y una chaqueta del mismo color, enteramente de brin resistente, unas alpargatas blancas y la gorra de cuero que nunca se sacaba. Hablaba muy mal el castellano, lo hacía en un portuñol cerrado que casi nadie entendía y los chicos lo mirábamos con miedo, tantas historias se contaban de él, de sus crueldades.
El inmenso carro siempre en la calle, y en las esquina un gran corral con sus numerosos caballos que maltrataba con saña y discreción:
-Os manso os matus- les gritaba fuera de sí mientras le pegaba con el cabo del rebenque en la boca y la frente.
Una vez pasó un criollo de a caballo y se bajó cuchillo en mano. El portugués ganó los patios interiores de su casa como alma que se lleva el diablo.
-Yo te voy a dar salvaje para que aprendas a tratar a los animales- le gritó con contenida advertencia de hombre que amaba los caballos. El portugués se cuidó un tiempo, pero volvió pronto a las andadas.
Al lado del portugués vivía su sobrina, cuyo nombre olvidé, lo único que recuerdo es que estaba casada con un panadero alto, rubio y de inmensos bigotes que respondía al nombre de Juan Pedrol, muerto muy joven.
Esta mujer había sembrado unas enredaderas, y unas arvejillas que se trepaban por ese tejido romboidal que separaba el jardín de la calle, en un hermoso tapiz multicolor. La recuerdo siempre vestida de luto riguroso, de pelo muy negro y ojos muy obscuros, grandes y que miraban siempre como azorados, seguramente ante tanta pena.
Si yo seguía esa vereda hacia el centro, a cien metros estaba el almacén de mi abuelo. Quiero decir con esto que era la cuadra en que jugábamos con mi amigo Valentín, arrastrando con un hilo esos autitos “justicialistas” (tal se llamaban los originales) que nos regalaban en el correo a los chicos más pobres previo canje por una tarjetita que había que retirar antes de Reyes.
Era el jefe de correo Juan Tosini, a quien llamaban Juancito, para distinguirlo de su papá de quien era homónimo. Los otros hijos de Juan eran Santina, Lorenzo y Guillermo a quien llamaban “Mito”, una hermana, a quien le decían Blanquita, estaba casada con don Ricardo Laureano Juárez.
Mientras voy con lentitud y sumo cuidado tirando de a una las hilachas de la memoria porque a mí se me hace cuento que esos minuciosos carreros bordaron los caminos de la colonia, con una símil de caravana como las que cruzaron por la pampa en época de los ranqueles, o las largas hileras de vehículos orientales que exalta Sarmiento en su Facundo, como si todo –el tiempo, el espacio y la historia- se hubiese confabulado para que yo escriba estas palabras, porque es cierto que conocí al último de estos especímenes extraños con un oficio ya perdido para siempre, porque ya era anacrónico cuando yo pasaba por la vereda del portugués y miraba azorado ese enjambre de caballos, con el fuerte olor a orín del corral, sus largas colas espantadoras de moscas, sus crines donde se adherían los abrojos como ahora este recuerdo que se prende, obsesivo, en mi memoria.
Dos corazones*
*Por Elsa Hufschmid. elsahuf@yahoo.com.ar
Taza de té de por medio se miraron, el murmullo de las otras mesas les llegaba apagado. Cada grupo con sus voces, palabras sueltas, risas. Se sentían dentro de una campana de cristal.
Nada les tocaba ni distraía. Los ojos de él recorrían cada milímetro de esa cara amada. Se detenían en los ojos húmedos, grandes, marrones, donde las luces del bar se contoneaban produciendo chispas en cada parpadeo. Bajaban a extasiarse en la boca de labios carnosos, débilmente pintados con brillos rosados.
Había besado y mordido esa boca con pasión y deleite ¿cuánto hace? ¿Años, horas, segundos? No lo sabía.
Pero lo pensaba y un raro escozor le invadía el estómago.
Estiro su brazo por sobre la mesa buscando la tibieza de la mano femenina que no accedió al reclamo. Inquirió con una mirada y un toque de alarma le llega en esos ojos huidizos y en el leve temblor del labio inferior.
Creyó en una broma al escuchar tenemos que dejar de vernos pero se pasmo su sonrisa cuando advirtió dos gruesas lágrimas caer lento sobre el mantel.
_Vuelve de Europa mi esposo. No puedo deshacer mi hogar. Por mis hijos, por mis padres, por el lugar que ocupo en la sociedad. Perdóname, lo vengo pensando hace una semana y ya está decidido. Sos joven, no te faltaran oportunidades. Fui muy feliz con vos. No me odies.
La vio ir caminando entre las mesas. No pudo moverse. No pudo hablar.
Las palabras de ella penetraban lento, le costaba entenderlas, como si se hubieran dicho en otro idioma y tenia que descifrarlas con dificultad.
No sabe si pagó al mozo, como caminó hasta la calle ni de donde salió ese camión y de donde esas luces enceguedoras que se apagaban lentamente... Lentamente... Hasta llegar la oscuridad densa... Suave... Suave.
PUPILAS CIEGAS*
Sólo la luz mortecina de una linterna alumbra
corredores viejos, quebradizas escaleras y pasadizos secretos,
el viejo caserón infectado de rencores
dispersa locura en sus grietas.
Desesperada atmósfera
asfixia pulmones nuevos
y confunde, confunde...
La confianza depositada en cajones huecos
y la razón confinada al iris de mis pupilas ciegas.
Nada es lo que parece en este laberinto de dudas.
*De Ruth Ana López Calderón© anilopez20032000@yahoo.es
11-09-2011
Habla más bajo que no te oigo*
*Por Juan Forn
El pintor suizo Karl Walser invita a su hermanito menor Robert desde Berlín.
"Ven a triunfar conmigo", le dice. Karl es un pintor de éxito, se encarga de los decorados de las celebradas puestas de Max Reinhardt en los teatros de la ciudad, las mujeres lo adoran. Berlín es el centro de Europa y Karl ha hecho circular lo que escribe su hermanito entre varios editores, que han
mostrado sumo interés. Todos los signos son auspiciosos. El hermanito menor llega a Berlín como un enfant terrible, aunque ya tiene 37 años. Lo primero que hace deja atónito al hermano mayor: se inscribe en una escuela de criados. Mientras Karl logra que se publiquen dos libros de su hermano
(cuyas portadas él mismo ilustra), el menor de los Walser aprende a lustrar zapatos y platería, a servir la mesa y preparar la toilette vespertina de los grandes señores. Dura sólo un mes en la escuela de criados y tres como ayuda de cámara en un castillo de la Alta Silesia. A su regreso, en otros tres meses, escribe una novela sobre el tema, titulada Jakob von Gunten, que el hermano Karl una vez más logra publicar. Hasta Praga llega la curiosidad por el extraño personaje. Franz Kafka le dice a su amigo Max Brod: "¿No has leído aún el Jakob von Gunten de Robert Walser?". Los manuales de literatura dirán un siglo después: "En el año 1910, tres años antes de publicar por primera vez, Kafka lee a Walser".
Pero estábamos en Berlín, y el menor de los Walser bebe demasiado, aunque, ¿quién no bebe en Berlín en esos tiempos? También sus gustos son un poco extraños, pero, ¿quién no tiene gustos extraños en el Berlín de entonces? El pequeño Robert prefiere el sonido que hacen los discos de pasta al romperse
entre sus manos que al sonar en un fonógrafo, y nada le fascina más que calzar o descalzar a una mujer, en lo posible desconocida, en lo posible rolliza, en lo posible en público, y si ella no repara en lo que sucede con su pie, tanto mejor. Hace ambas cosas (romper discos en casas ajenas, ganarse patadas a desgano en tabernas de mala muerte) con la discreción del que se cree invisible, durante cuatro años, hasta que su hermano le anuncia que va a casarse y que ya no podrá alojarlo. Walser escribe a la Asociación de Escritores Suizos para que lo repatrien y descubre, estupefacto, que no saben quién es: ignoran que abandonó asqueado la patria, ignoran que está ofreciéndoles que recuperen al hijo descarriado.
La Primera Guerra completa el trabajo de invisibilizarlo. Vive en pensiones de mala muerte en Berna y en Biel. Karl le escribe desde Berlín: "No tienes el menor talento para dejar recuerdos detrás de ti. Brillas sólo hacia adentro. Debes cambiar". No produce ningún efecto. Desde el momento en que acepta un trabajo, sólo piensa en abandonarlo. Dice que carece de tiempo para trabajar porque está buscando trabajo. Dice que le gustaría enfermarse, pero no puede. Dice que hay que convertir la humillación en una profesión.
También camina distancias absurdas: de su habitación en Berna hasta la cima del Niesen, desde Biel hasta Lausana o Friburgo, ocho, diez horas de marcha que le dejan los zapatos a la miseria, pero el alma menos atormentada.
Mientras Kafka muere en Alemania, él contesta a un periodista del Berliner Tagblatt que le ofrece publicar algo en sus páginas: "Estimado señor, le ruego que deje de creer en mí". En 1929 se interna en el manicomio de Herisau. No publica hace años. Desde que perdió la voz, lo persiguen otras voces. Pero ahí está mejor. "Me agrada que aquí no me comprenda prácticamente nadie. Los que comprenden acceden a nuestro interior y nos hacen daño con su comprensión." Dice que su estado es incurable, pero que está sano. Dice que puede comer perfectamente. Que puede, y necesita, caminar. Logra que los médicos le autoricen sus proverbiales caminatas de 50 o 60 kilómetros diarios. Durante treinta y cinco hará continuamente los mismos trayectos cotidianos, con nieve o con sol. Allí lo encontrará Carl Seelig, un callado admirador que logró convertirse en su albacea y lo acompañó en esas caminatas durante años y dejó en un libro las conversaciones que tuvo con él durante esas travesías.
También le sacó fotos. Walser iba de traje y chaleco y corbata y sombrero en sus caminatas, pero parecía que hubiese dormido vestido. La camisa arrugada, la corbata raída, el pantalón demasiado corto, los toscos zapatos llenos de barro, con un prado en flor al fondo o un paisaje nevado. La foto más
impresionante del libro es del 25 de diciembre de 1956 y no la sacó Seelig. Walser había salido solo a caminar; Seelig se había quedado en Zürich ese día porque su perro Ajax amaneció enfermo. Walser está caído en la nieve, boca arriba, muerto, una mano a medio camino del corazón, el sombrero a unos
metros, las huellas de sus propias pisadas hasta allí son las únicas manchas oscuras en el manto blanco de nieve. Así murió Robert Walser.
Pero hay otra escena, de la que no hay foto, que debería acompañar el final en todo relato de su vida. Ocurre unos años antes de internarse en Herisau.
Lo invitan inesperadamente a leer en público en Zürich, en una sociedad literaria de pacotilla. El decide hacer el trayecto a pie, para pensar qué leer, mientras se repite: "Los poetas tímidos son cosa del pasado. El que aspira al éxito debe bajarse los pantalones delante de la multitud y prostituirse hasta devenir un vendedor de su propia mercancía". Llega a Zürich sólo un par de horas antes de la lectura. El atribulado director de la velada le pide que al menos hagan una prueba en voz alta en el auditorio
vacío. Walser consiente desvaídamente. No se puede leer así, dice el director. "Si no leo en voz muy baja, no va a oírse lo que digo", argumenta Walser. El director mira el aspecto de Walser y decide contratar a un actor para que lea. Walser consiente desvaídamente. Entra el público. El autor que
la audiencia ha acudido a escuchar y cuya inasistencia por enfermedad se anuncia desde el estrado está sentado en primera fila, sobre el costado, escuchándose a sí mismo. El actor lee mal. Nadie se da cuenta. Hay tímidos aplausos al final y desbande. Walser, que aplaudió desvaídamente, es el último en retirarse de la sala en penumbras. El actor se lleva casi la totalidad de sus honorarios. No queda ni para pagar una noche de pensión.
Walser abandona la ciudad a pie. Pueden poner nieve en la escena, si quieren, para que así se noten más las huellas de sus pisadas alejándose para siempre de nosotros.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-177359-2011-09-23.html
Yo no sigo con esto*
Yo no sigo con esto
Jamás imaginé
que te amaría
Así que
¡basta!
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Correo:
EL BARRIO DE LA ESTACIÓN Y LA CONFRATERNIDAD FERROVIARIA A MEDIADOS DEL SIGLO XX*
Estimado/a vecino/a:
El sábado 1º de octubre a las 17 hs. nos reuniremos con la comunidad ferroviaria y otros vecinos de Tandil en el Centro Cultural "La Compañía" (Alsina 1242-Tandil) para rememorar anécdotas e historias del Barrio de la Estación (clubes, bailes, orquestas típicas, concursos de cantores, militantes sociales y políticos, entre otros temas).
Dalma Bardelli interpretará la canción proletaria "Hijo del Pueblo", como lo hacía de niña en los años 30 con los trabajadores y sus familias en el Salón de la Confraternidad Ferroviaria.
Entrada libre y gratuita
Se puede llevar equipo de mate
*Fraternalmente, Hugo Mengascini. hugomengascini@gmail.com
*
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