martes, febrero 07, 2012
EL SIGNIFICADO ESTÁ EN LAS PERSONAS...
-Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba.
MAR DE DUDAS*
Sentada en el murallón veía a diario entrar y salir los barcos del puerto..
Uno de ellos se había llevado a Ismael dejándole la promesa de regreso y amor eterno. El pacto se selló con un beso que se adhirió a su piel como un juramento ante Dios.
Lo creyó veinte años atrás, ahora no sabía si ese Dios existía, solo presentía que la distancia era un enorme dragón que se alimentaba de promesas.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
ÁRBOLES*
*Por Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
Arde de abejas el aguaribay, arde.
Juan L. Ortíz
Una tarde no es distinta a otra en los ambientes en donde reinan los cielos y los campos, donde la semilla brota sin mucho esfuerzo, si tiene agua en su momento, es decir, a tiempo.
Una tarde no es distinta a otra ni siquiera en el recuerdo en que uno vive recreándose.
Los árboles no son siempre los mismos árboles, ni siquiera en el recuerdo.
El aguaribay de mi casa paterna, en mi pueblo, por ejemplo y no el que cantó Juanele Ortíz, el famoso ”aguaribay florecido” sino el de nuestro propio aguaribay que destruyeron tres tormentas sucesivas.
“Es de madera muy blanda” sentenció mi hermano.
Yo lo había traído junto al Ibirá pitá de Santa Fe, regalo de mi amigo Roberto Cocco, cuando eran dos plantitas que no pasaban de diez centímetros. Con paciencia mi hermano los fue cambiando de macetas hasta que pasaron el metro de altura y los plantó en el terreno. El Ibirá pitá al lado de un gran ceibo, cerca del tejido que da a la calle, donde en mi niñez reinaron tres plantas de granadas que protegieron mis primeras lecturas con su sombra propicia. Arrancó con problemas y tres heladas sucesivas casi lo dejaron fuera de combate, pero él resistió. Primero fueron ramitas con tres hojas y hoy pasa orgulloso los cuatro metros y es el espectáculo en enero con sus bellas flores amarillas y admiración de los viandantes. Es el único ejemplar que hay en el pueblo, aunque ya hay varios que me pidieron su semilla. El aguaribay en cambio tuvo un desarrollo opuesto. Mi hermano lo plantó junto a la vieja bomba de mano para extraer agua, en medio del terreno. Creció pronto y ganó cielo en un abrir y cerrar de ojos. Y un día comprendí aquel poema de Juanele, porque vi en su tronco una multitud de abejas que lo cubrían entero. A ese florecer se refería el poema, claro. Yo ignoraba que por allí exudaba un líquido dulce el gran aguaribay.
Las tormentas lo troncharon. Quedó un tronco de ochenta centímetros al cual nacen cientos de bracitos verdes. Es la vida que pugna por salir.
La leña para la estufa del invierno la va cortando mi amigo Mario Compañy de las ramas secas de los sauces, las moreras, los paraísos, los “siempreverdes”y los fresnos. En general lo hace en los veranos, viene con la motosierra y en pocos minutos termina la tarea. Apila los trozos con cuidado y al terminar los pasa con la misma eficiencia y prolijidad a un pequeño galponcito, donde mi viejo guardaba sus herramientas y el producto de la quinta: papas, tomates, pimientos, zapallos. Como estaba en el lugar que ocupó el gallinero desde siempre, su puerta tenía una traba segura. Hoy no tiene puerta, se cayó una pared del frente, no quedan ni gallinero ni gallinas y sirve para proteger la leña de la lluvia.
El galponcito de marras tiene un techo de chapas, un piso de portland y está donde estuvo siempre: entre una vieja higuera y las antiquísimas plantas de moras que, creo, son más antiguas que la casa porque creo haberle oído a mi padre decir que “él no las hubiera plantado”.
A un costado del galponcito en su pared que da al este aún quedan dos hileras de casitas para las gallinas cluecas y ponedoras. Debajo de las moreras estaba el dormidero, hecho de palos, junto a una máquina de quebrar maíz para los pollitos, sobre un poste de ñandubay que fue a parar a la estufa. Mismo destino tuvieron los palos donde durmieron varias generaciones de gallinas.
Mi amigo Mario me dice que con el tiempo la leña va perdiendo peso, cuerpo y rinde menos. Cuántas cosas uno puede llegar aprender.
Recuerdo que en mi juventud, como dependiente de una librería, me asombraba un libro de texto titulado “Resistencia de materiales”. Comenté a un compañero la extrañeza del título, que a mí me sonaba a oxímoron.
Presto me explicó con palabras técnicas que ya olvidé. Era un estudiante avanzado de ingeniería.
Comprendí que mi petulancia plena de ironía cuasi poética no cuajaba en este caso que proveía una mente racional, comprensiva de la materia lisa y llana.
Por eso cuando Mario me habló del cansancio de la madera, lo miré como si entendiera y no quise pasar por bruto de nuevo.
Las plantas nuevas las fue plantando mi hermano en todos estos años.
Miro hacia el confín del terreno y pienso: cuando mueran aquellas dos plantas de naranjas que ayudé a plantar a mi padre, nada quedará aquí que recuerde la industria de mis manos.
De todos modos esta conclusión no me impide gozar la felicidad de cobijarme en todos ellos.
CASCARITAS DE OJO*
Escucha tú,
árbol de pan y miel:
hoy tengo deseos de llorar
y gemiría con cualquier palabra:
cruz de filigrana,
ropero,
coca-cola,
nostalgia de ti.
Te invito una taza de café
endulzado con cascaritas de ojos.
Lloremos juntos hoy
en todas las esquinas,
en los parques y en el metro,
en la tina y en los bares
por el amor que nos tuvimos,
y hoy es mariposa muerta
en nuestras manos.
*De Lina Zerón. linazeron@yahoo.com
-Del libro: Poesía Reunida 1975-2010. amarillo editores. 2011
Se llamaba Jesús, como Dios...*
*Por Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com
(Desde Buenos Aires, Argentina)
-¿Tiene algo para dar, doña?
Me llamo Jesús, como Dios, mi mamá dice que siempre nos ayuda y por eso me puso ese nombre.
Esa era su carta de presentación cada vez que alguien respondía al timbrazo, cuando el niño de diez añitos pedía comida para llevar a su casa pobrísima.
Siendo el mayor de cinco hermanos, asumió la responsabilidad temprana de salir a buscar ayuda para todos.
Una mañana de agosto se levantó más temprano que otros días. Dejó el camastro cuyo colchón tenía más pozos que las calles de la villa, tapó a sus hermanos con la única frazada que tenía más agujeros que las chapas y cartones que oficiaban de techo y partió con otro fin. El domingo sería el Día del Niño y Jesús quería sorprender a sus hermanos con un regalito.
Sorpresa que él tanto esperó, todos los años.
Esa que su madre nunca pudo darles.
Esperaba con la misma ansiedad con que se espera un milagro, pero que por esas cosas de la marginación queda como sueño trunco sobre las espaldas pequeñas, dónde las costillas pueden contarse sin necesidad de rayos x.
Más allá que hubiera, o no, comida en su destartalada mesa, el pequeño quería que sus hermanos tuvieran, al menos, un “Día del niño”.
-Por un día nadie se muere sin comer, pensó, mientras salía corriendo hacia el barrio lindo donde siempre conseguía algo.
¡Tan acostumbrado a esperar otras esperas!
¡Tan acostumbrado estaba en eso de hacer gambetas al chillido que nace en el estómago cuando está vacío!
En la casa donde vivía la señora linda, esa que siempre prestara atención a su demanda, encontró lo que necesitaba. Su corazón latía ese latido que sólo la alegría puede hacer repicar dentro del pecho.
Atendiendo su demanda tan noble, dada su corta edad, La señora, enternecida, le regaló tres bolsas en las que había ropa usada –total, para ellos…-, algunos juguetes y algo de dinero para que pudiera comprar cumplir su deseo.
Jesús agradeció y salió corriendo, imaginaba la sorpresa reflejada en esas caritas que parecían calcadas de la suya, cuando vieran lo que llevaba para ellos. Con el dinero compró chupetines, chicles y una hebillita con peluche para la Naty, su hermanita más pequeña.
¡Jesús les daría un Día del Niño como jamás él, había tenido!
Tres bolsitas colgaban de su brazo enclenque agitado por la prisa. Quería llegar y ver los ojos tiernos de su madre y los ojazos renegridos de sus hermanos cuando la alegría los iluminara.
Casi a punto de alcanzar su meta, una cuadra antes de donde se encontraba la humilde casita de maderas, chapas y cartones, refugio de su miseria, un estampido partió en dos el sonido de una cumbia, “Laaaaaaauraaaaaaa, siempre que tu bailas a ti se/ te ve la tangaaa/.
La policía corría como desbandada, Jesús buscó protección detrás de un coche abandonado mientras los disparos se sucedían y la cumbia seguía sonando su apología de la miseria.
Un solo ¡ay! Brotó de su boquita cuando aterrado por el infierno que lo rodeaba, llamaba a su mamá.
(Dios, ese día estaba distraído aunque el niño se llamara Jesús y también fuera su hijo, como dicen.)
Jesús cayó, su boquita pegó contra los huellones de barro seco en esa zona donde el asfalto no llega, ¡Total, a los “negros” no les hace falta, a ellos les gusta vivir entre la mugre…!
Algo rojo y pegajoso salía de un agujero que apareció, de pronto, como tatuado de prepo en su espaldita morena.
Era el agujero que se devoró a la vida.
Dicen que aparece cuando llega el tiempo y alguien necesita un ángel en otra parte.
¡Digo que aparece cuando el hijoputismo reina, desprecia desbocado formando callos en las conciencias del absurdo.
Uno de los uniformados, haciendo uso del despreciable concepto de la portación de rostro, al verlo echado sobre la tierra con bolsas que colgaban de su bracito aquietado, de repente y para siempre, hizo una exclamación desafortunada.
-¿De dónde sacaste eso? Preguntó hacia el vacío.
-Seguro que las robó, estos negros empiezan desde chiquito p’ta madre que los parió… dijo con la seguridad que apuntala los criterios de los imbéciles.
(El policía era tan moreno como el niño, sólo que el uniforme, a algunos, les aclara la piel y les cierra los sentidos)
Jesús quedó para siempre en el recuerdo, junto a tantos Jesús que mueren día a día porque “son chorros, asesinos, drogadictos, mafiosos”. Los eternos “sin Día de” como proponen las publicidades para acrecentar negocios que a la vez marcarán o no, capacidad de ingreso al mundo de los “blancos”.
Por la villa donde Jesús creciera apenas, para morir apresuradamente, todas las noches anda un señor de piel muy blanca, rubio, de hermosos ojos celestes, demasiado buen mozo. Baja de un coche importado que parece una nave del futuro. Un triunfador, como lo llaman…
Nunca va solo pese a que tiene un cuerpo tan bien formado que denuncia horas de ginmansio y “complementos”.
Que no necesitaría “culatas” si fuera hombre en serio.
Que no conoce el sonido de las tripas crujiendo ¡y eso que es uno de aquellos que se las sabe todas…!
Busca jovencitos pobres a los que les da “algo” para que salgan a revender y de paso para consumir y así seguir vendiendo, luego. Sin cortar la cadena de idas y vueltas al submundo de la degradación.
El hambre es cruel, genera “delincuentes” y siempre serán los “negros”, los encargados de reproducir la delincuencia.
Los emergentes del olvido.
Espantos sociales que afean el paisaje copiado de las grandes ciudades europeas.
Por eso hay quien piensa que para terminar con la delincuencia hay que matarlos a todos. Cuanto más chicos se haga la limpieza, será mucho mejor.
Sobre el “señor” musculoso jamás pesó una duda. Entra y sale como quiere, cuando quiere y de donde quiere. Su miseria moral subyace entre los botones nacarados de su camisa impecable.
No me preguntes por qué, ya te dije, él es blanco, rubio, demasiado buen mozo y tiene una nave importada que parece del futuro…
(Se llamaba Jesús, como Dios es un relato del libro de la autora: “Destapando el silencio. Editorial Amaru)
ESBOZO*
Media sonrisa esbozada
el lienzo con trazos de nostalgia
y los colores hablan de clandestinas noches,
de bosquejos pintados en la nada.
La melodía envuelve, el humo evoca imágenes trenzadas.
¿Dónde están aquellas líneas?
¿Dónde el aroma que las arrastra?
Lugares lejanos pasan como ráfagas,
dispersan la paleta y los pinceles
rasgan el cuadro.
*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
09-11-2011
EL DESCUBRIMIENTO DE LA RELATIVIDAD*
Crónicas del Hombre Alto (n° 74)
“Dale, Mónica, metete que el agua está hermosa”, dice Mandy desde la pileta. Los que, al igual que él, estamos compensando los ardores de la siesta santafesina con un chapuzón vivificante, apoyamos su moción con entusiasmo pero Mónica, friolenta vitalicia, nos mira con desconfianza. Se acerca al borde, extiende la pierna derecha y tantea el agua con el dedo gordo. No muy convencida, comienza a bajar los escalones con extrema lentitud y, a medida que se va sumergiendo, el rostro se le contrae en expresión de sufrimiento. “¡Vos estás loco; esto está helado!”, recrimina, y los demás, divertidos, nos burlamos sólo por sembrar cizaña.
Mandy y Mónica no lo saben, ni siquiera lo sospechan, pero acaban de reproducir casi textualmente una escena incluida en uno de los libros más impactantes que tuve el placer de leer en mi infancia: “El mundo de la comunicación”.
Era -y debo confesar que el uso del pretérito responde aquí sólo a una intencionalidad evocativa, ya que el ejemplar en cuestión aún existe y ocupa un lugar en los estantes de mi biblioteca- uno de esos libros grandes de Editorial Sigmar, coloridos y con muchas ilustraciones, destinados a estimular las inquietudes de niños que -como yo- sentían una irresistible atracción hacia el mundo de los datos y los conocimientos. Títulos como “Preguntas y respuestas para niños curiosos”, “Los cómo y porqué del Tiempo” o “La fuente del saber” dan una idea acabada, me parece, del objetivo perseguido por aquellos libros entrañables.
“El mundo de la comunicación” proponía un repaso de las diferentes formas pergeñadas por el hombre a lo largo de la historia para intercambiar información y emociones, desde la escritura de los sumerios hasta el cine, brindaba pautas sencillas para comprender el fenómeno comunicacional e introducía a los lectores en nociones elementales de lingüística y publicidad. La ortodoxia zodiacal señala que los geminianos solemos experimentar un vivo interés por estos asuntos y se ve que yo no fui la excepción: tanto por su temática como por su diseño, “El mundo de la comunicación” me resultó sencillamente apasionante.
Dentro de ese apasionamiento general, el punto culminante lo constituían las páginas 30 y 31. En ellas, al compás del latiguillo “El significado está en las personas, no en las palabras”, se ofrecía de manera clara y amena un muestrario de malentendidos a los que pueden dar lugar las percepciones individuales. Del texto sólo recuerdo el ejemplo de la ya referida discusión de pareja acerca de la temperatura del agua en la piscina. Las ilustraciones, en cambio, son inolvidables. “¿Qué quiere decir alto para el hombre de la derecha? ¿Y para el de la izquierda?”, se preguntaba el epígrafe de una foto en la que se veía a tres caballeros caminando: un enano, un gigante y otro que poseía una estatura que podría calificarse de normal. “50 personas, ¿son muchas o pocas?”, se interrogaba otro epígrafe en relación a sendos dibujos en los que se veía a 50 personas amontonadas en una habitación y a 50 personas cómodamente distribuidas en un estadio de fútbol (y sí, por supuesto que cedí a la tentación de contarlas para verificar si realmente eran 50). Otro dibujo mostraba a una señorita que decía “Mi hermano tiene una casa hermosa”. Al escucharla, un hombre imaginaba una mansión fastuosa, a otro se le representaba una apacible casa de campo… y el loro pensaba en una jaula reluciente. A todas las ilustraciones las acompañaba el leit-motiv de aquellas dos páginas maravillosas: “El significado está en las personas, no en las palabras”.
Fue un deslumbramiento fulminante. Fue amor a primera lectura.
Hace años que no soy amigo de las posturas absolutas. Que hay tantas maneras posibles de percibir el mundo como sujetos que lo perciben, que por lo tanto nuestras aproximaciones a la verdad son sólo parciales e inconscientemente tendenciosas, y que esa multiplicidad de miradas sobre el mundo es el origen de todos nuestros desencuentros, son ideas centrales en mi filosofía de vida. La conveniencia y necesidad de hacer el esfuerzo de comprender y tolerar las percepciones ajenas, aún las que contradicen las nuestras, es uno de los lineamientos básicos de mi ética personal. He hablado centenares de veces de estas cuestiones con mis amigos, intento explicárselas a mis alumnos cada vez que puedo y, desde distintos ángulos, he llenado sobre el tema una buena cantidad de carillas. ¿Sería razonable, por ende, atribuirle a las páginas 30 y 31 el origen de esta manera mía de conducirme en la vida? Temo que arribar a tal conclusión sería exagerado. De hecho, a los conceptos de subjetividad y relatividad recién los comprendí cabalmente cursando el quinto año de la secundaria. A mis 11 años ni siquiera supe que el objeto de mi enamoramiento intelectual se llamaba así: relatividad. Fue aquella, sin embargo, la primera vez que un libro me brindó el andamiaje conceptual necesario para sustentar una idea previa borrosamente poseída. Las páginas 30 y 31 me suministraron una clave esencial para decodificar cómo funcionan los seres humanos. Y si bien más tarde, al correr de los años y las lecturas, llegaron muchos otros textos cuya lucidez descorrió velos, disolvió sombras y me sirvió de guía en el siempre intrincado bosque de las ideas, siento que de algún modo todas esas iluminaciones posteriores se asentaron, directa u oblicuamente, sobre los cimientos plantados por aquellas dos páginas precursoras en las que aprendí, de una vez y para siempre, la incómoda ambivalencia de los adjetivos. Aquellas dos páginas con las que empezó a germinar en mí la temible sospecha de que, muy a nuestro pesar, establecer verdades definitivas en el reino de lo humano es tarea inviable.
“Anoche en el Cine Club vi una película buenísima”, dice Mónica.
¿Cómo saber con exactitud a qué se refiere? El significado está en las personas, no en las palabras.
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
*
El beso que no fue
Un gusto desconocido, entreabierto, avizorado. Una lengua de mar, un barco que no sale, la orilla de lo que falta.
Lo que no se consumó
Es algo a tientas, esbozado, un intento, más que nada, menos que todo. o a lo mejor de un orden distinto al de la nada o el todo, el a veces y el por poco. Perteneciente quizas no al ordén, tampoco al desorden, algo que puede florecer en otro espacio. Debe haber una latitud donde laten los recuerdos de lo que no pasó.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
*
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