viernes, noviembre 18, 2011
ESTACIÓN DUDIGNAC
InvenTren.
EL VIEJO TREN*
Saludo a Count Basie
y Carl Sandburg
Por estas mismas vías
pasaba el viejo tren.
Desde las brumosas factorías
los obreros lo saludaban
como a una aparición
de lo lejano
con los sueños y los ojos.
Por estas mismas vías,
atravesando barriadas
somnolientas y alambradas,
pasaba el viejo tren
echando densas bocanadas
contra el cielo
como un duende
que va rasgando el silencio
con un eco dolido
de trombón y clarinete.
Por estas mismas vías,
poco antes del amanecer,
pasó como una estrella
repentina,
pañuelo de gasa al cuello,
ancho sombrero
y barbilla siempre levantada,
la bella Chick Lorimer,
con una pequeña maleta,
un perfume, un libro,
y como una exhalación
de lo innombrable.
Por estas mismas vías
pasaba el viejo tren.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Brooklyn, N.Y.; junio de 1998.
ESTACIÓN DUDIGNAC
El Sur (Dudignac)*
Podría abrir los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos. Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto, de una música extraña…
Creo que lo dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó, “no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires, cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado, todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera yo comprendo…
El verde tiene muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo, yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar… Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir de forma precisa…
Pero yo no lo sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo, los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad, real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.
Allí, en ese otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas, cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en este banco con los ojos cerrados, me parece evocar.
Con los ojos cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra, el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan alrededor de mí…
Y aunque sepa que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que dormita.
Y entonces, él también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo, si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he conocido.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
https://www.facebook.com/Sergio.Borao.Llop
http://twitter.com/S_Borao_Llop
EL TREN PASA CON LA NOSTALGIA DE SUS PAISAJES*
El tren pasa con la nostalgia de sus paisajes.
La muerte siempre nos espía.
Aunque gire la moneda
una manzana nos deforma.
El silencio es duro y no entendemos su idioma.
... Nadie espera.
Penélope ya no siembra sus girasoles
en la punta de la colina.
Los tiene ocultos en el cielo de la boca.
Los pájaros aletean.
Son inmensas sus alas,
y comienzan a sangrar.
No dejes que se anulen las aguas.
Los viejos son puentes que se levantan sobre el río.
No preguntes.
Dios está cerca.
Nada es nada y aun no lo sé.
El tren pasa
desde su dolor,
nos dice adiós.
*De KIMANY RAMOS. kimanyramos@yahoo.es
PASAJERA*
- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que
alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.
Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.
Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...
Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.
Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)
Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró
impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.
Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".
Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.
Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.
Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.
Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.
Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.
Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.
Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.
El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.
Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.
El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de
las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.
En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.
Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.
Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado
catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el
tránsito engañoso de los trenes.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Lo que Sucedió con el Comunismo que nos Llegó del Cielo,
Pegado en un Asteroide Comunista*
¡Caminemos bajo la lluvia!
Que tus ojos y tu sonrisa mojen mis botas
Hasta dejarlas inservibles.
Caminemos bajo las lluvias,
Y en mente escribamos
Sobre una estación ferroviaria.
¡A caminar bajo el Sol!
Que tu cielo y tus estrellas
Brillen para mis ojos
Hasta reventarlos en astillas gelatinosas.
Y a oscuras escribiremos
Sobre estaciones de tren,
Que nunca hemos visto
Ni imaginado.
¡A salir y andar corriendo,
Cobijados con el viento!
Que tu cuerpo,
Entre delirios de ausencia,
Me posea y me levante por las noches
Hasta desgarrarme.
A salir corriendo
Para que mi cuerpo
Sirva de alimento
A la hierba que se aferra a recordarte,
Y tus manos terminen de escribir
Sobre estaciones de un tren lejano,
al que nunca hemos viajado.
¡Caminemos batidos de tierra mojada!
Que la sangre que adorna tu rostro
Termine por ahogarme,
Y seas tú
Quien termine escribiendo
Alguna historia
Sobre la Estación Dudignac,
Aquella en la que nunca hemos estado,
Y que sólo conozco
Porque alguien quiere escribir sobre ella,
Como si se empeñara
En no entregarla al olvido,
Como yo me empeño
A no entregar aún tus caricias...
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Aunque ella nunca pueda decir adiós*
*Por Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
Hacer feliz a un niño, al menos por un rato, y complacerse con la fugaz medialuna de su sonrisa, era una de las mayores satisfacciones que la vida podía brindarle a Ezequiel Dudignac. La otra era enamorar a una mujer.
Desde su más tierna infancia le había fascinado la actuación. Le gustaba disfrazarse durante esas tórridas siestas, cuando nadie lo veía, e interpretar delante del extenso espejo vertical del baño una nutrida galería de personajes, algunos copiados de los que veía en el cine, y otros productos de su primitiva invención. Durante mucho tiempo sostuvo el deseo de ser actor, hasta que para unas Navidades, una tía solterona le regaló un títere, cuya cabeza de plástico ostentara la adusta mirada de un Príncipe Valiente y su vestimenta a cuadros le otorgase la mayor de las elegancias.
A partir de ese día, su vida llegaría a ser muy distinta.
Participó de diversos cursos de actuación, pero lo que capturó su atención durante su errático devenir artístico fue el teatro infantil. Desde que ingresó por vez primera en semejante universo, la magia lo capturó, especializándose en el manejo de los títeres, ese sutil e intransferible arte de proyectar el alma sobre una mano, recubierta por un personaje muy particular, cruza mística de muñeco y de duende, dueño de una personalidad intransferible, y como dijeran sus queridos maestros de entonces, “hasta podría decirse que están dotados de vida propia”.
Sin embargo, aunque los títeres –y por extensión las marionetas- lo hubiesen hechizado, Ezequiel no se resignaba a permanecer detrás de la cortina negra de la titería, leyendo los textos impresos con distintas clases de voces mientras alzaba los brazos o los desplazaba a un lado y al otro –cuando de marionetas se trataba-. También gozaba paseándose por un escenario, a la manera de un singular clown, aunque sin el absurdo y clásico maquillaje, que nunca toleró. Y si bien gustaba de desarrollar personajes propios, no terminaba de definirse por alguno en particular a la hora de mantener una identidad histriónica. Por lo tanto, la actuación en su vida era un desliz. Lo novedoso, lo imprevisto, lo central eran los títeres.
Por eso, cuando alguien le comentó acerca del Vagón Infantil que transportaba el tren a Carhue, Ezequiel ni lo dudó. Encontró la manera de entrevistarse con el encargado ferroviario del proyecto, le presentó una carpeta con diseños de futuros trabajos a desarrollar a bordo del Vagón, y en menos de tres meses recorría no sólo el conurbano, sino también otros pueblitos por donde pudiese circular la entrañable trocha angosta, departiendo sonrisas infantiles por dondequiera que arribaban.
Sin embargo, Ezequiel no estuvo solo en el proyecto. Un tal Marco Cazzolonghi, arrogante mago con aires de seductor de telenovela, también se hallaba aguardando a que lo atendieran en la desolada sala de espera de una burocrática oficina del Ferrocarril Midland. Ambos trabaron un contacto instantáneo, fascinados ante la idea de llegar a ser compañeros en un movilizante espectáculo infantil. Y antes de conocer una toma de decisiones por parte de los encargados del Ferrocarril, ya se habían puesto a idear un show en conjunto, repartiéndose los tiempos de entrada y duración de cada escena. Tenían estilos un tanto diferentes –Ezequiel era más tierno y cálido con el público, Marco sostenía una rectitud distante no exenta de simpatía-, pero ambos compartían las mismas ganas de inventar, producir, cautivar…
Una vez instalados en el Vagón Infantil, se proveyeron de todo lo necesario para desplegar una gira creativa. Tan equipados estaban, que aquello hasta les parecía su segunda casa; sobre todo para Ezequiel, a quien su espíritu de aventura podía llevarlo hacia límites insospechados. Para Marco en cambio, aquello sólo era una gira; sabía que volvería a su casa en algunas semanas –si todo funcionaba como lo habían planeado-, por lo que no quería hacerse ninguna idea de pertenencia respecto del Vagón.
A diferencia de su compañero, Lalo se sentía feliz, animosidad que se transmitía a pleno en sus funciones, llevándolo a improvisar más allá de los textos –circunstancia que a Marco siempre le molestó un poco, tan ceñido él al formato de su presentación-. Allí comenzaron a reconocer sus diferencias: Ezequiel era una usina creativa que se potenciaba con cada nueva ocurrencia, dejándose llevar por su propia alegría, imaginando por su cuenta al inventar un parlamento inexistente para uno de sus títeres o crear una exótica danza aborigen para que imite y comparta junto a él en el escenario ese risueño coro de chicos que solía venirlos a ver cada vez que arribaban a la estación de turno. Imprevisibilidad que causaba las risas iniciales de Marco, aunque también generaba en él cierto efecto residual, muy parecido a la envidia; de la peor clase.
Aquí es tiempo de citar el otro ítem que siempre dejaba satisfecho a Ezequiel, y que generó un motivo de disputa impensado –y silencioso- con su compañero de show. Las mujeres lo perdían… Y eso era algo inmanejable, que le quitaba concentración, que lo alejaba de lo infantil de manera inexorable. Como Jeckyll & Hyde, cara y cruz de una misma esencia, el tierno clown que se ganaba el corazón de todos y el irresistible amante que se excitaba con toda mujer bonita que se cruzase en su camino. Pero lo más grave del asunto era lo que ocurría en el mismo trayecto del Vagón Infantil.
Al hacer las reverencias de rigor, sobre el final de cada espectáculo, su atención comenzaba a bascular de manera irremediable entre las iluminadas sonrisas infantiles y las palmas femeninas que lo ovacionaban; palmas que poseían un rostro que gesticulaba pidiendo “¡¡¡O-tra-más!!! ¡¡¡Y no jodemos más!!!”; rostros que él inspeccionaba de soslayo, con una precisión casi quirúrgica, sondeando quién era la madre más hermosa que había llegado hasta allí, acompañando a sus hijos para disfrutar de una tarde mágica……en todo sentido. Mujeres que hasta se acercaban a saludarlo cuando se bajaba del escenario, y cuyas siluetas él admiraba de cerca, desbordante de piropos para con esas cálidas mamás que reían con picardía al saludarlo con un beso, dejándole impregnado su perfume y un breve pero suave contacto con su piel, aroma cuyo recuerdo lo excitaba por las noches. Y cuando no se trataba de las madres, no faltaban tampoco las maestras jardineras.… Dicha particularidad le había hecho ganar el mote de “Tero”, ya que al igual que el ave autóctona, solía chillar en un determinado paraje –con una madre que se mantenía sobre el límite de la aceptación de sus propuestas, por ejemplo, recibiendo con ostentosa gala las seductoras virtudes del titiritero-, pero depositando los huevos en otro lugar –manoseando a gusto a una risueña pero provocativa maestra jardinera que se entusiasmara con la idea de conocer el Vagón Infantil con las primeras horas de la noche, cuando los chicos ya se encontraban desde hacía rato en sus respectivos hogares-.
Sin embargo, aquel oculto arte amatorio le era sutilmente boicoteado por Marco –con excusas más que infantiles en un principio-, para quien la envidia se había ido transformando en sólido ataque de celos imposible de dominar. Sólo que Marco era incapaz de pronunciar palabra alguna al respecto. Ni siquiera podía confesarse semejantes sentimientos a sí mismo. ¿Cómo era posible que Ezequiel tuviese tales habilidades, y a él ni siquiera lo registrasen? ¿Sería a raíz de esa distancia que se imponía a si mismo respecto del público?
Por su parte, Ezequiel sentía que su suerte respecto de las mujeres venía siendo esquiva desde hacía tiempo. Y aunque desconociese –o ni siquiera reparase en- los reprimidos sentimientos de Marco, sostenía que no era fácil encontrar la manera de seducir a una mamá o maestra jardinera delante de todos, menos aún proponerle delante de sus compañeras de turno, sus alumnos o sus hijos, que la esperaba más tarde, para “enseñarle a sus muñecos”… Si bien había tenido algunos éxitos, no eran los que él hubiera deseado. Aún recordaba a aquella espectacular tetona que lo sedujera hasta límites imposibles cerca de San Sebastián, que lo excitase hasta la locura al abrazarlo, demorando el contacto de su voluminoso pecho contra el suyo al despedirse, y que luego no volviese a verla más, aunque le rogase que acudiera sin falta al Vagón en las próximas horas. De más está decir que aquella noche no pegó un ojo; que deambuló por el Vagón a oscuras, movilizado por una intensa calentura; que Marco lo oyó insultar en susurros ante el moroso discurrir de la madrugada, pero que nada refirió al respecto al levantarse a desayunar…
Y así anduvieron por las vías, con andar errante, hasta que al culminar la función en la parada Ingeniero De Madrid, pretenciosamente llamada Estación, su suerte quedó echada bajo la forma de una murga uruguaya, con un ciclista como testigo.
Lo divisaron algunas horas antes, vestido de colores chillones, con unas diminutas antiparras y un oblongo casco azul muy particular, pedaleando por sobre una vereda de tierra, paralela a la vía, y arribaron juntos a la estación. Alcanzaron a oír que le pedía indicaciones al encargado –en ausencia sin aviso del habitual Jefe- sobre cómo llegar hasta la Estación Dudignac. El empleado le señaló que cruzara el paso a nivel que se divisaba a pocas cuadras de allí, y siguiera por ese sendero, que mejoraba notablemente respecto de los Km. que ya había hecho desde 9 de Julio. Por el camino, podía divisar a lo lejos el puente de la Ruta Provincial 65, y más adelante, una cantera inundada donde solían avistarse biguas, garzas y patos. El ciclista le agradeció entusiasta y se tomó un respiro, bebiendo un buen sorbo de Gatorade, sabor limón, proveniente de su cantimplora.
Estaba a punto de reiniciar la marcha, luego de quedarse a presenciar la entrañable función de Dudignac & Cazzolonghi, mientras éstos se disponían a realizar un último bis delante de los niños congregados durante la tardecita alrededor del Vagón Infantil, cuando un súbito estruendo musical los dejó paralizados. Con las últimas luces diurnas vieron surgir, atónitos, sobre un recodo de la vía, a una movediza y colorida murga uruguaya, que danzaba bulliciosa hacia ellos. Silbatos, matracas, trompetas y redoblantes atronaban el espacio cercano a la Estación, mientras un estridente coro entonaba una bonita prosa de Don Jaime Roos:
“En el tumulto de los húsares de Momo
Encandilado por las luces de otro barrio
Aquel murguista saludando con su gorro
Se despedía como siempre del tablado”
Grandes y chicos, negros y blancos, danzaban vertiginosos, contagiando su alegría, impulsando a los espectadores a seguirlos en su trajín musical sin pensarlo siquiera. El ciclista batió palmas con los brazos en alto, sin bajarse del vehículo, y rió con ganas cuando unos niños disfrazados de arlequines se acercaron para hacerle cosquillas con unos coloridos plumeros de papel. Saludó con las manos en alto a su alrededor, y mientras seguía riendo, se marchó pedaleando hacia el recodo de la vía por donde había arribado la murga.
“Que no se apague nunca el eco de los bombos
Que no se lleve los muñecos del tablado
Quiero vivir en el reinado del Rey Momo
Quiero ser húsar de ese ejército endiablado”
Al ver aquello, Ezequiel quedó fascinado. Su costado más histriónico lo impulsó a sumarse al baile, al salto discordante, al arranque danzarín. Sin embargo, antes de que pudiese dar el primer paso hacia el centro de la murga, emergiendo por entre los coloridos murguistas, una visión lo paralizó.
Era una morocha de rulos que cortaba el aliento. Aunque carecía de atributos físicos exuberantes, su sensualidad privaba de palabra alguna que pudiese opacarla con una triste descripción. Vestía como una Colombina, en la mejor tradición picaresca italiana, intentando eludir los constantes embates amatorios de un Pierrot que danzaba a su lado, pero que a su vez flirteaba con cualquier otra muchacha que perteneciera a la murga……y que le fuera ajena también. Ezequiel, embutido en su clásico traje de clown farsesco –un tanto distinto al que lucían los recién llegados-, quedó atónito al registrar una sonrisa en los carnosos labios de la morocha, y dudó si tal gentileza le era destinada especialmente a él. Por si acaso, y para despejar toda duda, metió mano dentro de su improvisada galería de recursos y le dedicó una teatralizada reverencia, que ella pareció no contemplar, o sencillamente ignoró.
Marco también notó la deslumbrante presencia de la Colombina, sólo que la importancia de la misma creció en la medida en que pudo contemplar el hechizo que aquella hermosa muchacha había ejercido sobre Ezequiel. Sus celos lo arrasaron sin piedad, ruborizado por la impotencia, a pesar de lucir sus elegantes galas mágicas. Deseó tener algún magnífico truco a mano como para romper aquel maléfico hechizo deseante, pero sólo pudo contentarse con la inmovilidad de su compañero, incapaz de acercarse hasta ella, más allá de que ejecutase sus habituales monerías teatrales.
Marco decidió esperar. Por lo visto, la murga había llegado para quedarse, y su inquietante bullicio cirquero constituía un complemento ideal para rematar el espectáculo de magia del flamante Vagón Infantil. Y sólo después, cuando se alejara el público, habría que ver quién de los dos, el mago o el titiritero, brillaba más lejos del escenario.
Ezequiel, siendo más “Tero” que titiritero o clown, ajeno por completo a su show habitual, sólo pensaba en la morocha. Azorado contemplaba cada uno de sus movimientos, sus contoneos, sus sonrisas… De pronto deseó que todo el mundo conocido se extinguiese delante suyo, y desaparecieran el tren, la estación, los niños con sus madres –para nada atractivas, desde hacía un par de minutos-, la función, la murga, para que allí sólo quedasen ellos dos, en plena soledad campestre, dispuestos a conocerse mucho más intensamente que cualquier otro vínculo que hubieran podido establecer en el pasado.
A pesar de ello, se lanzó fuera del escenario, mezclándose con los bullangueros integrantes de la murga, evitando cruzarse nuevamente con la filosa mirada de ojos negros de la morocha y su enigmática sonrisa, a fin de no volver a quedar paralizado…
* * *
El eco de los últimos aplausos y ovaciones aún perduraba en sus oídos cuando el tren volvió a ponerse en marcha. El armado y desarmado del escenario para la función de títeres, magia y humor era un ejercicio tan aceitado que apenas les demandó unos minutos. Mientras tanto el Pierrot, voz cantante de la murga, negociaba con el maquinista un viaje gratis hasta Dudignac para toda la compañía, ya que la bañadera oriental que los transportaba desde hacía meses había padecido sus últimos estertores de muerte unas pocas cuadras antes de arribar a Ingeniero De Madrid.
Al oír esto, Ezequiel se entusiasmó. Sus ilusiones se proyectaron de inmediato hacia un futuro encuentro ferroviario con la Colombina. Marco, por su lado, satisfecho por su -¿mágica?- intuición, se aprestó a tolerar esos egoístas sentimientos que afloraban más allá de su voluntad, …¿o no?
Un único vagón de pasajeros quedó unido a la formación, mientras la locomotora realizaba las maniobras correspondientes para acoplar un par de vagones más, uno que transportaba cargas varias -entre ellas, una partida de alimentos que donaba el gobierno provincial para unos recién estrenados comedores infantiles-, y otro perteneciente al correo y las encomiendas. Ambos fueron acoplados junto al de pasajeros y el Infantil, cuyo par de ansiosos pasajeros, en absoluto cansados por la reciente función, deseaban reanudar viaje cuanto antes.
El silbato del tren retumbó en la noche, mientras el potente faro de su morro desgarraba las tinieblas rumbo a Dudignac, y se oía el clásico golpe metálico de los vagones al iniciar la tracción. La noche prometía ser muy cálida para desaprovecharla yéndose a dormir…
Lalo tomó a uno de sus más preciados y entrañables personajes, el títere que en cada show presentaba como “el Caballero Mano de Fuego” –su mejor carta de presentación, sobre todo cuando lo embargaba un súbito acceso de timidez-, y avanzó hacia el vagón de pasajeros, con cierta incertidumbre pero miles de mariposas aleteando a lo largo de sus arterias, concentradas en su abdomen. Marco no quiso quedarse atrás, y sin que Ezequiel lo notase, provisto de la galera, la amplia capa negra y su gloriosa varita mágica, le siguió los pasos.
Al hacer su entrada, Ezequiel saludó en derredor, bromeando al pasar, contagiándose de la perenne bulla que emanaba de aquel simpático y heterogéneo grupo de gente. Así, fue acercándose hasta donde se hallaba sentada la Colombina, quien al ver al “Caballero Mano de Fuego” a la altura del hombro del titiritero, sonrió complacida, sin perder el aura misteriosa que la rodeaba, y le acarició el cabello rubio de lana con el dorso de su dedo índice. Ezequiel emitió un sonoro y trémulo falsete, dando a entender un imprevisto acceso de pudor, mientras el “Caballero Mano de Fuego” se volvía sobre su eje para ocultar el rostro contra la camisa de Lalo. Todos rieron complacidos.
Hasta que Marco interrumpió la escena, adelantándose al exclamar:
-¡Rescataré a este valeroso príncipe de las malditas garras de la vergüenza! -, convirtiendo su varita mágica en un precioso ramo de flores, que solícito le entregó a la morocha como regalo, ruborizándose hasta las orejas, pero contemplándola con mirada dura y distante.
Ella le agradeció el gesto con aire ausente, casi indiferente, como si el mero hecho de haber nacido hermosa, con los años hubiera llegado casi a fastidiarla.
La competencia establecida con ese imprevisto ramo de flores no se le escapó a Ezequiel, quien sintió una profunda y súbita decepción ante la fría acogida de la Colombina respecto del “Caballero Mano de Fuego”. Al mismo tiempo, deseó eliminar de inmediato a su compañero de tareas. “Pero, ¿qué te pasa?”, pensó para sus adentros. Y como cada vez que se encontraba en un mal trance, apeló a uno de sus mejores amigos para que lo defienda:
-¡Pero que inoportuno es este mago! -, exclamó la contagiosa voz de falsete del “Caballero Mano de Fuego”. -¡Siempre aparece con un antiguo truco de cuarta para estropearme la función!
Más risas murgueras, incluida la de la morocha. Sólo que entre las miradas de Ezequiel y Marco volaban letales dardos imaginarios.
-Quizá nuestro príncipe necesite compañía esta noche -, sugirió el mago, y con un certero y veloz pase de magia hizo aletear una paloma blanca entre sus manos.
Una exclamación de sorpresa se extendió a su alrededor, mientras estallaban los redoblantes, y la paloma revoloteaba inquieta para posarse sobre uno de los hombros de Marco. Aquello era competencia desleal.
Ezequiel frunció el ceño y subió la apuesta, olvidándose de su compañerismo, sin pensar en nada.
-¡Prefiero la compañía de unos hermosos ojos negros, Cruel Hechicero de la Noche! -, lo desafió el mismo falsete anterior, extendiendo el brazo con elegancia hasta que los rubios cabellos de lana del “Caballero Mano de Fuego” rozaron la tersa mejilla de la Colombina, quien de súbito –sin dejar las flores ofrecidas por el mago- entrecerró los ojos con dulzura, volviendo a elevar su mano para acariciar aquella tierna cabecita de papel maché, esta vez con varios de sus dedos, gráciles y sutiles.
Sólo que Ezequiel, por una cuestión de profundo orgullo, no podía apartar la vista de Marco. Como si allí mismo, de manera impensada minutos antes, se definiese su mutuo y futuro acontecer laboral.
-Si lo que deseas es conquistarla, te hará falta mucho amor -, y acto seguido, Marco hizo aparecer de debajo de su capa negra la inconfundible silueta de un corazón de chocolate, envuelto en un brillante papel colorado, que inmediatamente le entregó a la Colombina.
Ovaciones y aplausos, más el estallido de un platillo. La situación estaba complicada. Conocía la mayoría de los trucos que Marco desplegaba en su show –muchos otros que mantenía en secreto también-, y sabía que no podría competir contra él……a menos que cambiara las reglas de juego.
-Sólo un acto de valentía puede conquistar a una dama -, exclamó, estridente, el “Caballero Mano de Fuego”, apostando todo en una sola mano. –Y ese acto es el de mostrar las habilidades varoniles más intensas que cada uno posea.
Silbidos de entusiasmo, procaces ovaciones y sonidos de trompetas atronaron el vagón, para beneplácito de la sonriente Colombina –gozosa con el simpático duelo-, a quien algunos de sus compañeros murguistas rodearon en un teatral abrazo, a modo de bandeja que la sirviera para el ganador.
Marco tembló, ignorando hacia dónde correría el “Tero”. En estas lides, delante de una mujer, Ezequiel sabía actuar mejor que él. El corrosivo ácido de la envidia le roía las entrañas. Sintió por un instante que el combate, la noche, el mágico e ilusorio proyecto del show de Vagón Infantil se esfumaban en apenas unos segundos de irrupción erótica. El dolor y la furia fraguaban en su interior. La ambivalencia no lo dejaba pensar.
Ezequiel se impacientaba al experimentar sensaciones similares. Le resultaba incomprensible que su mejor compañero de shows hasta la fecha pudiera hacerle una escena de celos como ésta. Pero también recordó que Marco era un hombre, además de mago. Y que jamás le había conocido una pareja, estable u ocasional. “Cosas del destino”, se consoló a sí mismo, minimizando el posible dolor del otro. Pero sabía que era un engaño.
La murga bullía, expectante. La morocha los miraba alternativamente, pendiente del resultado, atraída -sin querer admitirlo- hacia tal original rivalidad en su honor. De nada valía conocer cuál era el as en la manga que podía ocultar cualquiera de los dos; y sin embargo, el suspenso aumentaba.
Hasta que el redoblante se dejó oír en demasía, y Marco estalló:
-¡Está bien! -. Y el tamborileo del redoblante cesó con un estruendo de platillos. –Si hay que demostrar habilidades, ¡pues que así sea!
Con un grandilocuente gesto teatral, ajeno a su persona, se cubrió la mitad inferior del rostro con su brazo izquierdo enrollado en la capa, mientras con su mano derecha se golpeaba apenas la cabeza con un extremo de la varita. Acto seguido, desapareció.
Un ahogo de asombro enmudeció al vagón, que contuvo el aliento, disipando cualquier sonrisa. Ezequiel quedó perplejo por un instante. “¡¿Cómo lo hizo?!”, chillaba una voz dentro de su mente. Hasta que con su último resto de cordura, conteniendo a duras penas una lengua vacilante, proclamó:
-¡Un aplauso, señoras y señores! -. El sonido de su propia voz lo sorprendió tanto como a los demás. -¡He ahí a un artista que sabe salir limpiamente de escena! -. Y con un murmullo apenas audible, sin poder reprimirse, agregó: -Y a un hombre que conoce sus propias limitaciones.
Los aplausos fueron muy trémulos, esporádicos, hasta que luego de unos instantes estallaron privilegiados, comprendiendo que se hallaban en presencia de un show nunca antes visto. Sólo que sus propios artistas lo desconocían hasta entonces.
La Colombina se puso de pie, reponiéndose de la sorpresa, tomó la mano libre de Ezequiel entre las suyas, obligando al titiritero a regresar a la realidad, y le rozó los labios con los suyos. La murga explotó en un solo grito, liberando la tensión. Ezequiel parpadeó, incrédulo, como si aquello no fuese lo deseado. La morocha se hizo a un costado y besó en la nariz al “Caballero Mano de Fuego”, que tembló con vida propia en manos de Ezequiel, sin que éste pudiese articular palabra. Entonces ella, reteniéndolo con ambas manos, lo condujo fuera del vagón. Un malévolo coro de murguistas le deseó buena suerte, riendo y aplaudiendo a la vez.
El silbato del tren se dejó oír, como proviniendo de otras épocas. La velocidad de la locomotora pareció disminuir. Algunos solitarios focos de la luz iluminaron brevemente la semipenumbra del pasillo, junto a los escalones del vagón. Ella le rodeó el cuello con los brazos, lo besó con la boca abierta, beso que Ezequiel apenas tuvo el impulso de responder, y le dijo con un tono áspero y sensual:
-Es la primera vez que me seducen con magia. Pero como ya lo dijo el poeta, el único paraíso posible es el paraíso perdido.
Dicho lo cual, el tren aplicó los frenos, deteniéndose en la Estación Dudignac. Ezequiel, desconcertado, sin ser él mismo desde la desaparición de Marco, giró la cabeza hacia el exterior. Más allá del andén divisó un almacén de ramos generales, digno de ser confundido con una pulpería; el pueblo parecía haberse detenido en el tiempo. La sensación de irrealidad se tornó aún más punzante al descubrir la insólita presencia de un ciclista pedaleando al cruzar bajo la solitaria luz de otro foco. El “Caballero Mano de Fuego” volvió a temblar con vida propia. Un súbito escalofrío lo adosó contra la pared del vagón. “¿Qué me pasa?”, alcanzó a preguntarse Ezequiel, sin darse una respuesta, aunque sintiéndose víctima de un ignominioso hechizo. Las manos de la Colombina yacían ardientes sobre su nuca, los ojos negros clavados en los suyos, a la espera de algo más, aunque sin animarse por el momento.
Entonces, quebrando aquel maléfico hechizo como un cristal, el movedizo cuerpo de la murga arremetió contra ellos, obligándolos a descender a tropezones en una contracturada danza, mientras entonaban otra pegadiza rima de Don Jaime Roos:
“Era una retirada
Que al despedirse quiere regresar
Se va, se va la murga
Aunque ella nunca pueda decir adiós”
Ezequiel trastabilló, a punto de perder el equilibrio al llegar al andén, sostenido apenas por el anónimo abrazo de la murga. La Colombina reía, secundada por Pierrot, quien la cortejaba burlescamente mientras bailaba a los saltos a su alrededor; “Nuevamente la Princesa se perdía entre la gente”, canturreó Ezequiel, recordando la rima murguera. Por un instante, aquel sentimiento de extrañeza lo abandonó, aunque no lograba sacarse de la cabeza la cruel imagen de Marco desvaneciéndose en el aire.
Y aunque le era imposible recuperar la sonrisa, o aquel tórrido sentimiento de seducción que lo embargara al calzarse a su preciado “Caballero Mano de Fuego” a bordo de su entrañable Vagón Infantil, su corazón se agitó trémulo –con un sentimiento de pérdida mucho más incisivo que el experimentado por el alejamiento de la morocha-, mientras la murga se alejaba en la noche rumbo al pueblo, al escuchar aquella esperanzada rima de Don Jaime Roos, una vez más:
“Que no se apaguen las bombitas amarillas
Que no se vaya nunca más la retirada
Quiero cantarle una canción a Colombina
Quiero llevarme su sonrisa dibujada”
*
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