*Obra de Walkala. Luis
Alfredo Duarte Herrera (1958-2010) http://galeria.walkala.priv.at/main.php
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
VOLVER*
Flecha ceniza desvelada.
Mordedura. Aletear de palabras.
Diosa, insecto, paloma
apuñalada.
Humo de huesos. Nardos. Rezos
apócrifos.
Árbol casa. Piedra pan. Sed
barro. Látigo sollozo
“Sufrir por lo que odias”
Quizás este sea el karma
de este oficio mío:
Volver. Pacientemente. Beber,
gastadas travesías.
Volver, redimida.
Almendro, pedernal, esquiva flor de hiedra.
Valle dormido,
laderas, luna roja.
Que me llegue su lumbre.
Que me bese en las sienes un
cardenal de seda.
Que en mi árbol
seco florezca una paloma muerta.
”Perder por lo que amas”
”Perder por lo que amas”
Volver: Eco apasionado de un
clavel herido.
Que mi pecho sea isla
descanso llanto niño.
Que el arroyo descifre mis
angulares piedras.
Que el invierno no doblegue las
cinco hojas de mi pena.
Que el hueco de tu mano
sea mi casa.
Que la lluvia no fragmente mi
reloj arena
Montar en pelo el potro del
relámpago.
“Querer y no obtener lo que
deseas”
*De
Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
(*)Entre comillas,
palabras de Buda
UNA LLUVIA DE
INFINITO CAE SOBRE LOS SUEÑOS…
GALERIA*
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
LALO REYES
Me dicen que murió
que lo mataron
¿Pero es eso posible?
Si ayer corría
con nosotros
cazando mariposas,
jugando al fútbol,
robando frutas de
las quintas.
Estaba siempre alerta,
como gallito de pelea.
RICARDITO SPINA
Pequeño y moreno
lo recuerdo
silbando entre aquellos
hinojales altos,
mientras buscaba
nidos de pájaros
en los paraísos tristes
que yo perdí
en la infancia.
TOTO MÍGUEZ
Delgado y ágil
trepó más alto
y más rápido
todos los árboles
del barrio.
Me enseñó a matar
pájaros, a usar una gomera.
Hoy nos vemos poco
de vez en cuando
un café humeante
o un asado nos reúne
en las mesas del Club.
CHAJA CORREA
Nos criamos juntos
juntos hicimos
la primaria entera.
Mientras íbamos
hacia la escuela
alborotábamos pájaros
a cascotazo limpio.
Hicimos también
todas las travesuras
juntos, menos una.
CHORCHI LOPEZ
Era el más rápido
en todas las carreras
y la huida al robar las frutas
de las quintas.
También el que se fue
más rápido.
Tengo en mis retinas
su cara redonda
su flequillo al viento
y su fácil agilidad
para treparse los tejidos
y advertir al dueño
del hurto
cuando ya tenía
la fruta en el bolsillo
HECTOR DOMINGO
Su jopito rubio
la simpatía pronta
de sus ojos pequeños
y la eterna sonrisa
lo hacían evidentemente
envidiado
entre los varones del curso.
Pero fabulaba mucho
y el colmo fue cuando
nos dijo, que desde su casa
se veían las manadas
de tigres azules.
EL MARLERITO MANSILLA
Cuando quiero
recordarlo
sólo retengo
su melena
sobre la frente
tirándose entre los palos
defendiendo el arco
“Jazminero” del barrio.
Luego viene
la niebla
y la ceniza
porque se fue
pronto del pueblo
y temprano de la vida.
JUSTITO PEZZINO
Menudo, con el pelo
corto y el flequillo
sobre la frente,
la picardía inocente
en sus ojos verdes.
Lo veo en esa tarde
en que convirtió
un gol, cuando ganamos
cómodos y lo vimos
gritarlo brazo en alto.
Mucho antes
lo vi cruzar
aquella calle ancha
y solitaria del pueblo
con una granada
partida en una mano
ÑANGÁ GÓMEZ
Con ansiedad
lo esperábamos
porque él tenía
una pequeña
pelota de cuero.
Era nervioso
y flaco y jugaba
en la defensa
se enojaba siempre
y en lugar de decir
“salí de aquí”,
decía “ñangá de acá”.
Muy chico
se nos fue del pueblo.
¿Adónde andará
el “Ñangá”
con su mal genio
y sus canillas flacas?
ANGEL BALQUINTA
Le decíamos Angelito
o “cabezón”
y no sabíamos
por qué siendo
un boquense confeso
andaba siempre
con una casaca de Bánfield.
ROBERTO ESCUDERO
De chico fue un travieso
defensor de “El Jazmín”
su equipo
-como el de casi todos-
El Racing Club
de Avellaneda.
De grande
es un implacable
memorioso y un entusiasta
descubridor
de quirquinchenses
dando vueltas por el mundo
PILI MÍGUEZ
Era el más pequeño
de aquella barrita
antigua y desflecada.
Subió el árbol
más alto
hurtó la fruta
más jugosa
y clavó en un ángulo
aquella pelota de trapo
con la zurda descalza.
*”Galeria” poemas de Jorge
Isaías.
*
Duermo con vista a un
pedacito de cielo, una lluvia de infinito cae sobre los sueños. Me abrigo
en el arte efímero de los pequeños momentos. Entre el infinito y el instante,
fluye la vida.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
SABIDURÍA*
Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.
La Esfinge era hermosa y distante.
Simétrico rostro de mujer,
bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras
extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre
en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra
soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos
los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Quiero darte lo
mejor de mí
Quiero
entregarte mi regalo
Pero no puedo
ser lo que tú
Puedes o
quieres ser
Solo te doy la
libertad
Y quizás te
enojes
No es tan
difícil invadir
y eso es lo que
no quiero
quiero que solo
sepas
cual es tu
verdad
y no es la
indiferencia
quiero que
comprendas
que no es tan
fácil olvidar
lo que son
solamente
tus ilusiones
quizás mañana
puedas
comprender
que no deseo
ser tu sombra
solo tus
propios anhelos
y que puedas
entender que tu
vida
tiene un camino
propio
y no quiero
entorpecer
con mis
obsesiones
tu destino
solo quiero que
puedas conquistar
liviano tus
opiniones
y no quiero ser
la causa
de tu
decepciones
ya verás que en
algo tengo acierto
y en tus manos
estará el intento
no puedo
brindarte
lo que aun no
sabes
pasara el
tiempo
donde puedas
comprender
lo mucho que te
quiero.-
*De Azul.
azulaki@hotmail.com
2013*
20
Fue un beso
colosal, una infiltración erótica, una lenta invasión morena. Ni siquiera se
trató de un beso de despedida, un beso para dejar atrás el año. Tampoco un beso
de bienvenida descorchado con ebriedad al paso de la cuenta regresiva. Se trató
de una embriaguez inenarrable, de una niebla penetrando otra niebla, de un
cuchillo desgarrando un espacio circular hecho a imagen y semejanza de la luna.
El segundo beso
se quedó en la garganta. Bloqueó el aire. Crujían las arterias y el flujo
sanguíneo se detenía para llegar al origen de todos los orígenes. Castigo
maravilloso de no latir, no latir, no latir, hasta que la primera partícula de
oxígeno comenzó la resurrección y el pecho se descontroló en una supervivencia
erótica.
El tercer beso
no podría haber sido más hondo ni más orientado a la pulverización de los malos
recuerdos.
El cuarto beso
arrancó el chirrido adherido a todas las cosas.
El quinto beso
liberó las palabras enjauladas.
El sexto beso
vino desde abajo, encendido y terso como una manzana, sin detenerse una sola
vez a tomar aliento.
En el séptimo
beso, los labios brotaron en jardines obscenos y recorrieron la extensión
silenciosa, llena de oquedades movedizas, hasta perderse en la sombra.
El octavo beso
llegó con su llave maestra. Rotó la lengua en la cerradura y se abrieron los
portales. Toda la noche rotó la lengua. Huyó y regresó toda la noche por la
misma puerta.
El noveno beso
no quiso saber otra cosa más que de ese clamor, ese resplandor en la noche, ese
errar hasta no hallarse en ningún otro sitio en que no estuviese perdido.
Los pequeños
pájaros nacidos del décimo beso, se abrevaron en las aguas donde brotó la flor
de la maravilla, capaz de calentar su voz suplicante.
El decimoprimer
beso sólo buscó un lugar propicio para vivir y multiplicarse.
En el
decimosegundo beso, la noche era toda blanca y la luna toda negra. Un muñeco de
marlo, enloquecido, golpeaba las puertas redondas del universo; las luces del
nuevo año se apagaban y se encendían; dos golondrinas apenas movían la cabeza
escuchando la noche nueva.
El decimotercer
beso se hizo doble y hermoso como un misterio.
El
decimocuarto, sobrepasó el desamparo.
El
decimoquinto, se llenó de acasos y desórdenes, hasta desnudar la desnudez,
hasta aclararse y completarse, hasta dar por cierto que habría riesgos de
seguir perdiéndose en su propia compulsión succionadora; hasta derrumbar los
puentes falsos y erigir los puentes verdaderos.
El reflujo del
decimosexto beso trajo consigo el fulgir untuoso, lava de un volcán erupcionado
desde el silencio, encajes, jabalinas, dulce, taladro, lengua.
El decimonoveno
beso se vio recompensado con creces, no sólo por sí mismo sino también por las
correspondencias y los delirios.
Durante mucho
tiempo el vigésimo beso fue el único destello de luz que hubo en ese dormitorio
donde ni aire, ni miedo, ni tiempo había.
13
Trece veces los
pies pisaron la nervadura de la noche sin hablar, sin recorrer palabras
quejumbrosas. Pisaron la nervadura de la noche y nada más.
Trece aguijones
dulces salieron de la penumbra, todos con afán de inyectar opacidad o sueños
sobre las frentes cargadas de piedras.
Trece
movimientos hicieron las trece hojas de papel negro pegadas en la pared con
saliva y tela de araña.
Y los
recorridos. Trece recorridos a veces a caballo. A veces, sobrevolando con un
ala. A veces, en chino mandarín. A veces en picada. A veces siempre. A veces
nunca. A veces.
Trece lluvias
llegaron desde el fondo del tiempo y se derramaron en el fondo de la memoria.
Y la arena.
Trece granos de arena construyeron trece desiertos inmensos, uno gobernado por
la viviente incertidumbre; otro fresco y oscuro como la sombra de un árbol;
otro cubierto por tu rostro; otro iluminado por una estrella colgada con hilo
sisal en el vano de la puerta; otro amarillo como una lejana noche sin
recuerdo; otro soñador y apacible, libre de violencias secretas; otro iluminado
por fósforos y significados incomprendidos; otro habitado por trece murciélagos
dorados; otro libre de escenas repetidas; otro lleno de libros; otro con
toboganes que llegan hasta la luna; otro recorrido por un automóvil negro; otro
donde se han abolido las cárceles y las cirugías plásticas pero abunda el aroma
de los pinos.
Trece veces
corrió el toro por el jardín, pisoteando las fresias y las cuatro patas se le
llenaron de cuatro aromas, de cuatro colores, de cuatro suavidades y un rumor.
Trece veces
corrió la mujer con un corazón en cada mano sobre un fondo amarillo de montaña.
Dos hilitos de sangre caían desde la luna. Dos lágrimas de Dios rodaban por la
ladera. Dos mitades de naranja derramaban la sed. Dos uvas moscatel embriagaban
el viento. Dos bocas abiertas nombraban las cosas y un silencio nuevo se
hamacaba fuertemente.
Y la luna. Trece
veces la luna nos cubrió la piel con ese fulgor dichoso.
Trece recuerdos
se encendieron debajo de la ceniza natal.
Trece lilas
soltaron por su perfume por única vez, en medio de todas las veces.
Y los segundos.
Trece segundos duraron toda la vida.
Y los deseos.
Trece deseos se prodigaron a lo largo de la noche. A ninguno le faltó su
perfume sexual y su ternura.
Lo mejor de mi
vida tal vez se haya quedado*
Lo mejor de mi vida tal vez se
haya quedado
abandonado en alguna encrucijada
o al otro lado del cristal
mojado
tras el que contemplé las
marejadas y la noche,
y por qué no decirlo, las
inmutables estaciones
que me fueron alejando de otras
tardes más cálidas.
Hubo un tiempo de caminos
anchos,
de colinas suaves que ocultaban
fuentes,
de jóvenes aves y ardillas
veloces
y de sal y de pan y de plácidos
campos
preñados de fértiles terrones y
labradores.
Hubo un tiempo de límpidas
aguas,
de frondosos bosques y playas
morenas,
de silentes cráteres orlados de
espuma.
Pero en la noche del invierno
treintaycinco,
todos esos mis ángeles me fueron
vomitados en el rostro
y pude comprobar que la senda se
había ido estrechando
hasta límites intolerables.
Supe entonces que mis pasos
borraban el camino,
que ya no era posible detenerse
ni mirar hacia atrás, que no
había regreso,
que legiones de arpías me
empujaban riendo
y que un loco empuñaba mis
recuerdos.
Entonces, tras la lluvia, se
apagó una ventana.
***
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