sábado, abril 27, 2013

COMO QUIEN VA Y VIENE TOMADO DE UNA CUERDA O DE UN VIENTO...




*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.
 
 
 
Nº26 *
 
 
(A don Emilio, mi papá.)
..........
 
 
Una mujer antigua arrastra el changuito de las compras
lo sube y lo baja por el cordón de las calles
lleva claveles y rosas
martillos y clavos
un plantín de limonero
un peine
una radio vieja
el velador
la billetera
y el pañuelo.
¿Dónde le haré llegar estas cosas?, piensa
mientras sigue caminando calles de infancia
tras una ruta que recuerda vagamente.
Se acerca a un añoso eucalipto recortado sobre el asfalto.
Así no, dice la antigua, porque en su memoria el bosque era frondoso
y sigue un poco más y ve un pequeño potrero
y se sienta en el pasto seco
y se da un golpecito en la frente porque se da cuenta de que se olvidó el diario del domingo
y piensa
y murmura, - papá, papito, te traje algo.
Saca todo y lo deja ahí
mientras unos cuantos muchachitos se abalanzan sobre la ofrenda
y la antigua sonríe
y piensa
- eh! Viejo, vos siempre le encontrás la manera.
 
 
 
*De Graciela Vega. cielavega@yahoo.com.ar
-del libro Antiguas.
 
 
 
 
 
COMO QUIEN VA Y VIENE TOMADO DE UNA CUERDA O DE UN VIENTO…
 
 
 
 
 
EL INVIERNO CERCA*
 
 
 
*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
En este tiempo a esta hora, ya es de noche. El invierno está cerca. Por esa época el viejo carneaba para Domingo Cléreci.
Faenaban un par de cerdos que habían estado en engorde desde la primavera anterior. Los sacaban de a uno del pequeño chiquero donde apenas podían moverse y sólo comían. Cuando pesaban cerca de quinientos kilos los sacrificaban. Los sacaban de a uno para que no se trasmitiera uno al otro el miedo porque apenas estaban en el patio gritaban realmente “como marranos”, como dice el dicho popular. Quiere decir que algún presentimiento de muerte tendrían, y si no, no hubiera sido tan significativo ese terror manifiesto.
Lo ataban de las patas traseras con  sogas entre dos hombres les sujetaban las de adelante y lo tiraban vivo, dentro de un gran fuentón donde se le aplicaba un corte rápido a la carótida y la sangre salía a chorros. Con la última gota se lo tiraba sobre una carretilla y se lo rociaba con agua hirviendo que había estado calentándose en  una gran caldera, para ablandarles el pelo que se le sacaba con un cuchillo filoso. Se tiraban las sogas, atadas las dos patas, sobre un tirante puesto entre dos árboles y quedaba colgando cabeza abajo. Un corte certero desde el cuello hasta el vientre y se le sacaban las vísceras que se separaban y se ponían en una olla con agua, las partes que no servían para comer se las tiraban a los perros que pululaban histéricos alrededor de todo este ritual de sangre  y sacrificio.
De estos dos inmensos cerdos se irían produciendo todos los manjares al que cualquier paladar exigiera. Chorizos, costillares, morcillas, queso de chancho, chorizos para conservar en grasa de cerdo. En una gran olla negra, en el patio, debajo de los sauces, hervían calmosamente los chicharrones con los cuales se harían luego los famosos panes.
Nuestra ansiedad no permitía llegar a esa industriosa instancia y robábamos puñados apenas enfriados al aire y los poníamos  dentro de una galleta que ahuecábamos, desmigajándola previamente.
Nosotros, los más chicos, pedíamos la vejiga, que inflada convenientemente nos servía para sustituir una pelota de futbol.. Es decir que nos venía para paliar esa carencia y nos lanzábamos detrás de la casa, en ese inmenso patio que cubrían los paraísos. Era muy liviana, es verdad, pero a la imaginación de unos niños desposeídos de juguetes todo nos venía bien a nuestra imaginación que  no nos faltaba un instante.
A  esta tarea se le decía facturar. Y  convocaba al trabajo solidario de parientes, amigos y allegados que en dos o tres días deberían dejar todo listo para proseguir con el trabajo en otra chacra y luego en otra. La comida debía durar hasta el invierno siguiente, y se guardaba –a falta de una heladera- en las famosas despensas que eran piezas muy frescas, con el techo protegido por  cañas para que el techo de chapa no concitara al calor. Allí se colgaban en varillas de madera las exquisiteces que el ingenio y la tradición producían: chorizos, pancetas, bondiolas, queso de chancho, y alguna variante que a mi recuerdo no acude o que mi memoria no puede perforar.
En ese tiempo anochecía más temprano y la tierra parecía un animal echado, que plácidamente dormía ocupando todo el cuerpo que lejos de estar en silencio, reproducía el mugir de las vacas, el balar tonto y cansino de las ovejas, el griterío estrepitoso de las gallinas que buscaban un lugar para dormir en las rejas de madera que llamaban gallineros o en su defecto en las ramas más bajas de los árboles.
Pero el campo además tenía otra música que producía el grito de alguna lechuza  cruzando admonitoria y final sobre las almas  de supersticioso temor, el croar de las ranas en la laguna cercana, el sinfín de ruiditos minuciosos e inapreciables de los insectos que no acertábamos a nombrar. Era una hora especial, donde el campo parecía querer decir algo,  y que se prestaría en cualquier momento a hablar.
Mi madre, por otro lado, colaboraba con su familia. Tíos y primos, sufridos chacareros que trataban de sacarle jugo a la tierra para subsistir, y en la época de la carneada como se le llamaba a estas tareas dividían el esfuerzo con mi padre. Como era difícil que coincidieran los días, yo ligaba todo este esplendor y (para mí) diversión que compartía doblemente.
Después vendrían la época de las perdices, y luego el de las liebres. Era una época muy feliz para mi padre, para mis tíos (sus hermanos y cuñados) y para mí que trataba siempre de colarme en estas verdaderas fiestas que duraban varios días.
Luego estaría también el gran trabajo para las mujeres que debían hacer las liebres en escabeche para que durara un tiempo, o los patos a la parrilla o en guiso, previo sacarle con mucho vinagre ese olor a carne salvaje.
Todos estos recuerdos aparecen bajo soles espléndidos o debajo de finísimas lloviznas atravesando los campos arados o los rastrojos, pero exentos siempre de tristeza por que a ellos los recuerdo siempre jóvenes, alegres, llenos de una vida que uno, tan chico, suponía permanente.
Y los regresos de estas cacerías se producían siempre cantando, montados todos en una alta chata con ruedas de goma, tirada por caballos que trotaban desde la noche aproximándose al pueblo, oscuro, tirado sobre el campo como un grupo de perdices echadas, las bailoteantes lamparitas de las afueras que nos recibían con timidez, y uno que al aproximarse a la casa la veía más mezquina, más pequeña, más austera como a la misma calle, ahora oscura, luego de venir del campo amplio, libre, desesperadamente amplio que producía un contraste, inconcebible, inesperado, mientras las lechuzas de mal agüero cruzaban con su grito estremecedor, invisibles en el telón oscuro del la noche.
 
 
 
 
 
 
*
 
 
El viento terminó
golpeando
los postigos y, por un
momento,
entrando con sus
brazos;
el viento que sacude
las ramas
de la duranta, que
miras
sentada a la mesa,
en la mañana.
Ayer, aquí mismo,
dijiste,
como quien abre un
libro de poemas,
"podrán cubrir los
ríos
de petróleo, pero el
agua pura
será siempre agua
pura";
y yo sentí el deseo
de memorizar
y de mirarte
entre las miradas
que miramos
sorprendidos
y que nos hacen
quedar
como quien va
y viene
tomado de una
cuerda
o de un viento...
Y aquí
estás, no en
soledad,
me dijiste, sino
en vacío,
en alma, como un
destello
que apareció hace
un momento.
Sí, hubo y hay un
viento,
que es de siempre
y predice,
y lo recibes;
un viento, un viento,
aquí
en la mañana.
 
 
*de Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
- "Nidia". Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires. 2007
 
 
 
 
 
 
Descielada*
 
 
 
Cae en las nubes,
fusión-pasaje-iris,
por la ventana abierta de su posible sueño.
 
Vuela, envuelta en luces o alaridos de color,
sobre la ausencia de la ciudad fantasma que la expulsa,
 
Recrea cúpulas con porciones de aire,
una nada de azúcares le oculta la sonrisa
de vecina en exilio del paraíso.
 
Rueda en el vacío texturado de suave,
el cielo es demasiado perfecto, se dice
 
"me quedo con el viaje"
 
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
La librería que no se podía nombrar*
 
 
 
*Por Juan Forn
 
 
A Mijail Osorguin le encantaban los futuristas rusos porque creía que hablaban metafóricamente cuando decían que había que destruir todo lo viejo. El también estaba en contra del zar y de la censura, incluso había padecido unos años de exilio en Florencia y Venecia pero, como todos los rusos, no soportó mucho viviendo lejos de su patria y volvió. Osorguin fue el que llevó a su país los Manifiestos Futuristas del italiano Marinetti, los tradujo y los puso a circular y fue testigo privilegiado del famoso cisma cuando el padre del futurismo llegó triunfal a Moscú en 1914 y los futuristas rusos se le aparecieron con las narices pintadas de amarillo para decirle en la cara que era un pelmazo, que atrasaba sin remedio, que la verdadera vanguardia del arte eran ellos. Osorguin sintió un escalofrío de orgullo ante aquellos jóvenes revoltosos: él también creía que la creatividad liberada asomaría en las paredes callejeras y en las plazas y en los techos de los vehículos e incluso en el aire de las ciudades, pero seguía creyendo que la destrucción de todo lo viejo era una metáfora. Cuando tres años después los bolcheviques tomaron el poder y suprimieron toda censura en libros y revistas, sintió vahídos: descubrió que no sabía escribir sin enmascarar en filigranas lo que quería decir, descubrió que la realidad iba más rápido que él y que no era el único al que le pasaba.
En la vorágine de esos primeros meses de la Revolución en que nada funcionaba pero todo parecía posible, Osorguin y otros como él encontraron por azar su lugar y su razón de ser: en Moscú no había libros, las viejas librerías e imprentas habían sido clausuradas y aún no abrían las nuevas. Había otras prioridades, como por ejemplo el hambre; la gente cambiaba cualquier cosa por un kilo de harina o una bolsa de arenques, pero también había quienes preferían abstenerse de leña, vodka o té si con esos kopeks podían echarle mano a un buen libro. Así fue como nació La Librería de los Escritores en un callejón perdido de Moscú. Afuera se delineaba a golpes de hacha el Nuevo Orden, los ideólogos trabajaban a doble turno, los futuristas estaban en su propio mambo colgando carteles monumentales de los frontispicios de los palacios y haciendo salir música por las sirenas de las fábricas, mientras en los fondos de la calle Bolshaia Nikitskaia, en un desangelado local con la vidriera cubierta de escarcha, se juntaba una raza anónima y silenciosa para hacer lo único que sabía hacer, con o sin dinero: estar entre libros.
La Librería de los Escritores era una cooperativa, no había empleados ni autorización para funcionar, cada uno de sus miembros se las arreglaba para estar allí cuatro o cinco horas al día de manera que estuviera abierta día y noche, trabajaban con abrigo y guantes puestos, calentándose las manos con el aliento. En la caja estaba Dilevskaia, la soprano que perdió la voz a causa del frío; el mejor vendedor era Gritsov, que había tenido gran éxito entre las damas como conferencista de arte; el novelista Yakóvlev se encargaba de llevar y traer remesas de libros en trineo por las calles nevadas; el gran ensayista Berdiaev clasificaba maníacamente las partidas entrantes; el poeta Jodásevich se encargaba de pagar y daba siempre de más (su vara era el hambre que traía el vendedor, no los libros que ofrecía). La librería no tenía nombre, porque había abierto sin permiso; gracias a eso lograron al principio pasar inadvertidos y después zafaron porque se habían vuelto una necesidad. Todos los que temían que les requisaran sus bibliotecas o necesitaban desprenderse de ellas para poder comer acudían a la calle Bolshaia Nikitskaia. Lo mismo pasaba con los encargados de las bibliotecas y clubes obreros de provincias que llegaban a Moscú en busca de material. Osorguin y sus amigos eran los únicos capaces de conseguirles lo que necesitaban, sin esperas interminables. Podían armar en horas una biblioteca de cualquier tema: técnicas, jurídicas, militares. Y liquidar una al menudeo igual de rápido. Como el rublo se devaluaba hasta un ciento por ciento de un día para el otro, nunca se quedaban con dinero al final de la jornada: lo que había en la caja a esa hora lo usaban para ayudar a colegas necesitados, que sabían que la caída de la noche era el momento en que había que acercarse a la Bolshaia Nikitskaia.
Lenin lo toleraba porque no tenía otra manera de abastecer de libros los sóviets. Pero las aguas ya se habían dividido para entonces: cuando Maiacovski visitó la librería y Osorguin trató de explicarle la teoría de la relatividad de Einstein (que tenían pegada en una de las paredes y era uno de los rincones más frecuentados del local), la nube en pantalones contestó con desdén: “No será eso sino la Revolución lo que nos hará triunfar sobre la muerte”. Para Lenin también eran una excrecencia del pasado: los llamaba los metafísicos, que era su manera de decir inútiles. Habían acompañado el cambio pero se estaban convirtiendo en un lastre, así que, en un gesto de clemencia inusual, les concedió permiso de salida y los fletó en un barco fuera de la URSS, en 1922. Osorguin y setenta buenos rusos inservibles como él partieron con sus familias rumbo a Occidente, en un vapor que con el tiempo se conocería como El Barco de los Metafísicos.
Dice la leyenda que el propio Lenin tachó de la lista a los que en su opinión tenían más fibra moral; a esos los quiso conservar en la URSS. Los metafísicos que se quedaron se volvieron punta de diamante: Ajmátova, Mandelstam, Pasternak. Los que partieron se fueron marchitando año tras año en Berlín, Praga y París. Eran una especie espuria para los círculos de la emigración rusa que habían huido con la caída del zar. Osorguin terminó de ponérselos en contra cuando les pidió publicar en su revista Anales algunos recuerdos de los tres años que duró La Librería de los Escritores. Entre otros episodios, contaba que un día apareció por la Bolshaia Nikitskaia un anciano que quería vender una carpeta de cartas manuscritas de Catalina la Grande, en un primoroso álbum de terciopelo amarillo con broche de plata. Si uno acercaba la vista al papel, aún alcanzaba a verse el relumbre de polvo de oro en la tinta. Osorguin le dijo que ellos no podían pagar lo que valían esas cartas, el viejo les contestó que si no las compraban ellos las venderían en la calle, por el terciopelo y el broche de plata. Osorguin y sus amigos juntaron todo el dinero que tenían, pagaron al viejo, y conservaron escondida la carpeta hasta que llegó el momento de partir. Interrumpiendo la lectura, el anciano director de la revista alzó la vista hacia Osorguin, preguntó con trémula avidez qué había pasado con la carpeta y le arrojó las páginas en la cara y lo echó furibundo de su oficina cuando Osorguin contestó que él nunca había creído en la destrucción de todo lo viejo: el día en que abandonó Moscú la había entregado en mano a una persona de su confianza en el Museo de la Historia, donde puede verse hasta el día de hoy.
 
 
 
 
 
 
 
 
Viaje textual*
 
 
Vamos hacia el secreto de la escritura como arte. En este viaje no quisiera  dejar más pistas de mi edad que las imprescindibles. Aunque como dice Barthes hay una edad donde se enseña lo que se sabe, otra donde se enseña lo que no se sabe (eso se llama investigación) y otra la del desaprender. En ésta última el olvido impone una recomposición a los saberes, a las culturas y a las creencias que nos han atravesado. De todo esto queda un poco de saber y el máximo posible de sabor.
 
Cuando pensé en escribir este texto surgían fragmentos de poemas de distintos autores.
Decidí dejarlos entrar ¿Después de todo la poesía no es eso, un fragmento de luz que ilumina la banalidad?.
Ese rayo súbito al que Joyce llamaba Epifanía
¿No se hace un poeta en el espacio placentario de sus lecturas?
 
 
Y hasta el poema es una flor hecha de hambre,
pero es además la única y efectiva sospecha
de que aunque el hambre no deja nunca de ser hambre
es a veces hambre que alimenta.
Roberto Juarroz
 
 
El escritor es antes que nada un Lector, según Borges ¿Los libros no son acaso ese alimento- hambre?
 
Cuando era niña, una amiga de mi familia, que trabajaba en una editorial, me traía libros que yo seguro esperaba con voracidad. Recuerdo sus palabras cuando los dejaba caer sobre la mesa, tomá :"pan".
 
La Literatura nutre no la necesidad, sí el deseo que nunca se calma salvo con la muerte.
¿Ese estar enamorado de las palabras, combinarlas, enhebrarlas, dejarlas que nos lleven en su deriva nómade no es acaso una expresión de Eros?
En ese sentido la literatura toda es erótica. Aunque se escriba desde el dolor, desde el horror, sobre la muerte. La pulsión de vida que es la que une, la que complejiza, es la que mueve la escritura. Por eso la alegría de la creación, ese placer que va más allá del tema y del estado del alma del poeta.
 
 
"yo no conozco la terrible
noche unánime de la muerte:
en el fondo de mi alma
está anclada una flota de astros"
Odysseas Elytis
 
 
"Uno se va a morir, mañana, un año, un mes,
sin pétalos dormidos,
disperso va a quedar sobre la tierra
y vendrán nuevos hombres pidiendo panoramas-
Preguntarán qué fuimos
quienes con llamas puras los antecedieron
a quienes maldecir por el recuerdo.
Bien. Eso hacemos;
custodiamos para ellos, el tiempo que nos toca"
Por qué escribimos, Roque Dalton.
 
 
La poesía es palabra y silencio, el espacio de la evocación, la ausencia.
 
" Cómo explicar con palabras de este mundo
 
que partió de mi un barco llevándome"
 
Alejandra Pizarnik
 
Intenta decir lo indecible (esa dolorosa sensación de quedarnos vacíos) y al mismo tiempo logra ampliar el espacio de lo posible de ser dicho.
En este sentido es que los psicoanalistas buscan a los poetas. Lo que podemos poner en palabras es curativo ya que lo recobramos para nosotros. No es el golpe de algo ajeno desde dentro nuestro. Por eso cuando el poeta escribe recupera para él y para sus lectores espacios de significancia.
 
Por las mismas razones, en esta sociedad de la banalidad, la poesía es subversiva. Hay un lenguaje pragmático que sirve para vender. Los que no pueden comprar son desechados. Se comercian objetos, la idea de que la felicidad viene con su tenencia y el sistema político y de poder que sustenta esa desaforada imposición de los consumos.
Para hacerlo no se necesitan ni sutilezas ni riqueza lingüística. Para pensar  y sentir sí. Cuando nada es gratuito ni siquiera el cielo de las ciudades donde los carteles siguen violentándonos para vender, ahí está la rebelde poesía, los juegos del lenguaje, el brillo de lo inútil que no sirve para otra cosa que para ser humanos-
 
 
El poeta es un fingidor
 
El poeta es un fingidor.
Finge tan profundamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.
Fernando Pessoa[1888-1935]
 
No vale solamente sentir hay que transformarlo en literatura, en poema, en lenguaje, que como dice Barthes es una piel. Allí en esa piel que va a tocar al otro, el sonido y el sentido  forman el hocico húmedo de la lengua que golpea con su imprevista belleza.
 
El secreto nunca se alcanza. Como dice Kavafis en ITACA
 
Ruega que el camino sea largo.
 
Que sean muchas las mañanas estivales
en que lleno de placer y alegría
entres a puertos vistos por primera vez.
 
El secreto nunca se alcanza, que el camino sea largo que entremos a textos que se rocen  en una trama fecunda.
 
El secreto nunca se alcanza que el tejido del lenguaje poético nos haga sentir vivos, desalentar la insignificancia y la violencia.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
Experimentado con la realidad*
 
 
Las puertas dan al abismo,
las piernas
del tiempo
son polvos oscuros
aguándose
en los bolsillos
de la galaxia.
 
Salen a flotes
coágulos
de sombra,
escurridizos
se diluyen
como hierbas
y fibras
de segundo
anacrónicos.
 
El pubis
de la circunferencia
se extiende
a los recodos,
se abarrota
de angustia,
de nieve y sarcófagos.
 
¿Dónde estás poeta?
¿Se tatuó tu voz
como rosa muerta
o anémona al elogio?
Responde poeta,
no guardes silencio,
o te saldrán larvas
del rostro...
y tu lengua
saboreará zumo
de áloes fermentado
con vértigo
cuando tus tardes anochezcan.
 
 
*De Daniel Montoly© danielmontoly@yahoo.es
 
 
 
 
* * *
 
 
 
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