viernes, febrero 10, 2012
ESTACIÓN MOREA
InvenTren.
INTENTANDO FUGAS*
Mi mirar viaja
hacia comienzos que esperan
adheridos a horizontes.
El lema es comenzar,
construir mañanas
con excusas cosechadas
para salvar abismos.
Así que nadie sepa,
que nadie bloquee caminos.
Los comienzos lucen rosas
en primaveras que se repiten,
el eterno comienzo ilumina
esperanzas dormidas
que siempre están allí
para salvarnos.
Mis pasos marcan huellas
diferentes y aladas
que liberan la esencia de ser libre,
único sentido de la vida.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Quisiera que Estuvieras Aquí*
Me crié con la idea de que en mi país todos somos holgazanes. Todo lo que producimos es inútil. Que hasta el maíz y el chocolate, nacidos aquí, se hacen mejores si vienen de fuera.
Crecí mirando que a toda Latinoamérica se le educa igual: no aspiramos a otra cosa que no sea tan sólo intentar copiar lo que viene de lejos de nosotros.
Siempre viví despreciando lo hecho aquí, aún cuando las manzanas fueran iguales y no hubiera mayor diferencia entre un pantalón de aquí y uno de allá, que la marca y la leyenda “hecho aquí” o “hecho allá”.
Con el tiempo, me comenzó a resultar difícil aceptar que todo lo que hacemos es inferior.
Un día, comencé a notar que nuevos productos llegaban al municipio en que vivo: fruta colorida como la luz que se refleja en la lluvia, y que se decían ser las mejores, todas ellas venidas del pueblito de Morea, en el Partido 9 de Julio... Ropa hecha en Morea, licuadoras, televisores, computadoras... Todo ello asegurando ser lo mejor.
La gente por acá los compraba y quedaba muy complacida de su adquisición.
Yo me alegré de saber que por lo menos existía un pueblo latinoamericano orgulloso de sí mismo, digno de su historia. Meses después de la llegada exitosa de los productos (ideados, desarrollados y traídos directamente de Morea), se anunció la construcción de una terminal de ferrocarril, aquí, donde vivo, y con destino directo al pueblito argentino, rehabilitando la vieja Estación Morea. La obra se anunciaba como la gran maravilla moderna, y un eje de comunicación y comercio, tan importante que nunca se había ideado algo igual en la historia del capitalismo. No entendía por qué un pueblo como Morea, quería comunicarse con un pueblo como el mío, tan incrédulo de sí mismo y dispuesto en todo momento a negarse.
Cuando la línea del ferrocarril estuvo terminada, compré de inmediato mi boleto para ser de los primeros en viajar, desde la terminal de Cholula, hasta Morea. Todo mi trayecto no pude dejar de pensar en la gente que iba a conocer: imaginaba a todos seguros de su pueblo, de su poder productivo, de su importancia histórica; no como nosotros, siempre tratando de imitar a quien viene de lejos.
El viaje duró a penas unas horas, pues la locomotora, poniendo en alto el lugar a donde nos dirigíamos, era hecha completamente en Morea. Cuando llegamos, noté que la locomotora de regreso estaba hecha en Cholula, lo que me causó algo de asombro.
Me bastó con una inicial caminata para aumentar más este asombro, y desconcierto: la gente allí vivía contenta de sus electrodomésticos, comía lo que, a su parecer, era la mejor fruta, vestía gustosa trajes de todos colores y conducían vehículos muy confortables... Y en todos ellos, y ante la vista de todo quien le mirara, relucían las etiquetas que ponían en alto el lugar de donde habían venido esos artículos: "Hecho en Cholula", y la gente se arremolinaba a la salida de la Estación Morea, para ver a esa gente que venía de aquel orgulloso pueblito mexicano, quienes creían en sí mismos, en su fuerza productiva, en su importancia histórica... Quienes, seguramente, sólo venían para constatar lo buenas que eran las mercancías que producían.
*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Regresarás, porque el regreso*
Regresarás, porque el regreso
es la madera inevitable del árbol del destierro.
Regresarás vencido, caminando despacio,
y esos mismos lugares ya no serán los mismos.
El parque de tu infancia ya no es el mismo parque,
tiene otro olor el césped, otro color las piedras,
y esos viejos senderos no recuerdan tus pasos
porque otros son los pasos que ahora arañan su arena.
¿Dónde estarán aquellos atardeceres tibios?
¿Dónde el contorno ansiado de las adolescentes?
Contemplarás el lago, su silencio temible,
pero es otro silencio, no son las mismas aguas
que una vez reflejaron la imagen de tus sueños.
Sólo serán los mismos los nombres de las cosas,
los nombres de las calles, los números, los coches,
y tal vez las ausencias.
Y así, aun este último reducto será como un rechazo,
como un viento caliente soplando entre los árboles
y calcinando un poco más los restos mortecinos
de tu agotado corazón que lentamente va apagándose
hacia regiones ciegas donde todo es exilio.
De El rostro prohibido
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Errante en la vía*
*Por ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
Aunque hayan transcurrido ya varios meses desde aquella terrible experiencia, el Licenciado Zelmar Araujo, mientras avanza tambaleante sobre estos rieles de trocha angosta, rumbo a la próxima Estación, aún continúa sintiéndose arrasado por el desconsuelo. A lo largo de toda su carrera profesional, jamás pudo pensar seriamente –más allá de alguna angustiosa fantasía desvelada- en que algún día se vería envuelto en una situación semejante.
Todo comenzó unos cinco años atrás, cuando aquella mujer acudió a la consulta, dispuesta a convertirse en su paciente. El Licenciado, psicólogo de profesión, la recibió y escuchó atentamente el relato de sus padeceres. Una historia familiar enrevesada, donde cada generación repetía casi puntualmente la historia que la precedía, y de cuyo entramado nadie parecía poder –o desear- escapar. Hijas que tenían una pésima relación con sus madres, y que en lugar de proponerse construir algo diferente para con sus propias hijas, elaborando sus propios conflictos, terminaban calcando los mismos síntomas que las habían forjado en sus respectivas infancias. Una cadena sintomática muy parecida a una formación ferroviaria, donde cada integrante asemejaba a un vagón de tren, y vaya a saberse quién sería la locomotora. ¿Un deseo silente, quizá, imposible de ser puesto en palabras…?
El Licenciado Zelmar Araujo escuchó ese relato durante centenares de semanas, familiarizándose con los personajes, prediciendo casi las reacciones de cada uno, intentando quebrar la monotemática letanía de aquel discurso con intervenciones tendientes a una apertura, que permitieran respirar mejor, con un aire diferente. Y hasta le parecía que sus dichos horadaban pacientemente esa coraza que la paciente había ido forjando a lo largo de su vida, poniéndole palabra a lo que ella callaba.
Sólo que una distracción fatal le ganó la partida. A los dos años de haber iniciado el tratamiento, a la paciente se le declaró un quiste en un pecho, que con el correr de las semanas se fue transformando en un tumor encapsulado. La intervinieron de urgencia, y como medida precautoria, según lo que ella le refería al Licenciado, decidieron aplicarle durante los meses venideros una acotada serie de dosis de quimioterapia. Ella se manifestaba muy angustiada ante lo que había ocurrido, sin poder explicárselo, y se volcó de lleno a la religión, luciendo en su cuello desde entonces -y hasta varios meses después de culminar el tratamiento quimioterápico- una enorme cruz de plata, intentando encontrar en ella algún tipo de consuelo.
Fue pasando el tiempo, los controles médicos no referían mayores preocupaciones, aparentemente su organismo se había estabilizado, y la terapia psicológica continuó su ritmo habitual, sin que la paciente se refiriese a su afección de otra manera que no fuesen “microcalcificaciones”. El Licenciado Zelmar Araujo aguardó a que ella volviese a remitirse al tema para ahondar en él, pero el tiempo fue pasando, la normalidad regresó, y “de eso no volvió a hablarse”.
Estaban por cumplirse los cinco años de tratamiento, durante los cuales la paciente había ido teniendo cambios considerables –se había ido de la casa de su madre para mudarse con su hija a dos localidades de distancia, iba cortando gradualmente el lazo de dependencia con su mamá o sus tías, insistió para que el abandónico padre de su hija le diese el apellido, temerosa de que “le pasara algo” respecto a su salud y la nena quedase sola…-, cuando comenzó a quejarse de dolores en la espalda y en las manos, como si la molestia excediese cualquier contractura muscular y se extendiese hacia los huesos. El Licenciado Zelmar Araujo consideraba que estaba atravesando por un intenso período de angustia, aunque no veía nada extraño que operase como aval de sus hipótesis en el relato de la paciente. Ésta, a su vez, deambulaba en las sesiones por los temas de siempre. Y el profesional le restó importancia…
Aquél resultó su mayor error.
Nuevas consultas con el oncólogo y una fatal radiografía dieron testimonio de unas extrañas manchas en la espalda, que derivaron –biopsia mediante- en una cruda metástasis ósea. La paciente se desbordó, abandonó sin aviso el tratamiento psicológico, y le comunicó las novedades por teléfono, cuando el Licenciado Zelmar Araujo la llamó, una funesta tarde de invierno, para concertar un nuevo turno.
Se había quedado sin palabra. Aquello que se materializara silente a través de los tejidos corporales de la paciente lo había enmudecido. No había sabido qué decirle en aquel último contacto telefónico, en el que ella lo había acusado de manipular su mente, sin haberla contenido ni derivado con algún otro profesional idóneo que pudiera tratar “un caso como el suyo”, conduciéndola de manera negligente hacia un rumbo muy distinto al de la curación. Ya sin saber qué decir, ganado por la culpa y sintiéndose el falta ante semejante demanda masiva –que quizá exigiese de sí mismo un improbable milagro-, el Licenciado Zelmar Araujo profirió un trémulo:
-Espero, de corazón, que se mejore, y salga airosa de esto.
-¡Dios lo oiga! -, remató la paciente, antes de cortar. –Y si Ud. es creyente, rece mucho, mucho, para que esto se revierta.
Los buenos deseos quedaron simplemente en promesas. El milagro jamás se produjo. Y la pesadilla no hizo más que comenzar…
Aún no habían transcurrido un par de meses desde aquel fatídico día cuando el Licenciado Zelmar Araujo –apaciguada su conciencia al recapacitar en cada detalle del caso, y convalidar el silencio que la propia paciente había impuesto sobre el tema, negándose a tratarlo, más allá de su propia “distracción” profesional, que lo obligó a supervisar sus restantes casos en forma regular, a fin de evitar complicaciones semejantes- recibió una cédula judicial donde se le informaba de una causa legal en su contra, por obrar con mala praxis en el ejercicio de sus habilidades profesionales. En primera instancia, consideró que todo ello no era más que un desborde de furia de la paciente, resignada a aceptar un final en extremo doloroso, pero deseosa de arrastrar a alguien con ella en la caída.
¿Se negaba a aceptar el daño que le habían hecho de manera inconsciente sus propios parientes al negarle parte de su pasado, frustrada además ante la posibilidad concreta de la propia muerte, por lo que proyectaba sus feroces rencores en contra del respetuoso profesional que la atendiera durante casi cinco años, pendiente de una -hasta entonces- errática evolución del caso? El estado anímico del Licenciado Zelmar Araujo era desastroso. Varias veces intentó ponerse nuevamente en contacto con ella, para que recapacitase, para evitar llevar esta dolorosa situación cada vez más lejos. Sin embargo, consideró que era inútil; si de nada habían servido sus esfuerzos para hacerla cambiar de opinión durante la última llamada telefónica, menos aún aceptaría hablar con él en estos momentos, resentida y resignada.
Acudió a la audiencia preliminar, se defendió de la mejor manera posible –alegando que el carácter todopoderoso para la curación no era otorgado junto con el título académico-, contrató a un abogado para que lo representara en las audiencias posteriores con el Juez, alegó sus mejores hipótesis respecto del caso al llegarle el momento de hacer su descargo, pero nada de ello fue suficiente. En un lapso de escasos meses, abatido por el stress y los pensamientos más funestos, sus peores pesadillas se hicieron realidad, agravadas por un defensor inexperto, sus deudas impositivas, y la falta de pago de la matrícula profesional provincial –cuyo pago al día hubiera puesto de su lado al hipócrita y genuflexo Colegio de Psicólogos-. El Juez, bastante clerical en sus dichos, fue taxativo: le revocaron ambas matrículas
-provincial y nacional-, alegando su falta de capacidad para llevar adelante casos de gravedad, “careciendo de una visión abnegada para con el prójimo, cuyas almas padecen sinsabores tan amargos”, y su actitud negligente al no supervisar el caso a tiempo, con las perjudiciales consecuencias padecidas desde entonces por la paciente.
Desde el día de la fecha, ya no podría volver a ejercer como psicólogo.
Salió del Tribunal con la mirada perdida y el ánimo deshecho. El mundo se precipitaba sobre él, como si un gigantesco dedo divino, representante de la Maldita Culpa Superyoica, lo señalase desde las alturas y le exigiera que se arrepintiese. ¿Qué haría a partir de ahora? Lo ignoraba. Sólo quería zambullirse en el primer bar que encontrara y ahogarse en unos cuantos vasos de alcohol.
Deambuló por cuanto lugar se le pudo ocurrir, se ofreció a hacer las labores y oficios más diversos
–aquellos para los cuales no le hacía falta más capacitación que el título secundario-, pero no encontró nada, a pesar de los diversos contactos que intentó establecer para conseguir trabajo. Finalmente, aún habiendo conocido por intermedio de terceros la noticia del fallecimiento de su antigua paciente
–internada en una clínica de la zona donde vivía, y a quien él jamás le deseara la muerte, a pesar del desarrollo de los acontecimientos posteriores-, se alejó de las ciudades, creyendo que en el campo podría, aunque no consiguiese nada que pagase su esfuerzo laboral, al menos encontrar algo qué comer…
Así, errante, “en la vía”, llegó hasta las remozadas instalaciones de la Estación de Ferrocarril de Morea, donde el progreso y la tecnología se habían abierto paso entre la desidia y el abandono de centenares de funcionarios de gobiernos anteriores, fomentados por novedosos proyectos de renovación ferroviaria que articularan a los pueblos cuasi-fantasmas del interior provincial. Los rieles refulgían con las últimas luces de la tarde, las señales brillaban con el esplendor de lo recientemente estrenado, y la edificación de la Estación ostentaba las marcas del tiempo, aunque no por ello se la viera ruinosa.
El Licenciado Zelmar Araujo, desarrapado y mugriento, con apenas algunos enseres y muy poca ropa en un bolso harapiento que llevaba colgado al hombro, trepó al andén, abandonando su desparejo sendero de durmientes y canto rodado, y se aventuró en busca de algún lugar bajo techo donde pasar la noche.
¡Cuál no fue su sorpresa al descubrir quién era el Jefe de Estación!
-¡Licenciado Coiro!!! -, exclamó, sonriendo por primera vez en varios meses, al encontrase con la pícara expresión de su amigo de siempre, a quien creía perdido desde hacía algunos años.
-Llámeme Jefe, por favor -, lo rectificó Eduardo, sonriente, tocándose con los dedos índice y mayor de su mano izquierda la astrosa visera de la gorra del uniforme.
-¿Habrá algún lugar donde pueda descansar por esta noche? Tengo los pies a la miseria.
-No se preocupe, Araujo. El ferrocarril parece volver a ser lo que fue alguna vez. Todos pueden ser parte de su gran familia nacional. Hasta yo, que me negué a participar del falaz intercambio de bienes del capitalismo.
-Necesito algo que me contenga -, confió el antiguo Licenciado, rememorando aquella frase pronunciada por su antigua paciente en la última comunicación que mantuvieran por teléfono, sintiendo que sus entrañas se estrujaban ante el recuerdo. –Un espacio del cual no sentirme exiliado.
-Ha llegado al lugar indicado, mi amigo. Venga, pase y tomemos una taza de té. Los mates me han sido prohibidos hace rato por el gastroenterólogo. Cuestiones de la edad, Ud. comprenderá…
-Cualquier infusión en su compañía será un placer. Gracias, de verdad.
Y sus ojos comenzaron a lagrimear, al estrecharse ambos, solitarios y abandonados, quizá con el único consuelo de una ilusión compartida, en un cálido abrazo que los alejase del dolor.
POEMA DES-ANDADO*
En la Estación Central. Un hombre. Solo.
Llega y parte, buscando andenes.
Siempre está de regreso, aún de llegada.
En su mochila verde,
solo una golondrina,
un vértigo y una antigua foto
amarillenta, de un niño
y un caballo.
No, no está solo. Hay una convención de soledades.
Aquelarre.
Están todos.
Nadie falta a la cita.
El hombre ciego,
atenazado a un banco, pide.
Pide porque ha dado.
El niño con mocos escarchados
y ojos que nunca lloran.
¿Para qué hacerlo si no han de consolarlo?
La mujer que vende su fusión en tumbas solitarias
Boca de percal y pechos de magnolias.
Tampoco falta el viejo, alarife de soles
de puentes y andamios que casi no recuerda.
Al lado de una bolsa abandonada,
otra bolsa. Sin sexo.
Con un hálito de vida.
No conoce otra historia que la nada.
Y está la vieja.
Añorando las rejas del hospicio.
Meciéndose en una hamaca de
cantos y de tiempo.
Y el tren que llega,
andando y desandando
condenado a no tener raíz
a partir y a llegar.
El hombre trepa
en trasborde de sueños.
Avanza, siempre avanza
sin mirar hacia atrás.
Antes del viejo puente, al lado de un álamo
talado por un rayo, el tren para.
Y el hombre no lo piensa, solo salta
y vuelve al aquelarre.
Ellos están allí ¿adónde irían?
El hombre se arrodilla.
Les da la golondrina. Un apretón de manos
e inicia su regreso.
Ya no le teme al vértigo.
Desanda soledades.
Penetra lentamente, en la antigua foto amarillenta.
Allí lo esperan. El niño y el caballo.
El silencio y el miedo.
La raíz y la flor.
La vida y la palabra.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Te quiero mucho*
*Por ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
Siempre le pasaba lo mismo, y a decir verdad, ya estaba un poquito harta de la situación en general: de la indecisión masculina, y de su propia insatisfacción. De nada le servía emperifollarse, tirarse el placard encima y acicalarse con los mejores perfumes, resaltando su ya de por sí impactante belleza física, si al final los hombres que le gustaban no le daban ni la hora. Se cargaba sobre los hombros a una interminable serie de pesados y babosos que no la dejaban en paz, que proclamaban groserías a su paso, o que con todos juntos -como una versión criolla y femenina del Dr. Víctor Frankenstein- no conseguiría armar uno solo que valiera la pena.
Como cada mañana, tomaba el remozado tren de trocha angosta rumbo a su trabajo, donde se desempeñaba como selectora de personal de una importante empresa mayorista de perfumerías, eligiendo entre cientos de postulantes los mejores perfiles para designar promotoras, vendedoras, encargadas de sucursal. Y como cada mañana, se exponía a las miradas de los demás; en especial, esas miradas masculinas que la desnudaban impunemente a la distancia, fantaseando en aplicar con ella la más sofisticada galería de perversiones, pero que jamás osarían acercarse, al menos no de una manera galante, como a ella le gustaría que la abordasen, transmitiéndole un afecto verdadero, más allá de cualquier insolencia -con las que sus admiradores se resguardaban de una posible reacción de conformidad seductora de su parte-.
"Manga de cagones", solía pensar ella, volviéndose a mirar en ese espejito de mano que consultaba varias veces al día, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje -Revlon, obviamente-. "Ellos se lo pierden".
Pero nunca descansaba, aunque se sintiese continuamente defraudada por el sexo opuesto. Y aunque por la noche despotricara telefónicamente con sus amigas, izando en alto la inevitable frase "ya no hay hombres", a la mañana siguiente volvía a convertirse en la hermosa y elegante profesional que acude a su trabajo en tren, con el consabida ejercicio cotidiano de espantar a los bichos que se le acercaran en busca de una supuesta miel que muy pocos habían tenido el placer de degustar.
Sentada del lado del pasillo, en un vagón bastante lleno, sentía posarse sobre su cuerpo las miradas masculinas que habían conseguido divisarla en el andén. A su lado, el sexagenario dormitaba con el diario entre sus manos, sin prestarle la mínima atención. Un par de adolescentes, engalanadas con ropa informal de marcas caras, conversaban y reían estridentes, desplegando su natural explosión hormonal, para que las registrase todo el pasaje. Ella, que no se había levantado con el mejor humor -luego de una infinita noche de insomnio, sintiéndose vacía y sola-, las miraba con atención y suspiraba.
¡Quién pudiera volver a tener 18 años, pujantes y despreocupados! Con esa energía ilimitada, esa ansiedad por devorarse el mundo, un lozana juventud que a esa edad siempre parecía eterna. Volvió a suspirar, sumiéndose en sí misma, olvidando el clásico jueguito histérico que cada mañana desplegara en
su trayecto al trabajo. Una creciente melancolía comenzó a embargarla a pasos agigantados.
¿Cuántas veces fantaseó con tener el cuerpo que luciera hace más de 15 años?
Siempre había sido una mujer bonita, pero la consistencia de sus músculos y la tersura de su piel habían ido desvaneciéndose con el cruel transcurso del tiempo. No es que se mirase al espejo y descubriese a una vieja en su lugar, pero ya no se sentía la inquieta jovencita que alguna vez había sido, hermosa pero inexperta, cautivadora de las miradas desde siempre.
Apeló por enésima vez al espejito de mano. El maquillaje resaltaba sus mejores virtudes, pero también ocultaba las pequeñas imperfecciones faciales, esas malditas arruguitas que una vez aparecidas jamás la
abandonarían. ¿Quién podría sentirse lacerada en su autoestima con semejante porte, con esa figura de una hermosura avasallante, que dejaba boquiabierto a más de uno? Ella. Se sentía tan disconforme con esos diminutos detalles que cualquier ostentación de sus curvas nada podía hacer al respecto.
Inmersa en tales pensamientos, apenas registró la manito que pasaba a su lado y le dejaba con un leve aleteo sobre el antebrazo una estampita de la Virgen Desatanudos y un calendario con la colorida efigie de un osito infantil que proclamaba "Te quiero mucho". Alzó la vista y alcanzó a ver el perfil de una niñita de cabello hirsuto y mejillas sucias que se alejaba a los tumbos entre la gente, como si no hubiese nadie alrededor, como si toda esa gente adulta que la rodeaba no existiese y sólo atravesase un bosque
poblado de maniquíes inanimados.
Su mirada se alejó por el pasillo, siguiendo esa cabecita que se bamboleaba a un lado y el otro, eludiendo siluetas de pie. A su ya de por sí creciente melancolía se sumó una nueva inquietud, que ya le carcomiera el corazón desde hacía tiempo, y se presentó de improviso en una sola pregunta: "¿Cómo
sería ser mamá?"
Durante años había sentido que los hombres se le acercaban a fin de conseguir pasar un buen momento, satisfacer sus ansias sexuales, y luego deshacerse en huecas y vanas promesas de reencuentro que jamás se concretaban. Pocos eran los que deseaban mantener el contacto con ella, pero en su fuero más íntimo no sentía que pudiesen reunir las condiciones que ella buscaba para conformar una pareja estable, que la contuviera, que le brindase todo su amor de manera contundente, que la siguiese amando luego de
haberse acostado juntos, que pudiera eternizar el momento del amor más allá de la pasión. Y esa falta, ese vacío casi existencial, la sumía en el mayor de los abismos. Necesitaba del otro, más no sólo de su mirada. Demandaba el afecto, la presencia, el calor de ese otro que la hiciera sentir querida, además de convertirla en una verdadera mujer.
Sus deseos de perenne belleza parecieron extinguirse dentro del emergente ensueño de una panza redonda y lozana; por sobre todas las cosas: viva. El fruto del amor que le brindase un hombre de verdad, alguien con los huevos bien puestos, que se jugase por entero al estar junto a ella en todo
momento. La emoción amenazó con desbordarse a través de sus párpados entrecerrados. "Voy a quedar con la cara a la miseria", pensó, al tiempo que manoteaba el espejito y se enjugaba las primeras lágrimas con un pañuelo de papel.
De pronto, sintió a su lado nuevamente la presencia de la niñita, retirando con aire ausente los calendarios y estampitas. El aire desaliñado de aquella carita, arrasada por el desamor, la llenó de una congoja inenarrable. Y sin pensarlo siquiera, sin amagar acaso a abrir la cartera y ofrecerle algunas
monedas a cambio casi de nada, estiró su mano y le aferró un bracito, gesto frente al cual la niñita reaccionó volviendo la cabeza violentamente hacia ella, a la espera de algún inesperado peligro, quizá evocando en un solo segundo los golpes y maltratos recibidos al final del día, cuando llegaba el momento de volver a casa y entregar las monedas recibidas, que la mayor parte de las veces escaseaban -más no así el dolor-.
Ella esbozó una amplia sonrisa, forzada a causa de las lágrimas, pero intensa desde lo más profundo de su corazón, y sin decirle una palabra, la acercó hacia ella con infinita ternura, apoyó su mano libre sobre uno de los hombros de la niñita, y le besó la frente. La pequeña, con un rostro signado por la indiferencia, sorprendida pero sin emitir expresión de cariño alguna, parpadeó perpleja y permaneció inmóvil, sin intenciones de alejarse, más curiosa que asustada, contemplando a esa hermosa mujer cuyo rostro acicalado se veía surcado por gruesas e incontenibles lágrimas, que estropeaban sin piedad esa elaborada capa de maquillaje.
Y por primera vez en mucho tiempo, a aquella elegante y eficiente selectora de personal nada le importó menos que las miradas de los demás.
*
Toda distancia es relativa. Nada está tan lejos como lo que parece estar cerca. Nada está tan lejos, a veces, como nosotros mismos.
Sergio Borao LLop.
Ese hombre esta de nuevo en el anden. Ni sube al tren ni se va, permanece horas allí. Perdió muchos trenes. Un día le cerraron el ferrocarril. Todo le resulta lejano, más aún su idea de una vida verdadera.
Algo distinto a lo pasado, de donde le resulta difícil rescatar momentos felices.
Las imágenes de lo pasado lo llevan a un laberinto o a un pantano. Una confusión antigua niebla el sentido. Las decisiones necesarias no se ven. Ni una idea concreta para cambiar las cosas.
¿Será –entonces- la ilusión de lo imposible lo que lo sostiene?
*De Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar
*
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