*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
Nº26 *
(A don Emilio,
mi papá.)
..........
Una mujer
antigua arrastra el changuito de las compras
lo sube y lo
baja por el cordón de las calles
lleva claveles
y rosas
martillos y
clavos
un plantín de
limonero
un peine
una radio vieja
el velador
la billetera
y el pañuelo.
¿Dónde le haré
llegar estas cosas?, piensa
mientras sigue
caminando calles de infancia
tras una ruta
que recuerda vagamente.
Se acerca a un
añoso eucalipto recortado sobre el asfalto.
Así no, dice la
antigua, porque en su memoria el bosque era frondoso
y sigue un poco
más y ve un pequeño potrero
y se sienta en
el pasto seco
y se da un
golpecito en la frente porque se da cuenta de que se olvidó el diario del
domingo
y piensa
y murmura, -
papá, papito, te traje algo.
Saca todo y lo
deja ahí
mientras unos
cuantos muchachitos se abalanzan sobre la ofrenda
y la antigua
sonríe
y piensa
- eh! Viejo,
vos siempre le encontrás la manera.
-del libro
Antiguas.
COMO QUIEN VA Y VIENE TOMADO DE UNA CUERDA O DE UN VIENTO…
EL INVIERNO
CERCA*
*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
En este tiempo a esta hora, ya
es de noche. El invierno está cerca. Por esa época el viejo carneaba para
Domingo Cléreci.
Faenaban un par de cerdos que
habían estado en engorde desde la primavera anterior. Los sacaban de a uno del
pequeño chiquero donde apenas podían moverse y sólo comían. Cuando pesaban
cerca de quinientos kilos los sacrificaban. Los sacaban de a uno para que no se
trasmitiera uno al otro el miedo porque apenas estaban en el patio gritaban
realmente “como marranos”, como dice el dicho popular. Quiere decir que algún
presentimiento de muerte tendrían, y si no, no hubiera sido tan significativo
ese terror manifiesto.
Lo ataban de las patas traseras
con sogas entre dos hombres les sujetaban las de adelante y lo tiraban
vivo, dentro de un gran fuentón donde se le aplicaba un corte rápido a la
carótida y la sangre salía a chorros. Con la última gota se lo tiraba sobre una
carretilla y se lo rociaba con agua hirviendo que había estado calentándose
en una gran caldera, para ablandarles el pelo que se le sacaba con un
cuchillo filoso. Se tiraban las sogas, atadas las dos patas, sobre un tirante
puesto entre dos árboles y quedaba colgando cabeza abajo. Un corte certero
desde el cuello hasta el vientre y se le sacaban las vísceras que se separaban y
se ponían en una olla con agua, las partes que no servían para comer se las
tiraban a los perros que pululaban histéricos alrededor de todo este ritual de
sangre y sacrificio.
De estos dos inmensos cerdos se
irían produciendo todos los manjares al que cualquier paladar exigiera.
Chorizos, costillares, morcillas, queso de chancho, chorizos para conservar en
grasa de cerdo. En una gran olla negra, en el patio, debajo de los sauces,
hervían calmosamente los chicharrones con los cuales se harían luego los famosos
panes.
Nuestra ansiedad no permitía
llegar a esa industriosa instancia y robábamos puñados apenas enfriados al aire
y los poníamos dentro de una galleta que ahuecábamos, desmigajándola
previamente.
Nosotros, los más chicos,
pedíamos la vejiga, que inflada convenientemente nos servía para sustituir una
pelota de futbol.. Es decir que nos venía para paliar esa carencia y nos
lanzábamos detrás de la casa, en ese inmenso patio que cubrían los paraísos.
Era muy liviana, es verdad, pero a la imaginación de unos niños desposeídos de
juguetes todo nos venía bien a nuestra imaginación que no nos faltaba un
instante.
A esta tarea se le decía facturar.
Y convocaba al trabajo solidario de parientes, amigos y allegados que
en dos o tres días deberían dejar todo listo para proseguir con el trabajo en
otra chacra y luego en otra. La comida debía durar hasta el invierno siguiente,
y se guardaba –a falta de una heladera- en las famosas despensas que
eran piezas muy frescas, con el techo protegido por cañas para que el
techo de chapa no concitara al calor. Allí se colgaban en varillas de madera
las exquisiteces que el ingenio y la tradición producían: chorizos, pancetas,
bondiolas, queso de chancho, y alguna variante que a mi recuerdo no acude o que
mi memoria no puede perforar.
En ese tiempo anochecía más
temprano y la tierra parecía un animal echado, que plácidamente dormía ocupando
todo el cuerpo que lejos de estar en silencio, reproducía el mugir de las
vacas, el balar tonto y cansino de las ovejas, el griterío estrepitoso de las
gallinas que buscaban un lugar para dormir en las rejas de madera que llamaban gallineros
o en su defecto en las ramas más bajas de los árboles.
Pero el campo además tenía otra
música que producía el grito de alguna lechuza cruzando admonitoria y
final sobre las almas de supersticioso temor, el croar de las ranas en la
laguna cercana, el sinfín de ruiditos minuciosos e inapreciables de los
insectos que no acertábamos a nombrar. Era una hora especial, donde el campo
parecía querer decir algo, y que se prestaría en cualquier momento a
hablar.
Mi madre, por otro lado,
colaboraba con su familia. Tíos y primos, sufridos chacareros que trataban de
sacarle jugo a la tierra para subsistir, y en la época de la carneada
como se le llamaba a estas tareas dividían el esfuerzo con mi padre. Como era
difícil que coincidieran los días, yo ligaba todo este esplendor y (para mí)
diversión que compartía doblemente.
Después vendrían la época de las
perdices, y luego el de las liebres. Era una época muy feliz para mi padre,
para mis tíos (sus hermanos y cuñados) y para mí que trataba siempre de colarme
en estas verdaderas fiestas que duraban varios días.
Luego estaría también el gran
trabajo para las mujeres que debían hacer las liebres en escabeche para que
durara un tiempo, o los patos a la parrilla o en guiso, previo sacarle con
mucho vinagre ese olor a carne salvaje.
Todos estos recuerdos aparecen
bajo soles espléndidos o debajo de finísimas lloviznas atravesando los campos
arados o los rastrojos, pero exentos siempre de tristeza por que a ellos los
recuerdo siempre jóvenes, alegres, llenos de una vida que uno, tan chico,
suponía permanente.
Y los regresos de estas cacerías
se producían siempre cantando, montados todos en una alta chata con ruedas de
goma, tirada por caballos que trotaban desde la noche aproximándose al pueblo,
oscuro, tirado sobre el campo como un grupo de perdices echadas, las
bailoteantes lamparitas de las afueras que nos recibían con timidez, y uno que
al aproximarse a la casa la veía más mezquina, más pequeña, más austera como a
la misma calle, ahora oscura, luego de venir del campo amplio, libre,
desesperadamente amplio que producía un contraste, inconcebible, inesperado,
mientras las lechuzas de mal agüero cruzaban con su grito estremecedor,
invisibles en el telón oscuro del la noche.
*
El viento
terminó
golpeando
los postigos y,
por un
momento,
entrando con
sus
brazos;
el viento que
sacude
las ramas
de la duranta,
que
miras
sentada a la
mesa,
en la mañana.
Ayer, aquí
mismo,
dijiste,
como quien abre
un
libro de
poemas,
"podrán
cubrir los
ríos
de petróleo,
pero el
agua pura
será siempre
agua
pura";
y yo sentí el
deseo
de memorizar
y de mirarte
entre las
miradas
que miramos
sorprendidos
y que nos hacen
quedar
como quien va
y viene
tomado de una
cuerda
o de un
viento...
Y aquí
estás, no en
soledad,
me dijiste,
sino
en vacío,
en alma, como
un
destello
que apareció
hace
un momento.
Sí, hubo y hay
un
viento,
que es de
siempre
y predice,
y lo recibes;
un viento, un
viento,
aquí
en la mañana.
*de Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-
"Nidia". Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires. 2007
Descielada*
Cae en las
nubes,
fusión-pasaje-iris,
por la ventana
abierta de su posible sueño.
Vuela, envuelta
en luces o alaridos de color,
sobre la
ausencia de la ciudad fantasma que la expulsa,
Recrea cúpulas
con porciones de aire,
una nada de
azúcares le oculta la sonrisa
de vecina en
exilio del paraíso.
Rueda en el
vacío texturado de suave,
el cielo es
demasiado perfecto, se dice
"me quedo
con el viaje"
La librería que
no se podía nombrar*
*Por Juan
Forn
A Mijail
Osorguin le encantaban los futuristas rusos porque creía que hablaban
metafóricamente cuando decían que había que destruir todo lo viejo. El también
estaba en contra del zar y de la censura, incluso había padecido unos años de
exilio en Florencia y Venecia pero, como todos los rusos, no soportó mucho
viviendo lejos de su patria y volvió. Osorguin fue el que llevó a su país los
Manifiestos Futuristas del italiano Marinetti, los tradujo y los puso a
circular y fue testigo privilegiado del famoso cisma cuando el padre del
futurismo llegó triunfal a Moscú en 1914 y los futuristas rusos se le
aparecieron con las narices pintadas de amarillo para decirle en la cara que
era un pelmazo, que atrasaba sin remedio, que la verdadera vanguardia del arte
eran ellos. Osorguin sintió un escalofrío de orgullo ante aquellos jóvenes
revoltosos: él también creía que la creatividad liberada asomaría en las
paredes callejeras y en las plazas y en los techos de los vehículos e incluso
en el aire de las ciudades, pero seguía creyendo que la destrucción de todo lo
viejo era una metáfora. Cuando tres años después los bolcheviques tomaron el
poder y suprimieron toda censura en libros y revistas, sintió vahídos:
descubrió que no sabía escribir sin enmascarar en filigranas lo que quería
decir, descubrió que la realidad iba más rápido que él y que no era el único al
que le pasaba.
En la vorágine
de esos primeros meses de la Revolución en que nada funcionaba pero todo
parecía posible, Osorguin y otros como él encontraron por azar su lugar y su
razón de ser: en Moscú no había libros, las viejas librerías e imprentas habían
sido clausuradas y aún no abrían las nuevas. Había otras prioridades, como por
ejemplo el hambre; la gente cambiaba cualquier cosa por un kilo de harina o una
bolsa de arenques, pero también había quienes preferían abstenerse de leña,
vodka o té si con esos kopeks podían echarle mano a un buen libro. Así fue como
nació La Librería de los Escritores en un callejón perdido de Moscú. Afuera se
delineaba a golpes de hacha el Nuevo Orden, los ideólogos trabajaban a doble
turno, los futuristas estaban en su propio mambo colgando carteles monumentales
de los frontispicios de los palacios y haciendo salir música por las sirenas de
las fábricas, mientras en los fondos de la calle Bolshaia Nikitskaia, en un
desangelado local con la vidriera cubierta de escarcha, se juntaba una raza
anónima y silenciosa para hacer lo único que sabía hacer, con o sin dinero:
estar entre libros.
La Librería de
los Escritores era una cooperativa, no había empleados ni autorización para
funcionar, cada uno de sus miembros se las arreglaba para estar allí cuatro o
cinco horas al día de manera que estuviera abierta día y noche, trabajaban con
abrigo y guantes puestos, calentándose las manos con el aliento. En la caja
estaba Dilevskaia, la soprano que perdió la voz a causa del frío; el mejor
vendedor era Gritsov, que había tenido gran éxito entre las damas como
conferencista de arte; el novelista Yakóvlev se encargaba de llevar y traer
remesas de libros en trineo por las calles nevadas; el gran ensayista Berdiaev
clasificaba maníacamente las partidas entrantes; el poeta Jodásevich se
encargaba de pagar y daba siempre de más (su vara era el hambre que traía el
vendedor, no los libros que ofrecía). La librería no tenía nombre, porque había
abierto sin permiso; gracias a eso lograron al principio pasar inadvertidos y
después zafaron porque se habían vuelto una necesidad. Todos los que temían que
les requisaran sus bibliotecas o necesitaban desprenderse de ellas para poder
comer acudían a la calle Bolshaia Nikitskaia. Lo mismo pasaba con los
encargados de las bibliotecas y clubes obreros de provincias que llegaban a
Moscú en busca de material. Osorguin y sus amigos eran los únicos capaces de
conseguirles lo que necesitaban, sin esperas interminables. Podían armar en
horas una biblioteca de cualquier tema: técnicas, jurídicas, militares. Y
liquidar una al menudeo igual de rápido. Como el rublo se devaluaba hasta un
ciento por ciento de un día para el otro, nunca se quedaban con dinero al final
de la jornada: lo que había en la caja a esa hora lo usaban para ayudar a
colegas necesitados, que sabían que la caída de la noche era el momento en que
había que acercarse a la Bolshaia Nikitskaia.
Lenin lo
toleraba porque no tenía otra manera de abastecer de libros los sóviets. Pero
las aguas ya se habían dividido para entonces: cuando Maiacovski visitó la
librería y Osorguin trató de explicarle la teoría de la relatividad de Einstein
(que tenían pegada en una de las paredes y era uno de los rincones más
frecuentados del local), la nube en pantalones contestó con desdén: “No será
eso sino la Revolución lo que nos hará triunfar sobre la muerte”. Para Lenin
también eran una excrecencia del pasado: los llamaba los metafísicos, que era
su manera de decir inútiles. Habían acompañado el cambio pero se estaban
convirtiendo en un lastre, así que, en un gesto de clemencia inusual, les
concedió permiso de salida y los fletó en un barco fuera de la URSS, en 1922.
Osorguin y setenta buenos rusos inservibles como él partieron con sus familias
rumbo a Occidente, en un vapor que con el tiempo se conocería como El Barco de
los Metafísicos.
Dice la leyenda
que el propio Lenin tachó de la lista a los que en su opinión tenían más fibra
moral; a esos los quiso conservar en la URSS. Los metafísicos que se quedaron
se volvieron punta de diamante: Ajmátova, Mandelstam, Pasternak. Los que
partieron se fueron marchitando año tras año en Berlín, Praga y París. Eran una
especie espuria para los círculos de la emigración rusa que habían huido con la
caída del zar. Osorguin terminó de ponérselos en contra cuando les pidió
publicar en su revista Anales algunos recuerdos de los tres años que duró La
Librería de los Escritores. Entre otros episodios, contaba que un día apareció
por la Bolshaia Nikitskaia un anciano que quería vender una carpeta de cartas
manuscritas de Catalina la Grande, en un primoroso álbum de terciopelo amarillo
con broche de plata. Si uno acercaba la vista al papel, aún alcanzaba a verse
el relumbre de polvo de oro en la tinta. Osorguin le dijo que ellos no podían
pagar lo que valían esas cartas, el viejo les contestó que si no las compraban
ellos las venderían en la calle, por el terciopelo y el broche de plata.
Osorguin y sus amigos juntaron todo el dinero que tenían, pagaron al viejo, y
conservaron escondida la carpeta hasta que llegó el momento de partir.
Interrumpiendo la lectura, el anciano director de la revista alzó la vista
hacia Osorguin, preguntó con trémula avidez qué había pasado con la carpeta y
le arrojó las páginas en la cara y lo echó furibundo de su oficina cuando
Osorguin contestó que él nunca había creído en la destrucción de todo lo viejo:
el día en que abandonó Moscú la había entregado en mano a una persona de su confianza
en el Museo de la Historia, donde puede verse hasta el día de hoy.
Viaje textual*
Vamos hacia el
secreto de la escritura como arte. En este
viaje no quisiera dejar más pistas de mi edad que las
imprescindibles. Aunque como dice Barthes hay una edad donde se enseña
lo que se sabe, otra donde se enseña lo que no se sabe (eso se llama
investigación) y otra la del desaprender. En ésta última el olvido impone
una recomposición a los saberes, a las culturas y a las creencias que nos
han atravesado. De todo esto queda un poco de saber y el máximo posible de
sabor.
Cuando pensé en
escribir este texto surgían fragmentos de poemas de distintos autores.
Decidí dejarlos
entrar ¿Después de todo la poesía no es eso, un fragmento de luz que ilumina la
banalidad?.
Ese rayo súbito
al que Joyce llamaba Epifanía
¿No se hace un
poeta en el espacio placentario de sus lecturas?
Y hasta el
poema es una flor hecha de hambre,
pero es además
la única y efectiva sospecha
de que aunque
el hambre no deja nunca de ser hambre
es a veces
hambre que alimenta.
Roberto Juarroz
El escritor es
antes que nada un Lector, según Borges ¿Los libros no son acaso ese
alimento- hambre?
Cuando era
niña, una amiga de mi familia, que trabajaba en una editorial, me traía
libros que yo seguro esperaba con voracidad. Recuerdo sus palabras cuando
los dejaba caer sobre la mesa, tomá :"pan".
La Literatura
nutre no la necesidad, sí el deseo que nunca se calma salvo con la muerte.
¿Ese estar
enamorado de las palabras, combinarlas, enhebrarlas, dejarlas que nos lleven en
su deriva nómade no es acaso una expresión de Eros?
En ese sentido
la literatura toda es erótica. Aunque se escriba desde el dolor, desde el
horror, sobre la muerte. La pulsión de vida que es la que une, la que
complejiza, es la que mueve la escritura. Por eso la alegría de la creación,
ese placer que va más allá del tema y del estado del alma del poeta.
"yo no
conozco la terrible
noche unánime
de la muerte:
en el fondo de
mi alma
está anclada
una flota de astros"
Odysseas Elytis
"Uno se va
a morir, mañana, un año, un mes,
sin pétalos
dormidos,
disperso va a
quedar sobre la tierra
y vendrán
nuevos hombres pidiendo panoramas-
Preguntarán qué
fuimos
quienes con
llamas puras los antecedieron
a quienes
maldecir por el recuerdo.
Bien. Eso
hacemos;
custodiamos
para ellos, el tiempo que nos toca"
Por qué
escribimos, Roque Dalton.
La poesía es
palabra y silencio, el espacio de la evocación, la ausencia.
" Cómo
explicar con palabras de este mundo
que partió de
mi un barco llevándome"
Alejandra Pizarnik
Intenta decir
lo indecible (esa dolorosa sensación de quedarnos vacíos) y al mismo
tiempo logra ampliar el espacio de lo posible de ser dicho.
En este sentido
es que los psicoanalistas buscan a los poetas. Lo que podemos poner en
palabras es curativo ya que lo recobramos para nosotros. No es el golpe de
algo ajeno desde dentro nuestro. Por eso cuando el poeta escribe recupera
para él y para sus lectores espacios de significancia.
Por las mismas
razones, en esta sociedad de la banalidad, la poesía es subversiva. Hay un
lenguaje pragmático que sirve para vender. Los que no pueden comprar son
desechados. Se comercian objetos, la idea de que la felicidad viene con su
tenencia y el sistema político y de poder que sustenta esa desaforada imposición
de los consumos.
Para hacerlo no
se necesitan ni sutilezas ni riqueza lingüística. Para pensar
y sentir sí. Cuando nada es gratuito ni siquiera el cielo de las ciudades
donde los carteles siguen violentándonos para vender, ahí está la
rebelde poesía, los juegos del lenguaje, el brillo de lo inútil que no
sirve para otra cosa que para ser humanos-
El poeta es un
fingidor
El poeta es un
fingidor.
Finge tan
profundamente
Que hasta finge
que es dolor
El dolor que de
veras siente.
Fernando Pessoa[1888-1935]
No vale solamente sentir
hay que transformarlo en literatura, en poema, en lenguaje, que como dice
Barthes es una piel. Allí en esa piel que va a tocar al otro, el sonido y
el sentido forman el hocico húmedo de la lengua que golpea con su
imprevista belleza.
El secreto
nunca se alcanza. Como dice Kavafis en ITACA
Ruega que el
camino sea largo.
Que sean muchas
las mañanas estivales
en que lleno de
placer y alegría
entres a
puertos vistos por primera vez.
El secreto
nunca se alcanza, que el camino sea largo que entremos a textos que se
rocen en una trama fecunda.
El secreto
nunca se alcanza que el tejido del lenguaje poético nos haga sentir vivos,
desalentar la insignificancia y la violencia.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Experimentado
con la realidad*
Las puertas dan al abismo,
las piernas
del tiempo
son polvos oscuros
aguándose
en los bolsillos
de la galaxia.
Salen a flotes
coágulos
de sombra,
escurridizos
se diluyen
como hierbas
y fibras
de segundo
anacrónicos.
El pubis
de la circunferencia
se extiende
a los recodos,
se abarrota
de angustia,
de nieve y sarcófagos.
¿Dónde estás poeta?
¿Se tatuó tu voz
como rosa muerta
o anémona al elogio?
Responde poeta,
no guardes silencio,
o te saldrán larvas
del rostro...
y tu lengua
saboreará zumo
de áloes fermentado
con vértigo
cuando tus tardes anochezcan.
* * *
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