lunes, abril 08, 2013

APENAS PALABRAS QUE ALGUIEN OLVIDÓ RECOGER DEL SUELO....




*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
UNA VUELTA AL PARQUE*
 
 
A José Tadeo Respall Arana
 
 
Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que todas las que pueda soñar tu filosofía.
Hamlet
 
William Shakespeare
 
 
 
Pestana se aseguró de que la puerta hubiera quedado bien cerrada. Era la hora de ir a ver el atardecer en el parque. Asió con fuerza el puño con cabeza de perro de su bastón, recuerdo de un tiempo en que a sus manos le brotaban alas ante el reto de la madera virgen, más cercana del árbol que del hombre. Con su andar pausado se alejó del edificio.
 
Su rincón favorito lo esperaba.
 
“Ya era hora, cuando demoras me parece que no vas a venir”, le dijo el tercer banco de la izquierda, el que quedaba frente al almendro, bajo cuya sombra había visto tantas veces ponerse el sol.
 
- Nunca te voy a fallar – respondió mientras se acomodaba a contemplar el maravilloso espectáculo.
 
“El amor genera impaciencia”, fue la réplica del banco que ayudó a construir… Diríase que había transcurrido una eternidad desde entonces. Recostado al espaldar, que ya se ahuecaba a su forma, rememoró tantas cosas en él vividas, primer amor, las piernas delicadas de su hija asomando unos centímetros apenas de sus bordes...
 
- Me hubiera gustado conocerte cuando eras árbol – murmuró mientras el cielo daba la bienvenida a la noche.
 
“Era un árbol como otro cualquiera, fuiste tú quien me dotó de alma, como al perro sin raza que te seguía a todas partes, convertido en bastón después que  lo atropelló aquel auto. Recuerdo como sostuviste su cabeza y como él, para ahuyentar tu tristeza, trataba de menear la cola.”
 
- Estás demasiado melancólico como para quedarme escuchando, voy a mi vueltecita.
 
Se incorporó y comenzó su periplo diario. Recordaba el día en que sus ojos no vieron con la misma agudeza y pensó: al menos veo. Veía la glorieta semiderruida, asfixiada por los tallos rebeldes que se enredaban en sus columnas, las estatuas descabezadas entre la hierba. Evocó la antigua gloria del parque que vio nacer desde su ventana, la fiesta de su inauguración, con la banda municipal tocando toda la noche.
 
Rememoró el día en que sus manos ya no pudieron dibujar los finos rasgos de sus esculturas y pensó: aún puedo valerme por mí mismo.  Su mano llena de nervaduras se apoyó una vez más en la cabeza del perro negro... Vino a su memoria aquella tarde en que se cayó al salir de su casa, a partir de entonces tuvo que andar con un bastón: ando, que ya es bastante...
 
Mientras tuviera fuerzas para caminar alrededor del parque, manos para asirse a su fiel amigo, ojos para ver cómo se escurría la claridad entre las casas de su viejo barrio, coraje para ver llegar la mañana y esperar el próximo atardecer, la vida valía la pena, aunque la soledad pesara más que su cojera.
 
Casi terminando su recorrido, avistó su banco y vio que algún intruso estaba ocupando su lugar. Sintiéndose como el enamorado que descubre la infidelidad de su amante, apretó el paso. Se acercó al hombre, que parecía dormido, la cabeza echada hacia delante, y lo sacudió con furia mientras lo interpelaba.
 
- ¡Oiga, búsquese otro lugar para dormir!
 
“Déjalo, que ha escogido el mejor lugar...”, le dijo el banco. “Mira la expresión de su rostro, ¿no ves qué apacible felicidad?”
 
Pestana se inclinó, avergonzado de su atrevimiento y vio su propio rostro, tranquilo como nunca antes, parte indisoluble del banco que una vez fue árbol, del bastón que una vez fue perro, del parque que una vez estuvo cubierto de gloria.
 
- Pero… ¿Cómo nos vino a pasar esto ahora, viejo?
 
Se sentó junto a su cuerpo exánime, triste de verlo en tanto abandono, feliz de que todo hubiera terminado... Las sombras cubrían completamente el parque, el almendro ocultaba el banco de las miradas de los advenedizos. Acariciando el bastón de ébano, apenas rozado ahora por aquella mano que hace unos instantes aún palpitaba, se dispuso a acompañarlo hasta la llegada del alba.
 
“Cuando salga el sol, seguro que alguien lo descubre”, lo consoló el banco.
 
 
 
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
 
APENAS PALABRAS QUE ALGUIEN OLVIDÓ RECOGER DEL SUELO…
 
 
 
 
 
 
 
Un tren ...*
 
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
un tren llega con la boca abierta
interpela el desfiladero ciego de los abordantes
los zapatos despeinados y el olor del agua bajo el puente
el delicioso fierro aprieta la gris cabeza del día
como siempre, un perro provisto de maletas,
enciende un cigarrillo contra la voluntad del amo
los techos de las casas son acentos inequívocos sobre la tierra
una ventana destiñe en iguales corazones la intemperie
nadie baja o asciende del tren a estas horas de la vida
los abordantes eran apenas palabras que alguien
olvidó recoger del suelo/
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cuidado con los trenes*
 
 
 
Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.

Deambulaba por los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le había prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a pasar aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol de la estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.

El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!

Aquellos detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya vería dónde.

El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le susurró:

-Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…

Laurita la miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:

-Y los secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…

Aquello venció cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.

A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando una protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…

-¿Y cuáles son? -, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo al escuchar atentamente a Teresa.

-Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.

La emoción la carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a mencionar el tema.
Laurita, en cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.
Soplaba una fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe, aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.

Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:

-“Cuidado con los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……

La brisa susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció. Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.

Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.

Se le aceleró el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho de su motor diesel quemándole la cara.

Laurita gritó, pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los vagones.
Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por ominosos parlantes, ordenaba:

“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”

Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…

La cabeza de un caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.

Y antes de que ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente aparición la dejó sin aliento.

Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y absoluta firmeza en la voz al exclamarle:

-“¿Qué estás haciendo acá vos???”

Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…

Treinta y siete años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de…¿un país que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, aunque cargados de pesadilla…
 
 
 
 
 
 
 
 
La murra*
 
 
 
Volvíamos con mi padre en tren desde Quequén.
Mi viejo trataba de enseñarme como se jugaba a la murra. Era algo así como piedra , papel y tijera pero distinto, cada jugador debía mostrar un número con sus dedos de la mano derecha arrojados al aire como dados y adivinar la suma total. El vagón estaba a oscuras, las manos de mi padre se iluminaban con la luz de luna que entraba a ráfagas desde la ventanilla. Desde el otro lado de la fila de asientos una mujer se emocionó: comenzó a contar como se jugaba a la murra en el bar de su padre. Hablaban a medias en italiano, a veces mezclaban palabras en la castilla. Hamacado por el movimiento del tren yo entraba y salía del sueño, me esforzaba por seguir la conversación sobre un mundo lejano que solo ellos habían conocido….
 
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
Se nota que no estás*
 
 
 
Se nota que no estás:
las cosas se descuelgan del columpio
estructural que las sostiene
y encaran como luces occidentes
o ecuatoriales flores
el vacío.
 
 
*De Juan F. Rivero. juanfernandezrivero@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Solo falta el vino*
 
 
 
*De Mirta Alicia Gisondi. mirtagisondi@yahoo.com.ar
 
 
Está amaneciendo y los primeros rayos de sol se cuelan por la ventana. Emma se levantó alegre; sonríe mientras se viste preparándose para ir a misa de siete.
Es domingo, y nada ni nadie impedirá que concurra a la pequeña iglesia, distante un par de kilómetros que hará en su bicicleta.
El viejo cura alarga el sermón, aprovechando la concurrencia, pero Emma no está para sermones y sin esperar la última bendición, emprende el regreso raudamente, ante el asombro de los amigos y vecinos con los que suele reunirse a la salida de misa.
Mientras pedalea lo más fuerte que le permiten sus ya cansadas piernas, va pensando en lo que les preparará a los hijos que, con sus familias vendrán de visita. Cuando llega, el viejo peón que la ayuda en las tareas de la quinta, se saca el sombrero respetuosamente.
- En la cocina ya le dejé los dos pollos más gordos y los huevos de las batarazas como me encargó – le dice respetuosamente.
- Gracias Pedro – le contesta con una gran sonrisa sorprendiendo al viejo, que acaricia el ala del sombrero casi con vergüenza.
- ¿Quiere que corte la verdura antes de irme? – se ofrece solícito.
- No gracias, las verduras las saco yo. Contesta jovial y entusiasmada.
Cuando ve alejarse al viejo se arrepiente y le grita:
- Si quiere ver a los muchachos venga a la tarde. Hice torta de chocolate-
Pedro asiente con la cabeza, seguramente estaba esperando la invitación y se va ya más tranquilo. Emma entra a la casa y comienza a ordenar todo para el almuerzo.
Quita el gastado mantel de hule de la mesa del comedor y acaricia algunos rayones que seguramente hicieron sus niños con la punta del compás, mientras estudiaban geometría. Extiende el de hilo blanco que bordara hace tanto tiempo. Ya olvidó cuándo, pero está intacto para usar en las fiestas familiares. Repasa con una servilleta los platos del juego de casamiento y los cubiertos de alpaca. Va sacando una a una las copas de la vitrina y al mirarlas a trasluz se da cuenta que hay que lavarlas.
La casa es sencilla, de campo, pero con detalles de calidad que demuestra que sus dueños han tenido un buen pasar y buena educación y, pese a eso, que han elegido la paz de una vida tranquila. Emma lo sabe, sus hijos también, por eso se esmera para que las nueras aprecien que allí también hay distinción y prestancia. Quiere que pese a la simpleza del menú, perciban el amor que puso en cada cosa que colocó en la mesa: la mejor vajilla, el mejor mantel, el mejor aceite y los mejores frutos de la tierra, plantados y cosechados por sus propias manos.
Cuando la llamaron para avisar que al día siguiente vendrían todos, el corazón le saltó en el pecho. Tal era su alegría que casi no durmió. Mentalmente fue recorriendo los años felices de la familia cuando compartían cada día y cada noche. Los desayunos apurados antes de ir al colegio y la hora de la leche a la tarde, luego de hacer los deberes.
El fuego está prendido; el agua borbotea en la olla suavemente y, sobre la mesa de madera, una corona de harina, encierra la media docena de huevos cascados, grandes y frescos. La mujer trajina en la pequeña cocina. Sobre una tabla, los pollos recién pelados esperan su turno de ser estofados.
Manchita, la pequeña gata, observa impávida todos los movimientos, lista para salir disparada cuando intuya peligro de que la pisen. Diestramente, la mujer mezcló los huevos integrando la harina, amasando un buen rato hasta dejar un bollo liso y suave. Buscó luego un repasador blanco y lo tapó. Canturrea, está feliz… Hacía meses que cocinaba para ella sola y este domingo, por fin tendrá la mesa completa.
Salió luego al huerto con la canasta de mimbre y caminó segura entre los surcos, eligiendo varios tomates rojos, maduros y también dos pimientos. Acaricia cada fruto y los huele, recordando los días en que toda la familia cosechaba las verduras y las frutas. Extrañaba a su esposo, al que esperaba con el mate caliente y la ropa limpia, cansado y transpirado, y ese abrazo de oso que podía sofocarla pero le producía cosquillas en el estómago. Suspira profundamente; añora cuando sus hijos pequeños correteaban en la tierra sembrada, pisando los almácigos y volteando los tomatales con la pelota.
En la casa había bullicio, alegría, algún que otro reto, pero besos y abrazos al acostarse. Ahora en cambio, todo está en orden: no hay niños que reprender, plantas que salvar, ni camisas que lavar, y ese gran silencio que impone la soledad y también los pensamiento, ésos que brotan sin pedir permiso y ocupan tanto espacio.
Recuerda la cara de asombro de su marido, cuando el mayor de los muchachos dijo que estaba enamorado y que quería que conociéramos a la novia; parecían tan jóvenes… Seguramente sufrió una gran desilusión, el sueño de su vida era que se quedaran a su lado a trabajar la tierra, pero los hijos habían crecido, luego volado y construido sus propios nidos.
Los extraña demasiado su egoísmo de madre, pero…La vida es así.
También su esposo, hombre duro de campo, pero muy cariñoso con la familia, había enfermado repentinamente dejándola más sola que antes y sobre todo porque siempre creyó que se murió de pena, por no superar que los hijos vivieran lejos de la casa paterna. Mientras rememora, camina hacia la casa y, de pasada por el jardín, recoge un puñado de hierbas: orégano, albahaca y tomillo. Una vez en la cocina, mira en derredor para comprobar si todo está en orden; abre la ventana y siente sobre su cara la fresca brisa con olor a menta y lavanda del pequeño jardín. Luego cuchilla en mano, corta finamente las cebollas y enjuaga con la punta del delantal una que otra lagrimita indiscreta y predecible. Después corta el pimiento, troza los pollos y da comienzo a la salsa con ese aceite de oliva que guardaba para las ocasiones especiales. Mientras dora el pollo, sumerge los tomates en agua hirviendo para quitarles la piel, y con sus manos pequeñas y ágiles pero curtidas de años de trabajo, deshace los frutos maduros. Al ver como se escurre entre sus dedos el jugo y la pulpa roja, siente un placer acaso indescriptible con palabras, seguramente porque recuerda momentos de trabajos en familia, época de dulces y conservas, y los deditos golosos que no podían esperar que la mermelada se enfriara.
La gata va caminando en derredor de la mujer, con la cola levantada, olfateando el buen aroma que sale de la enorme cacerola de hierro. El felino se siente empujado suavemente y decide subirse a la silla de mimbre.
Emma prueba la salsa con la cuchara de madera y agrega primero sal y pimienta y luego deshoja prolijamente dos ramitas de tomillo. El orégano lo deja para el plato del primogénito, que adora colocarlo sobre la comida y disfrutar de todo su aroma.
Los tomates que no utilizó para la salsa los acomoda en grandes rodajas en una fuente de loza, como le gusta al más chico, y sobre ellos, las horas de albahaca y trozos de queso de campo, un hilo de aceite de oliva y triángulos de pan casero que preparó la comadre para su ahijado.
Ya la masa está lista, la estira y estira hasta que llega al grosor deseado. Se acuerda entonces de las veces que a su alrededor corrían los niños y, para evitar que el padre los castigara, ella los entretenía con trozos de masa con la que cortaban masitas que luego hornearía. Sonríe melancólica, recordando la mesa de la merienda en donde todos debían probar esas delicias simulando un goce infinito; claro, sin hacer referencia al color oscuro de la masa que fue sobada por cuatro manitas sucias.
¡Qué rápido pasó todo!. Los hijos, ya hombres, tienen los suyos propios y éstos, casi no conocieron a su abuelo. Por eso Emma deja la cocina y busca con empeño viejas fotos para la sobremesa que le mostrará a sus nietos, aunque los hijos se enojen y las nueras bostecen..
Ya todo está listo: el agua hirviendo, el estofado y la masa estirada. Afila con bríos una cuchilla grande y con precisión de cirujano, corta fideos parejos que empolvará diligente con la blanca harina. Se quita el delantal, alisa los cabellos y se sienta a esperar, mientras la gata Manchita, dormita indolente sobre la silla de mimbre. Así hasta que escucha de lejos un leve sonido.
 
Se escuchan bocinas/
Ya llegan los hijos/
La gata se esconde/
Solo falta el vino
 
 
 
 
 
 
A la hora del mate*
 
 
 
Era uno de los tomadores de mate que aparecían cualquier día a la hora señalada: 17. 00 horas, ni antes al costo de interrumpir la siesta sagrada de mis suegros. ni mucho después cuando los ánimos como el mate se lavaban inevitablemente. Era el flaco Corwin, como todos le llamaban. Un vecino del barrio cuya amistad con Don Fernando se limitaba una hora de visita a la hora del mate. Era un misterio el hombre. Un hombre tempranamente envejecido que no llegaba a los 70 años pero si los aparentaba. Flaco, flaquísimo, la espalda encorvada. La mirada algo torcida con ojos claros muy hundidos en el rostro. lo cierto es que el flaco estaba absolutamente solo en el mundo, sin familia, ni mujer ni nadie que se ocupe ni le de sentido a su existencia.
Entonces el flaco aplicaba -según sus propias palabras- la política de parches a la soledad, que significaba que en diferentes casas del barrio lo bancaran un rato en la semana.
El flaco se reía como un niño al recordar los nombres de sus gatos de la infancia: Mussolini, Hitler y Stalin, incluso tenía un perro "el mariscal Rommel" que convivía pacíficamente con los gatos. Corwin acompañaba las charlas de la hora del mate con frases absurdas o desopilantes que muchas veces no tenían relación evidente con lo que se hablaba en ese momento. Yo grababa mentalmente algunas y luego las transcribía en mis cuadernos de ramos generales donde convivían frases, con detalles de gastos y tareas previstas para la semana.
Me preguntaba que hacia allí a esa hora escuchando a dos o más viejos para los que el mundo se había detenido hace rato. Me lo preguntaba y no tenia respuesta salvo por Rita -mi ex mujer- la hija de Fernando y Clelia su mujer Pintora. Lo cierto es que cuando llegábamos de visita, Rita me dejaba sentado en la mesa de la cocina a punto de tomar mate y a los pocos minutos se iba. Volvía bastante después de la hora del mate, a veces con bolsas que revelaban compras  y a veces sin nada. Rita era -y es- un enigma para mí, salvo por el hecho de que yo quería una mujer rubia y de ojos celestes y ella cumplía con creces la condición. Era tan hermética como su madre a la que recuerdo siempre ida de todo y todos. Pasando horas a unos pocos metros de la mesa de la cocina, en el living con esos ventanales siempre estaban abiertos al norte y al paso de la luz solar. Allí ella ejercía el silencio, y la pintura con música clásica de fondo. Ignoraba o fingía ignorar las conversaciones que se desprendían de la mesa.
Lo cierto es que me convertí en testigo involuntario de muchas frases condenadas a caer en la nada.
Mi suegro y el flaco compartían un profundo escepticismo sobre la condición humana, sus conversaciones iban y venían flotando sobre la idea básica de la decadencia irremediable de los valores necesarios para la convivencia social.
Eran Discepolianos, veían un mundo de lodo donde todos debían embarrarse para sobrevivir. Un mundo cambalache casi copiado literalmente de la letra del tango.
"El hombre con la mujer es como un perro con el hueso, cuando mas revolcadas tiene, más le gusta" decía Don Fernando. Y me miraba como si yo tuviera que darme como aludido por las idas y vueltas de la relación con su hija.
 
Rita es Psicóloga. No había con ella posibilidad de discusiones abiertas, ella cerraba todos los caminos con interpretaciones y silencios. Su frase preferida que clausuraba todo era "Esa es la sabiduría de lo inconsciente".
 
A mí me parecían más interesantes las frases del pobre flaco Corwin. En ellas mostraba su absoluta desesperanza con el mundo. Su renuncia a entender sus reglas, a aceptarlo en lo más mínimo. Decir "no existe la felicidad ni nada que se le aparente", era su manera de reconocer su antigua derrota.
Su obstinación por definir las cosas en códigos propios que solo los entendidos podían descifrar, por ejemplo: "Los puros (por putos) de espíritu" era su manera invariable de definir a los políticos.
Nada tenía sentido, ni superficial ni oculto. Nada podía conmover su radical desilusión. Había clausurado cualquier esperanza sobre la humanidad. Él -al igual que mi suegro- solo creía en la fidelidad de su mascota.
Nunca pude saber como se llamaba el gato que vivía en la casa de Corwin, lo llamaba de siempre con nombres diferentes surgidos en el momento. Esa era su resistencia y rebeldía máxima ante el mundo: No llamar a nadie por su verdadero nombre y no asignarle a nadie un nombre definitivo.
A Don Fernando lo llamaba José, Josecito si le quería trasmitir cariño, u otros innumerables modos alegóricos como "el señor Fernández" "El padre de Soriano" "El sobrino de Perón y Eva", el capitán veneno, John Silver, Contramaestre Conrad, Fidel en la sierra, y otros que seguramente olvide de anotar o no pude presenciar.
Mi suegro le tenía una infinita paciencia, creo que también sentía lástima por el, su desamparo y su obstinación para vivir como Robinson Crusoe, pero en una ciudad suburbana. Su casa y sus pocos amigos vecinos eran parte de la isla en la que transcurrían sus días.
El hombre había decidido demostrar en su propia existencia algo que yo temía extender al conjunto de los seres que sobrevivimos a esta sociedad de riesgos calculados y crueldades cotidianas poco mensurables. En la sociedad de vértigos y desafíos de consumos y novedades tecnológicas, cada uno de nosotros esta condenado o potencialmente condenado a ser un engranaje de relojería sin uso a partir de cualquier momento de su vida.
Más exactamente cuando la capacidad de adquirir consumo tecnológico y conocimiento operativo de ciertos objetos confirme la marginación, los vuelva obsoletos, piezas vivas de un mundo que no deja de producir museos de época en cada barrio, en cada casa.
Don Fernando era una institución y un espíritu conservador aparentemente afín al flaco.
Para ellos nada nuevo valía la pena.
Tenía un juego de sillones del living de comienzos de los sesenta y decía con razón que los muebles modernos eran una porquería, especialmente desde el invento de la madera aglomerada y la fabricación automatizada en gran escala de muebles.
El flaco completaba diciendo que ni en autos ni en mujeres se había producido nada valioso después de la década del 50.
Su auto -en rigor los restos de un auto heredado de su familia- un Plymouth Fury modelo 1958. Era " el mejor auto del mundo" y prometía que cuando consiguiera los repuestos que le faltaban saldría con él y no se detendría hasta conocer el océano Pacífico. "Hasta la costa de Chile y si puedo más allá..."
Esta sociedad no esta preparada para dejar crecer a la gente, anotaba yo mentalmente mientras veía escenas dignas de "God bye Lenin".
La historia sobre la rotura -y virtual inutilidad- del auto del flaco, era -y sigue siendo para mí- tan increíble que un día fuimos con mi suegro a comprobarla en una visita que le realizamos con la excusa de devolverle un libro que Corwin la había prestado a Fernando unos cuantos meses atrás.
Su auto reposaba cubierto de tierra en un garaje enorme que también era el cementerio de todos los objetos heredados a su familia. Herramientas de su padre, los restos del auto que no funciona desde muchos años atrás y objetos patéticamente inútiles, conviven en ese espacio generoso al que el flaco bautizo colgando un cartel pintado a mano con grandes letras rojas, legible desde la vereda de enfrente que dice "Sede igualdad de oportunidades".
Nosotros siempre sospechamos que la historia era una mentira flagrante y ponerla al descubierto era solo cuestión de mirar.
El auto tenía todos los signos de haber sido afectado por un derrumbe desde el capot hasta el techo sobre el asiento del conductor y acompañante.
Lo que se cayo podría haber sido un piano o un elefante, pero el flaco siempre contó una y otra vez que había sido un toro caído desde un camión jaula que pasaba por la calle donde el -afortunadamente- había dejado estacionado su auto. Afortunadamente, porque el estaba en la cola de Rentas, sino no la contaba.
El parabrisas no existía y se veía un rosario colgando del espejito retrovisor.
Justo aquí, -y el flaco señaló al rosario-, me encontré colgadas las bolas sangrantes del toro...
Y realmente, reímos todos con esa imagen hasta quedarnos sin aire.
También pudimos comprobar algo más de esa fantástica historia. En el techo se ven dos agujeros enormes, que según Corwin, dejaron las astas del toro que perforaron el techo y llegaron a clavar el asiento de pana del conductor.
-Me salve por que Dios es grande, decía. Nosotros nos rendimos a la evidencia.
 
 
El escenario fue  parecido a lo que les cuento, durante años.
Las visitas del flaco. Los monólogos de Don Fernando. Mi presencia como testigo - observador silencioso. Rita que llegaba conmigo de la mano y a los pocos minutos fugaba a la calle.
Hasta que un día. La costumbre de renombrar al mundo, sus habitantes y seres vivos o muertos, le significó al flaco un traspié definitivo.
Corwin llamó "Ramona" a Shirley -la perra bóxer de Don Fernando, a quien seguro mi suegro amaba más que a su mujer e hija juntas.
El pobre flaco la llamó Probó una y otra vez, esperando que le festejaran la ocurrencia.
Se produjo un gran silencio y un clima de tensión en el aire, de esos que se cortan con tijera.
Mi suegro entro en un hueco de silencio, de esos que como estelares agujeros negros no dejan de crecer y tragarse toda luz, palabra y gesto que tengan a mano.
Al poco tiempo, el flaco comprendió que ya no era bienvenido en esa casa y no fue más.
Meses después me separe de Rita y deje de frecuentar la casa de Don Fernando y Clelia.
Pero por lo que puedo suponer, mi ex suegro nunca más lo perdono al flaco.
 
 
 
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
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