martes, junio 26, 2012

ARDUO, SOLO ARDUO Y QUEMANTE, PERO NO IMPOSIBLE...


*“Esperando la lluvia”  foto de Yanina Hinrichsen (c)  - Londres 2010




nacimiento de un volcán*


el Sur bebe agua dulce de frutas
que escurre profusamente
por sus corazones de viento.

vaticina profecías gelatinosas
que se atoran
causando coágulos en la cabeza.

por las mañanas se inquieta un poco,
se para de cabeza,
sacude sus pies,
cobija con un vaho caliente
la tierra morena,
la tierra blanca,
la tierra negra.

el Sur se parece bastante a ti:
tiene una nariz sonrojada,
unos luminosos ojos redondos,
y el sol le hace cosquillas
en las plantas de los pies.

el Sur se encuentra en todos lados,
a excepción de debajo del norte:
se encuentra
tejiendo poesías entre sus montes,
repitiendo canciones
entre el vaivén de tu mirada.

el Sur no se acaba aquí,
ni empieza allá;
y quien anda sobre él
puede sentirlo:
a veces mujer,
a veces hombre,
a veces semilla
que llena su panza
con agua de riego.

el fuego de sus entrañas
llena de luz
los ojos de quien le mira.

las dictaduras
le han horadado la piel,
al Sur.

y hace que crezca sobre mis manos
su historia de miles de voces.

al Sur
le hemos visto
caminando hacia el norte,
caminando hacia el este,
caminando al oeste...
pero siempre regresando
a descansar hacia el sur.

no es que no se mueva.


*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com





ARDUO, SOLO ARDUO Y QUEMANTE, PERO NO IMPOSIBLE...




PADRINOS*


*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
         


En aquella pequeñez excesivamente íntima del pueblo sucedían –increíbles a veces- todas las historias.           
Como minoridad excluida de toda información, o acto participativo, aún el más mínimo nos enteramos de poco, porque no llovían sino órdenes, mandatos, y pocas veces diálogos; y opiniones  nunca. De todos modos, a veces, muy pocas, eso sí, algo se filtraba, como un magna vergonzoso y oscuro, como un  hilo delgado que tal vez había tejido alguien un poco mayor, un poco más informado  (avispado, se le decía) dando una imagen de la vivacidad de ese insecto inquieto de todos los veranos. Ese que hacía su esponjoso nido de barro en las ramas silenciosas de los fresnos. Y esa vivacidad sólo podría tenerla alguien mayor, que bajaba ese hilo informante previamente tejido como si fuera el trabajo paciente de una araña.           
Éramos tan ingenuos que toda esa precaución estaba totalmente de más, injustificadas, sin el más mínimo sentido.           
Pero la precaución, estaba presente tal vez como un rasgo de estilo, como delicadeza que podría venir incluso de algunos de los tíos, y en mi caso los tenía numerosos y varios no me llevaban demasiados años, pero sí kilómetros de experiencia. Al menos es lo que uno en ese tiempo suponía, y tal vez estuviera escenificada, pero era aquello que percibíamos. Lo mismo que el gesto protector, de mano en el hombro, de consejo, de “yo sé por qué te lo digo”.
            Entre estos personajes estaban el Kelo y el Hugo.           
El primero era mi tío, a quien dejé de ver a mis catorce años. Pero su fuerte figura imprimía el deseo inacabado de los viajes en todos sus sobrinos, en especial en mí, y fue quien me puso en este interminable camino de los sueños.
            Mi padre, es decir su hermano, lo llamaba El Fabulador y tal vez lo fuera.           
En los tiempos del peronismo clásico, siendo él un embarcado de la marina mercante prometió traerme de uno de sus viajes un (para él fabuloso) auto de juguete a pedales.
            Yo lo escuchaba azorado y en las noches lo soñaba sin haber visto siquiera un folleto.           
En su próximo viaje ante mi ansiosa pregunta me contó entristecido que se lo habían retenido en la aduana.
            Estaban, creo, cerradas las importaciones, lo cual es probable.
            Yo seguí esperándolo mucho tiempo, porque prometió ocuparse de reclamarlo.
            Pero mi padre, implacable, no le creyó.           
El otro personaje querido lo conocí cuando no era mi pariente, porque aún no se había casado  con mi prima mayor, Gladys.           
Su papá, don Atilio Boccolini, le había comprado la sodería,  a representación de la cerveza Schlau a Juan Seperizza quien también hacía ventas de licores con su viejo Ford T a bigotes. En un momento, su hijo, Hugo, a quien llamaban El Mono  se la alquiló. Y yo pasé a ser su peoncito ayudante.
            A los vendedores de bebidas en ese tiempo se los llamaba licoreros en mi pueblo.            
En ese tiempo, cuando hacíamos nuestro reparto de sifones por el pueblo, no era raro que menudearan  las chanzas dentro del aire chato del pueblo.           
Un día, mientras bajábamos unos cajones de cerveza en el bar del inolvidable Pito Maza pasó Cañita Aquilano, quien estrenaba  traje de cartero.
            -Che Cañita -le dijo el Mono en tono serio-. Si te sobra alguna carta, dámela.
            -Si no sobran, le dijo el otro asombrado. ¿Y para qué querés una carta?
            -No, sólo para leer, como nadie me escribe…           
El Mono encerraba sus caballos en el terreno de la vía, lleno de hinojales altos. Se ahorraba tal vez la comida y el corral con ese sistema, pero en la mañana era yo el que renegaba con esos matungos mañosos que no se dejaban enfrenar.
            Un día, más enojado que de costumbre, le digo mientras atábamos el carro:
            -¿Hugo, por que no te comprás una chatita para el reparto?           
-Turquito –me contestó- ¿Vos crees que la plata la fabrican los perros perdiceros en mi casa?            
Recorríamos el pueblo con una alegría sana, conversando con los otros copoblanos en franco tren de chacota, tal su carácter jocoso  y su ingenio para las cuentos y sobrenombres.           
A las siete de la mañana en verano, con el rocío sobre las flores que caían sobre el rosal de doña Luisa Aimetti y a las ocho en invierno con las heladas crudas, comenzábamos esa tarea que nos llenaba de alegría porque era un tiempo donde toda ilusión cabía, aunque las calles del pueblo no ahorraban barro en los temporales y las lluvias.           
Aquellos temporales no fueron ni por asomo tan salvajes como los que vinieron luego con otras furiosas lluvias sucesivas.
            Entonces estábamos muy lejos de la pena.






 ACERCA DEL FETICHISMO DE LA PLUMA, EL DESEO  Y  LA PALOMA RAUDA*


Para el Ángel que nació con dos caras, empedernidamente varón.
Al Hombre nuevo, que aun cabalga a Rocinante.


*
Las mujeres hacen cosas pero no saben que las hacen.
Carlos Marx



Abriendo las alas
emprendió un zigzagueante retorno hacia sí misma
La noche estaba helada. Temblaban los fantasmas.
En la espesura
los árboles temblaban.
Oh noche demudada.
En semiazul la luna
dormía un nuevo eclipse.

La fatiga le arrinconaba entera
¿Arrepentida?
Contra la piedra
pálida
sin fetiches
buscaba
un horizonte lejos
una palabra herida
un cansancio menor
una payada.
Un clítoris mojado.

Si se trizara en mil estrellas
de lunas olvidadas
de pretendidas ansias
derramadas
como adiós al estío, allá
donde el mapa se retuerce
y la algarabía
con añoranza
danza.

Adonde los murciélagos y las ratas se aman
los zorros pasean contoneando el hocico
como patos entrenados para el fuego
los faisanes corren raudos y suspiro
escuchando la nota cantarina
de un bandoneón que alegre y cerca
le ronrronea su espera, acá .

Aquí, adonde la belleza y la verdad
como hojas que llueven en el  patio
multiplicándose en pliegues de milonga
van suavizando con amor
la vacuidad de su lisonja,
se ve. Se lee en su cuerpo demudado.
Vuelo nupcial de la distancia.
Radiante, aun,
en fragmentos
y sin gozo. En el espejo
se sonríe. No está rota.


*De Marta Zabaleta© mzabaletagood@gmail.com
Epping Forest, 11 noviembre  2003






MI RAMA VIRGEN  (I)*


“No temas, pues son muchos los mortales que en sueños han yacido con sus madres, y el que no hace caso de estas cosas es quien más fácilmente soporta la vida”    Yocasta a Edipo    (Edipo Rey, Sófocles)


Ella, no reconoce otra ley que la propia.
Ha sido madre de su madre.
Ha sido destronada amante de su de su padre.
Hija rebelde  del padre de sus hijos.
Hermana de sus hijos.

El temor y la subversión vienen desde antes de la yema.
Ha visto solo la sombra del árbol patriarcal.
Su corazón es un nido de escorpiones.
El veneno duele, hasta morir, pero aun quedan tres días.
Hay que invocar al agua y recuperar la Ley ,

“Serán tres días en los que la tierra quedara sumida en oscuridad total.
Tres días en los que solo se oirán llantos, suspiros y quejidos.
En medio de esta noche que parecerá eterna,
Lo único que alumbrará será la luz” proveniente de la rama sagrada
Comienza el arrebol de la “penumbra de la paloma”

Tres días, tres años, tres siglos, que mas da.
Ser brote de la rama bifurcada. Rama de sus brotes.
Rama, Raíz y flor y milagro de agua.
Cuesta ¡Oh Dios de la niña! Cuánto cuesta.
Reparar el árbol y sus  amadas sombras.

Ha comenzado la rosada “penumbra del cuervo”
Los alacranes, uno a uno, vuelven a sus nidos.
Ella, solamente, es una rama virgen.
El camino luminoso comienza, es arduo y quema.
Arduo, solo arduo y quemante, pero no imposible

*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar







 LA RISTRA DE CHORIZOS
Y EL PAN CASERO.*


Audino tiró con fuerzas el freno de mano y el pequeño camión hizo sus dos o tres últimos pasos y quedó murmurando al costado derecho del recto camino de tierra, al borde de la cuneta.
-Vamos a esperar que se enfríe un poco…-; se refería al motor, que venía bufando como si estuviera enojado, amenazando romperse en alguna parte, mientras de la tapa del radiador empezaba a emanar blancuzcas nubes de vapor reverberante. Por un momento hubo un siseo sibilante, que fue mermando poco a poco, como si el motor se fuera calmando, acariciado por un soplo de brisa tibia que venía del norte.
Era una tarde calurosa de verano, cercana a la Navidad, y yo con mis ocho años vivía esos días anhelante como cualquier niño, pensando que muy pronto veríamos qué nos deparaba la mañana navideña, imaginando los juguetes que seguramente tendríamos entonces para jugar con mis hermanas y hermano menor. Con Audino no, porque él ya era “grande”, tendría trece o catorce. El ya manejaba el camión, era capaz de hacerlo como un adulto; además era desarrollado y alto como un hombre.
Hacía casi dos horas que viajábamos, y teníamos por delante un buen trecho. Mamá hubiera querido que saliéramos de casa más temprano, porque temía que se nos hiciera de noche para regresar; pero papá dijo que no, que hacía demasiado calor y que el camión podría recalentarse. Y tenía razón, si no fuera por la cautela de mi hermano, que sabía cuando el motor necesitaba descanso, quizás el noble artefacto se hubiera  rebelado, y nos hubiera dejado de a pie en alguna parte.
A ese costado, pasando el alambrado, había un grupo de paraísos umbrosos y un molino de altísimo esqueleto metálico, coronado por una rueda alabeada que allá arriba, donde la brisa le daba de lleno, giraba rauda y mansamente; y abajo un caño donde vertía un grueso chorro de agua cristalina a un inmenso estanque “australiano”, un poco elevado del nivel del suelo, rodeado por el verdor del pasto, que algunas vacas y terneros comían indiferentes.
-Vamos a tomar agua fresca.- dijo mi hermano adelantándose, trepando al alambrado de púas, y saltando ágilmente del otro lado. Un momento después estábamos sintiendo la frescura del agua en el chorro que salía vigorosamente del caño, y al caer al agua que ya desbordaba el estanque, se zambullía mezclándose en un profundo borboteo, rumoroso y cautivante. Alrededor flotaba una pequeña lluvia que la brisa esparcía acrecentando la sensación de frescor y bienestar. Con las manos juntas en cuenco, tomamos y nos refrescamos una y otra vez la cara, el cabello, el cuello, los brazos… hasta que mi hermano se sacó la ropa y me invitó a hacer lo mismo:
-No es hondo, - me dijo,- ¡Vamos a bañarnos, que hace mucho calor! ¡Dale!...- Y alzando su larga pierna pasó dentro dando un grito estremecido por el frío del estanque y la alegría de la aventura. El agua le daba a la cintura y me convenció ayudándome a pasar sobre el borde acanalado, y sentí lo que me pareció por un momento que me atrapaba un mar helado. Al poco tiempo estábamos a nuestras anchas,  chapaleando, salpicándonos, nadando de una orilla a la otra, zambulléndonos y jugando despreocupados; mientras el sol, lento, declinaba imperceptible pero sin pausas hacia el poniente.
Cuando advertimos el tiempo que habíamos estado distraídos en el refrescante recreo, reaccionamos tratando de remediarlo, pero el sol nos mostraba que por más que nos apuráramos el día estaba terminando. Volvimos presurosos queriendo recuperar lo perdido, subimos al camión y arrancamos bruscamente en silencio. Hasta el motor, ya frío desde hacía largo rato, parecía sentirse culpable y marchaba casi imperceptible y sin protestas, pese a que mi hermano pisaba el acelerador a fondo.
Llegamos con las últimas luces del atardecer, que moría envuelto en un manto granate, azulado primero, y ennegrecido luego, a medida que iba aproximándose la noche. No recuerdo si descargamos alguna carga que llevábamos o cargamos alguna que fuimos a buscar. Sé que terminamos cuando estaba bien oscuro, y nos disponíamos a volver prontamente, con un nudo en la garganta por la hora en que íbamos a llegar a casa. Imaginábamos la angustia de los demás, especialmente de mamá que era proclive a ver tragedias por doquier, si no estábamos a la vista, o como ahora; lejos, de noche y quizás expuestos a “algún peligro”, como ella decía.
La gente de la casa donde fuimos, nos trajo un envoltorio, con algunos productos como una atención, y además saludos y recuerdos cariñosos para toda nuestra familia. Mi hermano decía a todo que sí, apurado por iniciar el regreso. Apenas transpusimos la tranquera nos enfrentamos como dos pequeños titanes, en plena noche, y en pleno campo, a la soledad de aquellos caminos de entonces. La pobre luz del pequeño camión temblorosa y amarillenta, parecía la de una luciérnaga en aquella vastedad tan oscura y silenciosa. Sólo el estridente chillido de los grillos, el croar de las ranas y el bochinche del bicherío de las cunetas, se levantaban como un coro cacofónico a los costados del camino, haciéndonos una monótona y ruidosa compañía. Si teníamos miedo no lo decíamos.
De pronto Audino se acordó del paquete que traíamos.
-Debe haber chorizos allí en ese cartón, por el aroma que siento…- El “cartón” era una bolsa que en los almacenes de entonces ponían cinco o más kilos de azúcar, o harina, fideos, o arroz; que se expendían “sueltos”. En medidas menores se usaban bolsas y bolsitas de papel marrón.
Al abrirlo vimos y me apuré a levantar, una larga ristra; como de veinte chorizos secos, lozanos y rechonchos, de grueso picado y de factura casera; que emanaban un agradable aroma a especias, picante y apetitoso. Debajo; un gigantesco pan casero esponjoso y tibio, ligeramente tostado en su corteza superior, de forma redonda y abovedada, mezclaba sus aromas a los cárneos, llenando la cabina de una presencia irresistible, que hacía agua la boca. El ruidito de nuestras tripas nos recordaba que hacía horas que no comíamos nada. Pero como dijo mi hermano, eso era para llevar a casa…
Claro que el camino era largo, al menos para el tranco que llevábamos, lento y cansino, ya que de noche, en esos caminos, con aquella dirección agarrotada, y esos frenos tan poco efectivos, había que tener paciencia y prenderse bien al volante sin quitar los ojos de la huella, en partes zigzagueante.
-Podríamos probar uno- y señalé el primer chorizo de la larga ristra…-total no saben en casa cuántos nos dieron…-
Audino cayó en el lazo, pero no dijo nada, por un  rato; luego sonrió y un poco más serio consideró sabiamente:
-Sí, pero tendríamos que cortar un trozo de pan; y allí sí que se va a notar.
-Bueno, vos tenés tu cortaplumas, ¿no? Si cortamos una tajada bien prolija, podría ser que nos dieron un pan cortado…
-¡Dale!- dijo él, y aminoró aún más la marcha, como para que yo pudiera cortar el pan con toda pulcritud. Corté como pude la tajada con la pequeña hoja, apurado más en la urgencia del apetito despertado de golpe, que cuidando la estética prometida, y le di la mitad a mi hermano, junto al medio chorizo, desgarrado más que cortado, que ahora emanaba más que nunca sus sabrosos olores.
Comimos en silencio, disfrutando aquellos bocados, que para nuestros estómagos hambrientos, eran migajas, sólo un aperitivo; y ahora las ganas se sumaban en tropel al apetito insatisfecho. Nadie dijo nada por un buen rato. Los dos teníamos miedo de mostrar la debilidad y la tentación de comer otro poco. Aún faltaba un buen trecho para la mitad del camino. Otro medio chorizo y una tajada de pan, tal vez un poquito más grande esta vez, ya que si el pan estaba empezado, daban lo mismo un trozo más chico o más grande.
Así que volvimos a comer. Y con el mismo razonamiento al rato, a medida que avanzábamos, volvíamos a cortar un nuevo chorizo y otra buena tajada, y así una y otra vez, hasta que estuvimos más que satisfechos; sin medir en ningún momento la magnitud de nuestro voraz apetito.
Sólo cuando apaciguados miramos el pan y la ristra de chorizos sobrantes, caímos en ver nuestro descontrol, rendidos ante la gula; uno de los pecados capitales, según mamá que siempre nos explicaba el catecismo. Los gestos que intercambiábamos en silencio y en la semi oscuridad de la traqueteante cabina, no eran precisamente de orgullo; y no acabábamos de entender porque no conseguíamos restarle importancia, al fin y al cabo eran sólo unos chorizos y unas rodajas de pan.
Tampoco entendíamos por qué al bajar del camión en casa, ya muy tarde, con la menguada bolsa de cartón, con poco más de medio pan, y con la mitad de los chorizos; sentíamos los dos la cara ardiente, colorados como pimientos…


*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar   
*Texto incluido en La raíz del BAMBÚ.  Edición de autor. Avellaneda. Santa Fe 2012






10 años*


A Darío Santillán Y Maximiliano Kosteki.



Junio 2002


Ellos son dos sombras largas de atardecer, siluetas recortadas a contra luz en el final del anden. Sus rostros caen en sombras ante la oscuridad que sube, implacable, desde el este.
Pero, allí en el último resplandor oro encajado entre las vías que fugan son seres de ilusión, en ese momento pueden darse la mano fuerte, el abrazo fuerte, darse el alma sin que ninguna estampida, ningún terror disuelva lo humanamente dado.
Allí van y vienen las cosas en hamacas del tiempo, van y vuelven, parecen tocar el cielo, irse definitivamente, pero retornan una y otra vez....
Ahí esta el Estado fabricando mártires, el poder plantando policías como alambrados de púas.
Se escucha una frase recortada en el aire desde el bar:
-Tengo que ir a trabajar y no me dejan - grita un señor por la radio 10.
Hay que ir, aunque el tiempo se detenga en el lugar menos pensado, en el momento menos deseado. Como la muerte atravesando el umbral símbolo de una estación.
¿Que se detiene en las calles?
Los autos, su combustión sin velocidad, las gentes en su tiempo siempre urgente de llegar a algún lado, sin tropiezos, sin acontecimientos que fuercen un destino diferente.
Acordonar, no dejar pasar.
También ser alguien y hacerse ver y oír.
Pero el Estado ausente para la miseria quiere la libertad de las calles.
Liquidez sin piquetes desde la casa al surtidor al banco a la oficina a la novia al infinito....
Por allí, cerquita al puente, estaban las fabricas, que producían identidad como objeto invisible.
Ahora están los Shopping, otra geografía social que no contiene obreros ni producción. La fábrica que dejo el abismo, apenas reemplazado con dignidad, economía de subsistencia y desesperación.
¿Quien empujo a los barrios a cortar las rutas, las mercancías, las transacciones, las vidas privadas de los que pueden viajar pagando su nafta?

*

No hay nada más inútil que el acto de pura brutalidad que disuelve la solidaridad con perdigonadas de terror, nada más demostrativo de la impotencia de cinco minutos antes y cinco minutos después de...
Mucho, pero mucho de la vida cotidiana esta influido por estos actos de fuerza que encubren impotencia, indiferencia, la quietud de ocio del recaudador, la tranquilidad cómplice del que cobra por ignorar ilegalidades.
Pero, allí en la calle, a la vera de las estaciones hay que demostrar que al menos para el terror existe el Estado.
Es previsible que allí se confirmen odios preexistentes. "a estos negros hay que matarlos a todos". Escudos humanos, del otro lado están los especialistas en aparentar el orden, que amurallan con piquete legal cualquier protesta.
Morir en el hall de una estación de ferrocarril, la metáfora perfecta de un país en pérdida, morir a balazos por un agente del mismo Estado, que en un mal uso de su poder colectivo cerro miles de kilómetros de vías, estaciones de pequeños pueblos y mato pueblos enteros.
Ahora las imágenes del terror viajan por los aires, intangibles y se multiplican en pantallas y terminales.
Pero, que digo... no es ninguna metáfora: es la llaga real y presente de un
país que abandono sus sueños en ese lugar, quietos como esos puentes de oxido.
-De arriba viene bajando el saqueo- Gritan esos muchachos que veo correr entre el humo de los gases.
Si, el saqueo viene bajando a las calles de la mano de la antigua y reciclada impunidad.
Por los barrios como los de Darío y Maximiliano esta la muralla de los precios, infranqueable piquete sin calle, puente destruido para siempre entre unos y otros.
Paredes invisibles, rehenes que toman rehenes, ¿hay un afuera?, por el hambre o el miedo solo se ven rejas de sombra y tristezas calle por calle, paso por paso acechado.
No hay que caminar demasiado desde cualquier estación real para ver efectos implacables de la devastación como política perenne. Se percibe en la piel que no es bello caminar, ni cruzarse con alguien al caminar, son días grises de gente triste que esta encerrada en su tristeza, para la cual
el afuera es una amenaza imprecisa, un golpe de pánico que golpea la puerta.
Ciudades atrincheradas, puentes levantados o acordonados, paredes para no ver ni oír. Perros y alarmas.
Allí comprendo, definitivamente que el terror y la exclusión son el verdadero y permanente piquete que no nos deja circular en una misma sociedad, nos hace caminar sin ver al otro, solo su amenaza latente, ahí vamos con los poros cerrados, los ojos impermeables, el alma en una caja cerrada.
La casa con llaves y las llaves arrojadas para siempre.
Entonces, comprendo que podemos estar perdidos, que cualquier pequeña y certera alegría puede ser efímera, si no podemos ver nada nuevo, si no hay otro ser -humanamente igual- después de la puerta, afuera del auto, deteniendo el tránsito.



Junio 2012


Un señor se asoma a la terraza de su propiedad. Desde allí puede ver más allá de los límites de su barrio privado. Hay una muralla alta de ladrillo coronada con una alambrada helicoidal de filosas cuchillas. A unos 200 metros del afuera se ven trabajadores pobres que arman casillas de madera, levantan paredes
a las apuradas para techar rápido. "Se nos vienen", piensa en ese momento y puede que lo repita
con vecinos que vea en el club house, Esos pobres -él los puede llamar "negros"- bien pronto han delimitado dos canchas de futbol. Son pobres pero tienen plata para comprarse camisetas y zapatillas
-dirá entre guiños de complicidad con otros iguales del barrio, profesionales o nuevos ricos generados por la política.
Al costado de la cancha hacen fueguito con maderitas y carbón. Preparan asado y choripan para el después del partido.

Este hombre que no puede ver más allá de sus narices es probable que tenga olfato para ese olor inconfundible traído en la brisa que sopla desde el sur.
Para el aroma del asado no hay barreras sociales efectivas.


*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com







“VERANO DEL INCURABLE”*


Mires
por no decir escuches
desde donde lo mires

Te mire
por no decir te escuche
un gallo o un centauro

A medias te miren
por no decir que te escuchen a medias
enfermos de religiosidad en segundo grado
o demasiado curados del vandalismo de la primariedad

Te mires o te escuches a través
de la también calificada pertinacia del horizonte
incluso detrás
de lo que tanto sobra por delante.


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
-poemario del argentino Osvaldo Ballina-




*

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