domingo, noviembre 20, 2011
FANTASMAS VESTIDOS CON LETRAS...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
Bajo la alfombra*
Todo el mundo sabe
que a los poetas los carga el diablo.
Por eso todo el mundo
mete a sus poetas bajo la alfombra
cuando vienen visitas
o los encierra con llave
en una habitación sin fondo
a ver si hay suerte y al abrir la puerta
han desaparecido para siempre
tragados por los bosques de arena
o bifurcados en las intersecciones
de los puentes heptagonales.
Pero toda precaución es poca:
A través de alfombras y paredes,
de océanos y siglos, de barrotes,
la palabra se expande, primavera
de voces desgajadas por el valle,
río de aguas voraces que se acerca,
feraz enredadera trepándose a los muros,
penetrando ventanas, expandiéndose
por el aire de todas las estancias
y estallando en rotundas espirales
que estremecen lámparas y muebles
en nombre del poeta sepultado
bajo perversas lápidas de olvido.
-De Por si mañana no amanece
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
FANTASMAS VESTIDOS CON LETRAS...
LA FELICIDAD COMO DEBER*
Tenemos, dicen, el deber de ser felices.
Mirando el campo desde arriba, y constatando la fugacidad de la vida de hormigas y minúsculas existencias con patas y antenas, y torpes colmillitos de frágil ferocidad, es hasta redundante notar que para tan poca existencia es ridículo el malgaste en penas evitables. Sería también de una obviedad
pueril descubrir que las fauces de tigres y osos polares poco son si medimos al animal por la escasa porción de vida en tanta eternidad de años contados por millones. Y nosotros, también, vistos desde arriba apenas representamos un puntito microscópico en el inabarcable universo.
Nuestras penas y afanes son, de acuerdo con esto, absolutamente desproporcionados con el tiempo, ese tiempo tan escaso del que disponemos entre el alumbramiento y el deceso, segundos apenas que podemos dedicar a conseguir la felicidad.
Debemos ser felices.
Noches en vela por gentes que luego nos dan la espalda o bien terminan muriendo de todos modos, cuidados o no. Insomnios diurnos por amores contrariados, por obligaciones vanas, por hijos ingratos o por catástrofes inobjetables. No habría necesidad, no sería justo.
Tenemos el deber de ser felices.
Por sobre guerras y recesiones, por encima de los mendigos de las calles, a pesar de las injusticias y aunque afuera arrecien las violencias.
Aunque nuestros amigos se desesperen o caigan desarmados, contra el viento
gélido de los abandonos y a la par de los que soportan yugo ya no de bueyes que no los hay por aquí pero casi pareciera, a su lado pero mirando para arriba, para otro lado, para no verlos en su deprimente sufrimiento.
Felices con sonrisas llenas de dientes y ojos ciegos.
Susan Sontang hablaba de cómo en nuestra época se ve al cáncer como resultado de la represión de emociones, cáncer como salida de aquello enterrado por uno mismo. Cáncer, finalmente, como culpa del paciente. Sida como culpa del paciente, enfermedades que finalmente pertenecerían al enfermo y serían casi una elección. Gente que en vez de escoger la felicidad escoge el dolor y ser víctima de un temible mal. De esto hablaba Susan con horror.
Porque tenemos el deber de ser felices. De otro modo, uno es un actor consciente de la obra de su propia muerte. Eso dicen.
Y no me quedan dudas de que debemos intentar la felicidad, a pesar de, contra de, aunque sea. Pero no sin esos deberes morales, esos deberes humanos que son inequívocos.
La felicidad no es un estado puro. Sucede mientras uno limpia la mesa para recibir al amigo desgraciado, mientras se trabaja para llevar el sustento a quienes se ama, mientras las cebollas de la comida que se compartirá nos hacen rodar lágrimas.
Y no hay felicidad cuando para tenerla se entierran cadáveres en el jardín. O no debiese haberla. Quien intenta ser un hombre o mujer honestos creo que no puede conocer esa clase de felicidad que se funda en el abandono o la negación de las responsabilidades.
En "El Zoo de cristal" Tenesse Willians contaba cómo el hermano ponía la mayor distancia entre su vida y la triste, desfalleciente penumbra de su hermana y su madre. Se hizo marino mercante para escapar, puso leguas y millas entre su vida y la miseria que abandonó en su ciudad. Pero bastaba un
destello de vidrio para recordar las figurillas de cristal de Laura, su hermana, y sentir en la espalda la leve presión de su mano. Escapar es imposible cuando se sabe la existencia de un deber hacia unos seres que se ha abandonado.
Por eso, tenemos el deber de ser felices pero con lo que hemos quedado presos, que presos de algo estamos todos. No adscribo a la culpa judeo cristiana que llama al sufrimiento, pero no puedo descreer de la moral necesaria para que la felicidad sea lo menos espúrea que podamos conseguir en esta vida llena de impurezas y máculas.
Felicidades, entonces, con los bártulos a cuestas y sin renunciar a una mirada abarcadora y lúcida. Lo que se pueda aquí y ahora, y cada tanto lavando ropa que no nos pertenece.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
SORDO MURMULLO*
Quieto el horizonte
verde a lo lejos,
y las sombras esperan colgadas de árboles
enhiestos
Sordo murmullo
colapsa el tiempo, escondido en lóbregas grietas,
agónico ve pasar fantasmas
y las caravanas de otras épocas,
cuando el sol
entibiaba dulcemente las praderas
y las ilusiones salpicaban de colores los sueños
Eran otras épocas
ajenas a los temblores
y al miedo ajenas
Quieto el horizonte aguarda un suspiro en la montaña,
y el clamor de paz desde el centro de la tierra,
donde el enigma del mundo aún no resuelto,
desgrana lamentos
y los ojos sordos
y los oídos ciegos.
Quieto el horizonte
negro a lo lejos.
*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
NOVIEMBRE DEL '81 *
Escribí esta crónica hace 5 años, de modo que donde decía “veinticinco años después” ahora debe leerse “treinta años después”. Por lo demás, creo que el aniversario al que se hace alusión aquí bien vale volver a compartirla.
Crónicas del Hombre Alto (n° 24)
En noviembre del '81 yo era un adolescente muy flaco, muy miope y muy introvertido. Un solitario de 16 años cuyo rostro aniñado permanecía semioculto detrás de un grueso par de anteojos. Un alumno destacado que veía mucha tele, resolvía crucigramas y encauzaba sus dotes musicales sacando canciones de oído en un órgano "Fun Machine".
En noviembre del '81, si bien manejaba una cantidad considerable de datos sobre el mundo, no sabía casi nada de la vida, aunque a veces sentía que sabía casi todo. Poseía más certidumbres que dudas. Creía en Hollywood y en la revista Gente. No entendía hasta qué punto todo discurso implica necesariamente una manipulación de la realidad. Sobre varias cuestiones pensaba que los malos eran los buenos, y viceversa. No imaginaba que, en apenas un par de años, mis opiniones acerca de unos cuantos temas darían un vuelco de 180 grados.
En noviembre del '81 mis proyecciones sobre el futuro eran vagas. Las más concretas llegaban sólo hasta el año siguiente. 1982 iba a traer consigo tres acontecimientos relevantes: el final de mi escuela secundaria, el Mundial de España y el viaje de Quinto a Bariloche. Que cinco meses después la Argentina entrara en guerra con el Reino Unido, por supuesto, quedaba fuera de cualquier previsión, incluso para alguien fantasioso como yo.
En noviembre del '81 había empezado ya a formularme algunas inquietudes filosóficas acerca del sentido de mi presencia en este planeta. Pero, más allá de esas primeras reflexiones sobre el ser y la nada, mi gran angustia existencial estaba dada por tener que digerir el reciente descenso de Colón.
En noviembre del '81 no se pasaba rock nacional por las radios y yo le guardaba un inexplicable recelo a la música cantada en castellano. Estaba a años luz de ciertas voces, ritmos y sonidos que, pocos años más tarde, ayudarían a ampliar mis horizontes auditivos para siempre. Escuchaba a Alan Parsons, Supertramp y Queen... pero también a Abba y a Village People.
En noviembre del '81 no había visto ninguna película de Woody Allen, "Brazil", de Terry Gilliam todavía no me había volado la cabeza, y no había experimentado tampoco el nudo en la garganta de cuando la bicicleta de ET levanta vuelo recortada contra la luna. Eso sí, los Superagentes me parecían geniales.
En noviembre del '81 aún no había descubierto la obra de Cortázar. Ni siquiera había perdido todavía mi virginidad mental leyendo "Sobre héroes y tumbas". Agotados hacía tiempo los clásicos infantiles (con el maravilloso Julio Verne a la cabeza), mis lecturas de entonces se concentraban en los ovnis y los fenómenos paranormales. Aún ignoraba que los misterios más apasionantes del universo no se hallan fuera del alma humana, sino precisamente en su interior.
En noviembre del '81, yo no era escritor ni soñaba con serlo. Lejos en el tiempo había quedado mi hábito infantil de garabatear cientos de hojas redactando crónicas de partidos de fútbol, intentando emular el estilo periodístico de la revista "Goles". Atrás también había quedado mi efímera incursión de los 11 años por la ciencia-ficción, plasmada en una novelita llamada "Aventuras en las galaxias", cuya escritura me había proporcionado una apasionante diversión veraniega.
En noviembre del '81, sin ninguna causa específica que lo justificara, sentí el impulso de poner por escrito alguna de las tantas historias imaginarias que solían poblar mi ajetreado mundo interior. E, influído quizás por la reciente lectura de "Los bufones de Dios", de Morris West, tomé un bloc borrador y, empuñando una Sylvapen 78 -que aún conservo como reliquia- me largué a escribir una novela plagada de clichés best-selleristas y lenguaje de serie policial de TV, con espías de la CIA y de la KGB enfrentándose en tierras australianas, pugnando por llegar primeros al inhóspito sitio donde ha caído un satélite que, aparentemente, viola los tratados internacionales sobre armamento nuclear.
No recuerdo cuánto tiempo me llevó escribir tamaño engendro, pero estimo que a fin de año la historia (a la que nunca puse título) estaba terminada. Sí recuerdo, en cambio, que me encantó escribirla. Sí recuerdo, también, que ese verano le comenté muy seriamente a mi amigo Patricio que, en adelante, me pondría a escribir cuentos, "porque escribir una novela cansa mucho".
Nunca, desde entonces, abandoné esta inefable tarea de perseguir infructuosamente fantasmas vestidos con letras. Es cierto, me tomó algunos años descubrir que la de escritor era la condición que mejor definía mi ser esencial, y me tomó algunos más poder asumirlo frente a los otros con naturalidad, pero esto no le quita a noviembre del '81 su categoría histórica de fecha fundacional.
Treinta años después, aún sigo ordenando palabras. Y aunque, en cierto modo, extraño ese irrecuperable candor de los inicios, aunque a esta altura ya no creo que alguna de mis obras vaya a alterar la historia universal de la literatura, aunque la distancia entre el escrito imaginado y el pobre resultado obtenido sea casi siempre abismal, cada vez que estoy terminando de corregir un texto vuelvo a experimentar ese cosquilleo, esa ansiedad. Y, una vez más, siento que es en esos momentos cuando soy más yo que nunca.
Razón más que suficiente, me parece, para dedicarle estas líneas a aquel adolescente que, en noviembre del '81, empezó a construir mi lugar en el mundo usando tan sólo una birome Sylvapen.
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernanrdo@fibertel.com.ar
Pensamientos literarios*
Sentada frente a la ventana de la biblioteca, la bonita joven se dejaba llevar por sus divagaciones.
Pequeñas volutas celestes parecen disparar de sus ojos. Las empujan los pensamientos profundos, agudos, insondables.
-¿Qué puto vestido me pongo?- El negro está manchado, el rojo lo presté a Juli.
-Hum…podría ser la pollera gris y el top verde.- Ya está- Le pediré las botas a Pachi.- Huff, tengo que comprar champú ¡que horror!.
Los libros, en los estantes, temblaron ante el preciosismo del pensamiento. No podían con todos esos verbos exquisitos.
A Saramago y Cortazar les brotó sarpullido, Alfonsina miró a Horacio con dolor,
Lorca ,Blainstein, Galeano, se arrimaron más, tratando de infundirse valor y arengando a los demás genios de la pluma a cerrar sus tapas y dormir, soñando, tal vez, con sus poemas o frases inmortales. Y perdonando a esa tonta lectora que se perdía en sus escasos recursos imaginativos.
*De Elsa Hufschmid. elsahuf@yahoo.com.ar
Cucu*
cucu: del latín cucuchan especie animalis, genero femenino, dícese de una diosa que bajo del Olimpo para llevar a los nativos de lugar el fresco color de sus ojos de cielos.
Del griego cucuchan, cachuchan , especie angelus proveniente del Monte de Venus, se identifica por sus vellos cabellos castañun arboreus tupidusm y enruladusmm
Del turco. Cucu dícese de una comida afrodisiaca a base de cucurucho, cuclillas , cuchufleta y chabomba, ideal para las noches cachongas.
Del ruso kuckshak baile típico de la estepa de Rusia, sus movimientos armónicos y flexibles provocan un efectos de relajación.
Del Perú, cucu, cuquini y Cucufate, cosmético ideal para mejorar las arrugas. A base de flores de Santa Teresita, de aceite de Lubor y esencias de Aquilina.
Del español cucu, dícese de la mujer de un gato Félix característico de la tierra madre. Su unión en pareja es perenne. Su fertilidad es fecunda y duradera.-.
-Para mi hermana, que le dicen cucu en su cumple, Con la mejor onda y esprimiendo la cucuzza ja.
*De Azul. azulaki@hotmail.com
octubre 2011
El estornudo de una mosca (Kagelmüsik)*
*Por Juan Forn
El niño Mauricio Kagel se cansó de que en la escuela y en las casas de sus compañeritos le dijeran que no había nacido un día cualquiera (su cumpleaños era el 24 de diciembre). Finalmente encaró a su madre y le preguntó: "¿Qué más pasó el día que nací?". La madre le contestó: "Las mujeres no suelen leer el diario en la sala de parto". No se piense que mamá Kagel era desamorada con su hijo. Todo lo contrario: la casa de los Kagel rebasaba de libros y revistas y diarios viejos (papá Kagel fue toda su vida librero,
editor, imprentero, leía hasta en la ducha, literalmente), pero mamá Kagel se las arregló para hacer entrar un piano en el atestado living de la casa y también un violoncello; y además, profesores particulares de ambos instrumentos, nada de Conservatorio para Mauricio: la madre quería que el
hijo se fuera inclinando naturalmente al instrumento con el que tuviera mayor empatía. Hubo también un arpa, después de que mamá Kagel viera una en la vidriera de la Casa Ricordi, un día que paseaba con su hijo, y convenciera a los empujones al pequeño Mauricio para que se colara en la vidriera y "sintiera" el instrumento. Es una escena sin par: el niño flequilludo y encorbatado acunando un arpa en la vidriera de Ricordi, contemplado por su madre con absoluto embeleso. Algo ve el hijo en los ojos de la madre en ese momento que hace completamente anecdótico el hecho de que abandonara las lecciones de arpa a los pocos meses y que después dejara el violoncello y años más tarde el piano y años después también el país, para irse a Alemania a los 27 años a inventar una nueva especie de música.
Mauricio Kagel fue un argentino de extramuros. Uno de esos tantos que se van a hacer afuera lo que no pueden hacer acá, lo logran (John Cage: "El mejor músico europeo que conozco es argentino y se llama Mauricio Kagel") y se pasan la vida atónitos de que acá no les den ni pelota. El caso Kagel tiene
final feliz: dos años antes de su muerte, el Colón le dedicó una Semana Kagel, lo hicieron Ciudadano Ilustre de la Ciudad, y cómo no iban a hacerlo ilustre si el tipo acababa de darle un momento inmortal a Buenos Aires. La Semana Kagel coronaba con la ejecución de Una brisa, una gloriosa pieza musical para 111 ciclistas que consistía en lo siguiente: la concurrencia debía salir al foyer del Colón, a la entrada "linda" del teatro, la de la calle Libertad, y por ahí pasaban 111 ciclistas en compacto contingente,
unos silbando, otros entonando una vocal o una consonante, otros haciendo sonar rítmicamente el timbre de sus bocinas. Habían cortado la calle, se había juntado una multitud. El espectáculo duró menos de un minuto, pero las caras de los ciclistas, y las del público del Colón, y las de los transeúntes curiosos, y hasta las de los camarógrafos de la tele y de los policías que cortaban el tránsito, eran una y la misma. Si me permiten un símil delirante, pero en cierto modo afín, fue como si Kagel hubiera logrado
proyectar en el cielo nocturno de Buenos Aires la expresión que vio en la cara de su madre aquel día desde la vidriera de Ricordi. Me faltó agregar que, en la partitura de la pieza, Kagel dice que la alegría de los ciclistas se debe a que son músicos a quienes se ha otorgado una nueva sala de concierto largamente prometida y hacia allá marchan, pedaleando. Los músicos
y la audiencia no tienen que saber, aclara Kagel en una cáustica nota final, "que las mejores butacas para el concierto de apertura han sido concedidas a los políticos de la ciudad, precisamente aquellos que supieron obstaculizar el proyecto una y otra vez".
Cuando cayó el Muro en 1989, Kagel estrenó una pieza que tituló Oda interrogadora, en la que se repetía: "¿Libertad? ¿Igualdad? ¿Fraternidad? ¿Cuándo?", y en las notas de la partitura aclaraba a los intérpretes que el acento debía estar puesto siempre en la cuarta palabra. En El tribuno, una
pieza musical radiofónica "para orador político y altavoces", de 1978, el cantante entona estentóreamente: "¡Somos una nación de fronteras abiertas! ¡Sin fronteras no hay nación! ¡He creado la policía para preservar la dicha! ¡Quién no se siente libre entre nosotros! ¡La policía son ustedes!".
Decía que hacía esas cosas porque el arte de lo acústico debe ser tan sutil que permita oír el estornudo de las moscas. Decía que, con la electrónica temprana de los años '50, se creyó que los sonidos sinusoidales y las máquinas habían abierto las puertas de un universo sonoro ilimitado, pero con el tiempo resultó que esos sonidos electrónicos se desgastaban mucho más rápido que el anticuado tañido de una flauta. Decía a sus colegas hiperintelectuales que no había que tenerle miedo a la armonía tradicional.
Decía que componer no sirve para nada si los compositores no tienen la fuerza de ser absolutamente francos en sus composiciones. Decía que la música iba hacia el teatro, pero que la manifestación perfecta de su idea de la música eran los ensayos generales con piano (es decir, sin orquesta y con
los intérpretes vestidos de civil: lo teatral de lo cotidiano y lo cotidiano de lo teatral hechos música). Decía que la enfermedad de la sociedad es la sociedad misma, que trata de curarse por medios que enferman. Decía que había que aprender a vivir acústicamente.
En su libro Palimpsestos se pregunta por qué escriben libros los compositores. ¿La música no les es suficiente? Y se contesta: "Jamás he pretendido ser escritor. Todo lo que he intentado formular en palabras habría sido imposible hacerlo por medio de notas. La música es un vaso comunicante tan políglota como ambiguo. Como decía Valéry, la palabra tiene la última palabra". La mayor parte de lo que Kagel escribió lo hizo en alemán. El decía que expresarse en una lengua extranjera que no dominaba del todo le evitaba la tentación de la floritura intelectual: lo obligaba sin remedio a la síntesis, a la precisión. Dicen que hasta el fin de sus días habló alemán como un inmigrante y que su argentino hablado ya tenía rotundos ecos teutones. Se pasó la vida teniendo que contestar si era alemán o argentino. Terminó diciendo que era judío. Personalmente creo que debería haber dicho: judío de Buenos Aires, de las librerías y bares y cines de la calle Corrientes de los años '50, que es lo que fue toda su vida. Sesenta años después de su nacimiento, en una cantata que él prefirió definir como "noticias truncas para barítono e instrumentos" y que tituló El 24 de diciembre de 1931, se dio el gusto de averiguar finalmente qué había pasado el día en que nació. El último de los hechos ocurridos durante aquella
jornada fue la noticia de que todas las campanas de las iglesias de Norteamérica habían sido sincronizadas con las de Jerusalén para anunciar juntas la Navidad. Kagel agrega en las notas de la partitura que la obra debe culminar al son de las campanadas desenfrenadas que se expanden de una
punta a la otra del norte del continente, mientras en Buenos Aires son las cinco de la mañana y las campanas locales se estremecen imperceptiblemente y un anónimo bebé nacido en la víspera cree oír por primera vez en su vida el sonido que hace una mosca cuando estornuda.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-181462-2011-11-18.html
GORRIONES EN EL FRESNO*
Sobre una parda rama del fresno se posa la gorriona.
Pronto viene a posarse a otra rama el gorrión.
Pueden volar
desde el nido de la multiplicación en el cielo de la vida
hasta su muerte,
pero ya están atados el uno al otro
por el hilo invisible del amor.
*De Rubén Vedovaldi. rubenvedovaldi@netcoop.com.ar
*
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