lunes, octubre 03, 2011

COMO EL INSTANTE DE LUCIDEZ...




*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu



LA VOZ*




*Por Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar


Nadie comprendía el por qué y comenzaron a incorporarlo como el juego de un niño muy imaginativo. Por eso cuando Ezequiel, a los cinco años rompió el jarrón de porcelana, reliquia de la abuela, y dijo que la voz se lo había ordenado, la reprimenda fue leve.
El tiempo comenzó a gotear tal vez demasiado rápido o convertido en un elemento que mezclaba el accionar familiar con lo problemático del afuera y no permitía reflexionar demasiado sobre las conductas del grupo.
Ezequiel construyó su refugio protegido por una muralla que nadie podía atravesar y menos aún escuchar sus diálogos secretos, situación que fue favorecida por la complicidad inconsciente de sus padres cada uno inmerso en su conflictiva personal.
Su gran inteligencia le permitió sortear los desafíos estudiantiles aunque su ensimismamiento llamó muchas veces la atención de sus profesores. En cuanto a su grupo de pertenencia nunca lo tuvo y nadie se preocupó por saber las causas, simplemente lo catalogaron como el “raro”.
El crecimiento de su cuerpo y su mente también incrementó el volumen de la voz hasta llegar a despertarlo en plena noche, obligarlo a levantarse y salir a la calle.
La primera vez fue solo ese mandato: abandonar la cama, atravesar la puerta de salida y caminar en la oscuridad hasta recibir la orden de volver. Tuvo miedo y el silencio del afuera lo envolvió como un manto de peligro pero supo que no podía negarse. Cada sombra se le ocurría un monstruo que podía devorarlo, pero de todos modos cumplió con el mandato. Ya en su cuarto la voz aprobó su obediencia y autorizó un sueño tranquilo.
Así transcurrió su adolescencia, no eran situaciones continuas pero de todos modos siempre estaba en alerta y eso lo sumió en un estado de introversión que lo alejó de sus pares y de los divertimientos propios de esa etapa de la vida.
Por supuesto interfirió en el trato con las muchachas de su edad, les huía como a los fantasmas de la noche, una tarea muy ardua debido a que su aspecto físico las atraía y su aura de misterio las llevaba a competir en su conquista, lo que determinaba un acoso permanente.
La situación adquirió niveles dramáticos cuando Alcira, la rubia de ojos azules, decidió conquistarlo. Su interferencia ante cada intento de evasión de él, chocaba con su astucia para evadir el cerco y el goce que ella mostraba ante su éxito lo aniquilaba.
El accionar de la voz se llamó a silencio como una prueba para saber hasta donde la inventiva de Ezequiel lo llevaba a eludir el acoso y esa situación lo desconcertaba haciéndolo sentir desamparado.
El tiempo del silencio le pareció demasiado largo aunque sólo duró unos días y lo llevó a llegar hasta el borde del río y preguntar a viva voz:
- ¿Dónde estás ahora que te necesito?
Hubo un silencio que le pareció eterno y al final llegó la respuesta.
-- No necesitas gritar, estoy en ti.
- ¿Qué hago ahora? Siempre me dices lo que debo hacer.
- Tal vez cometí un gran error al no alentar tu iniciativa, pero creo que no es demasiado tarde. Piensa. ¿Qué crees poder hacer al respecto?
El pánico contrajo el rostro de Ezequiel, un frío insoportable recorrió su espalda mientras su musculatura se tensaba impidiendo todo movimiento.
- - No me abandones ahora, por favor, - imploró moviendo sus manos como queriendo asir la otra presencia.
- ¿Por qué no aceptas que soy parte de ti? Siempre te resultó más fácil colocarme fuera que aceptar la responsabilidad de unirme a tu propio yo. Mi error fue no haberte enfrentado a esa realidad antes y evitar seguir tu juego.
Como si un rayo le hubiera perforado su cerebro su interior se iluminó, también su entorno modificó su aspecto y una fuerza desconocida lo empujó a internarse en el río.
- Recuerda, no sabes nadar. – le susurró la voz al oído pero no la escuchó, esta vez siguió adelante hasta que el abrazo del río unió esas dos partes que siempre habían permanecido separadas.









AMARGO*


Un sorbo de mate amargo,
como silencios la madrugada peinan
soledades y ataviadas nostalgias
y las sombras de los árboles
acarician los barrotes de la ventana
pupilas que contemplan al horizonte.

Pensamientos anegan confusos instantes
crepitan realidades penumbras devanan
y sueños seducen irracionales y es negro
y es blanco
y es gris:

¡no!, ¡no!, ¡no!, es de rutilantes colores:

Ojos encandilados y estremecida piel,
perturba, crispa, como truncado el vuelo del pájaro
a lo lejos, y aleteos desesperan rasgar el viento
entremezclando, lágrimas y rocío
besando el marco de la ventana,
y la ironía danza sonriente sobre balcones viejos:


otro sorbo de amargo mate,
y embebidos resquemores y congeladas venas astillan
la piel.

La quietud abraza cada rincón del paisaje
resquebrajado, inhóspito,
vacíos claman presencias lejanas.

El mate amargo,
no tan amargo como el instante de lucidez.



*De Ruth Ana López Calderón© anilopez20032000@yahoo.es
19-05-2011







LA CASA DE LOS JUAREZ*


Lidia Manavella i.m



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


A la casa propiamente, como se dice, no la recuerdo. Sí tengo en la vaguedad del recuerdo la ubicación geográfica, el barrio que tenía por referencia el almacén de ramos generales “El Porvenir”, del buenazo de don Vicente Tallarico. En esa vecindad vivía don Carlos Cavagna, con su imprenta y su clarinete para tocar en la Banda del pueblo, don Manuel Ocariz, a quien llamaban “Gallito”, quien trabajaba, creo, en la Cooperativa o tal vez en la casa Arregui, de encargado. Por allí vivían los Gago, el mismísimo “Manco” Bicoca, con su mal genio y sus varios camiones nafteros. Y el inefable “Gringo” Tetti, su yerno tan entusiasta, con su traje oscuro bailando con Clide, su esposa en el Club Huracán, cuando el mundo estaba en sus comienzos.
La casa donde vivían los Juárez, es decir don Ricardo Laureano y su esposa, doña Blanca Tosini tenía un par de habitaciones extras que históricamente eran alquiladas a las maestras, que no eran del pueblo y se tenían que radicar allí durante el ciclo lectivo.
En mis dos años iniciales de escuela tuve que recurrir a clases particulares e iba todas las mañanas a repasar con mi maestra, la bella e inolvidable señorita Lidia.
Las razones de esta ayuda adicional creo haberla narrado otras veces. Mi escuela como toda escuelita pobre no podía tener otros alumnos que los de esa condición. Por lo tanto sus papás, (los nuestros, digo) vivían básicamente de la recolección del maíz, que justamente se realizaba en los dos primeros meses del inicio de las clases. Y como había que instalar a toda la familia en el campo, se perdía un tiempo precioso, que luego casi nadie podía recuperar. Entonces la inefable señorita Lidia –sin cobrar un centavo, claro- dedicaba a sus alumnos y alumnas en esta condición, su ayuda.
Mañanas enteras pasaba con ella quien me enseñó a contar con botones que sacaba de un costurero de madera oscura, a manera de ábaco. Luego me enseñaba a leer y cuando alcanzaba a mis compañeritos y en la hoja exacta del libro de lectura, yo era feliz.
Esto lo hicimos dos años: primero inferior y primero superior en la antigua nomenclatura. Cuando gracias a ella pasé de nuevo de grado, esta vez a segundo, mi padre tomó una decisión heroica que no terminaré de agradecerle: él solo iría a juntar maíz a la chacra de los Clérici. Iba a pie, se levantaba a las cinco de la mañana y con esas heladas machazas enfilaba a la chacra y luego al rastrojo. Al mediodía paraba a comer algo y volvía al rastrojo. Al atardecer, volvía, cansado. Estaba muy preocupado por si yo repetía un grado. Los sábados –para mi alegría incalculable- íbamos los tres. Entonces mi madre le ayudaba y yo hacía lo que más me gustaba: vagar por esa chacra donde no había niños para competir. Me perdía en los alfalfares, corría cuises con los perros, acompañaba a “Pichón” o a “Chiquín” a buscar pasto subido a un carrito de dos ruedas que cuando volvíamos vacío hacía un estrépito con la horquilla como para asustar a todos los grillos pero no a los perros que ya estaban acostumbrados al ruido.
En días de semana, muy de vez en cuando mi madre acompañaba a mi padre a la chacra y me dejaba en casa de don Juan Peralta, que era nuestro vecino cuando ya el pueblo –semirrural hasta allí- se desflecaba en campo que las gaviotas bordaban detrás del ocaso, donde don Luis Ortali, sembraba.
Allí, en esa casa en cuyo patio había una batea al aire libre, debajo de un añoso paraíso y doña Emilia ponía a orear sobre una silla un sabroso arroz con leche con el cual me despachaba hacia la escuela junto a su hija María Antonia.
Volviendo a la casa de los Juárez, diré que estaba en la calle de por medio frente a las vías del tren, justo enfrente de un monte de eucaliptos en esos terrenos que los hinojales altos cubrían y que nadie podía cortar porque según decían, eran terrenos nacionales.
Esa calle iba hacia la estación de trenes que en ese tiempo festoneaban las cinco tiendas más grandes del pueblo y esa pequeña plazoleta que coqueteaba con su cedro añoso y sus flacas palmeras centenarias. Pero yo no llegaba hasta allí en mi regreso, porque doblaba en el bar “La Primavera” de don Atilio Valvazón, y me internaba por la Nicolás Avellaneda, calle punta de lanza del barrio “El Jazmín”.
Ricardo Laureano y doña Blanquita Tosini, tenían dos hijos: Ricardo y Aldo, a quienes no puedo dejar de vincular fuertemente con el nombre de Juan Perón y con el club Huracán, eso tengo en la memoria.
Cuando yo doblaba la esquina del bar de don Atilio no sabía aún que mis ojos azorados de diez años verían a los últimos cantores camperos que dieron esos pueblos cubiertos de polvo que los defienden de todo el olvido y apenas son tocados por el temblor de las cuerdas de una guitarra, saltan como brasas del rincón más remoto de toda memoria.








EL MUSTANG EN LLAMAS*

Cuento


*Por Celso Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar



A ocho mil quinientos pies, el colorido avión volaba nivelado, en un cielo límpido, profundo y sereno. Una tenue estela de humo azulino, se iba dibujando detrás de él. La transparente carlinga, enteriza, en forma de gota, reflejaba un destello de luz dorada. Adentro, John Fargus, agonizaba, aferrado al timón, caído contra el tablero de control, inconsciente, mientras la asfixia de "la muerte dulce", lo acunaba para que durmiera para siempre.

Una pérdida de aceite había iniciado el incipiente incendio, mientras una fuga imperceptible del escape, iba llenando la cabina hermética del letal monóxido de carbono.
Como una vieja película color sepia, su vida se tornó visible en un torbellino de imágenes. Hacía ya tanto tiempo, y sin embargo le parecía que ayer nomás, volaba en misiones de guerra sobre Vietnam. Volaba con su nuevo "Mustang P51H", el último caza de motor a pistón, El "Cadillac de los cielos" motorizado ahora con un motor Merlín Mk de la Packard de 2200 HP, y hélice de cuatro anchas palas, de casi cuatro metros. A veinte mil pies, sobrevolaba los arrozales buscando columnas o movimientos del Vietcong, a ochocientos kilómetros por hora; lanzándose en picada hasta nivelar al ras del suelo, batiendo la frondosa selva, con sus seis ametralladoras de doce coma siete. Se sentía poderoso e imbatible, inalcanzable, casi un dios, sobre aquellos seres pequeños, de míseras aldeas, que desde el aire se le hacían hormigas. Otras veces volaba con su escuadrón, rociando a baja altura con poderosos defoliantes químicos, grandes extensiones de selva; que por generaciones quedarían yertas, para hacer visibles las escurridizas marchas, de los estoicos: "Hijos del gran Khamer rojo", que se amparaban bajo la tupida techumbre verde, en penosas caravanas, cargando a hombros, provisiones y pertrechos.
Pero lo más vívido, lo que marcó su vida para siempre, eran aquellos bombardeos incendiarios. Bombas prendidas bajo las alas, como tanques aerodinámicos, llenos del cóctel diabólico: gel sódico con gasolina,
conocido como "napalm"; que desprendían, y al chocar el suelo, regaban quemantes llamaradas, que se desparramaban ardiéndolo todo. Si el enemigo estaba mimetizado en una aldea de campesinos, a veces bastaba sospecharlo; se las soltaba aliviando el vuelo, sobre el poblado y quienes estuvieran adentro: Khmer o campesinos. Campesinos, grandes o pequeños, familias enteras, arrasados por las llamas quemantes. Ardían indistintamente como antorchas, junto a sus chozas, bajo la horrible peste del fuego. Lejos, ya elevándose, veían correr, escapando del incendio, pequeñas figuras humanas, que sucumbían indefensas, como trágicas marionetas envueltas en llamas, retorciéndose en el suelo, en una dantesca danza horripilante; castigados por el solo hecho fortuito e impotente, de sobrevivir en un país desolado y maldito. Le parecía escuchar sus gritos inocentes y desgarrantes.
Misión tras misión, varias en la jornada.
Cumplían órdenes, e inconscientes de su arbitrio, solían agregarle, por si fuera poco; su propia cuota de odio y de desprecio.
De noche empezaron las pesadillas, donde se veía a sí mismo envuelto en esas llamas que no se apagan, que se adhieren y te achicharran. Escuchaba los gritos, y llantos de niños, Una estatua de fuego, de toda una aldea ardiendo, mientras helicópteros Hughes verde oliva, vuelan a metros, revolviendo la tétrica humareda sobre las llamas; y él una y otra vez, soltando más y más bombas malditas.
Despertaba sudoroso, asfixiado de terror.
Se fue enfermando de pánico; tenía alucinaciones, se veía él mismo en la macabra escena, como si fuese una de aquellas víctimas, impotente, revolviéndose ardiendo; y espantado jadeaba rogando: no sucumbir jamás de esa espantosa manera.
Durante años el fuego le significó el martirio de todos los días con sus noches.
El tiempo, y el regreso a su patria, fueron aquietándolo, y trató de vivir normalmente, buscando olvidar; de rehacer su vida más allá de aquel infierno. La sociedad los llenaba de gloria, tratándolos como héroes, aunque en su fuero interno, él sabía cosas que iba esconder para siempre, cosas que opacaban aquel dudoso heroísmo y mordían su conciencia.
Optó por callar y llevar esos crímenes a la tumba.
Vivía de su pensión de guerra, y abrazó a este hobby de volar por volar, por amor al viento, al cielo. Era una pasión, una terapia en el fondo; y la concreción de un sueño perdurable, que comenzó siendo niño.
Se crió a la par del auge de la aviación, en la preguerra de los cuarenta; y los hermanos Wright, eran para él, un hito, un símbolo glorioso. Adoraba los modelos a escala que construían con sus compañeros, y no se perdían ferias aéreas, o exhibiciones; donde pudieran ver de cerca, las máquinas verdaderas. Él tenía además un tío, al que adoraba, vivía en Kentucky; dueño de un pequeño doble ala amarillo, biplaza. "El Barón Rojo" decía en la trompa, bajo un logo de una galera, un bastón, y una cadena enlazando el
conjunto, pintado en Rojo y contorneado en negro. Con él venía frecuentemente a la granja de la familia en Arkansas, al oeste de Little Rock. Eran días de ensueño, verlo, tocarlo: y mostrárselo a sus amigos., que venían en tropel, tragándose la envidia inocente de niños. Y montar detrás de su tío, en el fuselaje abierto, volando sobre los sembrados, las casas, los caminos; bordear el río sobre los desplayados del Mississippi; sentir la brisa que le revolvía el pelo, escuchar sólo el trepidar de ese motor radial, tan estridente, sonándole como música celestial, en sus oídos entusiastas. El paisaje se transformaba: el río, los campos, las personas; todo era pequeño y fácil, como al alcance de la mano. Desde allí el mundo
era más comprensible; se le ocurría que era dueño de todo.
_Tío Brad, ¿Por qué lo llamas Barón Rojo, si este es amarillo, y además es un biplano, y el del barón era un triplano?...,¿eh?_
El tío sonreía cómplice, mientras ambos empujaban el pequeño aparato cerca de la casa, y lo anclaban por debajo de las alas enteladas.
_¿Por qué? ¡Por qué sí, nada más!_ Y reía divertido.
Cuando John tuvo edad suficiente, se anotó en la fuerza aérea. Fue un piloto avanzado, y lo destinaron, junto con todo su escuadrón, a combatir en Vietnam. Eran los últimos tiempos de los motores convencionales, junto a los Advenger, y los Corsair de la Marina; apostados éstos en portaviones en el
golfo de Tonkín en las cercanías de Da Nang, junto a los Panter, ya reactores. La era del jet estaba en plenitud, A los Mig 15 y 17 chinos, los combatían con los Sabre F86, F100, y más tarde llegaron los Gruman y los Phantom. Este superaba Mach2, dos veces la velocidad del sonido.
Pero lo excelso, lo irrepetible, fue el Mustang; el imbatible.
Un día sería dueño de uno; aunque fuera una réplica deportiva.
De vuelta, con un grupo de amigos, compraron un kit, versión accesible y se pusieron a trabajar, cada uno el tiempo que podía. Armarlo llevaría unas mil horas de tarea capacitada. Costó casi dos años terminarlo, inscribirlo, hacer pruebas en tierra, y todo lo que requirió, hasta que estuvo listo para
el primer vuelo; pintado con franjas y colores deportivos. Bajo su larga nariz, llevaba ahora un motor lineal, diez veces menos potente que el de combate; y su hélice la mitad.
Ya no estaría artillado, no tendría que cargar blindajes, ni nada bélico, como bombas o tanques suplementarios. En origen, estos aviones llevaban el motor detrás del asiento del piloto, con eje de mando, y por el centro de la enorme hélice, asomaba un cañón calibre veinte. Requería entonces del
compresor ventral de refrigeración. Ahora en realidad no necesitaba ese carenado en forma de buche; pero lo tenía para ser fiel al diseño, añadiéndole al grácil fuselaje, ese aspecto tan elegante y dinámico.
Hicieron cortos vuelos bajos, con giros y contra giros, ascensos y descensos, despegues y aterrizajes. Todo de maravillas. Planeaba como una pluma, respondía raudo, rumoroso. Querían bautizarlo y aún no se habían puesto de acuerdo; entretanto hoy sacaron el aparto del hangar, colorido y reluciente, listo para la prueba final, en mayor distancia y alta cota.
John Fargus no llevaba oxígeno, no lo necesitaba por esos breves momentos, en la mayor altura, antes de descender a mil pies.
El avión se movió en una turbulencia, John, cayó de costado. Debió tocar llaves o palancas de control; ya que la cúpula de la cabina se abrió y salió disparada en el viento. El aire helado fue vital para que volviera a respirar, tosiendo y vomitando; Un milagro y volvió la vida; y sus labios lívidos se tornaron cálidos. Cuando recobró el sentido, el avión se movía como en un fuerte oleaje, ladeándose a uno y otro lado, zigzagueante, Detrás vio la densa estela de humo negro, el motor tosió entrecortado, y en un
estertor final, lanzó afuera grandes llamaradas flameantes.
Antes que el fuego alcanzara la cabina, con fuerzas surgidas de repente, por la adrenalina del pánico, precisamente al fuego. Saltó al espacio y presto abrió su paracaídas; mientras el avión, incendiado iniciaba largos giros en caída lenta. Una y otra vez lo alcanzó el remolino de la nube, cada vez más
densa y más ancha. Saliendo del humo podía ver a su Mustang yendo al suelo en giros más pequeños, hasta que en un tirabuzón final, se estrelló con un trueno, surgiendo de él un gigantesco hongo anaranjado.
La onda expansiva lo envolvió repentinamente, enredándolo contra la tela y las cuerdas de su propio paracaídas.
Se debatió y luchó aterrado, más sin lograr librarse de esa nefasta trampa, que le tendía diabólicamente el destino, y fue tragado por la turbulencia de la estela dejada por el avión en llamas; conduciéndolo finalmente a chocar contra el fuego de los restos fundentes, contra el Mustang en llamas.
Su último pensamiento lo llevó a los arrozales de Vietnam, a las aldeas incendiadas, a aquellas pequeñas figuras humanas, envueltas en las llamas pegadizas del napalm.


FIN


NOTA; el motor Mk era de la Rolls Royce, al final de la segunda guerra mundial, para el P51H, le
otorgó licencia a la fabrica Packard de EEUU.

*Texto incluido en el libro "Pintando mi aldea" de Celso H. Agretti.
Avellaneda, Santa Fe. 24/ 06/ 2009







Por esos avatares del destino*



*De ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar


A Cristina nunca se le hubiera ocurrido, un par de años antes, por esos avatares del destino, que terminaría trabajando como azafata de una importante aerolínea internacional. Sin embargo, y aunque resultase anacrónico al compararlo con la excelsa técnica aeronáutica en que desempeñaba sus tareas actuales, toda su vida había sentido profunda y emotiva admiración por los trenes.
Varias veces la asaltaba el recuerdo, así, de improviso, evocándole aquellas tardes de su infancia, en las que iba a contemplar esas poderosas locomotoras que pasaban tan cerca del alambrado, atronando con sus bramidos en aquel extremo de calle muerta del barrio de Monte Grande, donde su tío abuelo la llevaba de la mano, después de comprarle un pirulín verde rojo y amarillo, tan dulce como sus ojos de niña, gratamente sorprendida por un mundo que cada día se le develaba asombroso.
Beto… Aquel hermano de su abuela era el hombre de la sonrisa más angelical que hubiera conocido en su vida. La emoción sentida hacia él era tan intensa que, por momentos, olvidaba que hacía ya varios años que había fallecido, tal como había vivido: plácidamente, acostado en su cama, con un semblante sereno y descansado, soñando quizá con alguna tierna imagen de su infancia, allá en las playas de Calabria.
En dichas evocaciones, las escenas de aquellas tardes estivales, abrasadoras con sus soles rojos, la acongojaban sin dolor. Salía a pasear con Beto acompañada por Pancha, su muñeca de trapo, heredada de una prima lejana a quien apenas recordaba haber visto. Pancha tenía unas trenzas muy amarillas, y además de no separarse nunca de su lado, ya sea tomando la merienda con una sabrosa chocolatada o yéndose a dormir juntas por las noches, a veces, la madre de Cristina jugaba con peinarla en forma parecida a la de su muñeca, a fin de parecer mellizas, aunque la tonalidad rubia de Cristina fuese bastante más oscura que los chillones colores artificiales de Pancha.
No siempre Beto conseguía durante sus paseos comprarle pirulines. A veces, éstos podían ser gratamente reemplazados por alfajores “Capitán del Espacio”, de sabor chocolate o dulce de leche, verdadero manjar durante sus años infantiles. Lo que permanecía inmutable era el flamante paso del expreso de las 18hs., procedente de Mar del Plata, majestuoso con sus plateados coches de la sección pullman, que volaban sobre las vías como una súbita exhalación. La magia no sólo radicaba en aquella metálica tromba que pasaba a su lado, a escaso metro de distancia, más allá de alambrado, sino en su procedencia: Mar del Plata… Lugar, para ella, misterioso si lo hubiera, tan extraño como Tumbuctú, Tánger o La Quiaca, al que nunca habían podido ir, aunque sus tíos lo prometieran una y otra vez, pero que sólo llegara a conocer en la adultez, y con un sabor muy diferente al que hubiera podido experimentar a los siete u ocho años. La referencia al nombre del “Capitán del Espacio”, le motivaba impulsos muy raros a su edad, como el de subirse a un cohete y atravesar las galaxias, bailando a carcajadas entre las estrellas, volando por el aire como cuando se subía al “Twister” del Ital Park, mientras los motores debajo de sus pies vibraban tanto como aquella poderosa locomotora de las 18hs…
Tales recuerdos solían aparecer mientras tomaba el módico trencito que habían reflotado, por iniciativa privada de varias empresas aéreas, a fin de transportar al personal, y realizar una feroz competencia con Manuel Tienda León, fenicio acaparador del mercado de transportes de la zona. Un trencito tan práctico como singular, que le suscitaba reflexiones como ésta: era harto singular que para poder volar, ya no en el cohete de su imaginación, sino ahora en sofisticados 737 que remontaban el cielo hasta alturas considerables, tuviese que tomarse antes un tren que la dejaba en la recientemente inaugurada Estación Aeropuerto de Ezeiza, desde donde luego combinara con la vetusta línea 306 de colectivos, que la dejaba dentro del mismo Aeropuerto, luego de un breve recorrido, más simbólico que efectivo. A la vuelta de los años, trenes y cohetes volvían a unirse, aunque de otra manera, más concreta y menos soñadora…
Y a veces, en días tan nostálgicos como éste, imaginaba que al despegar rumbo a los cielos del mundo, mientras iban ganando altura, perforando esos densos muros de algodón que los circundaban, le fuera posible alcanzar a ver a Beto, saludándola con su mejor sonrisa desde una nube solitaria, mientras debajo suyo se extendían las vastas extensiones del municipio de Esteban Echeverría, donde alguna vez estuviera su casa, muy cercana de aquel extremo de calle muerta del barrio de Monte Grande; donde alguna vez fuera feliz…







Dudas del Mingo Echeverrí con aquellas francesitas...*


*Por Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar


El furor por afrancesar el tango, estragado por cierto aluvión parisino de musetas, mimises, yvetes y manón, al Periodista Especializado Mingo Echeverri le produjo íntimos reparos con algunos extraviados ‘del espíritu popular, con perdón de la palabra’. Aunque siempre se disculpara por rozar de refilón ‘al inigualable José González Castillo’ por aquella mezcla rara de pizpireta que trajera la poesía del Quartier, - más que Barrio digamos Rioba- y francesita que soñaba con Des Grieux sin hallar a su Duval para morirse en París bien ‘Dama de las Camelias’ Margarita Gauthier. Un pena, porque su ‘Griseta’ tango romanza sin canyengue y tragicomedia en broma, mucho más lo celebraría esa engolada especie de frecuentar boliches y tutearse con trasnochadores conocidos, para parlotear luego por su cuenta sobre cada misterio de la madrugada, lo recóndito de cualquier nostalgia y atribuirse ser compadre de los duendes oníricos del vino. Esos nocturnos líderes de Buenos Aires, tan profanos de cualquier apretujón madrugante por no llegar tarde al laburo ni de los apremios a las pibas fabriqueras ‘que cruzan la plaza de Lanús a las cinco de la mañana a veces cuando hace un frío que ni te cuento’. Algo que comprendiera el Mingo Periodista Especializado que nunca vivió engrupido de ser un laburador condenado a bailar siempre con el enemigo, por decir algo, pero a quien agarrarlo malparado para discutir con él ‘cómo somos los naturales de esta comarca’ resulta más difícil que recular en chancletas. Porque este insigne de por aquí, sin jugarla de héroe ni matarse por valores que vaya uno a saber, al sentirse del lado de la razón se prende contra cualquiera de los engreídos ‘referentes’ que por memorizar ante cámaras un incierto ideario de los argentinos, al fin nos repiten la misma patraña que recitaron sus abuelos tiempo atrás que en la dinámica actual es una eternidad o masomenos… Y como nuestro hombre curte cierta mala leche por leer, ligó en un libro de un gomía común cómo por 1874 una partida de milicos iba de trote parejo tras el matrero Juan Moreira: recién despuntaba la mitad del otoño, fin de abril, y en la cuneta de la casa de putas Café Pompadour aún brillaban los cristalitos de la escarcha. Buena señal si uno pretende un invierno llovedor… Si amigo, le dije Café Pompadour; y es que ya nos venía de antes nuestra pretensión de ser extranjeros…


La calentura franchute por el tango existió, no es broma, y semejante fiebre no quedó encerrada en los cabarutes de París donde por 1920 el Ricardo Güiraldes, -‘el mismo del Segundo Sombra que por ahí lucía dotes de bailarìn pero minga de milonguero’, lo calificara el Mingo- y también se expandió por salones, bares, teatros y los grandes hoteles de moda. Al menos eso le contara al Echeverri don Francisco Canaro que con sus músicos que debieron tocar vestidos de gauchos por 1925, actuara en los salones parisinos más costosos con clientes como Rodolfo Valentino, que no aprendió a bailar el tango ni apretado por la cana y distinto al violinista Jascha Heifetz que se la rebuscaba bastante bien. Sí, el fenómeno duró años y en ‘El Garrón’, local de un argentino que se volviera por el año cuarenta, luego que cerraban los dancings conocidos y caros seguía abierto hasta el amanecer. Y quiérase o no esta aceptación francesa por el tango llegó con tanta fuerza a Buenos Aires que escandalizó la selecta revista ‘El Hogar’ antes de 1920, al publicar que ‘los porteños decentes de la buena sociedad se preocupaban porque temían que París nos quisiera imponer el tango argentino’. Y serían muy pelotudos para ignorar que esa música era habitual en todo sainete teatral de Buenos Aires que entonces disponían el éxito popular de los tangos con letra, y en cada presentación era infaltable que el primer acto transcurriera en un conventillo de nuestro arrabal y el siguiente en un cabaret de París. Historia pura.

Pero los tangueros persistieron con la francesidad de cualquier polaquita de Galitzia reclutada y traída por la Varsovia y la Zwig Migdal a putanear en los prostíbulos de Dock Sud, - que fueron muchas y una veintena de ellas hoy engordan el recatado cementerio de la calle Arredondo, en Avellaneda, a cien metros del municipal la calle Agüero. Y aunque en su mayoría fueran rubias y sus ojos celestes no portaban nombres como Germaine o Jacqueline como se difundiera, ¿o la Galleguita del tango también era francesa? alguien lo cargó al Julián Centeya por su ‘a mi Claudinette pequeña y tan querida me la negó la calle de París’. Y aunque el griterío pasado hoy mucho no interese, este asunto encubre cierto doble perfil: uno es el ser nosotros esperando que alguien nos diga quienes somos, por esa aspiración a registrarnos más allá de nuestro mapa. Y el otro, mucho más jodido según el Mingo Periodista Especializado, ´persiste en nuestra comarca por esa gente que viaja mucho y por ahí anda, y padece de ansiedad por sentirse tan extranjero que hasta se envanece por nombrar en francés a un prostíbulo en medio de la pampa’.


-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.





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