miércoles, febrero 13, 2013

FUNCIONAMOS PARA LA CITA CON EL MILAGRO...



*Dibujo de Ray Respall Rojas.

La Habana. Cuba.

 

 

 

 

 

TODO ES POSIBLE UN DÍA*

 

 

 

¿Qué hacer si de repente

No me nace un verso en la mañana,

Si olvido el final de nuestra historia, si no

Enciendo una vela al Dios de los Caminos?

 

 

¿A dónde iría mi alma,

Navegante errada,

Sin la fe, sin la música, sin ti,

Sin mi entrañable amiga La Locura?

 

 

Tal vez decida probar mis alas, pese a todo.

Y mis escombros coincidan en el vertedero

Donde se dieron cita

Las cenizas del Ave Fénix,

El canto de las sirenas,

Las escamas del Dragón,

El último cuerno de Unicornio,

Los polvos que derramaba el Hada Azul

Antes de volverse autoestopista.

 

 

Y aún desde ese olvidado rincón del universo,

contemplando una deshilachada alfombra voladora,

Los vestigios de mi ser preguntarán

Por qué el mundo eligió renegar de los portentos.

Qué pudo ocasionar tanta desidia...

 

 

Y una mariposa que aleteó en el Amazonas

No sabrá que sus efectos devastadores

Alcanzaron mi almohada

De pronto, un día.

 

 

*De Marié Rojas.

La Habana. Cuba.

 

 

 

 

 

FUNCIONAMOS PARA LA CITA CON EL MILAGRO…

 

 

 

 

 

El jardín del desahogo*

 

 

 

*Por Dahiana Belfiori. dahiabell@yahoo.com.ar

 

 

 

 

Sobre una de las paredes de mi casa de niña se extendía un bosque de tres a cinco árboles de colores. Mi madre los había pintado a puro rodillo y con una paleta bastante heterodoxa, tratándose de árboles, digna de un fauvismo de entrecasa. La pared en cuestión, que todavía se yergue en mi memoria con la majestuosidad que le imprimían mis ojos proyectando sobre ella las fantasías más delirantes, era el resabio de una galería abierta al patio que se había extendido para agrandar la superficie cerrada de la casa. Lo que antes era galería luego fue "desahogo", así le llamaba, y le sigue llamando mi vieja a ese espacio multiuso en donde convivían los más disímiles elementos: la máquina de coser con su pedal eléctrico que varias veces nos dio patadas a mi hermano y a mí por meter las manos en los lugares "donde nadie nos llama"; el aparato de tevé "supersónico" blanco y negro que nos embobó hasta el '85 cuando ocupó su lugar el pequeño y moderno cubo a color; varios rollos de cinta super 8 que mi viejo usaba para trabajar, esparcidos por toda la habitación --y suplantados luego por las terribles cintas VHS que acabarían con el cine, y que por un tiempo parecieron lograrlo, hasta que el cine recuperó su indiscutible y antiguo reinado--, y la moviola con la que empalmaba las cintas super 8; la biblioteca, prodigioso mejunje que amalgamaba libros de química y biología de mi madre con algunos clásicos, y no tan clásicos, de la literatura universal, diccionarios de todo tipo y varias colecciones indescifrables; la salamandra que en invierno humeaba la casa con vapores de hojas de eucaliptus; una mesita de madera con sus cuatro sillas hechas por mi abuelo, pintadas de rosado, cómo no, a pedido mío; lápices de colores y hojas completaban el cuadro de ese lugar. El desahogo era el espacio para el devenir, para el simple estar siendo, donde chicos y grandes disponían sus cuerpos en una mixtura de quehaceres y placeres.

En el patio de la casa que ocupo en este tiempo de mi vida, no hay jardines, o al menos no de esos que parecen haber salido de un cuento de hadas o de la mano verde de alguien proponiendo un orden al que la naturaleza siempre resiste en su sabia anarquía de ramas y raíces. Hay, sí, un cantero rebelde, pedazo de tierra contenida por cemento, en el que fueron cayendo azarosamente algunas semillas. El tomate no prosperó, pero sí la albahaca que perfuma las hojas de zapallo creciendo ajenas a la persistencia de los yuyos omnipresentes. La constancia del yuyo me recuerda a la de la palabra, simiente poderosa de entendimientos y desacuerdos humanos, que sin embargo se atrinchera y recrea en jardines encantados cada vez que no la nombran sincera. Hace un par de años floreció la estrelicia, reinando altiva en el centro del cantero. Desde ese día y cada vez que anaranjada y azul se abre puntual en primavera, la visita un colibrí. Y ahí, donde detiene su pico el diminuto helicóptero viviente, se posa absorta mi mirada. El núcleo de néctar concentra nuestros esfuerzos por asir el mundo. Y el aleteo, motor incesante, acompaña mis pensamientos.

Ahora, en este atardecer de patio prestado por vacaciones, la guardiana de los seres que reflejan todos los tonos de verde me cuenta la historia de sus plantas, porque ellas también la tienen y la conservan en su memoria de savia, así me dice la jardinera mientras riega cuidadosamente un jazmín. Distraído se pasea, o al menos a mí me lo parece, un colibrí de estas tierras. Lo observo. Respiro, profundamente. De las exóticas y llamativas flores que invaden el verde con colores saturados y brillantes, elije una roja, pequeña y modesta. No pregunto cuál es su nombre. Respiro el ritmo lento de los jugos que fluyen en direcciones contrarias. Respiro creyendo que en el aire que inhalo regresa el jardín del desahogo. No puedo evitar una sonrisa al pensar en mi madre y en su acierto al bautizar aquel espacio en el que se respiraban encuentros y desencuentros. Porque allí latía la vida, ese desahogo. Desahogarse, musito, es respirar, es hallar la cadencia que nos conecta con la tierra. Y aunque aquella pared de árboles haya sido blanqueada, debajo se esconde un bosque que sigue palpitando en la memoria de mi cuerpo. Cada vez que me falta el aire, invoco el juego de aquellos años y me exorcizo de blancuras para liberarme al caos de árboles de colores y al aleteo de colibríes. Soy habitada por el desahogo.

 

 


 

 

 

 

 

 

CUANDO NO TE PERTENEZCA*

 

 

 

Me pregunto cuánto durará tu amor, qué parte de mí es la amada.

Si es a mí a quien deseas o es a esta mujer que está a tu lado, que parece lo mismo pero no es igual.

Alejada ya de un hombre, me ocurre seguir preguntándome por su salud, por sus achaques, por sus afectos y su transitar por las aceras. Alejada ya definitiva, irrevocablemente, me ha ocurrido recordarlo con ternura, sonreírme en el colectivo, desearle en silencio y desde lejos un feliz cumpleaños, si necesitamos un ejemplo.

No soy afecta a recontar defectos, a caer en críticas de acero y piel desgarrada.

Me ocurre rememorar sin ira y con aprecio, me ocurre sentirme unida por un pasado común a ese ser que ya es un extraño, y que ya hizo que los días y las noches me fueran borrando de sus sábanas y del olor en los cabellos.

Y me ha ocurrido golpe tras golpe escuchar que la otra mujer, la mujer de antes de mi pareja ya no existe, no significa nada, es un fantasma, un cadáver amortajado en el extranjero. Es la madre de mis hijos dirá, es aquella con la que cometí el error de casarme, lo que sea, pero nada, nada de nada, ni un aleteo sutil de sentimiento, ni una rosa en el libro, ni una cajita de fósforos escondida en un cajón. Ni una sonrisa, por dios, para quien debe de haber reído, charlado, hecho el amor en un lejano tiempo de felicidad.

Yo no nací hoy ni me han parido ayer y sin historia. Los hombres que fueron parte de mi vida fueron queridos, y no reniego tan pronto ni tan levemente de los afectos. Quizás porque tomo tan en peso y profundidad la palabra amor es que me sea tan difícil pronunciarla. Pero yo los he amado a todos, y a todos los sigo queriendo.

No me mueve el que este hombre sea mío, que sea hoy mi pareja, novio, esposo, lo que sea pero mío. Lo quiero porque lo quiero, porque lo encuentro bueno, noble, propicio para la querencia. Puedo quererlo sin posesión e inclusive desde el abismo de las décadas o los kilómetros. Que no haya ni pueda haber un futuro compartido no quita la ternura ni la calidez de una caricia lejana.

Cuando me dicen que me aman, y cuando me lo dicen ahora mientras cocino, o escribo, o recorto una cartulina azul. Cuando me dicen que me aman, me pregunto cuánto durará este amor, cuán larga es su sombra, hasta adónde abarca. Me pregunto, mi amor, si tu cariño tiene una correa como esos perrillos volubles, que tan pronto saltan al amigo que llega, como le dan la espalda y son todo fiestas para el nuevo visitante.

Sin necesidad de que la estatua de alabastro sea de mi propiedad puedo disfrutar su belleza, sin que la magnolia presida mi jardín puedo admirar sus flores de gigante, sin que estés a mi lado puedo valorarte. Y no te negaré cuando la noche caiga, ni cuando el gallo cante hasta la tercera vez.

 

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

NO MÁS*

 

 

No más país

De bruces sobre el escudo

Veo pasar los patricios

Que ayer bebían café a la sombra de los plátanos sonantes

 

 

En minutos será noviembre

Escucho la radio con cierto desdén

Me vuelvo un animal doméstico

Un corredor de seguros

Otro más que carga maletas

 

 

No más

Detenida la estirpe

Me arrojo cuatro pisos abajo

 

 

No más.

 

 

*De Reynaldo García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

"Un color amarillo" *

 

 

 

*Un cuento de Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com

 

 

 

DIARIO DE SENSACIONES ...

 

Así rezaba el título del ejemplar ajado, que pareció olvidado junto al arbusto.

 

- ... Pinamar te da sorpresas, como la vida... -, el comisario Wensell, no resistía la tentación, cada vez que podía, de parafrasear a Blades.

- ... no parece un olvido ... -, reflexionó en voz alta Dasta, repitiendo un ritual que los unía, obsesivamente, nunca ponerse de acuerdo.

- ... tanto olvido suelto en la playa ... - reiteró Wensell.

Tampoco incluía entrar en razones.

Dasta, en tanto, apreció el lugar retirado y silvestre, un mérito de dudosa originalidad, según él, para quienes manejan los destinos de la villa.

Seguro, como nunca, de que los prominentes, como gustaba ironizar, jamás aceptarían el término.

- ... parece una libreta de apuntes... pero... anda tanto loco suelto en la arena... vamos a llevarlo... tal vez podamos identificar al propietario y devolverlo... -

- ... ¿porqué masculino? ... Dasta se volvió, brusco.

- ... ¿que tan seguro de un hombre? ... repicó.

- ... una corazonada ... en realidad no lo sé ... me salió así ... y voy a creerla ... - respondió Wensell.

Los dos revisaron durante un rato más, el lugar, tampoco sabían porqué.

Sin cambiar palabra eligieron seguir por la playa rumbo al parador de “El Pájaro”.

Ambos sabían que allí todo era posible, incluso ser bien atendidos.

- ... primero vos ... Dasta ... quien te dice que sacás una nota de ahí... uno nunca sabe... –

Mientras buscaban comodidad, Dasta parecía inescrutable.

Aprendió, con Wensell, a no retrucar porque sí.

Ya sentados y pedida la bebida, Wensell displicente, le arrojó sobre la mesa desnuda, pero acogedora, el libro de notas con tapas oscuras,

decidido él, a dormitar un rato. Dasta, dispuesto, comenzó a hojear las primeras páginas.

 

 

" ... se aproximaba el mediodía y el sol gastaba contra la carne los sedimentos de sal.

Mientras caminaba por la playa colmada, contemplaba el estacionamiento de cuerpos estoicos recibiendo la dosis estimada, para un bronceado decoroso.

Siempre me pregunto cuántos disponen de tiempo para admirar la naturaleza en los lugares que visitan y concluía que, en esos sitios, el caudal de posibles, disminuye sensiblemente.

¿Que sucedería si presenciaran el imprevisto?

Nunca llegaba a respuestas satisfactorias.

Tropezaba con la incertidumbre.

Si la estupidez colectiva desembocaría en el terror y nunca en la maravilla.

Aceptaba en éste juicio el exceso de escepticismo.

Lo cierto es que me atribulaba la idea de un fenómeno que pasase inadvertido para el mundo, afirmando aquella carrera loca por una

materialidad asfixiante.

A menudo reflexiono si el tiempo del suceso estaría próximo.

El estado de descomposición, requería una sacudida, un desequilibrio, algo que escapase a las facultades humanas.

Los interrogantes me excedían.

Sentía inhibición para el comentario, por temor.

El riesgo de enrarecer aún más mi medio de relación, me acobardaba.

Carecía de referencias.

Sin embargo, la fascinación del tema, cavilando, me alejaba peligrosamente de la realidad.

Debía esforzarme en balancear mis anhelos con la expectativa cierta.

Almacenaba una atención latente, para no sorprenderme cuando aquello ocurriese y quería estar en condiciones de captar el suceso en

toda su magnitud.

Este ejercicio preparatorio, iniciático, lo afrontaba sin antecedentes.

No sabía como encararlo e improvisaba reacciones que me permitiesen determinar si los reflejos coordinaban con la velocidad adecuada, si la sensibilidad era receptiva.

Toda esta gimnasia del aguardo, con el tiempo, fue algo inherente a mi personalidad.

Me sorprendía con actos impensados que captaban estados de ánimo especiales, en sucesos cotidianos.

Tan solitario adiestramiento, me alejaba.

En soledad se agudizan los sentidos y el contacto con los demás parece lesionar el delicado filo que se va adquiriendo.

Su valiosa posesión gravita, inexorable, obligando a continuar, impide retroceder.

Imposible el aturdimiento y la confusión; es un camino que se va estrechando.

Cada abrupta pulgada que se transita, es desmenuzada minuciosamente, incorporando el sedimento que nutre la búsqueda.

La paciencia se hace sólida, contundente y móvil.

El tiempo útil cambia de color y sonido, aquilata únicamente el valor del descubrimiento, que se adhiere natural y flexible a nuestro yo.

Esta capacidad de moldeo tan coherente y precisa, alegra la dimensión que transitamos.

Es un suave bienestar no expandido, modulación armónica.

Facilita su integración a la percepción automática.

Todo es prolijo, una perfecta maquinaria imposible de ser arrebatada a la serenidad contemplativa inexorable.

Allí cada color, cada sonido, es degustado.

Funcionamos para la cita con el milagro.

En la recordación, había llegado, caminando, a un sector menos concurrido de la playa.

Mi piel recibió y transmitió el frío del agua, en imperceptible canalización de sensaciones, separándolas de la atención principal.

Pero algo más sucedía, era una tenue llamada al mecanismo minucioso.

Inmediatamente y como ajena, una imperiosa apertura sensorial, una extrema agudización, una tensión maravillosa, densa, indetenible, comenzó a circularme, pulgada a pulgada, expectándome integralmente.

Era el aviso.

Informe.

Latente.

Me contemplé serenamente.

En calma pese a no saber cómo ni donde.

El cielo tonalizaba azules extraños.

Ningún cambio perceptible se advertía a la común observación.

Yo sabía que estaba sucediendo algo.

Era imposible el error, estaba para eso.

Ningún sonido fuera de lugar preludiaba cambios.

Sin embargo, la proximidad, la inminencia, era casi un dolor físico, brutal, increíble.

Y repentinamente...¡allí estaba!.

El mar fracturó una calma imprevisible.

Pareció detenerse casi, tan bruscamente que adquirió la sutileza de pasar inadvertido.

El rumor, perenne, se asordinó gradualmente.

La mudanza sónica resultó terrible.

Un cambio de partitura notable, etéreo, profundo, la sonoridad dejó de tener dirección.

La petrificación; la paralización; la indefensión; es que asistía al monumental espectáculo del asombro, cuando alzándose lejos, muy lejos, en

la sombra de la profundidad, un color amarillo vivo, oscilante, comenzó a elevarse acercándose hacia la playa, expandiéndose silenciosa y armoniosamente.

Me interné en el agua.

Esa familiar oposición de masa líquida no existía; era deslizarse en un prado algodonado y verde, desperdigado a mi paso.

A medida que me acercaba, alejándome de la orilla, las formas se convertían en hermosas mariposas amarillas, iguales, perfectas, disimulando su número, en nubes simétricas, fluctuantes, brillantes.

Al tomar contacto con las primeras, me pareció oír como su roce producía un sonido familiar.

Aceleré el paso.

Si me internaba más, se haría perceptible.

¡Efectivamente! ... el avance, fue tornando audible todo aquello.

Maravillado, rodeado, coreado por ese misterio, creí dar forma al murmullo.

¡Sí, eran frases ... ! Palabras.

Hilando el tono musical ... ¡se podía! ...

Agudizándome al límite  caminé y caminé, hasta que sonreí, plácidamente ante la invasión, buscando comprender y comprendiendo.

Volví la cabeza hacia la playa distante y a mis espaldas una suave brisa comenzó a impulsarme gradualmente a mayor velocidad.

Perdía contacto con el piso, pero mejoraba el desplazamiento, sintiéndome libre, ágil.

Fue en ese instante que miré mis brazos y ví que, lentamente, tomaban formas distintas ... color amarillo vivo ...

 

 

Dasta, luego del tercer intento, había logrado que Wensell, sin abandonar la indolencia de ojos cerrados y adoración solar, desde el nuevo sitio descubierto, aceptara, con la música  de Patty y Tuck, haciendo Glory, enterarse del contenido de los apuntes.

El comisario, distendido, disfrutaba cuando podía, de cada oportunidad.

Astillas de libertad.

Peajes de la vida, se decía.

Dasta, absorto por la lectura, Wensell laxo y ausente, eran acompañados, desde algunos minutos, por una hermosa mariposa amarilla, posada en un ángulo de la mesa.

Dasta dejó la libreta abierta donde culminara la lectura. Perplejo, pero práctico por temperamento, sacudió la cabeza.

La mariposa pareció preferir la tibieza de las páginas. Se ubicó en el centro de la libreta.

Levemente movió las alas.

Dasta, distraído, se aferró al entorno multicolor.

No le gustaba proponerse entender cosas poco claras.

Resistía la aventura de pensar, aunque fuese su trabajo.

Quería mantenerse seguro y distante.

Buscó el horizonte sereno.

¿Para qué? si igual se vive, tanguedió para consigo.

Wensell mantenía silencios de pestañas caídas.

Sin embargo, se movió rápido, era su oficio.

En un sólo movimiento cambió la postura.

Se irguió en su asiento.

Estiró su cuerpo flexible.

Se inclinó sobre la mesa.

Cerró, de un golpe, la libreta y rezongó ...

- ... esto es evidencia ... vamos que es tarde ... -  y partieron juntos, camino del arenal ...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VERANOS ENTRE DINOSAURIOS*

 

 

Para Augusto Monterroso, casi diez años después de su partida.

Para Raúl, amigo de letras que vive de marzo en marzo.

 

 

La llegada del verano anunciaba el verdadero inicio del ciclo anual.

Disfrutaba caminar diariamente hacia la costa cercana, sumergirse en la transparencia y terminar la mañana secándose al sol mientras conversaba con sus dinosaurios.

 

Los dinosaurios – jamás les dijo que les llamaba así – eran sus amigos de esa hora y lugar. Un grupo que oscilaba entre los sesenta

y los ochenta, edades que le parecían lejanas e inalcanzables desde su juventud. Maestros del arte de estar alegres sin tener causa,

de la conciencia de que cada día puede ser el último, razón más que suficiente – si faltasen otras - para disfrutarlo, agradecer, vivir con el corazón abierto y una sonrisa en los labios.

 

Algunos veranos un rostro desaparecía y era sustituido por uno nuevo, de modo que la colonia se mantenía a pesar del paso del

tiempo, años, décadas…

 

Pero nada la preparó para aquel despertar, cuando una simple mirada al espejo le reveló que se había convertido en uno más entre los

dinosaurios.

 

 

 

*De Marié Rojas.

 

N del A: Augusto Monterroso, 21 de diciembre de 1921, 7 de febrero de 2003, escritor latinoamericano conocido por sus relatos

hiperbreves, especialmente “El Dinosaurio”.

 

 

 

 

 

 

***


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